27

Barcelona, junio de 1967

La tormenta de verano se movía como un barco con bandera negra sobre el valle, buscando dónde descargar su ira. Las primeras gotas empezaban ya a caer igual que perdigones sobre el embarcadero del lago, y aunque el niño miraba el cielo cada vez más oscuro con inquietud, su padre no se movía ni desviaba la atención del hilo de pescar.

—Concéntrate en lo que puedes controlar y olvídate del resto —le dijo a su hijo, dándole un ligero codazo para que no aflojara la tensión sobre la caña.

El niño trató de retener esa frase en la mente para descifrarla más tarde, pero como casi todo, también aquellas palabras se le terminarían olvidando con el tiempo, y sólo quedaría la ambigua sensación de que de vez en cuando su padre trataba de decirle cosas importantes mientras pescaban.

Para cuando Elías Gil decidió que era inútil permanecer allí esperando que mordiera el anzuelo algún pez, padre e hijo estaban calados hasta los huesos y la tormenta barría con rabia todo el valle, impidiendo ver más allá de unos pocos metros. Sin inmutarse, recogió los aparejos y se encaminaron hacia la casa, dejando que la lluvia los traspasara. Gonzalo levantaba de vez en cuando la cabeza y observaba el perfil goteante de su padre, con la mirada al frente, el ceño un poco fruncido y las gotas suspendidas en su nariz contrahecha antes de caer sobre el pecho abierto de la camisa. «Eso es un hombre», había oído decir a una mujer en el pueblo al verlo pasar cierto día, y eso hizo pensar al pequeño que el resto no lo era. Aunque a Gonzalo no le parecía un hombre, sino un gigante de un solo ojo, como el cíclope al que debía enfrentarse Ulises en esos libros ilustrados que la profesora les enseñaba en la escuela, hablándoles de un lugar llamado Ítaca.

A pesar de la tormenta y de que la pesca había resultado un fracaso, el niño respiraba aliviado. Notaba en el modo que su padre le estrechaba la mano que hoy estaba de buen humor. La fuerza fluía de su mano como una presencia protectora y no como una amenaza. Cruzó los dedos para que durase.

—¿Por qué me miras así? —le preguntó Elías sin detenerse ni bajar hacia su hijo la cabeza.

El niño apartó la vista, avergonzado. No sabía de qué modo miraba a su padre, ni si era el adecuado. Sabía que a veces se le inflamaba el corazón de calor y otras se le encogía de frío. Aquella mañana, mientras la tormenta golpeaba los abedules y el sendero se transformaba en un caudal fangoso, sentía calor. Sucedía pocas veces, pero era una sensación extraordinaria.

—¿Estás asustado por lo que pasó anoche?

Gonzalo meneó su cabeza de orejas de soplillo, con el pelo apelmazado contra la frente. No sabía si todavía estaba asustado, pero esperaba que Laura no volviera a esconderlo en el pozo mientras duraban los gritos y el ruido de cosas rompiéndose en el cobertizo. También esperaba no volver a orinarse en las sábanas. De repente, Elías se detuvo y suspiró muy profundamente. La lluvia resbalaba sobre la superficie oscura de su parche y Gonzalo imaginó que la humedad traspasaba el trozo de tela y llenaba la cuenca vacía del ojo de su padre hasta hacerla rebosar. Entonces era como si su padre llorase, pero en realidad sólo se derramaba.

—Lo que has visto, no lo has visto. Lo que has oído, no lo has oído. Tienes que olvidar muy rápido para poder recordar otras cosas, ¿me entiendes?

Dijo que sí, aunque, por supuesto, no entendió una palabra. Tendría que sumar esa frase a la anterior y pensar en ella antes de que se borrara.

Elías miró a su hijo con recelo, y luego soltó una carcajada seca, como un relámpago.

—No puedo meter esas ideas en tu cabecita todavía. Soy un necio.

Lo único que Gonzalo retenía de la noche anterior era que brotaron las lágrimas en la oscuridad del pozo y que con ellas vino un terrible sentimiento de soledad y el pánico a que su hermana se olvidara de él, no ver aparecer su cabeza en la abertura ni sentir sus brazos tirando de él hacia arriba como las otras veces.

Pero Laura siempre terminaba por aparecer. Quería a su hermana más que a nada ni a nadie, incluso más que a sus juguetes preferidos, más que a su padre y mucho más que a su madre. Más que bañarse por las mañanas, desnudo en el lago, y más que hacer muñecos de nieve en invierno. Quizá su amor por Laura sólo podía compararse a la alegría que experimentaba cuando algunas mañanas abría los ojos con temor, palpaba la sábana y descubría que esta vez no se había orinado en la cama.

Ella le protegía, aunque Gonzalo no comprendía exactamente de qué. Pero cuando empezaban los gritos y los movimientos rápidos y nerviosos de su padre, o cuando el traqueteo de su máquina de escribir en el cobertizo empezaba a tener aquella velocidad de tren, ella aparecía y lo llevaba en brazos al pozo, lo besaba en los labios y le susurraba palabras de calma, prometiéndole que volvería a buscarlo.

Aquella mañana, Laura no se dejó ver. Estuvo en su cuarto encerrada hasta la hora de la comida y cuando su madre le dijo a Gonzalo que subiera a buscarla, el niño la encontró sentada en el suelo, entre el hueco de la cama y la ventana, hecha un ovillo. La luz del mediodía le daba en la mitad del rostro, el otro, cubierto por su pelo revuelto, permanecía en la sombra.

—No me mires así —le ordenó a Gonzalo, y el chiquillo se preguntó desconcertado por qué todo el mundo le censuraba su manera de mirar, qué había de malo en mirar para ver.

—Tienes un bulto en la mejilla. Y arañazos en el cuello.

Laura se cubrió instintivamente. Tenía trece años pero a veces parecía mucho mayor, o a Gonzalo se lo parecía, tan mayor como su madre. Sobre todo cuando se tocaba el pelo de aquel modo nervioso y esquivaba su mirada.

—Me he caído buscando moras.

En esa clase de días, Gonzalo sentía que su hermana era otra persona que él no conocía, y que todos se comportaban de un modo distinto. Su madre era más amable con ella, pero de un modo parecido a cuando venía algún amigo de su padre a casa y le ofrecía unas pastas o un café, y Laura se comportaba con ella de un modo casi ofensivo, cosa que en circunstancias normales le hubiera costado una buena reprimenda por parte de su padre. Sin embargo, él no la miraba; al contrario, procuraba evitarla.

Y algo le decía al chiquillo que no debía retener aquellas imágenes en su memoria.

Lo bueno de las tormentas es la calma que llega a continuación. Eso pensó Vasili Velichko al bajar del coche y observar desde la carretera las montañas verdes y el lago al fondo, reflejando un cielo sin nubes. El goteo tranquilo de la tierra, como el lento deshielo que siempre llega a Siberia, anunciado cuando una mañana cualquiera las estalactitas del barracón empezaban a deshacerse en los tejados, mojando los camastros de madera. La sensación inconmensurable de haber sobrevivido un invierno más en el gulag.

—¿Estás segura de que quieres hacerlo? —Se volvió hacia la portezuela del coche. Anna había asomado la cabeza y apoyaba la barbilla en el antebrazo, fumando con parsimonia. Sus ojos acaparaban todo el entorno con avidez.

—Será una bonita sorpresa —dijo, volviendo al interior y acariciando el rostro dormido de Tania en su regazo. Su hija tenía el estómago revuelto con tanta curva y estaba pálida.

Velichko se puso de nuevo al volante.

—Hace más de veinte años que no le hemos visto. No estoy seguro de que valga la pena, Anna —dijo ajustando el retrovisor interior—. Lo más probable es que ni siquiera nos recuerde.

Anna frunció sus hermosos labios y recostó la cabeza en el asiento, contemplando el cabello pelirrojo de su hija. Era la viva imagen de Martin. El inglés hubiera dado cualquier cosa por presenciar aquel momento, estaba segura.

—Pero lo que importa, Vasili, es que nosotros sí lo recordamos a él.

La noticia de que una hermosa escritora rusa había alquilado una casa en la orilla norte del lago para veranear corrió como la pólvora por el valle. El subinspector Alcázar fue el primero en enterarse y no tardó en hacerle una visita.

—No es muy común que una ciudadana de la URSS nos visite.

Tuvo que hacer grandes esfuerzos para apartar la mirada de su generoso busto y de aquellos ojos de un gris perla que no se sabía si se burlaban de uno, si lo despreciaban, o si lo observaban con un punto irónico. Sin duda, Alcázar no estaba acostumbrado a tratar con mujeres de ese estilo. Anna Ajmátova tenía treinta y cinco años, era natural de Siberia occidental, de profesión escritora y agregada cultural en el consulado soviético, casada civilmente con Martin Balery, inglés, y divorciada un año después, y una hija, Tania Balery Ajmátova, de tres años de edad.

—La fotografía no le hace justicia —dijo Alcázar, devolviéndole el pasaporte—. Es usted mucho más hermosa en persona.

Lo era, sin duda. Cualquier hombre en su sano juicio abrigaría en su corazón la esperanza de enamorarla, o de seducirla. Y eso no tardaría en despertar también la virtuosa cólera de ciertos parroquianos. Las cosas ya no eran como a principios de los cuarenta, pero España seguía teniendo querencia por las cacerías de brujas. Guapa hasta lo ofensivo, soviética, escritora y divorciada con una hija. Era como si alguien le hubiese mandado a Alcázar una bomba envuelta en papel de regalo con un exuberante lazo.

—¿Y usted es? —preguntó, volviéndose hacia el hombre que hasta ahora se había mantenido en un discreto plano. Podría ser el padre de Anna, o su amante.

Vasili Velichko detestaba a los perros al servicio del poder, obviando por higiene mental que él mismo lo había sido durante buena parte de su vida. Incluso en los años de encierro en el gulag, tras ser liberado del campo de prisioneros de guerra en Polonia, se había esforzado en mantener la disciplina y la ortodoxia del Partido entre los reclusos. Pero él era un hombre de convicciones, creía firmemente en su causa, que no era la de los hombres, sino la de las ideas, y eso le diferenciaba con orgullo de hombres como aquel policía que le interpelaba detrás de su mostacho, con aquel ridículo peluquín. Vasili había conocido a muchos así, mercenarios al servicio de sí mismos. Le tendió el pasaporte y esperó con rigidez que le fuese devuelto.

—Es mi hermano, y no habla bien español —lo justificó Anna.

—El apellido no coincide.

—Pero el corazón sí, y eso es lo que cuenta —intervino con sequedad Velichko.

Alcázar intuyó que tendría problemas con aquel tipo. Por suerte, dijo que no pensaba quedarse en la casa. Tenía un negocio que regentar en Barcelona y sólo había venido para asegurarse de que su «hermana» y su «sobrina» estarían bien.

—Disfrute de su verano, señorita. Y espero que sea benévola con lo que escriba de nosotros —dijo el subinspector, dando por concluido el trámite y prometiéndose volver a ver a aquella mujer pronto y en circunstancias menos oficiales.

Antes de marcharse, Vasili Velichko volvió una vez más a la carga, aunque sin convicción tras tantas tentativas fracasadas, para convencer a Anna de que lo que se proponía era una insensatez.

—Hemos venido aquí a empezar de nuevo, Anna. Y tú sólo quieres cavar debajo de los pies. Vuelve conmigo a Barcelona, criemos a Tania y dejemos atrás el pasado, por favor.

Anna miró a su querido Vasili con esa languidez de quien observa un ramo de flores marchitas que una vez fueron vigorosas. El hombre que durante toda su infancia se preocupó por ella seguía encerrado en el gulag, su espíritu al menos, no se daba cuenta de que ya no era una niña y de que lejos de necesitar su protección era ella la que ahora debía cuidar de él. Había conseguido algo insólito: tres pasaportes, una nueva vida y sacar a Velichko de la Unión Soviética, donde hubiera terminado por ser detenido de nuevo y ejecutado por su tozudez contra Krushov y los nuevos dirigentes en la URSS pos-Stalin. Y para lograrlo tenía que pagar el precio acordado.

—No puedo irme. Tengo que cumplir mi parte del trato, Vasili.

Vasili observó a Anna con resignación.

—No es sólo por lo que le prometiste a Ígor Stern a cambio de los pasaportes que estás aquí. Es algo personal, algo que quieres hacer, digas lo que digas, ¿verdad?

Anna Ajmátova se asomó a la ventana de aquella casa que aún no la reconocía como dueña. El paisaje era todavía una nube donde tenía que aposentar los pies.

—Se lo debo a mi madre. Y me lo debo a mí misma.

—Piensa en Tania, Anna. Tu madre es el pasado, como lo es Názino y Elías Gil. Tu hija es el futuro, la esperanza de otra vida distinta.

Anna sonrió. Qué ilusos son los hombres como Vasili. No importa cuántas veces les golpee la vida, siempre pensarán que puede ser distinta, y con ello, mejor.

Laura emitió un gemido al tocarse el costado. Gonzalo se dio cuenta y dejó de perseguirla por el patio con los brazos abiertos como las alas de un avión.

—¿Te duele?

Laura hizo un mohín.

—Muy adentro.

Pensó que no volvería a suceder, nunca más. Después de la última vez, Elías se había puesto de rodillas y le había abrazado las piernas, mojándoselas con sus lágrimas. Le pidió tantas veces perdón que Laura llegó a perder la cuenta, y contra su voluntad, terminó acariciando el cabello entrecano de su padre y llorando con él. Le quería, a pesar de todo, y a medida que iba cumpliendo años y aquello se repetía, se daba cuenta de que no podía impedir que aquel sentimiento creciera. Por eso quería creerle. Y al menos durante unos años, dos al menos, él cumplió su palabra y Laura pensó que todo quedaría atrás, escondido en alguna parte de su mente a la que nunca permitiría llegar a nadie. Pero había vuelto a suceder, y esta vez con una violencia que la había dejado sin capacidad para reaccionar.

Esta vez, Elías no había ido a pedirle perdón, ni le había contado aquellas historias terribles del pasado, como si comprendiera que había ido demasiado lejos y que Laura jamás lo olvidaría. Ahora pasaba las noches encerrado en el cobertizo y cuando su madre trataba de hacerlo salir discutían de un modo atroz. Se pegaban, se insultaban y se destruían. Y su única obsesión era mantener lejos de todo aquello a Gonzalo. Últimamente, había percibido el cambio de actitud de Elías hacia su hermano pequeño. Gonzalo era tan inocente, tan limpio y admiraba tanto a su padre que éste se sentía por efecto sucio y despreciable, y pugnaba con la tentación de hacerle comprender su error, como si odiase la admiración de su hijo, su respeto y su inocencia.

—Sácalo de mi vista —le había advertido en más de una ocasión a Laura, cuando el alcohol empezaba a entorpecerle la lengua y a enturbiar la mirada verdosa de su único ojo.

Laura no pensaba permitir que su hermano sufriera daño alguno. Ella podía soportar muchas cosas, algunas horribles, porque era como su padre, tenía también ese don monstruoso de la indiferencia ante el sufrimiento propio, el desprecio por cualquier posibilidad de felicidad. A los trece años ya comprendía el mundo en el que le tocaba vivir y sus reglas. Pero Gonzalo era como Esperanza, abnegado, callado, silencioso y obediente, incapaz de asumir que aunque intentes ponerte de perfil, la vida no se olvida de que estás ahí y te lo hace saber, a menudo de forma injusta. No estaba preparado para esa lucha por la supervivencia, y no lo estaría jamás. Idolatraba a su padre, y así tenía que continuar. La ignorancia era su mejor defensa.

Fue ella la primera que vio a aquella mujer en la cancela del jardín, antes de que Gonzalo se pegara a su falda y los perros se pusieran a ladrar. La mujer la estaba mirando de modo determinante, muy serio. Luego alzó la cabeza hacia la casa, vio algo que la hizo sonreír y se alejó por el sendero hacia la carretera. Un minuto después, Laura escuchó el sonido del motor de un coche alejándose. Laura retrocedió hasta la casa y miró en la dirección que había mirado la mujer. Su madre, Esperanza, estaba asomada a una de las ventanas superiores y aferraba con fuerza la baranda observando con fijeza el sendero por el que la mujer se alejaba. Laura nunca había visto en ella esa sombra de ira.

Dos minutos después, el viejo Renault de su padre apareció traqueteando tras la puerta del cobertizo. Como un perrillo faldero, Gonzalo salió disparado tras él sin que Laura pudiera retenerle. Su hermano corrió a trompicones tras el coche hasta que agotado se paró a tomar resuello, mientras el tubo de escape del Renault se alejaba dejando tras de sí una humareda espesa.

La juventud sólo humilla la vejez de los que no han vivido suficientes vidas. Y aun así, todos los dolores de la edad se acentuaron en Elías al tener frente a él a Anna. No quedaba ni rastro de la niña que él cargaba en brazos durante las largas jornadas de marcha a través de la estepa y eso significaba que tampoco lo había del joven que se ocupaba entonces de ella. Elías iba perdiendo terreno día tras día.

—Así que eres escritora —dijo, observando la pequeña biblioteca que Anna estaba organizando en la parte baja de la casa, junto al salón—. ¿Y qué clase de escritora eres?

Anna meditó un momento la respuesta, y después le dirigió una mirada sombría:

—De las que escriben.

—¿Y pretendes hacerme creer que has venido aquí sólo para escribir un libro?

—No pretendo hacerte creer nada.

Elías estaba de pie junto a la puerta del jardín. Detrás de él brillaba la hierba y Anna vio pasar fugazmente a Tania persiguiendo mariposas.

—¿Qué quieres? ¿A qué has venido? —le preguntó Elías con hostilidad, tras un prolongado silencio.

Anna experimentó un acceso de cólera que apenas centelleó en sus ojos.

—No te alegras mucho de verme, ¿verdad?

Elías se mantuvo firme frente a la puerta.

—Lo que veo no es lo que recordaba. No soy estúpido, y me doy cuenta del desprecio que sientes hacia mí. Supongo que tantos años con Stern terminaron inoculándote su veneno. Nada de lo que yo pueda alegar en mi defensa va a cambiar tu opinión, así que mejor ahorrar saliva.

—Me gustaría escuchar tu versión de lo que pasó allí. Algo que difiera de la que conozco: un cobarde que mató a mi madre y que me entregó a una jauría de desalmados para salvar la vida.

La casa debía de llevar mucho tiempo cerrada antes de que ella la alquilara. Quedaban algunos viejos muebles de madera de pino cubiertos de polvo y aún eran visibles las densas telarañas en los rincones del techo y en los recovecos de las vigas. Al moverse hacia un lado, el pelo de Elías quedó parcialmente cubierto con esa tela viscosa. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y notó el tacto familiar del medallón de Irina. Sopesó la posibilidad de enseñárselo a Anna. A fin de cuentas le pertenecía a ella.

—Seguro que has leído el informe que Vasili redactó en 1934.

—Lo he leído. Pero no lo he escuchado de tu boca.

Los recuerdos no son pinturas clásicas en marcos barrocos, y tampoco instantáneas que decoran los estantes de un hogar. Los recuerdos son grandes espacios vacíos que a menudo se recorren en silencio. ¿De qué servía la evocación? Su discurso del pasado sonaría tan falso como lo que Stern pudiera haberle contado. Se tiende a creer aquello que se acomoda con más facilidad a nuestro carácter. Y el de Anna era frío y distante.

—No tengo nada que decirte.

Ella encendió uno de sus pitillos dulzones y lanzó el mechero de mala manera sobre una cómoda, expiró una bocanada de humo exasperada y miró con irritación a Elías.

—Había oído que no eres muy locuaz, aunque pensé que un viaje tan largo merecería un poco más de atención por tu parte. Como quieras… En cambio, yo sí tengo algo que decirte.

Abrió un cajón y le lanzó un sobre.

—¿Qué es esto?

—Amigos que te mandan recuerdos. Ábrelo.

Anna salió al jardín de la casa y lo dejó sólo con aquello. Eran fotografías de una docena larga de hombres y mujeres, todos ellos con una fecha escrita detrás, la de su muerte y el lugar donde habían sido capturados: A. S., París 1947, S. M., Lyon 1947, W. B., Toulouse 1948, G. T., Arlés 1948… Madrid, Londres, Marsella, Berlín… 1949, 1950, 1952, 1958, 1962, 1963, 1965… A todos ellos los había delatado Elías, entregándolos personalmente a Ramón Alcázar Suñer. Nada se decía de las otras docenas cuyas vidas había salvado gracias a la información que su amigo le había proporcionado sobre redadas o emboscadas a dirigentes del Partido, de los sindicatos, de asociaciones estudiantiles. Tampoco de la gente que gracias a su influencia había logrado salir de España en la última década con identidad falsa. Todo eso no servía para equilibrar la balanza, y él lo sabía perfectamente. Un clavo no quita otro clavo, eso es una patraña. Todas aquellas muertes de camaradas, agentes de la NKVD, activistas en España o en Francia contra la dictadura de Franco, anarquistas o viejos cenetistas, eran responsabilidad suya. Y también lo eran los policías españoles, los agentes infiltrados que gracias a la información de Ramón la NKVD había neutralizado, creyendo que la información provenía de Elías. Peones blancos y negros prescindibles en una y otra vanguardia con tal de salvaguardar los movimientos de las piezas maestras.

Tardó unos minutos en salir al jardín con el manojo de muertos en la mano. Le quemaban, le gritaban, le insultaban y le mordían los dedos. Anna Ajmátova correteaba inocentemente tras su hija en el prado. Por fin lucía un sol propio del tiempo y los colores saturaban el aire. Una hermosa escena bucólica en un pastoril día de junio.

Al ver a Elías, Anna le dijo a su hija que corriera a jugar sola a la otra parte de la casa. La niña lloró un poco, pero obedeció.

—¿A qué viene esto? —le preguntó Elías, apuntándola con las fotografías que apretujaba en la mano.

Anna escogió cuidadosamente las palabras.

—Creo que ya sabes lo que significa. Desde 1947 colaboras con la policía española de Franco, aunque conservas tus contactos con el Partido y, oficiosamente, sigues trabajando para él… Pero tranquilo, ellos no lo saben, todavía.

Concibió la amenaza para que calara despacio en el entendimiento de Elías. Éste se sentó en un tronco talado a pocos metros y durante un largo intervalo de tiempo permaneció silencioso y cabizbajo. No daba muestras de sentirse derrotado, sino de reordenar la situación y calibrar sus siguientes pasos. Si Anna había esperado desmontar sus nervios, ahora se daba cuenta de su error de cálculo. Pero le quedaba todavía el golpe que tenía que doblarlo y mandarlo al suelo:

—Tu amigo español te ha mentido todos estos años. Has cometido todas esas traiciones para nada; Ígor Stern continúa con vida y te manda saludos.

Elías Gil examinó a la hija de Irina con atención exhaustiva, tratando de discernir si lo que veía en su rostro era desprecio, indiferencia, odio o simplemente cansancio. Ni rastro de aprecio, ni atisbo de afecto o duda. Ella ya le había juzgado y lo encontraba culpable. Tras el impacto de la noticia, Elías sintió un zumbido en el estómago y unas ganas de vomitar que pudo controlar con esfuerzo. Necesitó un minuto para dejar de sudar y recomponer su cuerpo que, de repente, se había desmembrado como si hubiese desaparecido el esqueleto.

—¿Qué es esto? ¿Un chantaje?

Anna Ajmátova negó lentamente:

—Me temo que no va a ser tan sencillo. Quiere verte, mañana.

—Ígor. ¿Está aquí, en Barcelona?

—Nunca se ha alejado mucho de donde quiera que estuvieras. —Anna pensó lo que iba a decir, como si a ella misma le resultara ilógico—: Tiene fijación contigo. Dice que eres el único hombre al que no ha podido vencer.

Elías soltó una carcajada rota, casi un aullido, levantándose de golpe.

—Consiguió mi abrigo, y te consiguió a ti. ¡Qué más quiere ese hijo de la gran puta!

Anna Ajmátova no se dejó impresionar por aquel rapto de ira.

—Te quiere a ti.

Elías se sosegó al ver aparecer a la pequeña pelirroja de grandes ojos. Le recordaba vagamente a alguien.

—Y te lanza contra mí porque sabe que eso es lo que más daño me puede hacer. Y tú, Anna, te prestas a su juego con gusto.

Anna Ajmátova miró a su hija con ternura y recordó la noche de tres años atrás en que la concibió con Martin. Nunca le agradecería bastante a aquel pelirrojo endeble, casi loco, que hubiese arriesgado su vida para ayudarla a escapar de las garras de Ígor en aquel hotel de París, cuando era una adolescente. Aquel pobre mendigo que desvariaba fue capaz de llevarla hasta la estación del Norte y subirla en un tren rumbo a Le Havre. Pero Ígor no tardó en dar con ella. Años más tarde, volvió a encontrar a Martin en Fráncfort. Había rehecho su vida con un diplomático canadiense con quien vivía un romance secreto. Se le veía contento, y de nuevo intentó ayudarla, consiguiendo de su amante un visado que le permitiese viajar a Canadá. Aquella escapada duró un par de años, y Anna pensó que con la ayuda de Martin podría volver a soñar con una existencia normal.

Empezó a trabajar en una tienda de ropa de Ontario, conoció a un chico francófono, tuvieron un romance, que acabó abruptamente una noche, cuando el muchacho no se presentó a una cita para ir al cine y en su lugar apareció Ígor Stern frente a la puerta de su apartamento. Fue durante aquellos dos años en Canadá cuando Martin le contó más cosas de Elías y de su madre, Irina. También hablaba con nostalgia de Claude y de Michael, sobre todo de este último, que siempre fue el gran amor de su vida. Martin odiaba profundamente a Ígor, y Anna era consciente de que ésa era la razón básica por la que se empeñaba en ayudarla. Quería derrotarlo de algún modo, quitarle lo que él consideraba de su propiedad.

Tal vez por eso se avino, hacía ahora tres años, cuando lograron reencontrarse, esta vez en Moscú, a hacer por primera y única vez el amor con una mujer, a la que sacaba casi veinte años de diferencia. Aquella noche, Martin la había convocado en el gran hotel Lenin, estaba de viaje acompañando a su compañero diplomático en una gira por media docena de países. Anna lo encontró más viejo y cansado y Martin le confesó sin dramas que se estaba muriendo. Bebieron mucho, demasiado, y cuando el pelirrojo la acompañó hasta su apartamento en la calle del Bolshói, y Anna lo besó en los labios, no se sorprendió y no se opuso. Se dejó arrastrar por ella con placidez, pero sin curiosidad ni pasión. Y se derramó dentro de ella con una ternura contenida. Martin murió dos meses después cerca de Turkmenistán en un vagón de primera clase del transiberiano, recorriendo de un modo muy distinto aquel paisaje nevado que treinta años atrás se llevó todas sus esperanzas de juventud. Nunca llegó a saber que dejaba una hija, y que con ella era el único capaz de haber derrotado a Ígor Stern.

Sin duda, Anna le debía lo mejor de su vida a Martin, como le debía amor y lealtad a Vasili. Pero lo único que sentía por Elías Gil era lo que sentía por Ígor Stern. Un asco profundo y seco, porque eran dos perros rabiosos que sólo buscaban la destrucción del otro, y para ello no dudaban en valerse de cuantos estaban a su alrededor. No había nada en ellos salvo muerte y destrucción.

—Ojalá pudiera mataros a los dos con la misma bala —dijo.

Ígor aparentaba una lozanía que empezaba a ser quimérica. A sus cincuenta y tres años se empeñaba en lucir un look juvenil, pantalones anchos, camisas ceñidas de cuello ancho y unas gruesas patillas. El color de la piel había adquirido el tono de la miel, y sus formas se habían suavizado hasta el extremo de que aquella elegancia al coger un tenedor o limpiarse la comisura de los labios con el pico de la servilleta parecía heredada y no aprendida. Como si fuera consciente del efecto que causaba en Elías, unió las manos e inclinó la cabeza hacia adelante. Se veía tan seguro de sí mismo y del personaje tras el que se ocultaba que estaba dispuesto a mostrarse paternal con su viejo enemigo.

—Veo que los años no te han tratado como te mereces, Elías —dijo con una sonrisa benévola.

—No me ha ido mal, hasta ahora.

No estaban solos en el salón del hotel. A cierta distancia, tres hombres de Ígor no le quitaban los ojos de encima. Stern se había vuelto respetable, y ésa era la victoria secreta de los proscritos, el verdadero triunfo no era la riqueza, ni la influencia que ahora pudiera tener sobre políticos, militares o policías, sino la respetabilidad, un palco en el Liceo, una habitación en un lujoso hotel de cada capital reservada durante todo el año, la compañía de altos burgueses y de gente de la cultura oficial. Coleccionaba fotografías de actores, músicos, escritores, científicos, aristócratas y clérigos como si coleccionase cabezas disecadas de piezas cobradas en un safari. Sólo de tanto en tanto bajaba ya a la sala de máquinas de su imperio, al mundo del estraperlo, las drogas, la prostitución y el juego ilegal, y cuando lo hacía era a causa de una cierta nostalgia de sus principios.

—¿Pensabas que no me enteraría de que te vendiste a Ramón Alcázar por un precio tan miserable como mi cabeza? —Elías podía notar la cólera de Ígor, aunque éste siguiera con aquella expresión de bodhisattva por encima de las cosas mundanas.

Ígor era un superviviente nato, y eso era algo, dijo, que Elías nunca había sabido valorar. Negociaba con quien hiciera falta, adquiría y rompía compromisos con idéntica facilidad y sus lealtades jamás iban más allá de su interés. Nunca cedía, pero sabía hacer que los demás lo creyeran y se quedasen felices. Ígor trabajaba también para ciertos poderes de la dictadura franquista, importantes empresarios a los que hacía ganar muchísimo dinero, y lo hacía desde mucho antes de que Elías le propusiera aquel trato a su amigo Ramón Alcázar.

—No se lo tengas en cuenta. Él no lo sabía y por lo que respecta a su parte del trato, te aseguro que intentó cumplirla. Si sus superiores en París no me hubiesen puesto sobre alerta, ese amigo tuyo me habría volado la tapa de los sesos. —Su actitud dio un giro brusco, mostrándose imperativo—. Si tanto interés tenías en verme muerto, deberías haberlo intentado tú mismo.

—Las fotos. ¿Qué quieres a cambio de ellas?

Elías sintió el peso plomizo de aquella mirada que se hundía en su rostro, presionándole.

—Recuerdo que antes eras más difícil de convencer.

A Ígor le gustaba aquel juego, era como abrir un armario lleno de disfraces y probárselos uno tras otro. Eso le había enseñado el poder y el dinero, a ser cualquier hombre que las circunstancias requiriesen, y se preguntaba qué papel debía desempeñar ahora. El instinto le decía que por una vez se quitara la máscara y aplastase sin compasión a Elías. Bastaría una sola llamada a Moscú, y antes de veinticuatro horas Gil estaría metido en un baúl rumbo al Kremlin. Pero no debía obviar su propia posición y sus cartas. Él también llevaba muchos años practicando un doble juego del que, estaba convencido, unos y otros estaban al corriente. Lo toleraban porque les era muy útil usarle como ariete o caballo de Troya según sus intereses. Y también empezaban a temerle, lo que no le convenía.

A lo largo de todos aquellos años, Ígor Stern había cuidado mucho las formas, haciendo creer a unos y otros que era un nuevo rico, un estúpido sin seso que sólo soñaba con gastarse el dinero con amantes y zorras de lujo, como un vulgar actorcillo francés de la Costa Azul. Había desempeñado tan bien su papel que para cuando quisieron darse cuenta de la farsa, ya estaba demasiado lejos de sus tentáculos, era demasiado influyente, demasiado rico y tenía en su poder demasiados secretos. ¿Jaque mate? No en aquella partida que nunca se terminaría.

De modo que no había esperado todos aquellos años para entregar a Elías sin más y darles al mismo tiempo la ocasión de quitárselo a él de encima. Había pensado algo mejor, a la altura de la pelea que ambos sostenían desde hacía tanto.

—No hace falta que te explique lo que significaría que lo que sé saliera a la luz, para ti y para tu familia, ¿verdad?

—¿Desde cuándo te gustan las preguntas retóricas?

Ígor dejó silbar una risita, ajustándose innecesariamente la cadena de su reloj.

—Desde que soy un sofisticado bizantino. He leído algunos libros y he conocido a algunas personas en estos años; unos y otras me han enseñado que existe un placer sublime en la elegancia de la violencia con que expresamos lo que sentimos. Un aria no es muy distinta al grito de guerra de cualquier batalla, expresa la misma potencia desesperada y a menudo habla de las mismas cosas: el miedo, el valor, el heroísmo. Pero lo que es bel canto en un escenario es salvajismo en un campo repleto de fango, explosiones y muertos. Eso es ser civilizado, y le reconozco muchas ventajas. Por ejemplo, he aprendido que el verdadero dolor se inflige con una aguja y no con un hacha.

—No sé a dónde quieres ir a parar.

—Al punto exacto en el que estamos. Aquí es donde he querido venir a parar desde el primer día que te vi en ese tren cochambroso y me obligaste a sacarte ese ojo por un absurdo abrigo. Quise ser tu amigo, Elías. Te he respetado tanto como te he despreciado, y me consta que tú sientes algo parecido. Atracción y repulsa, la virtud y la ignominia. Tú quieres lo que yo soy, y tú eres algo de lo que yo quiero. Podríamos haber sido hermanos y nada de esto sería necesario, pero la naturaleza separa a los pares para enfrentarlos, como con los cachorros en las camadas de lobos. Es inevitable que terminen despedazándose. Y una vez más, aquí estamos.

Ígor Stern se puso de pie. Sus guardaespaldas alzaron las orejas como los doberman que eran, pero él les hizo un leve gesto para que se relajaran, no se sentía amenazado.

—Puesto que no podemos ser enemigos, y tampoco amigos, vas a trabajar para mí. Serás mi subordinado, mi esclavo, propiamente. Me entregarás tu virtud, el reconocimiento que tienes de tu familia y de los demás, tus medallas… Me lo darás todo, te arrastrarás en la pocilga, y no lo harás por ideales sino porque yo lo necesito: sólo para hacerme a mí más rico, más poderoso. Y lo harás para que no te quite lo único que te importa: el respeto de la historia, esa memez de inmortalidad a la que los necios como tú aspiráis. He oído que tienes una hija muy guapa. ¿Cuántos años tiene? ¿Trece? También sé que tienes un chico de cinco años. ¿Qué pensará del gran héroe cuando crezca y sepa la verdad?

Elías se había ido acercando hacia la puerta del vestíbulo. Calculó que tenía a los dos guardaespaldas a tiro antes de decidirse a sacar la 45 Colt automática y disparar dos veces seguidas a cada uno.

Todo fue tan rápido que cuando se volvió apuntando con el arma amartillada hacia Ígor éste todavía estaba con la boca abierta.

—Martin tenía razón. Debería haberte matado con mis manos cuando tuve la oportunidad de hacerlo en París.

Metió el cañón en la boca de Ígor Stern y pensó en Irina, en aquellas noches que se amaban en silencio rodeados de extraños. Pensó en las sofocantes caminatas con Anna a cuestas, en la agonía de Claude, en los gritos de Martin mientras era torturado con Michael desangrándose a sus pies. Pero por encima de todo, revivió el dolor de aquella astilla haciéndole estallar el glóbulo ocular, aquel dolor que se había quedado para siempre tatuado en su mente y que le atormentaba como una ola que iba y venía con diferente intensidad, pero que nunca desaparecía. Aquel dolor que a veces le volvía inhumano, una bestia enloquecida capaz de torturar a sus seres queridos, un degenerado que sólo encontraba límites en sí mismo.

Apretó el gatillo y los sesos de Ígor Stern se esparcieron varios metros a la redonda.

Y por fin Elías lanzó un aullido de victoria.