Barcelona, noviembre de 2002
Desde la terraza de la casa en construcción se divisaba la espesa arboleda que acababa a pocos pasos del mar. Alcázar supuso que Siaka ya debía de haber alcanzado la carretera al otro lado. Procuró no pensar en ello para no arrepentirse de su decisión. Al dejarlo escapar, escapaban con él las últimas opciones de que aquello terminase bien de algún modo para el exinspector. Alcázar abrió el bolsillo de la chaqueta y palpó hasta dar con la cajetilla de cigarrillos. Le ofreció uno al abogado. Gonzalo estuvo a punto de rechazarlo, empujado por la costumbre, pero algo en su interior sonrió con ironía. Qué absurdos gestos de resistencia se inventa uno para creer que sigue luchando contra sí mismo. Aceptó el pitillo y le dio una larga calada.
—Pensé que ibas a matar a Siaka —dijo, mirando en la misma dirección. El mar estaba tranquilo, y se levantaba poco a poco el rumor de la marea subiendo sobre los acantilados. El cielo empezaba a tener el tono crepuscular de cada atardecer, bañando sus rostros de colores violentos, naranjas, rojos, amarillos y violetas.
Alcázar fumó despacio, paladeando el tabaco como haría un condenado a muerte.
—Yo también lo he pensado —admitió—, pero ya te dije una vez que no soy un asesino; no he matado a nadie en mi vida, y no voy a empezar ahora.
En cualquier caso, no le dijo a Gonzalo que cuando había disparado contra Siaka sólo en la última décima de segundo había desviado lo justo el arma para rozarle la mejilla y espolvorearle el rostro con el yeso de la pared. Sólo en ese último instante algo le había dicho que ya bastaba de tanta muerte absurda.
—Espero que haya captado el mensaje. «Corre y no mires atrás».
Gonzalo volvió la cabeza hacia el interior de la casa. Luis seguía esposado junto a la chimenea de la planta baja y su quejido no era ya más que un suave gemido, como si estuviera soñando. La pernera del pantalón había adquirido el tono parduzco de la sangre seca y de los orines.
—¿Qué vas a hacer con Luis?
Alcázar se encogió de hombros. Gonzalo podía llevarlo a un hospital y dejarlo en la puerta de urgencias. Lo que pudiera decir o hacer carecería de importancia en un par de horas.
—Es lo único que necesito —dijo, acariciando con el pulgar la superficie lisa del ordenador portátil de Laura. Su hostilidad se había convertido en una resignación triste que conturbó a Gonzalo. Conocía ese sentimiento que se adueñaba de quien está a punto de abandonar la lucha. Lo había visto cientos de veces en soldados que ya habían decidido desertar o cambiar de bando, y también en los que habían tomado la decisión de lanzarse a pecho descubierto contra el fuego enemigo en el próximo contraataque porque ya no tenían fuerzas para seguir peleando.
—¿Qué va a suceder ahora, Alcázar?
El exinspector apuró el pitillo y contempló la pavesa que se iba apagando despacio. Tenía una extraña placidez en el rostro.
—Lo que tenga que suceder. ¿No ha sido desde el principio así? Cada paso que hemos ido dando creyendo que nos pertenecía, que era el acto de nuestra voluntad, no era sino un baile dirigido por Anna. —Alcázar sonrió con ironía al recordar que le había hablado a Anna de Ígor como si éste existiera todavía y fuese el sumo pontífice de la Matrioshka. Pensó en los años que hacía que conocía a Anna, en los detalles, en la intransigencia de sus palabras amables que no permitían resquicios ni dudas, en su inflexible voluntad mostrada a través de su mirada gris. Ella había estado allí siempre, detrás de cada decisión que se había tomado, detrás de cada muerte.
Se volvió hacia Gonzalo y lo observó con algo parecido al aprecio. Aunque era demasiado grave para poder sentir verdadero cariño por él. Una de las cosas que siempre admiró de Laura fue su alegría, en los primeros tiempos, cuando volvieron a encontrarse al cabo de los años, después de aquella noche en el lago. Su sonrisa que lo llenaba todo de posibilidades. Esa sonrisa le hacía a uno sentirse mejor persona de lo que era. Cecilia era igual.
—La gente buena, si se piensa, suele reír más que el resto. Y no sé la razón, pero el caso es que uno termina por recordar de ellas esa risa y su alegría. Tú eres como tu padre, Gonzalo. Nunca ríes, eres demasiado consciente de todo.
Alcázar consultó su reloj.
—Dame un par de horas. Bastará para hacerle una visita al fiscal amigo de Laura. Luego lleva a tu excuñado al hospital y ve a ver a tu suegro. Cuéntale lo que ha pasado y asegúrate de que comprenda que tú no has tenido nada que ver con la huida de Siaka ni con que yo me haya quedado con el ordenador de Laura. Miéntele, dile que te he amenazado, lo que quieras.
—Sin Siaka, las pruebas de ese ordenador no valen para nada.
Alcázar lanzó una profunda expiración. Anochecía muy deprisa en noviembre, se dijo. A Cecilia le gustaba más el verano, contemplar los atardeceres que nunca se terminaban sentada frente a la ventana. A él también le gustaba ponerse de pie detrás de ella con el cuerpo muy pegado a su cabeza y acariciarle distraídamente la nuca hasta que ella inclinaba un poco el cuello aprisionando su mano entre los pliegues de su piel y cerraba los ojos y decía que era hermoso vivir. Sí, lo era. Lo fue.
—Ya no hace falta que declare. Creo que el fiscal preferirá mi testimonio.
Gonzalo parpadeó.
—Irás a la cárcel o algo peor.
—O algo peor… Lo bueno que tiene el miedo, Gonzalo, es que cuando te libras de él es como si nunca hubiera estado doblándote la espalda. Estoy harto, y viejo, y cansado de que me utilicen y me manipulen. De un modo u otro, mi suerte está echada, pero tú sólo tienes algo que hacer y es en eso en lo que debes concentrarte. Ocúpate de la seguridad de tu familia. Cuida de tu hijo y de tu hija, y no permitas que la Matrioshka les haga daño.
Gonzalo lo vio alejarse con su bigote enorme y gris, la cabeza afeitada hundida entre los hombros, las manos en los bolsillos del pantalón.
—¿Lo hubieras hecho?
Alcázar se volvió y lo miró con una ceja enarcada.
—¿Si hubiera hecho el qué?
—En el espigón, aquella tarde en la que me amenazaste con secuestrar a mi hija si no me apartaba de tu camino y del de mi suegro… ¿Le habrías hecho daño?
La mirada de Alcázar fue tan fría que hacía daño.
Dos horas después, Luis había perdido casi el conocimiento. Gonzalo contempló la herida de la rodilla. No tenía buen aspecto: podía ir olvidándose de la escalada, el esquí, la hípica o el motociclismo. Su perfecto cuerpo de patricio romano necesitaría apoyarse de por vida en una muleta. Utilizó las llaves de los grilletes que Alcázar le había entregado para liberarlo y lo cogió de las axilas para ayudarle a ponerse en pie. Luis masticó una palabrota con los dientes apretados al moverse.
—Necesito las llaves de tu coche.
—¿Me vas a entregar a la policía?
Gonzalo no había pensado qué iba a hacer con él.
—Por lo pronto te voy a llevar a un hospital… Aunque tal vez debería dejar que te desangrases aquí. No eres más que un hijo de puta mal nacido y enfermo.
Luis se apartó una onda de pelo de la frente en un absurdo afán de mantener el tipo. Miró a Gonzalo con un punto de ira contenida.
—No deberías haber dejado que ese negro se marchase. Y tampoco deberías haber permitido que ese inspector se vaya como si nada. Ellos la traicionaron.
Gonzalo apretó los grilletes a modo de puño americano, conteniendo los deseos de aplastarlos contra la bonita cara de su excuñado hasta desfigurar sus facciones perfectas.
—¿Y tú? ¿No la traicionaste tú? ¿No fuiste tú quien la empujó a quitarse la vida?
Agarró por la solapa a Luis y le pateó la rodilla maltrecha. Su excuñado lanzó un aullido de dolor y se desplomó como un árbol podrido. Gonzalo lo contempló retorcerse sin un ápice de compasión. Los labios le temblaban, como todo el cuerpo, de una rabia que le salía a borbotones, vieja y seca, que revivía al contacto con el aire.
—Cuando Roberto murió, ¿qué hiciste? La acusaste a ella, la destrozaste por dentro porque sabías cómo hacerlo, porque en el fondo eres esa clase de carroñero que sólo se alimenta de la carne más débil. ¿Y luego? Te largaste a Londres, te divorciaste y la dejaste sumirse en una espiral de destrucción y desde la distancia disfrutabas con tu castigo porque pensabas que ella lo merecía. ¿Quién coño te crees que eres, Dios? ¡Eres mierda, una alimaña cobarde! No me hables de justicia, porque si te hago caso, la única justicia que ahora se me ocurre es aplastarte la cabeza con una barra de hierro. Así que cierra tu puta bocaza si no quieres que me arrepienta de mi decisión.
Luis se arrebujó como una lombriz partida por la mitad pero no abrió la boca. Sabía que Gonzalo, ahora con una furia en los ojos que nunca le había visto antes, cumpliría sin vacilar su amenaza.
Bajaron los últimos metros hasta el coche de Luis moviéndose cuidadosamente. Luis pesaba demasiado para la fuerza de Gonzalo, que piafaba como un caballo agotado. Tras interminables paradas, logró acomodar a su excuñado en el asiento del copiloto. Metió la llave en el contacto y enseguida sonó música en el reproductor. Un nocturno de Chopin.
«Qué oportuno», pensó Gonzalo, arrancando.
No tardó más de quince minutos en entrar en la ronda de Dalt y en llegar al hospital del Valle de Hebrón. Entró por el aparcamiento de urgencias reservado a las ambulancias y cuando un miembro de seguridad vino a recriminarle, le dijo que traía a un hombre malherido por arma de fuego. El vigilante avisó inmediatamente por radio y le pidió a Gonzalo que no se moviera hasta que llegase la policía.
No pensaba ir a ninguna parte. Contaría toda la verdad, por rocambolesca e inverosímil que pudiera resultar. Tal vez a esa misma hora, Alcázar estaba firmando una confesión ante el fiscal amigo de Laura y ante el juez de instrucción y estaría contando la misma versión que había decidido contar a la policía. Alcázar le había dado un buen consejo: que cuidara de su familia, de sus hijos, y eso era lo que iba a hacer. No pensaba permitir que Anna Ajmátova los manipulase a su antojo.
Llegaron los camilleros y el médico de guardia y se ocuparon de Luis mientras Gonzalo se hacía a un lado.
—Ella me contó una vez lo que vuestro padre le hacía cuando era niña —le dijo Luis cogiendo por la muñeca a Gonzalo. Éste apenas le entendió entre las voces de los camilleros y sus gemidos de dolor… O no quiso entenderle.
El sol le daba en los ojos cuando salió de la comisaría. Las calles todavía desiertas olían a humedad. Acababa de llover y flotaba en el aire el frío del amanecer. Gonzalo echó de menos no tener un pitillo a mano. Los párpados le pesaban después de horas declarando. En el bolsillo de la americana arrugada llevaba la citación para comparecer ante el juez en los próximos días, en principio como testigo. Una patrulla estaba custodiando a Luis en la habitación del hospital donde convalecía tras ser operado de urgencia. Los agentes esperarían a que despertara de la anestesia para comunicarle formalmente su detención, acusado de asesinato, torturas, detención ilegal y tentativa de homicidio. ¿Satisfacía esto a Gonzalo? En absoluto. Descubrir que su hermana era inocente sólo para averiguar que el asesino era su esposo no era lo que había previsto.
Nada era como lo había previsto.
Unos ojos lo esperaban al otro lado de la calle desde la ventanilla de un coche en marcha. Gonzalo no negó que se alegró al encontrar a Tania. Quizá, después de lo que Alcázar y él mismo acababan de poner en marcha, la hija de Anna Ajmátova no era una compañía con la que convenía que le vieran en la puerta de una comisaría, pero estaba agotado y necesitaba descansar, aunque fuera unos minutos, en la sonrisa de aquella pelirroja de la que, ya no le cabía duda, se estaba enamorando.
Tania no pudo disimular su nerviosismo cuando Gonzalo entró en el coche. Ella le acarició el mentón de carne descolgada, pálida, sin afeitar.
—¿Cómo has sabido que estaba aquí?
Tania le besó los labios resecos, y hubiera querido demorarse más en ellos, calmarlos, pero Gonzalo cerró sin fricciones esa puerta por el momento. Era inevitable, pensó Tania con desazón, que la desconfianza se hubiera establecido como una sombra entre ellos. De ella dependía que no se convirtiera en muro. Y la mejor manera de hacerlo era sin tapujos ni ambages.
—Alcázar llamó a mi madre para contarle lo que había pasado y lo que pensaba hacer. Si no me equivoco, a estas horas ya habrá declarado y probablemente la policía judicial estará registrando con una orden del juez el despacho de tu suegro… Y no descartaría que el tuyo también.
Gonzalo pensó en llamar a Luisa. Pero resultaba innecesario; si Tania estaba en lo cierto, seguro que su ayudante ya estaría al corriente, y en cuanto ocurriese sería ella la que lo llamaría para avisarle.
—¿Y qué hay de tu madre?
Tania le quitó las gafas y se puso a limpiarlas. Gonzalo no se había dado cuenta hasta ese momento de lo sucias que estaban. Durante un minuto, el rostro de Tania se volvió borroso, aunque su voz le llegó nítidamente.
—No tienen nada contra ella. Mi madre jamás se dejaría atrapar por un papel o una firma que pueda comprometerla. Stern la adiestró demasiado bien. Oficialmente sólo es una anciana que regenta una librería de barrio. Por supuesto, esto acarreará consecuencias; las empresas investigadas del consorcio de ACASA que hasta ahora representaba tu suegro se retirarán inmediatamente del proyecto del lago.
—Eso significa que…
—… Que las obras se paralizarán. Ya ha habido demasiado ruido con todo ese movimiento ecologista, las cargas policiales y las protestas vecinales. Y ahora, la imputación de Agustín González será la puntilla. A los socios de mi madre no les entusiasma el ruido. Volverán a sus guaridas, y esperarán otra oportunidad. En este país nunca faltan.
Gonzalo no estaba pensando exactamente en eso, y aunque la idea de que finalmente su suegro diera de bruces en el suelo con su arrogancia no le disgustaba, le preocupaba la posición en la que quedarían Lola y sus hijos. Posiblemente Lola ya se habría enterado, o lo haría durante la mañana, y necesitaría que Gonzalo estuviera a su lado, tranquilizándola. Y allí estaba, dejándose mimar por Tania, con ganas de ir a su apartamento y hacerle el amor hasta quedarse exhausto y profundamente dormido entre sus brazos y con el aroma de su pelo rozándole la nariz.
Sin embargo, en lo que pensaba era en algo diametralmente alejado de todo eso. Pensaba en Laura, y en su madre, y en esa tumba vacía donde sólo florecían los matojos y se enterraban las raíces de las malas hierbas. Si el lago no se desecaba, posiblemente nunca llegaría a saber qué pasó aquella noche con el cuerpo de su padre, si fue arrojado allí como sostenía su madre o si fue llevado a cualquier otra parte como siempre afirmó Alcázar. Quizá, pensó, era lo mejor. Dejar aquellas aguas tranquilas y los secretos que escondían. Y tal vez era mejor bajarse ahora de ese coche, despedirse para siempre de Tania, olvidarse de esa hermosa mariposa que aleteaba en su nuca como una promesa y volver junto a Lola y los niños, prometerles que se ocuparía de todo, asumir el papel que ellos esperaban que asumiera, que se hiciera cargo del bufete de Agustín y plantase cara sin tregua a Anna Ajmátova hasta desenmascararla como había hecho Laura.
Olvidar unas ofensas para afrontar otras, elegir un bando y permanecer fiel a él.
Tomó las gafas de las manos de Tania y se las ajustó para devolverle al rostro de la mujer todo su relieve. La examinó con ansiedad mal disimulada y negó con la cabeza.
—No sé si puedo fiarme de ti, Tania. No sé qué es verdad en ti. Eres su hija.
Tania escuchó en silencio. Luego, se limitó a decir:
—Tú también eres hijo de Elías Gil y de Esperanza. Pero estamos aquí, y nos toca vivir nuestra propia historia.
Durante los siguientes veinte minutos, Tania le contó todo lo que sabía sobre la Matrioshka, lo que sabía, lo que intuía y lo que sospechaba. Y también trató de convencerle de que Anna no los odiaba a él y a su hermana, que siempre había intentado mantenerlos al margen de sus luchas y sus rencores con Elías, y que no tuvo nada que ver con la muerte de Roberto.
—Ella nunca hubiese permitido algo así. Aquel asesino actuó por cuenta propia, se asustó ante la presión de Laura y perdió los nervios.
—Estás muy convencida de eso.
—Para Laura o para ti, para Alcázar o para Agustín González, Anna Ajmátova es la Matrioshka. Pero para mí es mi madre, yo la conozco mejor que nadie. No hubiera cometido esa salvajada.
—Una atrocidad que no es muy distinta de todas las que investigaba Laura, las pruebas que se acumulan en ese ordenador portátil y de las que tu madre, esa anciana venerable, es responsable: drogas, armas, prostitución infantil, extorsión, sobornos…
Tania ensombreció el rostro.
—Me estás juzgando a mí a través de ella. O es a ella a la que pretendes juzgar a través de mí. ¿No podría decir yo que tu padre era un asesino, un torturador, un traidor… y un violador de su propia hija?
Gonzalo se tomó tiempo para ordenar sus pensamientos. Hasta ese momento, nadie lo había verbalizado con tanta brutalidad, ni siquiera Alcázar en la casa a medio construir tras liberar a Siaka, y tampoco Luis en el hospital.
Todos esos sueños con su hermana en el cobertizo no eran tales. Durante años se había negado a aceptar lo que en el fondo de su mente sabía, la clase de hombre que era su padre, lo que sucedió aquella noche y muchas otras noches anteriores. Toda aquella historia de la policía franquista que le hizo creer su madre, todo lo que había construido sobre recuerdos inventados o prestados no era más que un castillo de arena que una simple palabra, dicha sin acritud, pero sin disimulo en boca de Tania, tiraba por tierra. Tal vez ese hombre inventado por la mitología propia y ajena fuera en parte cierta, pero el hombre de aquella noche existió, y ahora resultaba inútil el esfuerzo de todos aquellos años para fingir lo contrario. No lo había soñado. Lo había vivido. Y Laura, su hermana, nunca lo olvidó.
Tanto dolor, durante tanto tiempo en su cuerpo de niña, esa niña asustada que gritaba cada vez que la mujer en la que se convirtió veía a otros niños sufriendo ese mismo dolor, implorándole que hiciera algo, que no permitiese que volviera a suceder. Y él, necio, estúpido, ciego, no comprendió nunca que ella quiso cargar sola con el peso para protegerlo, que mató a su padre aquella noche porque no estaba dispuesta a permitir que Elías le rozara un pelo. Y todos aquellos años de amargura silenciosa, sólo para que él viviera libre de todo pecado, de toda culpa, permitiéndole juzgarla, despreciarla por aquel artículo en el que, al menos parcialmente, contó la verdad.
La evidencia de su injusticia y la imposibilidad de repararla le hicieron contraerse dentro del coche de Tania. Por muchas Matrioshkas que cayeran, por muchas Anna, muchos Alcázar o muchos Agustín González que dieran con sus huesos en la cárcel, nada repararía nunca, jamás, aquel agravio, aquella injusticia de amor tan terrible. Pensó en su hijo Javier, en que había estado a punto de perderlo; pensó en Lola y en el modo en que uno al otro se habían robado sus mejores años por no saber perdonarse y pensó en su pequeña Patricia, siempre cerca de la piscina, como esas luciérnagas brillantes que esperan que llegue el mañana. Y lloró.
Lloró como aquel niño que también él llevaba tanto tiempo dentro, escondido entre las piernas de su hermana, tapándose los oídos para no escuchar los gritos de su padre, los golpes que caían sobre su hermana, los llantos de su madre en la habitación a oscuras, cobardemente escondida. Lloró sin consuelo por Laura, y por su pequeño hijo tirado en una cuneta, y por todos los niños que habían terminado convirtiéndose en Siaka, y por los que nunca lograrían salir adelante, que se quedarían en el camino.
Lloró porque nunca podría volver a volar con la cazadora de Esperanza tras el rastro brillante del cabello de Laura, ni escucharía su risa, ni sus burlas, ni sus enfados, ni sus canciones.
Tania lo dejó venir a su regazo y acarició el pelo encanecido de aquel hombre que había crecido a trompicones, sin culpa. Y lo amó como nunca había amado a nadie en su vida. Y se prometió que haría lo que fuera necesario para protegerlo. Lo necesario.
La arboleda que rodeaba la residencia estaba desnuda y un sembrado de oro cubría los caminos y los bancos y el cenador de la plaza. El temporal había arreciado el fin de semana arrancando las últimas hojas que resistían desde principios del otoño y los días se habían vuelto inhóspitos, pero Esperanza se negaba a renunciar a su paseo matinal hasta la bancada de piedra del paseo marítimo desde donde veía el mar. El viento soplaba con fuerza revolviendo su pelo gris y cubriéndole el rostro. Bajo el manto de su chaqueta, diminuta e inmóvil, se confundía con la niebla.
A veces pensaba en cosas, importantes o anecdóticas, pensamientos que ella no invocaba sino que venían sin avisar y de la misma manera se marchaban a su antojo. Otras, como aquella mañana, no pensaba en nada, la mente se quedaba en blanco y lo agradecía. Podía permanecer así una hora, sin pestañear apenas, observando la grisura que de vez en cuando se abría para permitir ver a lo lejos la silueta de algún barco o la roca desde la que giraba sin cesar el faro de entrada al puerto. Aunque no podía verlas, escuchaba a las gaviotas y el rumor de las olas que en la pleamar le llegaban casi a lamer los pies. Notaba la humedad y el frío penetrando a través de los filamentos de la chaqueta, y bajo su grueso jersey de lana negro sentía la piel gélida. No le importaba, como tampoco prestaba ya atención al hormigueo que en manos y pies precedía a un entumecimiento del que tardaría en salir.
Era vieja, y los viejos tienen achaques, y en uno de ésos te vas. Ése era su razonamiento, y su anhelo secreto: que un día cualquiera, mientras estaba allí sentada, lejos de los pensamientos o de los recuerdos, en soledad, su corazón dijese «basta» y que su vida, larga, azarosa, perturbadora y demasiado culpable se apagase sin aspavientos. Ya lo había hecho todo; sus cosas estaban en regla, ya que no su conciencia, sus libretas ordenadas, las cartas a Elías finiquitadas al fondo de un cajón que Gonzalo encontraría cuando llegara el momento. Incluso la noche anterior, mientras la tormenta azotaba la ventana de su habitación y los truenos reventaban el silencio en crujidos, había intentado ponerse a buenas con eso que llamaban Dios. Había sido extraño tratar de dirigirse a algo o a alguien en quien nunca había pensado con seriedad. Le costó encontrar las palabras, y sintió un cierto pudor, imaginando la risa sarcástica de Elías, escuchándola decir aquellas cosas sentado en la silla a los pies de la cama.
Lo había visto como en un sueño sentado con las piernas cruzadas, su único ojo atento y un poco burlesco, la sonrisa torcida y el pitillo en la comisura de los labios. Pero no hizo caso a esa visión, siguió intentando encontrar un modo de comunicarse con ese supuesto ser creador que debía darle sentido a todo lo que se hacía en esta vida y en la otra, si existía tal cosa. Le habló de su miedo, de las cosas que por amor pueden hacerse, hasta descubrir que el amor y la esclavitud no son lo mismo aunque a veces se sientan del mismo modo.
¿Debía pedir perdón por haber amado a Elías más allá de lo concebible? ¿O podía ese sentimiento justificar todos sus silencios cómplices? ¿Lo entendió Laura? ¿Lo entendería ahora Gonzalo? ¿Podrían perdonarle alguna vez sus hijos?
Dios no tenía respuestas para esas preguntas, y Esperanza le agradeció su silencio comprensivo. Intentó recordar una de las oraciones que le enseñaron de niña, una vieja canción de cuna que hablaba de un niño Jesús que jugaba con los otros niños y que les enviaba ángeles rollizos y graciosos a proteger las cuatro esquinas de su sueño por las noches. Y luego, durante muchas horas, casi hasta que llegó el alba, se quedó en la cama con los ojos abiertos mirando la visión de Elías a los pies de la cama, hasta que con la primera claridad, él se puso de pie, se acercó a besarle los labios y antes de desvanecerse le dijo:
—No hay cielo ni hay infierno, Esperanza. Sólo está el océano.
Y allí estaba ahora, esperando a que su momento de fundirse con ese océano llegase. Estaba convencida de que sería hoy. Lo sabía porque así lo había decidido. Hoy dejaría de plantarle cara a la muerte. Un sistema completamente armonioso.
Al principio no fue consciente de la presencia que se sentó a su lado, en el extremo de la bancada. Tuvo que ser su voz quien la anunciase:
—Hola, Caterina. Ha pasado mucho tiempo.
Esperanza no necesitó girar el cuello hacia ella. Apretó los labios y movió lentamente la cabeza en señal de desaprobación.
—Has tardado mucho en aparecer —dijo en ruso.
Anna Ajmátova la desafió con una sonrisa mientras la observaba sagazmente. Habían pasado treinta y cuatro años desde que Esperanza se presentara en la puerta de su casa con el cuerpo malherido de Elías en el coche, pero en esencia, seguía siendo la misma persona arrogante de entonces. Ni siquiera para pedir un favor como el que le pidió aquella noche estaba dispuesta a suplicar. Esperanza la había odiado incluso antes de conocerla, desde la primera vez que Elías le mostró el medallón de Irina. Y aquel odio, como una rama seca, seguía entorpeciendo el camino.
—Sigues sin pensar con claridad —la reprendió como una hermana benévola.
Esperanza adoptó una actitud brusca, irguió el cuerpo e hizo un gesto con la mano, en señal de advertencia.
—Ahórrate tus monsergas; las dos sabemos a lo que has venido y si esperas de mí más de lo que puedo darte es que no has entendido nada a lo largo de todos estos años.
Anna Ajmátova sonreía, complacida con su incomodidad, rechazando la objeción de Esperanza. Los tiempos heroicos habían terminado; ya no era la mujer que aquella noche invocó con retórica inflamada la necesidad de preservar la memoria histórica y política de Elías, el daño que podía hacerse a generaciones enteras pasadas y futuras si llegaba a saberse en qué clase de hombre terminó convirtiéndose el héroe en el que tantos habían confiado. La política se desnudaba como un juego de poder y no había compasión posible en la historia, sólo el rodillo de los hechos incuestionables. Y ella debía preservar ambas cosas.
Aquella noche, Anna decidió ayudarla, convencida por aquel discurso encendido, pero con el paso del tiempo, al descubrir lo que Elías le hacía a Laura y lo que Esperanza callaba, se dio cuenta de que lo que la esposa de Elías pretendió salvar aquella noche no fue la memoria de su esposo, sino su propia invención de una vida perfecta. No estaba dispuesta a aceptar nada que no fuera la fe total, el amor completo y la admiración absoluta. La idea de no merecer nada de eso la carcomía.
—Siempre lo supiste, o al menos lo sospechabas. Conocías lo que sucedía en aquel cobertizo cuando él enloquecía y se emborrachaba, pero te negaste a aceptarlo porque eso te hubiera obligado a actuar. —Vaciló, renuente, antes de continuar—: Aquella noche, cuando dijiste que todo había sido un terrible accidente, que Elías no pretendía hacer lo que hizo y que tu hija se asustó, que no podías permitir que ella cargase con la culpa, en realidad me mentiste. No te importaba la carga de Laura, ni lo que había pasado. Sólo te preocupa tu propio prestigio, qué dirían todos de saberse que una madre había consentido durante tanto tiempo que su hija fuese maltratada y violada por su padre.
Era más sencillo, prosiguió Anna, fingir un ajuste de cuentas con la policía o con los matones de Stern. A esas horas ya sabía todo el mundo en el valle lo del tiroteo en el hotel, y que la policía lo estaba buscando. No tardarían en conocerse los antecedentes de Ígor, y convertido en asesino de un mafioso o asesinado a manos de la policía franquista, la memoria del gran hombre perduraría firme y consolidada. Y ella, Esperanza, sería la guardiana de su legado, la rusa venida con él a España por amor, la madre abnegada, una Pasionaria moderna que se encargaría en las décadas siguientes de alimentar esa leyenda. Así fue como creció Gonzalo, con esas certezas que ella seleccionaba cuidadosamente para él, y así lo creyó todo el mundo, excepto Laura.
Durante un tiempo, su hija aceptó horrorizada aquel silencio, acaso paralizada por el anatema que Esperanza lanzó sobre ella, asesina de su padre. Cómplice del tejido de silencios tácitamente diseñado entre Esperanza y Anna, la muchacha se sintió atrapada, asfixiada en esa mentira que con el tiempo cobró la sustancia de la única verdad posible. Si alguna vez se le ocurría comentar algo con su madre o tratar de abrirle los ojos a su hermano, Esperanza la tachaba de loca y de fantasiosa. ¿Lo había visto muerto acaso? ¿Sabía dónde estaba el cadáver? Y por contraste, sostenía lo que sus seguidores querían oír: al gran hombre lo mató la policía franquista y se deshizo del cadáver.
Y la única bisagra de la verdad era Laura.
—En el drama clásico, la balanza se mueve entre la venganza, el olvido y la necesidad de reparación. Está claro que tú optaste por el olvido. Y por eso nunca le perdonaste a tu hija que años después escribiera ese artículo sobre Elías que demostraba sus conexiones con la policía española a partir de 1947… En realidad no era eso lo que más temías, ¿verdad?
—Tú no eres quién para juzgarme.
—¿En serio? Yo creo que sí tengo todo el derecho. Con aquel artículo, Laura te daba una última oportunidad de que aceptases la verdad; quería, necesitaba perdonarte, y lo único que tú debías hacer a cambio era decir públicamente la verdad, contársela al mundo y sobre todo a Gonzalo. Pero te enrocaste como la vieja seca y testaruda que eres. Preferiste repudiarla. Hiciste que todo su odio y su rabia y su dolor se focalizasen en los negocios que yo llevaba, la herencia de Ígor. Traté de ayudarla, puedes creerme, quise protegerla porque conocía su historia, el origen de aquella efervescencia destructora y mesiánica. Pero fue demasiado lejos, y cuando Zinóviev se sintió acorralado, reaccionó como uno de sus perros de pelea, se revolvió y la destruyó…
Anna se había sonrojado y parecía sentir vergüenza. Sus propias palabras la habían conducido hasta una conclusión que hubiera preferido no obtener. Ella era tan culpable como Esperanza, y no tenía sentido negarlo.
—Quiero reparar el daño que hemos hecho en la medida de lo posible.
—Muy elogiable —dijo secamente Esperanza—, aunque un poco tarde.
Anna Ajmátova se puso en pie y se recogió el pelo tras la oreja. Contempló el mar gris sin emoción y dirigió una mirada aprensiva a aquella octogenaria que apenas sostenía ya la vida pero que seguía obstinada en una dignidad absurda.
—Dejaré en paz a Gonzalo y a su familia. No me importa lo que pueda declarar contra la Matrioshka. No encontrarán nada contra mí, sólo soy una pobre librera vieja. Los lobos me pedirán venganza, claro: les entregaré a Alcázar y a Agustín González. Creo que es lo justo.
Esperanza la miró con ironía.
—¿Y desde cuándo nos ha preocupado lo justo?
Anna fingió no escucharla. El frío se le había metido en el cuerpo, como si la cercanía de Esperanza la hubiese enfermado con su agonía lenta. Tenía prisa por marcharse.
—Pero pongo una condición. Y deberás cumplirla tú. De ti depende que tu hijo y su familia puedan seguir con sus vidas.
Habían pasado tres semanas desde que Alcázar declarase contra la Matrioshka y de que el juez ordenase su ingreso en prisión sin fianza. Agustín González también estaba imputado, pero por ahora había esquivado la prisión a cambio de una fianza elevadísima y de quemar los últimos cartuchos con amistades y cobrando favores. El suegro de Gonzalo se había quedado solo, lo sabía, y era cuestión de tiempo que cayera. Lola, consciente de la fragilidad de la situación, se había desplazado con Patricia hasta la finca de Extremadura donde su padre esperaba acontecimientos.
A Gonzalo le preocupaba más Alcázar. No sentía simpatía por él, desde luego, pero a fin de cuentas podía decir que le había salvado la vida. El exinspector podría haber matado a Siaka también, deshacerse del ordenador y marcharse del país, a uno de los Cayos de Florida de los que le hablaba cada vez que iba a visitarlo a la cárcel. Pero había decidido suicidarse, porque al declarar como lo hizo, sentenció su propia condena. Él lo sabía, y cada vez Gonzalo lo encontraba más desmejorado, más nervioso y cansado.
—Cualquier día aparecerá alguien en el patio que no veré venir y me rajará la garganta. No me van a dejar llegar muy lejos.
—Entonces, ¿por qué lo has hecho?
Alcázar no le contestó. Las razones de un hombre para hacer lo que hace sólo le incumben a él.
La última vez que lo vio tras el cristal de la sala de comunicaciones había adelgazado. Para sorpresa de Gonzalo se había rasurado el mostacho y parecía un hombre distinto, casi inofensivo con un gran labio leporino que había disimulado todos esos años. Cuando Gonzalo se dispuso a marcharse, el exinspector llamó su atención.
—En respuesta a tu pregunta, no. Nunca le habría hecho daño a tu hija, ni habría permitido que nadie se lo hiciera. Quería que lo supieras.
Dos días después, un funcionario del módulo lo encontró cosido a puñaladas en un rincón de su celda, acurrucado como un ratón entre la pared y el camastro.
Durante los días siguientes, la policía le puso escolta a Gonzalo. Sin embargo, el agente que custodiaba la habitación de Javier no estaba allí para protegerle.
—Creo que tendré el resto de mi vida un cristal por corazón. Cada vez que respire, lo haré con miedo de que se rompa —le saludó Javier. Acababan de darle el alta condicionada. Gonzalo le ayudó a vestirse con calma y a recoger la maleta.
Javier alzó la mirada hacia la chica que esperaba en el pasillo. Podía verla a través de la puerta entreabierta.
—Es guapa —reconoció.
Gonzalo asintió.
—He pensado que quizá sea hora de que os conozcáis. Tania es una mujer extraordinaria en muchos sentidos. Creo que os entenderéis bien.
Javier torció el gesto, observando la espalda del policía que había junto a la puerta.
—Dile que venga a verme los domingos al centro de menores. Tendremos nueve largos años para conocernos.
La mirada de Gonzalo envolvió a su hijo con un manto protector. No podían cambiarse diecisiete años en pocas semanas, y sabía que recorrer la distancia que aún les separaba era todavía mucha, pero quería demostrarle que era otro y que estaba dispuesto a comportarse como su padre.
—Eso no será necesario. Tu abuelo y yo lo hemos arreglado todo. Tú cíñete a la versión de los hechos que hemos acordado, ¿de acuerdo? Carlos quiso extorsionarte, tú te negaste, él sacó un arma, te defendiste, le disparaste accidentalmente y antes de morir él te alcanzó. Las pruebas que Alcázar manipuló así lo corroborarán. Saldrás indemne.
Javier le devolvió una mirada muy seria y sostenida, cuyo alcance Gonzalo no adivinaba. Se sentó en la cama y negó lentamente con la cabeza.
—No es tan sencillo.
Gonzalo se sintió tentado de contestarle. No, claro que no lo era. Él mismo había tenido que sacrificar muchas cosas para llegar a este punto, pero no le importaba. Sin embargo, comenzó a percibir que algo en Javier había cambiado, convirtiéndose en un joven distinto, más sutil consigo mismo, pausado y entero. Definitivamente la experiencia por la que había pasado le había arrancado el cascarón. Ahora no tenía ante sí a un muchacho arrogante y atribulado, sino a un hombre que pretendía afrontar las cosas con serenidad y de frente.
—Hay que acabar con esto —dijo Javier—. En algún punto hay que quebrar la cadena. Yo maté a Carlos, y las razones fueron el odio y los celos: odio y celos hacia mi propia madre. Eso es lo que pasó y eso es lo que le contaré a la policía cuando salgamos por esa puerta.
Gonzalo se sentó a su lado, bajando mucho la voz, y le apretó el antebrazo.
—No tienes que hacerlo, Javier. Si con ello crees que nos castigas a tu madre y a mí, de acuerdo, aceptaremos nuestra parte de culpa. Pero tú no tienes que pasar por esto; tiene que haber otra manera.
Javier se encogió de hombros y miró a los ojos a su padre. Tenía el orgullo innato de su madre y la suspicacia de su abuelo, pero en resumen era su hijo, no importaba cuál fuera el germen. Seguía teniendo en el fondo esa mirada soñadora de los Gil, esa creencia voluntariosa de que si uno se esforzaba, el destino podía torcerse.
—No hay otra manera, papá. Los dos lo sabemos.
—Te engañó; ese hijo de puta bastardo se aprovechó de ti, te utilizó y sedujo a tu madre para dañarte. No le debes nada, Javier. Nada.
—Las propias mezquindades son más tolerables que las virtudes de los demás. ¿Es eso lo que intentas decirme?
Gonzalo le dirigió una mirada prolongada y después añadió fríamente:
—Fue culpa mía; debí estar más atento a tus llamadas de auxilio. Pero estaba demasiado enfurecido con tu madre, con tu abuelo, contigo. Estaba en realidad ofuscado conmigo mismo, y no me di cuenta. Nada de esto habría sucedido si hubiese hecho lo que debía hacer; ahora puedo arreglarlo, hijo. No quiero que vayas a la cárcel; no podría perdonármelo.
Javier miró a su padre con tristeza. No podía contenerse siempre la tapa de la olla aunque se sentara encima. El silencio y las mentiras eran soportables sólo hasta cierto punto. Javier no era un apóstrofe en la vida de nadie, y no quería que le sucediera lo mismo que a sus padres, no estaba dispuesto a pagar las servidumbres de ese silencio durante el resto de su vida, esperando el momento en el que alguien apareciera en el futuro para cobrarse el favor.
—No quiero deberle nada al abuelo, ni a ese exinspector, ni a mi madre… Ni a ti, papá.
Gonzalo apreció la franqueza de su hijo, pero no podía elogiar aquella insensatez suya.
—Siempre le debemos algo a alguien, Javier. Nuestras vidas están encadenadas unas a otras. Tomamos una decisión pensando en nosotros mismos, pero afecta a muchas otras personas, y pocas veces lo tenemos en cuenta.
Javier negó con expresión enfática.
—No quiero ser como tú, ni como mamá. No quiero que los silencios me pudran. Es mi decisión y tienes que aceptarla.
—¿Y qué pasará cuando te encierren? Se parará tu vida, y esos años serán como si nunca hubieran existido. Cuando salgas estarás incompleto, sentirás que te falta algo, y será ese agujero. Piénsalo.
Javier se encogió de hombros. No lo quería pensar. Le asustaba demasiado. Enmudeció un instante y vio que Tania le miraba desde el pasillo. Se sonrieron y ella le saludó tímidamente con la mano.
—Empezaré de nuevo cuando salga, lejos de vosotros.
—¡Deja que te ayude, hijo, por favor!
Javier sonrió sin acritud. Adiós a esa universidad de élite en la que su abuelo esperaba verle ingresar, adiós a los amigos que empezarían a chismorrear corroyendo la historia con el ácido de sus lenguas. También su madre y su padre tendrían que afrontar la vergüenza y el escarnio de un juicio público. El mundo sabría cómo huelen las entretelas de una familia perfecta, y les juzgarían severa e hipócritamente. Luego, con suerte, pasaría el tiempo y se olvidarían de ellos, y tal vez, con el paso de los años, él lograse perdonar a sus padres y sus padres podrían perdonarlo a él.
Dos meses después, y atendiendo a su condición de menor de edad en el momento de los hechos y con la apreciación de algunos atenuantes, Javier fue condenado por homicidio a una condena de ocho años a cumplir en un centro de menores.
Después de leerse la condena se abatió sobre Gonzalo el desánimo. Ni siquiera prestó atención al llanto de Lola, sentada un banco más atrás. Agustín González había preferido no comparecer para no cargar mediáticamente el asunto y perjudicar a su nieto. Apenas pudo abrazarse con su hijo y charlar toscamente unos minutos antes de que la policía se lo llevase esposado. Ver las muñecas de su hijo aprisionadas con aquellos grilletes fue algo superior a sus fuerzas.
—Los dos sabemos que podría haber sido mucho peor —trató de consolar a Lola una hora después sentados en una cafetería frente a los juzgados. Fumaban ya sin disimulo, y aunque sus dedos se entrelazaron por encima de la mesa un momento, lo hicieron sin énfasis, como dos montañas de recuerdos que entrechocaban sin ánimo de solidificarse, separándose de nuevo.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó mecánicamente Lola, jugando con un sobre de azúcar que terminó por romperse y desparramar el contenido sobre el plato de su taza de café. Estaba avejentada y unas grandes ojeras ensombrecían sus bonitos ojos. La comisura de los labios le colgaba con fatiga y una profunda arruga le cruzaba la frente.
—Cuidar de Patricia, ocuparte de los asuntos de tu padre en previsión de lo que pueda pasar con su enjuiciamiento. Seguir trabajando en tu agencia y visitar a tu hijo todos los domingos, poner buena cara al mal tiempo y demostrarle que aquí fuera estás luchando para preservar el mundo y que él lo encuentre tal cual era al salir.
Lola apartó con el dorso su taza de café y dibujó una curva entre los granos de azúcar.
—Me refiero a nosotros, Gonzalo. ¿Qué va a pasar con nosotros?
Nada; lo que debía pasar ya había pasado, pensó. Lo que quedaba era un triste y penoso epílogo de papeles, acuerdos y firmas de divorcio. Luego llegaría un intento de convivencia civilizada, marcado por la necesidad de seguir en contacto a través de Patricia. Discusiones desapasionadas sobre su educación, cuestiones prácticas que poco a poco los alejarían definitivamente.
Lola entrevió lo que Gonzalo estaba anticipando y sintió que el fracaso se adueñaba de ella.
—¿Tendríamos alguna posibilidad si Tania no estuviera en medio?
Sólo se habían visto una vez, apenas habían cruzado un saludo tirante, pero ninguna de las dos había olvidado a la otra.
—No necesitamos excusas, Lola. Nosotros no.
Gonzalo estaba dispuesto a acabar con aquel asunto cuanto antes y regresar a casa. Ahora su apartamento alquilado era algo parecido a un hogar. Tania se había trasladado allí contraviniendo los deseos de su madre. Parecía que su sino era discutirle las parejas a su madre, pero no le preocupaba. Anna y Gonzalo habían llegado a un acuerdo del que Tania no sabía nada.
Y en cuanto saliera de aquella cafetería con Lola podría cumplir su parte del acuerdo.
—Tengo un mensaje de mi padre —dijo Lola, cuando vio que Gonzalo se disponía a levantarse.
—¿Qué mensaje es ése?
—Las obras del lago se han paralizado. De hecho, el proyecto no se llevará a cabo. Los inversores de ACASA se han retirado.
Aunque desconocía los detalles exactos, Gonzalo no se sintió demasiado sorprendido.
—¿Y qué significa eso?
—Mi padre está dispuesto a venderte la propiedad de la finca; ya no le es útil. Te la cederá por un precio simbólico a cambio de que tu declaración en el juicio, si llega a producirse —puso énfasis en el matiz—, sea poco agresiva.
Gonzalo soltó una carcajada.
—Bonita manera de decirlo. Aunque en realidad, ahora que ha muerto mi madre, yo no tengo ya ningún interés en esa casa.
Era cierto, sólo a medias. Esperanza había muerto a principios de diciembre de un infarto.
Una muerte por claudicación, así la definió el médico de la residencia. Sencillamente, su madre había ordenado a su corazón que dejara de latir. No había testamento ni últimas voluntades y sí un heterogéneo papeleo que Gonzalo recibió en una caja de cartón y que ahora descansaba al fondo del armario junto a sus libros y sus libretas de anotaciones. Todavía no había querido revisarlos.
—En cuanto a lo de no ser agresivo, no entiendo a qué se refiere tu padre. En realidad, ¿qué sé yo que no sepa el fiscal, el juez y a estas alturas toda la prensa? O mucho me equivoco o tu padre saldrá bien de ésta. Conoce los entresijos del sistema, es su juego, y apuesto que está disfrutando con esta última batalla. Está a su altura, cosa que nunca consideró de mí.
—Pero está esa mujer, ¿verdad? Esa anciana y la organización que dirige. Ella puede hacernos daño, no sólo a mi padre, sino a mí y a nuestros hijos.
Gonzalo no disfrutaba en absoluto viendo esa triste claudicación en la mirada de Lola. No quería verla arrastrarse, ni suplicar. Consultó la hora en el reloj. Llegaba tarde, y Tania, que había concertado la cita en el Flight para cerrar el acuerdo, le había advertido de que Anna no soportaba que la hicieran esperar.
—No os molestará a ninguno de vosotros, excepto a tu padre. Tienes mi palabra.
—¿Cómo estás tan seguro?
«Porque ahora soy uno de los suyos, lo quiera o no. Tania está embarazada y espera un hijo que yo le he dado. Y Anna es, pese a todo, una anciana tradicional que sueña con una casa llena de niños que corran a darle las buenas noches antes de ir a dormir, nietos y bisnietos a los que malcriar, grandes cenas de Navidad y un yerno al que, algún día, cederle el trono. Y ese yerno, aunque le pese, seré yo».
Eso es lo que estuvo tentado de contestar, porque era la verdad esencialmente. Pero era una verdad que ni siquiera estaba todavía en condiciones de aceptar para sí mismo. Metió la mano en el bolsillo y sintió entre los dedos el tacto ferroso del medallón de Irina.
Alzó la cabeza hacia el televisor en una repisa de la pared. Estaban en el mes de enero y en el noticiario anunciaban una gran borrasca con caída de temperaturas y copiosas nevadas en cotas bajas. El invierno estaba allí con toda crudeza.
—Porque tengo algo con lo que saldar nuestra deuda con ella.
Gonzalo nunca llegó a esa cita para cerrar el pasado y abrir la puerta a un futuro incierto pero posible.
Apenas puso el pie en la acera, vio a Tania al otro extremo junto al coche. Le desagradó verla fumar, pensaba en su hijo creciendo en ese vientre todavía terso y liso. Apretó el medallón de Irina en la mano y cruzó la calle decidido a dejar atrás todo aquello.
—Eh, abogado. ¿No creerás que me he olvidado de ti?
Gonzalo sintió un escalofrío. «Ahora no», pensó, al reconocer la voz de Atxaga.
Pero el presente siempre es más terco que el futuro.
Durante una décima de segundo, Gonzalo creyó que todo estaba conectado. La voz de Atxaga, el sonido de su propia saliva tragando con miedo, el grito de Tania, el fogonazo, el estallido en su sien, y el tiempo fundiéndose al negro.
Y ya en el suelo, apagándose, la confirmación de que el hombre del tiempo tenía razón.
Empezaba a nevar.