Febrero de 2010 - enero de 2014. Barcelona
La mujer con la que me había citado por teléfono tenía una voz agradable, pero eso no evitó que yo estuviera nervioso. Aquella mañana me afeité a conciencia, busqué en el armario una camisa decente y una corbata de mis tiempos del instituto. Podría decirse que estaba medianamente presentable, pero no podía dejar de sentirme ridículo. Bajo la lluvia, delante del local donde nos habíamos citado con la persiana bajada, esquivando varillas de paraguas asesinos, me preguntaba qué estaba haciendo allí, a qué pretendía jugar. En la dicotomía eterna entre Hemingway y Fitzgerald, yo soy de los que prefiere las luchas contra uno mismo que los campos de batalla reales.
Empezaba a plantearme la retirada como una victoria (a fin de cuentas, había cumplido mi parte acudiendo a la cita). Y entonces la vi. Supe que era ella antes de que echase hacia atrás la capucha roja de su chubasquero y me mirase con unos increíbles ojos grises que nunca he olvidado y que dudo que vuelva a ver alguna vez.
—¿Eres el escritor? —me preguntó con seriedad, calibrando la posibilidad de haberse equivocado. Cuando contesté afirmativamente no pudo disimular una cierta decepción, como si sospechase que yo no estaría a la altura del reto.
Me examinó de arriba abajo sin contemplaciones.
—¿Cuántos años tienes?
Titubeé y eso me hizo parecer un embustero. Recuerdo sus cejas perfiladas como con un cincel y una gota de lluvia que resbalaba por su nariz. Debía de tener entonces cerca de los cincuenta años, pero era esa clase de mujer sin edad con la que uno sueña toda la vida.
—Por teléfono parecías mayor —me dijo, y sonó a reproche, como si yo hubiese impostado el tono de gravedad de mi timbre.
Buscó una llave en el bolso y se inclinó a abrir el candado de la persiana. Al hacerlo pude ver un tatuaje bajo su pelo tintado de negro. Parecían unas alas de mariposa descoloridas, pero no me atreví a preguntarle. Me agaché y la ayudé a subir la persiana del local, que chirrió como el puente levadizo y oxidado de un castillo medieval.
—¿Esto era el Flight?
Olía a excrementos y a cerrado. Apenas quedaba mobiliario, unas mesas cubiertas de polvo y algunas sillas rotas. La barra estaba destrozada y el suelo lleno de tablones, cristales y basura.
—Voy a vender el local —dijo a modo de justificación—. Desde que murió Vasili nadie ha vuelto a ocuparse del negocio y yo no puedo hacerlo.
—¿Cuándo murió Velichko?
Ella se había abierto el chubasquero, que goteaba sobre el piso de polvo formando pequeñas marcas de barro. Su figura delgada con aquella prenda roja contrastaba vivamente con la grisura del local.
—En marzo de 2003. Pocos meses después de que se publicara su informe junto al estudio del Instituto de Estudios de Historia de Rusia y el Memorial para Názino. Para él fue su éxito. Creo que vivió hasta verlo publicado y entonces decidió que ya podía marcharse.
Yo había leído recientemente esos informes y lo que sucedió en la isla de Názino en 1933. Un amigo librero, Alfonso, fue quien me puso en las manos aquella documentación recapitulada a partir de la Glasnost, gracias al informe de un comisario político llamado Vasili Velichko. Me pareció inmediatamente algo que merecía ser estudiado más a fondo, y tal vez sacar una historia novelada de los sucesos. Pero pronto me desanimé, apenas encontraba material escrito y mucho menos testimonios. Así que puse un anuncio en una página web solicitando información.
Y dos semanas después, ella me llamó.
Durante algo más de dos horas me contó la mayor parte de lo que aquí he escrito. En realidad, y ahora lo comprendo, no me lo contó a mí.
Mientras se paseaba arriba y abajo por el Flight con una tristeza melancólica, colocaba una taza, levantaba una vieja fotografía del suelo, desempolvaba una maqueta y hablaba, hablaba sin cesar. A veces no se daba cuenta de que lo hacía en ruso y yo, aunque no la comprendía, no quería interrumpir aquel flujo de pensamientos y de historias que de momento sólo consiguieron aturdirme, convencido de estar escuchando algo irrepetible y al mismo tiempo frustrado porque mi incapacidad me impediría explicar aquello con justicia.
Así me sentía, mientras la escuchaba y la observaba. Por momentos, tenía la sensación de que estaba irritada y enfurecida, como si todo lo que me contaba hubiese sucedido unos días, unos meses atrás y aún estuviera fresco en su retina. En otros momentos la veía languidecer, emocionarse, casi llorar. Siempre casi…
Apenas le hice preguntas. Aunque se me acumulaban en la cabeza. Sólo se me ocurrió una, y fue estúpida.
—Si Gonzalo sabía qué clase de cosas hacía Anna, ¿cómo podía estar dispuesto a formar parte de ello? Eran esas mismas cosas contra las que luchó su hermana.
O tal vez no fue una pregunta tan estúpida. Por un momento, vi un brillo de complacencia en sus ojos.
—Eso nunca lo sabremos.
—No es una respuesta muy justa.
Ella me sonrió, realmente divertida con mi ingenuidad. Creo que fue en ese momento cuando decidió confiar en mí de verdad, ya que no en mi talento. Abrió el bolso y me entregó un sobre con una carta.
—Léela, y luego decide si quieres contar esta historia. No te pondré objeciones, pero sí una condición. Si escribes esta historia, esta carta tendrá que aparecer, literalmente.
No me gusta que me impongan condiciones, pero creo que si ella me hubiese pedido en aquel momento que me lanzase contra el primer autobús, lo habría hecho. Tal era su fuerza de atracción. Le prometí que lo estudiaría. Ella asintió, dio una última mirada al local de Vasili Velichko con mirada nostálgica.
—Te he traído aquí porque quería que vieras cómo los personajes se convierten en historias. —Y antes de que pudiera darme cuenta, sacó una pequeña cámara y me sorprendió haciéndome una fotografía—. Para mi galería personal —dijo con lo que me pareció un punto de malicia.
Al llegar a casa leí la carta. Venía acompañada de un artículo publicado en una revista cuyo nombre no diré y fechado en 1988. Ese artículo lo firmaba Laura G. M. y llevaba por título: «Un millón de gotas». Lo leí atentamente y encontré un alegato lleno de pasión y de tristeza contra la construcción del mito de Elías Gil. Desgranaba su vida pública, y aunque en ningún momento hacía referencia a su ámbito privado, parecía evidente que las sombras lastraban el relato. Me parecía imposible creer que quien conociera de cerca el viaje vital de Elías —Gonzalo y Esperanza— no supieran leer entre líneas. Por último, Laura denunciaba a Gil como doble agente durante más de tres décadas. Por ello recibió el repudio de los que seguían admirando a Elías. Entre ellos, Esperanza.
La carta que aquella mujer me entregó era de Esperanza, escrita en 2002, poco antes de morir, y dirigida al fantasma Elías Gil. Apenas eran unos párrafos de letra muy menuda que me costó horas desentrañar:
Querido mío.
Querido fantasma.
Ésta es mi última carta, tú y yo lo sabemos. Y no la escribo por propia voluntad, sino porque Anna Ajmátova me lo impone como condición para dejar en paz a nuestro hijo.
Siempre quise preguntarte si me amabas, si me amaste alguna vez durante los más de treinta años que estuve contigo; nunca obtuve una respuesta cierta, y en ello mismo estuvo tu respuesta, que no quise entender. La verdad es que quien ama sin ser amado queda en una posición terriblemente vulnerable, como si sólo pudiera respirar, vivir, sentir a través del otro, temiendo que a cada segundo, a cada paso el ser amado decida con un golpe de prepotencia alejarse y dejar al amante convertido en cenizas. Así me he sentido toda mi vida a tu lado, como un montón de cenizas barridas por un viento caprichoso. Mendiga, indigente, de una caricia tuya, de un pestañeo, de una simple palabra que muy pocas veces llegó.
No te censuro por ello, ni te censuraré jamás. Yo elegí apagarme para que tú brillases, escogí mi destino de sombra cosida a ti. Y a mi manera, casi sin tu permiso, a veces fui inmensamente feliz a tu lado, con una mezcla embriagadora de deseo y ansiedad, bajo el agridulce triunfo de los celos; nunca sentí paz, nunca me la diste ni yo te la pedí. Acepté que debería luchar siempre contra ese enemigo invisible que dormía todas las noches entre nosotros, Irina. Y luego su hija, Anna. Pensé que los vencería, el tiempo jugaba a mi favor. Deseé tantas veces verte viejo y cansado para acudir a ti con los brazos abiertos y protegerte… Me hiciste tanto daño como bien. Y no fuiste consciente de lo uno ni de lo otro.
El amor es una decisión propia. Y duele. ¿Qué hay de nuevo en eso? Si yo hubiese aceptado que nunca serías del todo mío, mas que cuando quisieras serlo, si ante la primera sombra de duda hubiese dejado así las cosas, con un adiós, todo podría haber sido diferente. Quién sabe si habría alcanzado los escenarios de París, o si antes uno de aquellos pilotos republicanos hubiera vuelto a buscarme. ¿Por qué nunca fui capaz de engañarte durante los años que duró la guerra y que estuvimos separados? ¿Por qué no me permití ni un solo sueño lejos de ti, por pequeño que fuera? No fue el caso. Como dice el dicho de mi tierra, supongo que tenía que machacar el clavo hasta el final.
Y el final llegó demasiado tarde, aquella primera vez que vi la puerta entreabierta del cobertizo cuando nuestra hija tenía apenas ocho años. Estaba tumbada en un rincón, tenía el cuerpo muy lastimado, el rostro y los brazos y aquella mirada que atravesaba las paredes en un terco silencio que no pude romper. Fue como si me hubieras metido la mano por la espalda y me hubieses arrancado el corazón y aun así yo seguía caminando, mientras tú lo contemplabas palpitando en tu mano. Recuerdo que corrí fuera del cobertizo y vomité con una náusea violenta.
¿Por qué no te dejé entonces? ¿Por qué no cogí a mis hijos y salí corriendo de aquella casa y de aquella vida? Me he dicho muchas veces que Gonzalo era apenas un bebé, que yo era una extranjera en un país extraño que apenas sabía hacerme entender, que no podía ir a ninguna parte. Busqué mil excusas, pero la verdad era que no podía ni quería creer que aquello hubiera sucedido. Mi mente se negaba tercamente a reconocer la evidencia. ¿Yo le había entregado mi vida, mi lealtad, mi amor a un desconocido, a un monstruo? De ninguna de las maneras.
Caí entonces en la peor de las perversiones que puede caer una madre. Tomé partido por ti, y aunque intentaba proteger a Laura, en el fondo de mi ser caló un odio creciente hacia ella, la acusaba de ser la culpable de despertar eso en ti, de ser la evidencia viva de mi fracaso.
Destrocé la vida de mi hija porque no estaba dispuesta a admitir que la mía había sido una farsa y un terrible error.
Aquella noche, cuando te metí en el coche para llevarte a un hospital le rogué a Dios que no te murieses, que no me dejases sola con aquella carga en mi alma. Estaba desesperada y recuerdo que casi me salí de la carretera porque las lágrimas me cegaban.
Y entonces tú, el hombre por el que yo di mi vida y vendí la inocencia de mi hija, balbuceaste aquellas palabras. Siempre se me quedarían grabadas en el alma, Elías. Siempre.
Dijiste: «llévame con ella. Llévame con Anna».
Nadie sabe cuánto dolor me causó aquella petición tuya. Te estabas muriendo, estabas desangrándote a mi lado y yo te estrechaba la mano, y me pediste que te devolviera al lugar del que nunca quisiste salir. Aquel río, aquellas estepas, aquella gabarra.
Y lo hice. Paré el coche en el arcén. Recuerdo que los últimos resplandores de las hogueras de San Juan se apagaban con el alba. Te miré mucho tiempo y luego puse mi mano en tu boca y tu nariz. Y apreté, apreté hasta que tu ojo verde, intenso y hermoso se fue apagando sin ofrecer resistencia.
«Te llevaré con ella», te dije. Con Irina. Para siempre.
No sé dónde está el bien y dónde está el mal, Elías. Sé que las generaciones que vengan nos juzgarán y no serán benévolas con nosotros. ¿Por qué habrán de serlo? ¿Acaso somos merecedores de su perdón, de su piedad? ¿Acaso la necesitamos?
Sí, al menos yo sí. Perdí a mi hija, la repudié por ti, por una memoria inventada que te mantuviera a salvo. Pudiste ser un buen hombre, Elías. Y tal vez yo pude ser una buena mujer. Hicimos méritos y esfuerzos, ¿verdad? Soportamos más de lo que nuestros hijos jamás entenderán. Llegamos al límite del sufrimiento y resistimos. Pero lo cierto es que en alguna parte perdimos la brújula, extraviamos el camino y no supimos volver a él.
Llega el tiempo del escarnio, de la justicia y del rencor. Nos odiará tu hijo, que tanto me preocupé por proteger de ti mismo, nos odiará nuestra hija, nos odiarán nuestros camaradas de lucha, nuestras víctimas; nos odiará el Tiempo y nos odiará la Historia.
Pero quién sabe, con el tiempo nuestros nombres se llenarán de polvo, nuestro hijo envejecerá y tal vez les hable a nuestros nietos de nosotros sin rencor. Para el mundo seremos olvido. Una gota entre un millón de gotas, nos fundiremos en esa inmensidad llamada humanidad.
Porque eso, ahora lo entiendo, es lo que siempre fuimos. No héroes, no villanos. Sólo hombres y mujeres. Y vivimos.
Bien sabe Dios que vivimos donde muchos perecieron.
Dos años después, en marzo de 2012, publiqué esta historia. Pasó sin pena ni gloria, yendo a engrosar los fondos de biblioteca de algunas librerías amigas. Apenas suscitó alguna tibia reacción, protestas sin acritud y elogios más benévolos que pasionales.
Nunca recibí noticia de Tania Ajmátova ni de su opinión al respecto de lo que hice con lo que me contó. Traté de localizarla sin éxito. Sí pude dar en cambio con Luis, el excuñado de Gonzalo. Había pasado diez años en un centro penitenciario, y aunque cumplida parte de su condena, fue imposible entablar una conversación coherente con él. Se pasó todo el tiempo de la entrevista frotándose la rodilla maltrecha por el disparo de Alcázar, lanzando frases inconexas y comentarios que nada tenían que ver con el motivo que me llevó a verlo. Lo único que me conmovió fue ver que en el cabezal de su cama colgaba una fotografía muy sobada de su hijo Roberto.
Por lo que yo sé, Agustín González nunca fue a la cárcel. Logró dilatar el juicio con recusaciones y terminó por salir absuelto de los cargos de blanqueo de capitales y colaboración con el crimen organizado. Tengo entendido que murió en la cama de una prostituta de lujo cuarenta años más joven que él en Bangkok en 2008. Ni su hija, Lola, ni sus hijos, Patricia y Javier, consintieron nunca en hablar conmigo. Javier cumplió su condena sin rechistar y cuando salió se marchó a Estados Unidos. Patricia cursa primero de Derecho, como hubiese querido su padre, y piensa hacer las prácticas en el bufete que Luisa, la ayudante de Gonzalo, mantiene en el mismo edificio de entonces. Lola volvió a casarse con un adinerado joven australiano. Viven en la finca que su padre le dejó en herencia en Extremadura.
Conocí a la exmujer de Atxaga. Se había convertido en una alcohólica depresiva que se vendía por cuatro euros en las esquinas. Tenía la cara completamente desfigurada y no me atreví a molestarla con un pasado que para ella era presente cada vez que se miraba al espejo. La invité a comer y le di cincuenta euros. Y me marché sintiéndome un miserable despreciable. A Floren Atxaga lo mataron en la cárcel, curiosamente en el mismo centro donde murió Alcázar, aunque en otro módulo, y es más que probable que nunca llegasen a saber el uno del otro. Según el funcionario que entrevisté y que recordaba a Atxaga, lo encontraron colgando en los barrotes de la celda. Nadie lloró demasiado su ausencia.
Visité las tumbas de Gonzalo y de su madre y el columbario donde reposan las cenizas de Roberto y de Laura. Pero no hay emoción en las cosas muertas. Sólo silencio.
Como silencio encontré en las ruinas de la casa del lago, colonizada ya sin remedio por las malas hierbas y las raíces que han reventado paredes y techos. La presa que la gente llama «el lago» sigue allí, y me pregunto si en el fondo permanece el cuerpo de Elías. Si alguna vez estuvo allí realmente. Me hubiera gustado conocer a Alcázar y a su padre; quizá ellos son los únicos que supieron alguna vez qué fue realmente lo que ocurrió al final de aquella noche con su cuerpo.
Nada supe de Anna Ajmátova. Visité el lugar donde debería existir la librería Karamázov, pero hoy es una droguería y los dueños actuales nunca oyeron hablar de ella. Curiosamente, al preguntarle a un amigo mosso d’esquadra sobre algo parecido a la Matrioshka, me miró como si oyera llover, y me dijo que conocía decenas de mafias que operaban en Barcelona, pero que ningún grupo tenía esa denominación, y que desde luego ninguna era o había sido dirigida por una mujer.
Pensé que así acababa esta historia, como casi todas. Esperanza tenía razón en su carta. Todo se convierte en polvo y en olvido si se tiene la paciencia para esperar.
Pero un día, después de otros dos años, en 2014, cuando ya esa historia era para mí algo casi tan nebuloso como para sus protagonistas, recibí un paquete postal. Venía certificado desde alguna parte de la Rusia asiática.
Lo abrí y encontré una fotografía de un chico guapo, de unos doce años de edad. Estaba junto a Tania y posaban frente a una cruz oxidada clavada en un alto prado. En la base de cemento podía leerse:
Názino 1933-1934.
En memoria de los incrédulos
que vieron realizarse lo incomprensible.
Junto a la fotografía había un medallón de plata. El corazón me dio un vuelco. En la parte posterior estaba grabado el nombre de Irina. Pude tocarlo, acariciarlo con mis propios dedos, y fue como si sintiera los dedos de Elías, de Esperanza, de Anna, de la propia Irina y me embargó una extraña emoción.
Abrí el medallón. Dentro había una fotografía de Gonzalo y de Laura, de niños: dos chiquillos risueños con los dientes separados él, con correctores ella. Inocentes, limpios, con todo el amor por delante aún.
En la cara interior, Tania había mandado grabar dos versos:
La primera gota es la que empieza a romper la piedra.
La primera gota es la que empieza a ser océano.