28

Barcelona, noviembre de 2002

Según el registro de la compañía aérea, Luis debería estar volando rumbo a Londres para casarse con aquella preciosidad que había estado esperándole inútilmente en el aeropuerto hasta la última llamada de su vuelo. Pero en lugar de relajarse en su asiento de primera clase, y agradecer su suerte, Luis había dejado plantado aquel regalo del cielo y conducía un Mercedes de alquiler por la carretera de la costa. Alcázar le seguía a una distancia prudente, moviendo la cabeza con un gesto de desaprobación mientras escuchaba las noticias en la radio. Los altercados entre la policía y grupos de ecologistas en la zona del lago se habían recrudecido. Al parecer dos agentes estaban heridos y un cóctel molotov había incendiado una excavadora. Las obras, de momento, continuaban su curso. Imaginó que aquellas noticias no serían bien recibidas por Agustín González. Las empresas de ACASA no necesitaban todo aquel ruido; a los ricos les gustaba la política de hechos consumados y que sus planes se deslizaran como la seda, cuando la realidad era que en torno al proyecto del lago no hacían sino crecer los problemas. Uno de ellos, y no el menor, era del que le habían ordenado encargarse.

Agustín González era de la misma opinión que Anna. Tenía que cerrar la vía de agua que suponían Siaka y el ordenador de Laura. Alcázar le advirtió de que probablemente su yerno estaría allí, pero la respuesta del abogado fue taxativa.

—Muerto el perro, se acabó la rabia.

Eso le hacía pensar en la escena vivida la tarde anterior con Anna, después de acabar su encuentro y de que ella se negara a hablar con Ígor Stern. Ante la insistencia de Alcázar, Anna le cerró la boca besándole suavemente en los labios. Estaban en un callejón oscuro y el rostro de ella flotaba como algo inconcreto entre los cercos de luz de las farolas.

—Después de todo, sigues siendo un pobre chico que nunca estuvo a la altura de su padre. Podrías haber sido un hombre magnífico, Alberto —ella nunca lo llamaba por su nombre de pila—, el hombre que quería tu esposa Cecilia. Pero ya es tarde para este tipo de nostalgias.

Fueron palabras dichas sin acritud, con verdadero cariño. Pero le hicieron sentirse terriblemente solo y vulnerable. Y en aquel preciso instante, mientras aquella anciana venerable se apoyaba en su brazo y encendía con una cerilla un Davidoff, entendió lo que aquel beso quería decirle.

No había ningún Ígor Stern.

Fuera del horario de atención al público, el Flight se convertía en un tranquilo mausoleo con un punto de luz en la trastienda donde Vasili Velichko preparaba su plato favorito para Tania: cerdo asado con bolas de masa hervidas y chucrut, regado con un buen vino tinto. Era un plato demasiado opíparo para su castigado estómago, pero disfrutaba comiendo por boca de Tania y con sus ojos.

—¿Quieres repetir?

Tania no tenía hueco para nada más, y para disgusto de Vasili se echó hacia atrás en la silla de la cocina y se palmeó las piernas satisfecha.

—Me tomaría un café bien cargado.

Vasili le sirvió el café y la acompañó con una botella de vodka y dos vasitos de cristal. Aquello sorprendió a Tania.

—Nada de alcoholes fuertes. Orden del médico, por si lo habías olvidado.

Velichko encogió su ancha nariz y mordió el aire con un gruñido.

—Esta mañana he cagado sangre otra vez. Sé ver lo que veo. Un poco de vodka no va a resucitarme, y tampoco va a acelerar lo inevitable.

Tania alargó la mano por encima del mantel floreado y estrechó los dedos arrugados de Velichko. De repente se dio cuenta de que era un anciano que había vivido más de lo que probablemente viviría ella.

—¿Cuántos años tienes, tío Vasili?

Velichko se frotó con el nudillo una ceja espesa y blanca.

—No lo sé. He nacido varias veces. —Soltó una carcajada que terminó en tos y en un trago de vodka.

Tania le limpió con el pulgar una gota que le había quedado entre los labios. Se sentía segura en aquel cerco de luces que trazaban las velas en torno a ellos, manteniendo el resto del bar a oscuras. La penumbra le permitía escaparse de la mirada inquisitiva de su tío. Pero no lo suficiente.

—Te has comido mi comida, te has bebido mi café y mi vodka, así que creo que me merezco que digas qué te pasa.

—Los dos sabemos qué me pasa, Vasili.

El anciano se puso en pie muy despacio y empezó a recoger los platos. Tania lo retuvo por el brazo.

—Tienes que ayudarme. A ti te escuchará.

Velichko se deshizo de la mano de Tania y arrastró los pies hasta el fregadero.

—Anna Ajmátova sólo escucha a los escritores clásicos de su librería, y si están muertos mejor. Le molestan los vivos porque le discuten; la paciencia nunca fue su don. Ya deberías saberlo.

—Pero tú eres como su hermano.

Velichko apoyó sus manos en el mármol y cabeceó molesto.

—Vive a cien metros y no se ha dignado visitarme en un año.

—Todavía no entiendo este absurdo enfado entre vosotros. Nunca queréis decirme qué os pasó.

—Te lo acabo de decir. A tu madre no le gusta que le lleven la contraria ni que le canten las verdades.

—¿Qué verdades le cantaste para ofenderla de ese modo?

Vasili había empezado a colocar boca abajo los vasos del fregadero. Como si no le gustase el modo en que quedaron alineados, volvió a colocarlos.

—Cuando murió ese pobre niño, Roberto, le dije lo que le tenía que decir, y no me lo ha perdonado, ni me lo perdonará. Tu madre es como era él, ¿sabes? Igual que Stern. Si no estuviera convencida de mi lealtad, y sobre todo de que moriré pronto, ella misma se habría ocupado de callarme.

—No digas eso.

Velichko golpeó el mármol con el puño.

—¡Lo digo, claro que lo digo! Y si no estás dispuesta a aceptarlo, será mejor que salgas por esa puerta. Nadie, escúchame bien, nadie conoce mejor que yo a tu madre. Sé de sus virtudes y sé de sus defectos, he tenido pruebas de lo uno y lo otro durante más de sesenta años. La vi cuando era una niña sucia en un orfanato y la vi ocupar el trono de Ígor Stern, convertirse en la Matrioshka. Tu madre no me escuchará, Tania. Y yo no sé si quiero ayudarte.

—Ella me juró que lo de ese niño fue un accidente, que nunca le ordenó a Zinóviev que lo secuestrara y mucho menos que lo matase.

Vasili Velichko alzó la cabeza y deseó que le estallara. Volvió a la mesa, se llenó el vaso de vodka y mandó a la mierda al médico y al ardor de estómago. El vaso le tembló en los dedos y vertió parte del líquido.

—Y tú la creíste porque te convenía creerlo. Tú eres un alma limpia y pura, ¿verdad?

Tania no quería seguir escuchando. Ella nunca quiso saber nada de los negocios de su madre, por eso se marchó tan joven de casa, y por eso siempre existía ese duelo secreto entre ellas, ese choque de fuerzas. Ella no tenía que ver con la muerte de Laura ni de su hijo, no sabía nada de la Matrioshka ni de Ígor.

—Estás bebiendo demasiado, Vasili.

El anciano cogió la botella y la estampó contra la pared con inusitada energía.

—Podría beberme el puto bar entero y eso no cambiaría lo que sé y lo que sabes. ¿De dónde crees tú que salió el dinero para este bar, para la librería de tu madre, para tu universidad y tus escapadas de rebelde? Es la Matrioshka la que nos mantiene, sus negocios podridos que nosotros disfrazamos de honradez, de recuerdos y de nostalgia. Y todos lo sabemos y lo aceptamos. Tomamos una decisión aquella noche de San Juan de 1967. Y nunca hemos dado un paso atrás. Y tú rompiste la regla.

—¡Esa regla nunca tuvo que ver conmigo!

—Le mentiste a Gonzalo desde el principio, Tania. ¿Por qué no le dijiste quién eras, quién era tu madre y lo que hacía?

Tania negó obcecada.

—Yo no soy mi madre. No tengo nada que ver con el odio contra Elías Gil que le obsesiona. ¡Por Dios bendito! Sólo era una niña cuando pasó aquello. Ni siquiera puede recordar el rostro de la abuela Irina. Además, tú lo escribiste en ese informe: Elías trató de salvarlas a ambas mientras fue posible.

Vasili Velichko se había apaciguado. Contemplaba los cristales rotos esparcidos por el suelo y los pequeños charcos de vodka que acumulaban. Una hormiga agonizaba en ese mar destilado.

—No lo comprendes, y nunca lo has comprendido. El rencor que ha convertido a tu madre en lo que es no viene de Názino. Tal vez empezó a anidar allí, pero fue creciendo bajo la sombra de Ígor. Ciertamente, ella se resistió durante muchos años a dejarse devorar por esa maldad que no le pertenecía. A través de mí, y luego a través de Martin, se escapó, resistió, peleó. Yo estoy seguro de que tu madre habría vencido a Stern, que no se habría convertido en una criatura moldeada a su gusto. Tu nacimiento le dio fuerzas para huir, una vez más. Pero aquella noche de 1967 murió la verdadera Anna Ajmátova y su lugar lo ocupó la Matrioshka. Y todo fue culpa de Elías Gil. Es una paradoja interesante, ¿verdad? Elías e Ígor se odiaron toda la vida y llevaron su guerra allá donde se encontraran. Curiosamente, después de dispararle en la cara y matarlo, Elías le entregó la última victoria a Ígor unas horas después, en aquel lago.

»Con aquella Anna yo podría interceder por ti y por Gonzalo, como podría haber hecho más por Laura y por su hijo, pero con esta mujer que es ahora tu madre, dura como el pedernal, créeme, las palabras son humo que se esfuma con el primer soplido. Te lo advertí, te avisé de que tarde o temprano esto pasaría. Tu madre nunca lo permitirá, nunca aceptará que estés con el hijo de Elías. Pensaste que podrías intercambiar con él algunas bromas inocentes, acercarte a fisgonear en su vida sin que hubiera serias consecuencias. Coqueteaste con él con una temeridad que sólo puede ser cosa tuya, sabiéndote a salvo, mimada a pesar de todo. Y seguiste adelante, indiferente al aviso de peligro que corría, no tú, sino él. Y lo metiste en tu cama… ¿Esperabas de verdad que Anna se quedaría con los brazos cruzados, sin hacer nada?

—Tienes que hablar con ella, por favor —le suplicó Tania—. Ella sabe dónde está, puede devolvérmelo. No será ningún peligro, ninguna amenaza. Nos iremos de aquí, lejos, para siempre.

Vasili se inclinó y empezó a recoger los cristales rotos.

—Ya es un poco tarde para eso. Tu madre lo ha dispuesto todo.

El Mercedes azul oscuro de Luis salió de la carretera nacional y se dirigió hacia una comarcal que seguía tortuosamente el perfil abrupto del litoral, atravesando pequeños pueblos de veraneo que en noviembre eran como erizos que dormían recogidos sobre sí mismos. Cuando se detuvo frente a una casa en construcción en lo alto de un risco rodeado de pinares era ya de noche.

El último tramo, Alcázar tuvo que seguirle con las luces apagadas y a una distancia lejana para no verse delatado. Pero el sendero sólo conducía a aquella casa, cuyos cimientos se habían construido sobre la roca viva, ganando el espacio a la montaña. La estructura exterior estaba acabada y prometía ser una catedral de hierro, cristal y piedra, tres plantas encajonadas en superficies distintas como una escalera gigantesca, enormes ventanales y unas vistas de vértigo sobre el mar. Un lujurioso sueño inacabado, tal vez a causa de la fatiga del soñador. Luis era un arquitecto de imaginación desbordante, y también estaba podrido de pasta. Alcázar lanzó un silbido de admiración. Nunca logró entender del todo cómo Laura podía compaginar su vida de policía con aquella suntuosidad.

El vehículo estaba aparcado en un zaguán. No vio luz ni movimiento en el interior de la casa. Las cosas no tenían por qué ser complicadas. Abrió la guantera y sacó una Glock sin número registrado. Nunca en su vida había matado a nadie, y mucho menos a sangre fría. Pero eso no significó jamás que no pudiera hacerlo si era necesario. Afirmó el puño cerrado sobre la culata y observó que no temblaba. No tenía el corazón acelerado, ni le atosigaba la premura. Por una vez, pensaba con frialdad clarificadora. Conocía esta sensación, la reconcentración de los músculos, la contención de la respiración, agudizar la vista y el oído. El ritual del cazador antes de explosionar como una fuerza devastadora.

Tenía que reconocerlo. Estaba hecho para esto.

Salió del coche con el arma en el bolsillo de la americana, el dedo fuera del gatillo pero una bala en la recámara sin seguro.

—Hazlo rápido y hazlo bien —se dijo, mientras buscaba entre los escombros y el material de construcción un hueco por el que colarse en la casa.

La luna proyectaba un círculo intermedio entre las ventanas de la planta baja. Alcázar observó desde fuera un buen rato antes de encontrar una lama abierta por la que pudo colarse y aparecer en lo que parecía ser un baño de cortesía. Ya estaba colocada la loza, pero sobre la bañera se amontonaba el polvo y un pájaro muerto. Una lástima de baño, pensó, admirando fugazmente los materiales nobles ahora abandonados.

La planta de abajo era diáfana, Alcázar calculó que tenía unos ciento cincuenta metros cuadrados. En algunos tramos el suelo era de parqué y en otros todavía era visible el planché de cemento. Las paredes estaban a medio pintar y colgaban los cables de apliques y enchufes. Detrás de una columna vio un resplandor vacilante. Se acercó despacio, intentando no pisar sobre los escombros. Había una chimenea de hierro empotrada en un frontal de basalto gris. La chimenea estaba encendida y los leños secos crepitaban. A la derecha había un gran sillón y en el suelo una botella de alcohol. Luis estaba apoyado en el respaldo del sillón, contemplaba el fuego de espaldas.

—¿Qué clase de policía era usted, inspector? Desde luego, no de los discretos —dijo, sin volverse, frente al fuego, la mirada abatida, el pelo oscuro revuelto sobre su rostro ceñudo, la casa en ruinas donde debían haber compartido sus vidas él y Laura con Roberto. Y el mar de fondo, rugiendo como si la tormenta estuviera dispuesta a convertirse en la banda sonora de aquel encuentro.

—¿Me estabas esperando?

Luis sonrió, aunque la penumbra no permitía percibirlo.

—Desde el mismo día que maté a Zinóviev. Además de poco discreto, es usted muy lento, inspector.

La figura de Luis se apartó de la lumbre para erguirse desafiante frente al exinspector. Mostró las manos desnudas para demostrar que no suponía amenaza alguna. Pero lo era, y el peligro venía de su mirada extraña, centrifugadora.

Alcázar no se dejó atrapar por esos ojos en forma de enredadera. Se movió con cautela a su alrededor, observando con atención.

—Bueno, pues ya me tienes aquí —dijo de forma sinuosa—. ¿Me vas a decir dónde están Siaka y Gonzalo? ¿O tendremos que discutirlo?

Luis vaciló antes de contestar. Instintivamente la mirada se le escapó en dirección a la escalera y el detalle no le pasó inadvertido a Alcázar.

—Ahora están meditando sobre un juego que les he propuesto. No tardarán en tomar una decisión. —Era evidente que no iba a negar ninguna acusación. Al contrario, parecía ansioso por hablar.

—Ella no cree que usted sea capaz de hacerlo…

—¿Hacer qué? ¿Y quién es ella?

—Matar a Siaka y a Gonzalo. Por eso me ha llamado, para advertirme de que usted me seguiría hasta aquí.

Alcázar comprendió que hablaba de Anna. Ese beso fugaz, esa ironía en su despedida. Qué estúpido había sido al formular aquella sospecha de que Ígor era la Matrioshka. Anna Ajmátova debía de haberse reído mucho todos aquellos años a su costa, haciéndole creer que existía un hombre en la cúspide de la organización para la que trabajaba. ¿Y por qué un hombre? Porque Alcázar era de la antigua escuela y pensaba, estúpidamente, que ciertas cosas sólo podían hacerlas los hombres.

Luis consultó su reloj. ¿Cuánto tiempo necesitaban allí arriba para decidirse?

—¿Cómo cree que pude llegar hasta Zinóviev? Nunca lo habría logrado si ella no me hubiera facilitado las cosas. Y tampoco habría llegado a saber nunca que usted traicionaba a Laura aceptando sobornos de la gente que ella trataba de destruir.

Alcázar miró largamente a aquel hombre, preguntándose qué estaba sucediendo en su cabeza, que torcía de un modo extraño y nervioso.

—¿Y Laura llegó a saberlo?

—¿Que era un policía corrupto? —Luis asintió—. Lo descubrió poco antes de suicidarse.

—Podría haberme denunciado.

Luis negó con la cabeza.

—¿Estando usted bajo el paraguas del abogado más importante del país? ¿En qué hubiese quedado esa denuncia? Y por otra parte, Laura llegó a descubrir gracias a Siaka que usted la protegió varias veces de la ira de la Matrioshka. En realidad, inspector, la estaba protegiendo de Anna, aunque usted no lo supiera. No, ella quería mantenerle al margen, a pesar de todo.

Alcázar recordó aquella mañana en el merendero de la playa, cuando fue a decirle que Zinóviev estaba muerto y que iban a acusarla a ella del asesinato. Pensó en su mirada. Laura lo sabía todo en aquel momento. Sabía que Luis había matado a Zinóviev, y conocía la relación de Alcázar con la Matrioshka. ¿Sabía también quién era realmente Anna Ajmátova? ¿Sospechaba siquiera que estaba al frente de la organización? Era posible.

Luis intuyó la pregunta que se estaba abriendo entre las revelaciones del exinspector.

—Tenía una deuda con usted desde aquella noche de 1967 en el lago. Algo que nunca quiso contarme, pero que era lo suficientemente fuerte para no traicionar su confianza ni siquiera después de que muriese nuestro hijo. Siempre me he preguntado qué clase de deuda podía ligar de esa manera a Laura con alguien como usted.

Alcázar se apartó hacia uno de los grandes ventanales que se abismaban al mar. A lo lejos se veían las luces de Barcelona describiendo un arco amplio y en el horizonte palpitaban como pequeños corazones las luces de posición de los cargueros que se acercaban al puerto. Una vez Laura le contó que a su padre le encantaba pescar en el lago, y que solía llevar con él a Gonzalo, que pasaba el rato pegado a su padre sin rechistar. En cambio, a ella aquella espera la aburría y no le gustaba ir con él de excursión.

—¿Cómo puede ser que Anna te haya llamado para decirte que yo te estaba siguiendo? Ella es, en última instancia, la responsable de la muerte de tu hijo.

Luis negó con energía esa posibilidad.

—Anna no ordenó que Zinóviev matase a mi hijo, y tampoco que lo secuestrara. Él actuó por cuenta propia. Ya lo he dicho antes; ella fue quien permitió que le diese caza y no hizo nada para impedírmelo.

Alcázar miró a Luis con desprecio.

—Simplemente te utilizó; eso es lo que hace con todos nosotros. Ella ordenó ese secuestro, y ahora entiendo la razón. Te convenció para que tú matases a Zinóviev, haciéndote creer que él era el único responsable de la muerte de tu hijo. Y con ello mató dos pájaros de un tiro: eliminaba a Zinóviev, que se había vuelto indiscreto y peligroso, y sacaba de en medio a Laura, que se estaba acercando demasiado a los negocios de la Matrioshka. Se hubiera contentado con que la acusaran del asesinato de Zinóviev y la metieran en la cárcel, pero apareciste tú y para Anna fue una suerte que Laura se suicidase. Y ahora nos ha traído a todos aquí, a esta ratonera, para cerrar el cepo.

—Todo muy melodramático, como una gran ópera rusa.

—¿No me crees? Hará que nos matemos unos a otros y luego se limitará a limpiar la sangre. Para eso tiene a Agustín González.

—No importa lo que yo crea, inspector. Importa lo que ahora vaya a suceder.

—¿Y qué va a suceder?

—Ella me ha dicho que le ha mandado a usted aquí con la misión de matarme.

Estaba loco, completamente fuera de la realidad. Alcázar se dio cuenta al advertir una mueca irónica en su boca, al tiempo que hacía el gesto de abalanzarse sobre él. El exinspector sacó la Glock y le apuntó al pecho.

—No seas gilipollas, hombre. Ya has hecho bastantes barbaridades.

Luis saltó sobre Alcázar con rapidez y su puño logró impactar contra el rostro del exinspector, aunque no con la fuerza suficiente para derribarlo. Alcázar, sorprendido, trastabilló pero logró mantener el equilibrio.

—¡Basta! —le gritó a Luis, empuñando el arma. Pero éste no se detuvo. Sonreía desquiciado, como si quisiera que él le disparase… ¿Y no era eso lo que quería? Alcázar apuntó a la rodilla y le disparó cuando se disponía a volver a la carga. Luis se derrumbó lanzando un aullido de dolor, sujetándose la pierna ensangrentada.

Alcázar sacó unos grilletes y arrastró a Luis hasta esposarlo a un pesado molde de hormigón.

—Y ahora, ¿me vas a decir dónde están el negro y el abogado?

—Que te den por el culo —masticó entre dientes Luis, reprimiendo el deseo de sollozar como un chiquillo—. Llama a una ambulancia, me has dejado cojo.

—Lo superarás. En la cárcel no tendrás que correr mucho, el patio de ejercicio es pequeño.

En aquel instante se escuchó una detonación seca en el piso superior.

—¿Qué coño ha sido eso?

Siaka y Gonzalo se miraron perplejos todavía con su suerte. Ninguno de los dos tenía un rasguño y el arma que Luis había dejado sobre la mesa estaba ahora en el suelo. El juego perverso ideado por aquel lunático disfrazado de vengador llegaba a su fin.

—Casi en el límite —dijo Gonzalo, consultando su reloj de pulsera. Luis había sido preciso: en diez minutos volvería a la habitación, para entonces un disparo debería haber sonado y uno de ellos tendría que yacer en el suelo muerto. Si no era así, pasado ese tiempo abriría la habitación y los mataría a ambos.

—Podríamos haber ahorrado la bala. Al menos habríamos tenido una oportunidad de defendernos cuando entrase por esa puerta.

Siaka era quien había efectuado el disparo. El orificio de la bala era visible a pocos centímetros de Gonzalo, incrustado en la pared.

—Pensé que ibas a dispararme —murmuró Gonzalo.

—Y lo he hecho, pero he fallado —dijo Siaka.

Gonzalo no pudo adivinar si ese fallo había sido casual o voluntario. Unos instantes antes ambos habían estado mirando aquella pistola de manera hipnótica, negándose a decir algo o a mirar al otro por miedo a lo que pudieran intuir. Y cuando finalmente Siaka empuñó el arma y miró a Gonzalo con aquella mirada vacía, el abogado pensó que después de todo se había equivocado al mantenerse firme en su convicción de no ceder al chantaje de Luis. Pensó que las convicciones sólo sirven para morir más arropado.

Pero intencionadamente o no, Siaka había fallado, y los dos seguían con vida.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó.

Siaka se acercó a la puerta a escuchar. Gonzalo lo vio tensar los músculos y prepararse para la lucha. Siaka era un soldado, un hombre acostumbrado al dolor, a causarlo y a sufrirlo. La pelea, la violencia, eran su medio. Había soportado durante días las torturas, los golpes y las palizas de Luis y estaba tan quebrantado físicamente que no tenía ninguna posibilidad de vencer contra Luis, pero su mirada era feroz y determinada. Gonzalo no era así; él no habría resistido ni una décima parte del tormento que el joven había soportado y el miedo lo tenía clavado al suelo como si las tachuelas le atravesaran los pies.

—No puedo hacerlo. No puedo enfrentarme a él.

Siaka le lanzó una mirada furiosa.

—Todo hombre puede hacer cualquier cosa; yo lo he visto, basta dejarte llevar por la desesperación y el miedo se convertirá en ira, te lo aseguro. Piensa en tus hijos, o en esa pelirroja de la que me has hablado. Piensa en algo que te agarre a la vida y pelea por ella con saña. Pelea, Gonzalo.

Los pasos al otro lado de la escalera se hicieron más evidentes y en pocos segundos el pomo de la puerta giró desde fuera. La hoja de la puerta doble apenas se abrió, dejando penetrar un poco de la luz del vestíbulo.

Lo primero que vio Alcázar fue la imagen patética de Gonzalo plantado en medio de la estancia. A sus pies había una pistola. La huida de la mirada del abogado hacia la derecha previno al inspector justo a tiempo de percibir una silueta que se echaba sobre él con una pata de la mesa en la mano. No le costó demasiado echarse a un lado y esquivar el golpe, revolviéndose a su vez con un fuerte puñetazo que impactó en las costillas de aquel bulto.

Antes de que el otro pudiera reaccionar, Alcázar le propinó un fuerte puntapié que le hizo doblarse sobre sí mismo con un gemido seco.

—¡Basta ya! —gritó, Gonzalo.

Alcázar volvió la atención hacia el abogado.

—¿Qué crees que estás haciendo con eso, Gonzalo?

Gonzalo había recogido el arma del suelo y apuntaba a Alcázar, con la esperanza de que éste no hubiera supuesto que estaba descargada.

—¡Apártate de él!

Alcázar observó con indiferencia a Siaka, que se arrastraba fuera de su alcance como una lombriz pisoteada.

—No voy a hacerte daño, Gonzalo. He venido a ayudarte. Baja el arma.

—¡Te he dicho que te apartes de él!

Alcázar empezaba a perder la paciencia. Dejó salir un soplido molesto y se tocó la sien con la punta del cañón de su Glock.

—¿O qué harás? ¿Escupirme? Sé perfectamente que esa pistola sólo tenía una bala, y según parece, ambos la habéis desperdiciado. En cambio a mí me quedan todavía seis, y las utilizaré si no dejas de tocarme los cojones. Empiezo a estar más que harto de todos vosotros.

Gonzalo tuvo que rendirse a la evidencia. Alcázar se acercó y le quitó de las manos la pistola. La examinó para cerciorarse de que efectivamente no quedaba munición y la guardó en el cinturón. Luego se sentó en una silla y observó las maniobras de Siaka para ponerse en pie con la ayuda del abogado.

—¿Te mandan ellos para acabar con nosotros?

Ese plural le hizo gracia.

—No existe ningún ellos. Nunca existió. Sólo existe ella. La encantadora anciana Anna Ajmátova no es una suegra muy recomendable —se aventuró a bromear Alcázar—. La madre de Tania es la Matrioshka, Gonzalo. Y sí, es ella la que me ha mandado aquí para acabar con todos vosotros: contigo, con él —señaló a Siaka con la pistola— y con el demente de tu excuñado, que está desangrándose en la planta de abajo.

—No tienes que hacerlo, Alcázar. Luis tiene el ordenador.

—Ya lo sé. Repasé la grabación del día que te agredieron después de toparme con él en tu despacho. Y escuché el mensaje que Siaka te dejó en el contestador. Deberías haber acudido a mí en lugar de jugar a los héroes. —Alcázar observó con cierta simpatía al abogado y chasqueó la lengua—. Siempre has querido ser como tu padre y como tu hermana, ¿no? Lo lleváis en la sangre, eso de ser como polillas suicidas que se lanzan contra las bombillas incandescentes porque no soportan la oscuridad. Preferís morir antes que aceptar la realidad de la noche.

Polillas, no, mariposas incandescentes. Eso parecían Gonzalo y Laura cuando eran niños y corrían uno tras otro jugando a los aviadores con el sol del atardecer cayendo sobre la casa del lago, prendiendo fuego a sus risas y a sus cabellos de niños. Seres valientes que no querían aceptar lo que estaba fuera de ellos y de sus juegos.

—No vayas, sigamos volando —le pedía Gonzalo cuando en la puerta del zaguán aparecía el único ojo furibundo de Elías y llamaba a su hermana.

¿Lo había olvidado? No, no lo había olvidado, seguía allí, en el fondo de su mente, como una huella petrificada de otra vida que muchas capas de tierra no habían conseguido enterrar del todo. Como la mirada valiente de Laura acariciándole las mejillas.

—Ve al pozo, que él no te atrape.

—No, al pozo no. A la oscuridad no.

Quería seguir en aquel juego, volar con su hermana, perseguir la cola de sus cabellos rubios, rodar con ella por tierra con la cazadora de aviador republicano de su madre, rozarse con la pinaza las rodillas y los codos y que ella viniera a curarle. Quería correr a sus brazos después de aquella pesadilla donde no recordaba la palabra, la frase que debía decir para salvarla hasta que era demasiado tarde. Y sentir el alivio de encontrarla en su cama, durmiendo y abriéndole los brazos sin abrir los ojos para acogerle en su mismo sueño. Juntos, fundidos en la misma cosa. Luciérnagas incandescentes que habían seguido siéndolo hasta el final de sus días. Él siempre pensó que quería ser un lobo flaco como Elías Gil, como su padre, un alma rebelde en pos de no sabía qué absurda idea de libertad. Pero ahora comprendía que siempre fue una de esas luciérnagas, por eso le fascinó desde el primer momento Tania, con sus alas ardiendo como un fénix, renaciendo de sí misma, inventándose para ser cualquier cosa que quisiera ser. Porque así fue Laura.

Y entonces, ante la boca del cañón de la pistola de Alcázar, vio aquella noche, la vio sin veladuras, su mente se negó a seguir mintiéndole y permitió que el muro se desmoronase, piedra sobre piedra: el cobertizo, la imagen de Laura tirada en el suelo con la falda levantada por encima de la cadera, llorando. Y él en la puerta del cobertizo.

—Te dije que te quedases en el pozo.

Pero él tenía miedo, miedo de la oscuridad. Y entonces vio a su padre, la espalda inclinada sobre la máquina de escribir. ¿Cómo era ese verso? ¿Cómo era? Y Gonzalo murmuró, casi para sus adentros: «la primera gota es la que empieza a horadar la piedra». Y el ojo de Elías Gil se volvió, buscándole en la oscuridad. Hasta descubrirle en aquel rincón del zaguán.

—Estabas allí, en la comisaría. Hablabas con mi madre, le decías lo que había pasado. Y ella intentó arañarte la cara, pero tú le sujetaste las muñecas. Y luego la amenazaste. Le dijiste que si se atrevía a ponerle una mano encima a Laura te encargarías de ella, y de que todo el mundo supiera la clase de héroe que era Elías Gil.

Alcázar tragó saliva. Le brillaban las pupilas, diminutas bajo aquellas espesas cejas suyas. Eran como núcleos duros y lejanos de un universo que se expandía, el centro de una tristeza profunda. Recordó aquellos caramelos amargos y caducados que ofrecía a Laura, las risas juntos y las horas en las que casi se dejó arrastrar por su entusiasmo y su fe contra la Matrioshka. Ella creía en la bondad de las personas, creía que se podía vencer al mal, y casi estuvo a punto de hacerle militar entre sus filas. Laura era, tras la muerte de Cecilia, lo único que había tenido algo de decencia en su vida. Y la traicionó.

—Demasiado tarde para abrir esa puerta, abogado.

Se acercó a Siaka y le apuntó a la sien.

Gonzalo trató de impedirlo.

—Deja que se vaya. No dirá nada, y yo tampoco. Te lo juro.

Siaka apoyó la cabeza en la pared y arrastró hacia arriba los hombros. Tragó saliva y se enfrentó a la mirada de Alcázar.

Había visto a demasiados como él. Cobardes que sólo son valientes con un arma en la mano. Débiles que se hacen fuertes con el temor de los demás. Desde niño los había sufrido en sus carnes. Estaba cansado. Laura tenía razón, siempre la tuvo: podía vencerse, y no era necesario derrotarles, bastaba con enfrentarlos de cara. Una y otra vez, uno tras otro, hasta desnudarlos por entero, hasta dejarlos solos frente a sus debilidades de seres enfermos e incompletos. Bastaba con empezar, con ser el primero. Los otros vendrían después. Y ella ya lo había hecho. Era su turno.

—No le haga caso al abogado, inspector. Si no aprieta ese gatillo y me vuela la cabeza aquí mismo, le prometo que me arrastraré hasta el despacho de ese fiscal y se lo contaré todo, absolutamente todo de la Matrioshka. Y a por quien iré primero será a por usted. Así que más le vale acabar con esto, aquí y ahora.

Alcázar escuchó al joven sin dejar entrever un atisbo de emoción o de perplejidad.

—Tienes razón, hijo. Ya no se pueden cambiar las cosas.

El disparo retronó en la habitación y de allí voló por toda la casa junto al grito desesperado de Gonzalo, mientras el rostro de Siaka resbalaba hacia el suelo sin dejar de mirarle con los ojos muy abiertos.