29

El lago. Noche de San Juan de 1967

Elías ignoraba cuánto tiempo permaneció oculto como una criatura del páramo hasta que se decidió a acercarse a la casa pisando las amapolas que crecían en las veredas del sendero. El aire de la noche era suave, pacífico, y sin embargo él sudaba por todos los poros de su piel y su corazón martilleaba con tanta fuerza que temió que lo delatase.

A través de la ventana le llegó el rumor alegre de la Obertura 1812 de Tchaikovsky en el tocadiscos. Bajo la luz de unas velas, Anna bailaba dando vueltas alrededor del salón con su hija cogida de las manos. La niña reía fuera de sí, girando en volandas guiada por su madre. Y esa risa tardaba mucho en llegar a Elías. Durante aquel breve instante en el que pudo observar a Anna y a su hija sin ser visto se preguntó aturdido si la sangre que manchaba su camisa y sus manos era real, o si tan solo había soñado que acababa de asesinar frente a una docena de testigos a Ígor Stern y a sus guardaespaldas.

Contempló sus dedos temblorosos. La policía ya debía de andar buscándole con el hijo de Ramón a la cabeza de la jauría. Y esta vez su amigo no podría ayudarle como en otras ocasiones.

La música se había detenido y al mirar de nuevo a través de la ventana, Elías se topó con el rostro enrojecido de Anna que lo miraba fijamente. Se inclinó, le dijo algo a su hija y la niña desapareció escaleras arriba. Durante un instante Anna permaneció indecisa, pero enseguida fue hasta la puerta de la casa y se detuvo frente a Elías, con los brazos cruzados sin franquearle el paso. Elías se dio cuenta de la cara que puso al ver la camisa y las manos manchadas de sangre y anticipó con brutalidad la respuesta a la pregunta que Anna le demandó en silencio.

—Lo he matado —dijo sin rastro de orgullo o de culpa.

Anna lo miró con algo parecido a la náusea, se tocó levemente el vientre pero enseguida se recompuso y sus ojos lo observaron inquisitivamente.

—¿Y qué esperas de mí?

En ese momento atronaron a lo lejos los primeros petardos. Era la noche de San Juan, la noche de las brujas, de la magia, la noche en la que el fuego y la luna lo purificaban todo. Simultáneamente ambos alzaron la cabeza hacia un cielo preñado de estrellas y contemplaron cómo una explosión de color se abría como una onda para derretirse en mil partículas de colores que iluminaron la superficie tranquila del lago. Cuando el resplandor se apagó, volvieron a mirarse en silencio. La luz del interior de la casa cosía la silueta de Anna al quicio de la puerta pero mantenía oculto su rostro. El de Elías era delatado parcialmente por la luna. Ambos parecían seres ilusorios. Pero eran reales. Elías adelantó el brazo y quiso tocar el rostro de Anna, pero ésta lo esquivó con un gesto de repulsa.

—No te atrevas a tocarme.

Desconcertado, Elías se frotó la frente.

—Ahora ya eres libre.

Anna lo miró con los ojos muy abiertos, como si estuviera loco. Soltó una carcajada que sonó con hondura, como si le costara emerger a la superficie. Movió la cabeza, realmente asombrada.

—¿Hablas en serio? ¿Pretendes hacerme creer que lo has matado por mí?

—Por ti, por Irina, por Claude, por Michael, por Martin, por mí.

La risa de Anna se volvió nerviosa hasta alcanzar un punto rabioso. Odiaba a aquel hombre, Dios, cómo lo odiaba. Casi tanto como había odiado a Ígor Stern.

—¿Esperas que me eche en tus brazos, Elías? ¿Esperas que te reverencie, que te bese los pies como a mi salvador? Llegas tarde, treinta y cuatro años tarde —masculló sin poder impedir que sus últimas palabras estallaran en un llanto doloroso, contra el que quiso revolverse, fregándose violentamente el dorso de la mano contra los ojos enrojecidos.

La gente que se dice honrada se contenta con no hacer nada temerario y si puede, ni siquiera hace nada. Se dejan arrastrar por la inercia, asumen sus pequeños vicios con venialidad y agrandan sus virtudes con notables golpes de pecho. Todos se atreven a juzgar, todos se sienten a salvo en su carro alado de decencia y honradez. Pero en el país de los bárbaros creado por Ígor Stern las reglas civilizadas no servían para nada, y Anna había cruzado hacía ya tiempo al otro lado del Rubicón. Sí, Ígor le había hecho el dudoso regalo de su imperio, y con él lo peor de sí misma. Ojalá no hubiera mordido aquella manzana del conocimiento, ojalá hubiera resistido un poco más sin doblarse a su voluntad, pero ahora ya era tarde: conocía el poder, el dominio y lo absurdamente delgada que es la línea que separa eso que ingenuamente llaman el bien y el mal.

—¿Dónde estabas cuando tenía tres, cinco, ocho, diez, doce años? ¿Dónde cuando gritaba de miedo por las noches, cada vez que Ígor me entregaba a sus hombres para violarme, para hacerme padecer toda clase de humillaciones? ¿Dónde estabas tú cuando me escondía debajo de la cama temblando de frío para que no me encontrase cuando aparecía borracho? No viniste en mi ayuda las veces que intenté escapar, ni me protegiste del mundo. Aprendí a hacerlo sola, y aprendí deprisa, hasta que por fin lo comprendí. Era una criatura suya, y sólo dejaría de sufrir cuando aceptase mi naturaleza.

Y cuando lo comprendió dejó de ofrecer resistencia a las manos que moldearon su alma, cerró los ojos y se dejó caer sin importar ya nada, y descubrió que en la oscuridad no se estaba tan mal. Se convirtió en una joven flexible y complaciente, demostró dotes para la astucia y la manipulación de los hombres, paciencia para aprender, escuchar y callar.

—¿Qué aprendí? Más de lo que deseaba y mucho más de lo que necesitaba sobre la naturaleza humana.

A medida que pasaron los años se fue sintiendo más aislada y más lejos de lo que acontecía fuera de los muros del mundo de Ígor Stern, de sus prostíbulos, negocios sucios, drogas y armas. Creció bajo esas rígidas normas, las asumió como propias y llegó a ganarse el respeto de Ígor y de sus hombres. ¿Llegó él a comportarse alguna vez como un padre, a quererla al menos, aunque fuera a su manera salvaje y enfermiza? Nunca, aunque a veces sabía crear la ficción de un cuento de hadas donde las princesas la sentaban a su lado en los palcos de la ópera, donde París era una postal de madrugada desde una limusina bordeando el Sena de madrugada, o donde los mares se apaciguaban bajo el canto de un gondolero en Venecia.

Anna llegó a admirar el miedo y el respeto que inspiraba, siempre inseparables el uno del otro, cercanos a la admiración que le profesaban incluso sus enemigos. Llegó a convertirse en un dandi que nunca alzaba la voz ni discutía los detalles de sus operaciones. Pero cuando tomaba una decisión ésta debía cumplirse a rajatabla y sin dilaciones, y todos lo sabían. Nada ni nadie era capaz de conmoverlo. Y acaso, ¿no es ésa la virtud de los dioses?

—Nunca fui esa niña que tú crees recordar; y si lo fui, dejé de serlo muy pronto.

Su voz era seca, pero se ablandaba con un matiz de ansiedad. «Mírame —le decían sus ojos irritados por las lágrimas— porque nunca volverás a ver, ni tú ni nadie, una muestra de debilidad en mí». La noche de San Juan se extendía ante ellos, en el pueblo ya ardían las hogueras y esos fuegos fatuos no llegaban sino en forma de débiles resplandores hasta la casa. Debía de ser una noche hermosa, donde los novios se arrebataban y donde el cielo y la tierra parecían más cerca que nunca. Las familias se reunían en la verbena de la plaza con sus mejores galas, los abuelos sacaban las sillas y las guitarras, se tocaban los tambores y las grallas, se reía, se bebía y se olvidaba. Pero aquella alegría se iba infectando de algo maligno a medida que la cola de la música se introducía en el valle, ascendía hasta el lago y envolvía a Elías y a Anna.

Hubo un momento de silencio y después Anna irguió el cuello y alzó los hombros. Había recuperado el control.

—¿Crees que la muerte de Ígor cancela todas las deudas? No, claro que no. Tú y Stern tenéis la misma raíz: el poder, el orgullo y la vanidad. Tú lo disfrazas de virtud y en eso él al menos fue más honesto; convirtió el dominio de los demás en su obsesión, en su ejercicio más fascinante, se preciaba de conocer todos los recovecos del alma, pero tú te le resistías una y otra vez. Como esa absurda historia del abrigo por la que perdiste el ojo; no dejaba de repetirlo, de contarlo una y otra vez, y lo hacía con admiración, como si fuese algo digno de él mismo, de un hijo suyo, de un hermano. Ésa es la paradoja: te odiaba cuanto más te admiraba; se hacía más detestable cuanto más creía tu leyenda de héroe, porque quería ser como tú, tener el reconocimiento de sus iguales. Y sin embargo, ambos sois el resultado de la misma simbiosis. Tú finges que te interesan los principios, pero no dudas en traicionarlos si ello te conviene: lo hiciste con mi madre, la dejaste ahogarse para salvarte. Me entregaste a Ígor para salvar la vida, y no dudaste en vender a tus camaradas a la policía española para ver cumplida tu venganza contra Ígor… Él nunca te lo censuró, porque es exactamente lo mismo que hubiera hecho de encontrarse en tu situación.

»Lo que le ofendía era tu cobardía, la negación a aceptar tu verdadera naturaleza. Tú apelabas a la ética para torturar y matar y él simplemente lo llamaba pragmatismo. Él estaba convencido de la inevitable naturaleza corrupta del ser humano y tú lo escondías todo en una repugnante teoría del idealismo.

»No, Elías. Tú no eres mejor que él, puede que seas incluso peor. Te presentas en mi casa, me muestras tus ropas manchadas con la sangre de Ígor y piensas que yo te voy a absolver, que voy a conservar tu honestidad.

Anna Ajmátova miraba ahora serena y alerta a Elías:

—Es una idea tentadora, ¿verdad? Abrazarnos, fingir que no somos lo que somos, perdonarnos en aras de un pasado que no es el mismo para ninguno de nosotros. Pero no te engañes: eres un cobarde. Has matado a Ígor delante de todos esos testigos, a plena luz del día, porque prefieres que te recuerden como el asesino de un mafioso soviético que como un traidor y un hombre, en definitiva, con los pies de barro. Pensaste que iba a delatarte, que saldría a la luz el informe de Velichko, tu colaboración en los asesinatos de Beria y en las operaciones sucias de Ígor durante la guerra; pero lo que más te aterraba era que saliera a la luz tu colaboración con Ramón Alcázar, ese amigo tuyo comisario de la brigada político-social. Los nombres de todos los camaradas muertos, huidos o encarcelados por tu culpa. Y eso es algo que la vanidad de un gran hombre no puede aceptar. Quieres tu lugar en la historia y en la memoria de ese hijo tuyo. Esperas que te admiren después de muerto. En el fondo, sólo es eso, puro narcisismo.

Volvió a callar y sopesó cuidadosamente lo que iba a decir a continuación, arrojando las palabras con calculado peso para aplastar a Elías.

—Ígor Stern está muerto… Pero yo sigo con vida y sé lo mismo que sabía él.

Elías Gil respiraba con fuerza. De nuevo sentía la punzada en el ojo vacío, los gusanos comiéndose esa oscuridad, penetrando hasta su cerebro hasta enloquecerlo. Se sujetó la sien como si la cabeza fuese a estallarle.

—No me amenaces, Anna. No me lo merezco, no es justo. Tú no puedes recordar lo que fue aquello.

Anna Ajmátova se permitió un gesto insólito. Alargó los dedos y acarició el parche de Elías.

—He estado allí, muchas veces, después de lo que pasó. Es curioso, pero la hierba lo ha cubierto todo, la gente no recuerda, y es como si nunca hubiera pasado. No, no puedo recordarlo, tienes razón… Pero sí todo lo que vino después.

Instintivamente, Elías aprisionó la muñeca de Anna y apartó sus dedos. Había peleado toda su vida contra Ígor Stern, pero nunca pudo vencerlo. Creía que al matarlo podía arrebatarle a Anna, su mayor creación, pero incluso después de muerto Ígor se burlaba de él. Anna se le escurría como la extraña que era y podía sentir cómo le quemaba el odio en la punta de los dedos.

—¿Y qué pretendes? ¿Qué quieres de mí?

Era una pregunta terriblemente ingenua porque esperaba que ella aventurase una conjetura. Anna movió los dedos como los filamentos de una medusa atrapada en el puño cerrado de Elías.

—Me decepcionas mucho… ¿Qué esperas, qué supones que voy a hacer? ¿Por qué razón crees que he venido tantos años después? ¿Por nostalgia, por curiosidad? No seas absurdo.

—Vas a denunciarme.

Anna le dirigió una mirada inquisitiva.

—Puede que espere a que tu hijo mayor crezca para contarle la verdad. Puede que me convierta en una sombra sobre la vida de tu hija mayor, esperando el momento de caer sobre ella… O puede que no haga nada de eso, que siga mi camino y me olvide de los Gil, si haces algo por mí.

El rostro de Anna era ahora como el del lago. Tranquilo, sin honduras ni riesgos.

—¿Qué quieres?

—Dos cosas que me pertenecen por derecho.

—¡Déjate de rodeos, maldita sea!

—Quiero que me devuelvas el medallón de mi madre. Nunca te perteneció, ni ella tampoco.

Elías Gil la miró perplejo. Sintió una ráfaga de frío proveniente de Siberia, la Siberia que vivía dentro de él y que se asomaba al mundo por el balcón de su ojo vacío.

—¿Cuál es la otra?

Anna dio un paso hacia el borde del cono de luz junto a la puerta de la casa. Más allá se veía el reflejo de la luna en la superficie del lago.

—Tu vida, la que debiste dejar en aquel río. Quiero que te suicides en ese lago donde traes a tu hijo a pescar.

Elías le miró con asombrado dolor.

—Te salvé la vida en ese río, Anna.

—Para entregarla un poco más allá —respondió ella, inflexible.

Un cansancio infinito envolvió a Elías. Cerró los ojos y permaneció inmóvil mientras la frustración lo atravesaba.

—¡No! —Fue la rotunda negación.

Anna sonrió. Lo esperaba.

—¿Sabes lo que eso significará para ti y para los tuyos mientras yo viva?

Elías apretó los puños con tensión, alcanzando a divisar el sombrío perfil de otra posibilidad.

—Mientras tú vivas…

Se abalanzó sobre ella, la alzó a dos palmos del suelo estrechándole el cuello con una mano y la tumbó violentamente en el suelo, tratando de sujetarla con las rodillas y con la mano que le quedaba libre. Anna no era una mujer sumisa, se revolvió, pateó y le mordió con ferocidad. Tuvo que golpearla con fuerza para que dejara de resistir y entonces le apretó la tráquea con ambas manos. Estaba furioso, fuera de sí, y toda la rabia de una vida le manaba en oleadas desesperadas a las manos y le gritaba: «¡Mátala! ¡Ponte a salvo!».

—¿Mamá?

La voz de la niña saltó por encima de sus hombros. Elías ladeó la cabeza y la vio reluciendo en el quicio de la puerta, con el pelo rojo suelto sobre sus pequeños hombros, huesudos y pecosos. Sus ojos eran como el cobre, dilatados de miedo. Y Elías se vio en ellos convertido en lo que tanto odiaba; se vio tumbado entre los raíles de una vía, moribundo y derrotado, contemplando cómo se apagaba el ojo de cuero de un alce majestuoso abatido a pocos metros mientras la sangre manaba de su boca y se hacía río sobre la nieve. Vio la mano de Irina tendiendo hacia él sus dedos y diciéndole: «Ponte en pie».

La memoria se revolvía maníaca, se resistía como Anna. Asombrado de sí mismo, Elías aflojó la presión sobre su cuello y se contempló aquellos apéndices que no reconocía como sus dedos. Y como un gran árbol talado que sólo espera un empujón para caer, bastó que Anna lo apartara con una rodilla para que Elías se desplomara a un lado, con un temblor de sollozo que le sacudió el cuerpo. A duras penas, Anna logró ponerse en pie, se arrastró hasta Tania, tomándola en brazos con urgencia y se encerró en la casa, cerrando puertas y ventanas.

Elías seguía tumbado, ahora boca arriba. El firmamento lo observaba desde su efusión de estrellas y luces confusas. Y en aquellos fulgores, Elías Gil contempló sus oportunidades perdidas.

—Cobarde —masculló—. ¡Puto cobarde!

Si esperaba la réplica de aquel millón de estrellas titilando sobre su resquemor, no la obtuvo.

El pequeño Gonzalo disimulaba su miedo a los petardos con una sonrisa nerviosa. A cada explosión se pegaba más al cuerpo de su hermana, y Laura, que conocía su pánico, decidió que no era ocasión para burlarse de él. Sin decir nada que pudiera avergonzarlo, le pasó el brazo por el hombro y sugirió que debían regresar a la casa. Aquella excusa permitió a Gonzalo una retirada airosa de la verbena donde los otros chiquillos del valle continuarían durante buena parte de la noche saltando sobre las hogueras, lanzando petardos y correteando entre las mesas donde los mayores esperarían el amanecer entre risas, chismorreos y música.

La ladera iniciaba un suave declive, de modo que antes de descender la pendiente se tenía una vista completa del valle y de las casas que bordeaban la zona del lago. No eran muchas, tres o cuatro en un radio de dos o tres kilómetros. Laura le preguntó a Gonzalo si era capaz de reconocer la suya y el niño señaló la que quedaba en el extremo sur, algo más apartada del lago que las otras. Las luces estaban encendidas y desde lo alto era como una lámpara de gas flotando en la oscuridad. Laura asintió, pero su atención se había concentrado en el sendero que discurría paralelo al lado este del lago; los faros de un coche y un lejano ronroneo mecánico discurrían en línea recta hacia su casa. Laura reconoció el ruido del viejo Renault de su padre, miró hacia el origen y vio que procedía de la casa de veraneo que había alquilado aquella mujer con su hija, de la que todo el mundo hablaba en el pueblo.

Ella todavía no había tenido la ocasión de verla más que de lejos y le había parecido una mujer muy guapa, o en todo caso, muy distinta a las mujeres con las que Laura estaba acostumbrada a tratar. Además paseaba a su hija por el pueblo y los niños la seguían a una distancia prudente como si la chiquilla fuese una atracción de feria. A todos les llamaba vivamente la impresión el color tan rojo de su pelo y el brillo tan gris de sus ojos. Unos días antes, Laura había sorprendido a madre e hija cerca del embarcadero, observando a su padre y a Gonzalo pescando. Se preguntó por qué estaban allí, y tuvo la sensación de que en su actitud, medio escondida detrás de los pinos negros, aquella mujer demostraba algo que no estaba bien.

Laura hizo ruido para anunciar su presencia y la mujer se volvió y la vio de lejos. Sonrió tímidamente, cogió a su hija de la mano y se alejó por el sendero opuesto. Al acercarse al rincón desde donde había estado espiando a su padre y a su hermano aquella mujer, Laura vio que la niña que la acompañaba había estado dibujando en la tierra, abriendo un hueco entre la pinaza. Miró entre las ramas las figuras tranquilas, sedentes de su padre y su hermano, que no se habían dado cuenta de su presencia, y por alguna razón decidió guardar aquella escena en secreto. Para el instinto de Laura no había pasado inadvertido que, desde que aquella mujer y su hija habían aparecido en el valle, la actitud de su padre había vuelto a ser nerviosa e imprevisible como en sus peores épocas. La novedad estaba en que también su madre, Esperanza, parecía alterarse al oír mencionarla.

Que su padre viniese de la casa que esa mujer tenía alquilada no podía traer nada bueno para ella. Laura se estrechó indecisa la camisa de lana descolorida. No tenía más opción que descender por la pendiente, que en el último tramo se hacía más agreste, y cruzar los dedos para que él no estuviera esperándola.

Tomó a Gonzalo del brazo y emprendió el descenso, apoyando los talones y dando pequeños brincos para no caerse. Gonzalo la imitaba con naturalidad de cabra montesa entre risas que Laura le ordenó sofocar con un dedo sellando los labios. Algo desconcertado por aquel repentino cambio de humor en su hermana, el niño se avino.

Antes de levantar los tablones de la cerca, Laura le pasó revista a su hermano, asegurándose de que no había motivos para provocar la furia de su padre. Por supuesto, él no los necesitaba, bastaba cualquier excusa para detonar su carácter, pero Laura siempre trataba de minimizar las oportunidades de enfurecerlo. Ella misma se ajustó los calcetines, estiró la cinturilla de la falda y frotó con el dorso de la manga de la camisa sus zapatos y los de Gonzalo.

—Escucha bien lo que te digo; si te miro y te señalo que vayas al pozo lo haces sin rechistar, ¿estamos?

Gonzalo negó tercamente. El pozo le daba miedo, y más esta noche de petardos que le sacudían los nervios. Pero Laura no le dio opción de protestar. Lo cogió por los hombros y lo zarandeó con urgencia.

—¡Sin rechistar, Gonzalo!

Laura aferró con tanta fuerza su mano que le hizo lanzar un gemido de dolor. Estaba tan asustada que no se daba cuenta de que no aferraba a su hermano para protegerle sino para asirse ella misma a algo; algo que no la hiciera sentir tan sola mientras caminaban despacio hacia la entrada entreabierta de la casa. «Al menos, la luz del cobertizo está apagada», pensó Laura buscando alivio en cualquier detalle que desmintiera su intuición. A la derecha de la casa vio la sombra de su madre entre la ropa tendida. La llamó, pero no fue su madre quien apareció, trastabillando y llevándose por delante una sábana. Al incorporarse, cubierto ridículamente como un fantasma, su padre lanzó una injuria. Hubiera resultado una escena de lo más cómica, de no ser por la botella que llevaba en la mano derecha y por la camisa manchada de sangre seca que llevaba puesta. La luna le daba de espaldas y lo hacía brillar como un líquido reflectante.

—Una luciérnaga gigante —dijo Gonzalo. Laura le tapó la boca. Pero su padre ya los había visto y caminaba hacia ellos, balanceándose en un precario equilibrio.

—Ve al pozo —murmuró Laura.

—No quiero.

Laura tuvo que clavarle las uñas en la carne para hacerle obedecer. Sólo sintió un leve alivio al verle desaparecer tras la casa. Al volverse hacia el tendedero sólo tuvo tiempo de ver la enorme mano de su padre cogiéndola del pelo.

—Shhh, no grites; no queremos despertar a tu madre, ¿verdad?

Laura negó mecánicamente.

—Esta noche me apetece escribir mientras te escucho recitar a Mayakovski. Repasaremos juntos lo que has aprendido. —El aliento de Elías era abrasivo y la lengua se tropezaba con las palabras dejándolas inconclusas.

Laura sabía que si permitía al llanto aparecer sería mucho peor. Su padre no soportaba la debilidad, sus súplicas sólo lo enfurecían más. Lo mejor era quedarse quieta, hacerse piedra y esperar a que pasase el temporal. Solía darle resultado casi siempre, él se limitaba a gritar, a beber y a escribir, a veces se golpeaba contra la pared o la insultaba. Eso era casi siempre, pero algunas veces no bastaba con volverse estatua. Y en la mirada verde de su padre vio que aquélla sería una de esas noches en las que nada ni nadie podría evitar que pasara lo que iba a pasar.

No lograba recordar la primera vez. A veces pensaba que había nacido con ese estigma, y durante años creyó que formaba parte de la normalidad que su padre le hiciera daño, hasta que empezó a discernir en la mirada esquiva de su madre la culpa silenciosa y en los amaneceres del día después el remordimiento retorcido de su padre, que era cruel y distante con ambas. Una vez, la única que le dijo a su madre lo que pasaba en el cobertizo, Esperanza la golpeó con tal furia que le hizo saltar gotas de sangre de la nariz. La insultó, la llamó puta, la arrastró por los pelos. Laura pensó que iba a matarla. Hasta que se calmó y se quedó muy quieta, mirando el manojo de pelos que le había arrancado. Irguió los hombros y apretó las mandíbulas.

—Mientes. Y si te oigo repetir esa mentira delante de quien sea, yo misma te echaré de esta casa.

Laura tenía once años, y pensó que todo aquello era culpa suya, puesto que su padre y su madre se empeñaban en hacérselo creer. Vivía tan aterrada ante la idea de que no la quisieran, de que su madre cumpliera la amenaza de echarla de casa, que nunca más volvió a mencionar lo que ocurría en el cobertizo.

Aunque seguía ocurriendo, no siempre, no del mismo modo, pero nunca desaparecía del todo la pesadilla, pasaban meses, incluso años, pero el monstruo que se apoderaba de su padre siempre volvía a buscarla.

Gonzalo sabía que su hermana se enfurecería si descubría que no la había obedecido. Pero aquella noche estaba tan asustado y tan nervioso que no se vio con ánimo de afrontar solo la espera en la oscuridad húmeda del pozo. En lugar de hacerlo, empujó la puerta atrancada de la puerta y entró en la casa, procurando no hacer ruido. Su madre padecía de jaquecas y migrañas y había que moverse sin hacer ruido, como fantasmas en un monasterio abandonado, a oscuras.

—¿Te has limpiado los zapatos?

La voz de su madre dejó a Gonzalo paralizado en medio del pasillo. Ladeó la cabeza y la vio sentada frente a la chimenea apagada, contemplando la boca tiznada y la leña seca acumulada. En el regazo acariciaba su hermosa cazadora de aviador republicano y tenía un medallón entre los dedos. Debía de haber estado llorando. La nariz enrojecida y los ojos irritados la delataban. Una guedeja se le había escapado de la horquilla y le colgaba como una cascada gris.

—Sí, madre —dijo Gonzalo, mostrando los zapatos en ambas manos, como si fueran dos conejos recién cazados. Esperanza sonrió como ausente y alargó un brazo para que se acercara. El niño avanzó sin miedo hasta su regazo y se dejó acariciar el pelo rapado y las orejas demasiado separadas del cráneo. Quería a su madre, no tanto como a Laura, claro.

—¿Dónde está tu hermana?

—En el cobertizo, con padre.

La mirada de Esperanza era como esa grieta que se abre bajo el peso de una pisada en el hielo, justo antes de romperse. Sin que Gonzalo entendiera la razón, lo estrechó con mucha fuerza, y luego se inclinó sobre él, pasó su brazo por una de las mangas de la cazadora y después por el otro, le abrochó la cremallera, y sonrió.

—В первом раскрывающемся списке, падает, начинает вырваться из камня.

Gonzalo sólo entendió algunas palabras. Su madre no solía hablarle en ruso.

—Что означает?

—Significa algo así como que tras la primera gota, la catarata emerge de la piedra. Es parte de un viejo poema que tu padre y yo solíamos recitar juntos.

Gonzalo no comprendió lo que su madre trataba de decirle, y ésta, como si hubiera reparado de repente en la evidencia de que su hijo sólo era un niño, acarició el parche de su cazadora y le dio un beso.

—Es tarde. Sube a tu habitación.

—¿Puedo dormir con la cazadora?

Esperanza asintió.

Aquella noche las polillas se lanzaban con tontura suicida contra el pequeño foco que alumbraba el cobertizo. Desde la ventana de su habitación, Gonzalo casi oía cómo se incendiaban sus alas. No tenía sueño, y aunque el peso y el forro de la cazadora de su madre le hacían sudar, no tenía ninguna intención de quitársela. Durante un rato estuvo mirando en el alféizar el medallón con la imagen bastante borrosa de aquella mujer y la niña que sostenía en brazos. Su madre lo había olvidado en el bolsillo interior. Gonzalo pensó que debía de ser importante para ella, así que lo devolvió a su sitio.

Y mientras miraba las últimas luces de la verbena empezó a repetir aquel largo verso que su madre le había enseñado. Le resultaba difícil memorizar el difícil idioma en el que ella y su padre hablaban a veces, sobre todo cuando estaban enfadados. Laura no lo necesitaba, ella aprendía muy rápido, pero Gonzalo esperaba poder darle una sorpresa. Sin embargo, al cabo de unos minutos, casi había olvidado todas las palabras.

Tenía miedo de lo que le diría Laura cuando volviera del cobertizo y fuera al pozo en su busca para descubrir que no estaba allí. A él no le gustaba estar solo en la casa cuando su padre se encerraba con Laura. Lo oía gritar y lanzar cosas contra las paredes, y en la casa por el contrario todo se quedaba muy quieto, como si su madre y todos los muebles que había quisieran ser invisibles o ponerse de lado, muy pegados a la pared para que él no los encontrara.

Pero ahora Gonzalo tenía la cazadora de su madre, y estaba seguro de que a su hermana se le pasaría el enfado cuando lo viera con ella. También a su padre se le pasaría el mal humor si él lograba recitarle en ruso ese verso antes de olvidarlo por completo. De su corazón infantil salió la necesidad imperiosa de salir por la ventana, descolgarse por el gran abedul y correr al cobertizo. No importaba que su madre le tuviera terminantemente prohibido acercarse allí cuando su padre estaba encerrado. Algo le decía que su hermana lo necesitaba.

En la última rama se le enganchó la mano y se llevó un buen arañazo. Pero lo que más le preocupó fue que la cazadora no tuviera un siete. Estaba entera y eso le alivió. Caminó hasta el cobertizo descalzo sin notar las agujas de la pinaza en las plantas de los pies. Podía guiarse con los ojos cerrados en el espacio de la finca, la casa, el granero, el cobertizo, más allá el pozo, el arroyo y el puente de madera que salvaba la hondonada hasta el pinar. Se acercó hasta la ventana del cobertizo y se puso de puntillas para mirar al interior. Sobre su cabeza, las alocadas polillas iban y venían sin decidirse por lo uno o lo otro.

En el interior del cobertizo vio a su padre inclinado sobre la máquina de escribir. Gonzalo podía escuchar el traqueteo de las teclas y el silbido del rodillo. Buscó a Laura y la vio de pie tras él, a unos pasos. Tenía las manos fuertemente apretadas y estaba muy rígida. La luz de una bombilla de baja intensidad le alumbraba parcialmente la cara. Gonzalo se dio un susto de muerte, retrocedió y casi se cayó al suelo. Laura tenía la cara amoratada y llena de sangre.

La puerta del cobertizo estaba entornada. Gonzalo veía el cono de luz proyectando la sombra agigantada de su padre y escuchó su voz aguardentosa hablarle a Laura en ruso. Le preguntaba algo, y Laura respondía con una voz que no parecía suya sino prestada, de tan bajito que hablaba. Gonzalo se puso a gatas, entró en el cobertizo y permaneció en el lado donde la luz de la bombilla no alcanzaba. Y entonces vio a su padre lanzar con tanta fuerza la máquina de escribir contra la pared que el nácar que protegía las teclas saltó hecho pedazos. Una esquirla de «ñ» se clavó en el tobillo del chiquillo. Luego su padre se abalanzó sobre Laura, se encaró a dos dedos de su rostro, gritándole, le rasgó la blusa haciendo que saltaran todos los botones y dejando sus pequeños pechos al aire. Luego la alzó dos palmos del suelo y la arrojó con violencia contra el suelo.

—¿Cómo continúa el poema? ¡Te lo he enseñado mil veces!

No lo recordaba. Laura no lo recordaba, y trataba desesperadamente de hacerlo, pero era inútil. Su padre la atosigaba y el miedo le borraba la memoria. Sintió escozor en la cara y vio cómo su sangre se deshacía de ella para alejarse como un pequeño meandro sobre el piso del cobertizo. Intentaba no escuchar a su padre, no pensar en lo que iba a pasar ahora, cuando él la obligara a ponerse a horcajadas con las piernas abiertas. Y entonces, concentrada en ese rumor de su sangre goteando sobre la piedra, vio parcialmente el abultamiento del cuerpo de Gonzalo. Y fue como si la sangre que aún no había derramado se hiciera hielo.

El niño la miraba presa del pánico, sin comprender qué estaba sucediendo. Laura trató de alargar la mano hasta él para tranquilizarlo, pero su padre la arrastró por los pies alejándola de él y obligándola a dar la vuelta.

—La primera gota que cae…

Elías Gil miró hacia la oscuridad de la que acababa de surgir aquella voz. Su ojo histérico y enloquecido se afiló hasta descubrir la sombra temblorosa de su hijo pequeño. Soltó a Laura y se acercó al rincón.

—Déjalo; a él déjalo —imploró Laura, pero Elías no le hizo caso. Agarró con la mano a Gonzalo y tiró de él hacia la luz.

El niño empezó a llorar con desconsuelo, mirando alternativamente a su padre y a su hermana, sin reconocer a ninguno. Quería desembarazarse de la mano de su padre pero éste lo estrechaba cada vez con más fuerza.

—¿Qué has dicho? ¡Repítelo!

Pero el chiquillo estaba aterrado y no lograba articular ninguna palabra, y cuanto más lloraba más estallaban punzadas de agudísimo dolor en la cabeza de Elías, hasta el punto de hacer que el cielo hirviera como un horno.

—¿Dónde lo has aprendido? ¡Ese verso…!

Necesitaba tranquilizarse, pero no lo lograba. El ojo vacío le palpitaba como el corazón de una planta carnívora, ciego de ira, ahíto de rabia.

—Deja de llorar, maldita sea: no soporto el llanto.

Pero el pequeño no paraba. No paraba, y a él iba a estallarle la cabeza. No tenía que estar allí, su hijo no tenía que recordarlo de aquel modo. Ninguno de ellos tenía que hacerlo. Se volvió hacia Laura, que se había puesto en pie y ahora pugnaba con él por arrebatarle de las manos a Gonzalo. ¿Por qué? Era su hijo, no iba a hacerle daño… No iba a…

Durante un minuto miró a su hijo, como si él fuera el último rescoldo de luz antes de que su único ojo verdoso se cerrara para siempre. Luego su mano intentó tocarse la espalda y los dedos se toparon con el mango de madera de un cuchillo. Joder, un cuchillo en su espalda, hasta la empuñadura. Se dio la vuelta lentamente y observó la figura rígida de Laura, su modo de mirarlo con un odio que de repente era frío y seco como el de Anna Ajmátova. Se parecían tanto, las dos, sin conocerse, y ambas le recordaban a Irina. Podrían haber sido las hijas de ambos.

Respiró con dificultad. No estaba muriéndose, no todavía. El cuchillo no era de hoja profunda y su hija no tenía fuerza para clavarlo hasta el fondo. Pero si no iba a un hospital se desangraría.

—No lo toques; a él, no.

Elías parpadeó, soltó un jadeo y cayó de rodillas entre los dos hermanos. Laura lo rodeó con miedo, como si temiera ser alcanzada por un zarpazo de aquel oso herido pero no vencido, y abrazó con fuerza a Gonzalo, tratando de calmarlo.

¿Cómo dejaba un hombre de serlo para convertirse en una aberración? ¿En qué punto perdió la brújula de sí mismo y se perdió irremisiblemente? Fue en Názino, en aquel tren que le llevaba de Moscú a Tomsk, o en España durante la guerra civil, o en Francia, o tal vez en las batallas contra los alemanes. O tal vez el monstruo había estado latiendo siempre en su interior y había esperado pacientemente su momento para devorar el caparazón que lo ocultaba a los demás. Porque sólo una aberración, un monstruo puede herir con tanta saña aquello que más ama.

Ojalá hubiera tenido un libro de bitácora para llegar hasta el fin sin depender de la voluntad azarosa de un destino que se había cebado con él hasta desfigurarlo. No había sido así, y su razón se apagaba en medio de la ofuscación y la culpa. Ya no recordaba el rostro ni las voces de sus amigos, apenas soñaba ya con las noches de amor con Irina, con su voz y el tacto de su piel. Apenas lograba recordar quién era ese hombre amargado y loco que lo miraba cada año al otro lado del espejo. Así que, bien estaba acabar así. Borrarse en la memoria de su hijo, que no le recordase como lo que ahora era, sino como lo que quiso ser.

Elías sonrió, ladeando la cabeza adelante y atrás. Dijo algo en ruso, y se quedó así, de rodillas, con la cabeza inclinada hacia adelante y el dorso de las manos dobladas sobre el suelo. No iba a morirse. No iba a morirse, pensó, hasta que el dolor fue alejándose, como una ola que ya le había pasado por encima. Un océano calmo en el que relajarse por fin, y flotar. Y no se estaba mal, nada mal.

Después de que Laura le clavara el cuchillo a su padre, Gonzalo corrió a buscar a su madre y le explicó atropelladamente lo que había ocurrido. Al volver con ella al cobertizo, vio a Laura sentada con la espalda apoyada contra la pared y las piernas extendidas en el suelo. Elías yacía de costado a sus pies. Todavía respiraba aunque su rostro se estaba pintando del color de las aceitunas en septiembre.

—Ayúdame a levantarlo —le ordenó Esperanza a Laura, pero ésta no se movió; estaba como ida, lo único que hacía era rascar el suelo con una uña partida y darse leves golpes de nuca en la pared. Esperanza le dio un fuerte bofetón y la sacudió por los hombros.

—¡Ayúdame a moverlo!

Laura parpadeó asustada, como si la hubieran arrancado bruscamente de un mal sueño. Vio el cuerpo yacente de su padre, observó consternada la sangre, miró a su madre y a su hermano alternativamente y sin pronunciar palabra, obedeció.

Elías pesaba como un fardo de piedras y no fue fácil para la mujer y la muchacha cargar con él hasta la parte trasera del viejo Renault. Esperanza se puso al volante y arrancó el motor.

—Vuelve a casa y mete a Gonzalo en la cama; volveré enseguida. Y si aparece alguien preguntando por tu padre, ni media palabra, ¿me has entendido? —Tuvo que repetir la pregunta con firmeza para arrancar de Laura un indeciso asentimiento.

Gonzalo vio los faros traseros del coche alejándose por el sendero hasta perderse tras un recodo en dirección al lago. La luna se colaba a través de las copas de los árboles y le devolvió la imagen petrificada de Laura junto a la puerta del porche. Ahora que ya había desaparecido el cuerpo de su padre y que el sonido del motor del coche se perdía en el silencio, parecía de nuevo su hermana. Bastaba con no mirarla a los ojos para creerlo.

—Aquí no ha pasado nada, Gonzalo. ¿Lo entiendes?

Gonzalo asintió; en aquel momento, con sólo cinco años, cuando su mente apenas comenzaba a acumular recuerdos, decidió que aquella noche, efectivamente, jamás había existido.