Barcelona, noviembre de 2002
El edificio recién inaugurado era de una blancura nuclear que contrastaba vivamente con los colores terrosos de las fachadas, entre las que aparecía encajado. La arquitectura abierta permitía una vista magnífica de las salas interiores bañadas por el sol. El mobiliario escaso y de una cierta neutralidad invitaba al bienestar. Gonzalo tuvo que reconocer que su excuñado era un arquitecto con estilo. Parecía diseñar espacios diáfanos y ligeros que encajaban con su personalidad elegante y discreta.
Los invitados a la inauguración se habían reunido en una de las terrazas superiores, creada gracias a la desaparición de la crujía que se asomaba a la plaza. Desde aquel espacio amplio y lúdico podía admirarse buena parte del casco antiguo de la ciudad, las altas torres de la catedral y las azoteas de los edificios viejos del Raval. Un pequeño ejército de camareros impolutos se confundía con el blanco de las paredes, esperando la señal del anfitrión para iniciar el desfile de bandejas, canapés y copas de cava. Sonaba una agradable música de fondo; Gonzalo escuchó atentamente y dedujo que era una pieza sacra de Bach. Muy propio de Luis.
Su excuñado había elegido aquella mañana un traje de tono neutro sin corbata, reflejo de una actitud que no caía en la desmesura pese a los encendidos elogios, proporcional al impacto visual que causaban, a la par, el edificio y su creador. Que alguien hubiera decidido bautizar la construcción como edificio Aldo Rossi, el genial arquitecto italiano, era un exceso de orgullo que no podía achacarse a Luis.
—¡Gonzalo, qué sorpresa!
Gonzalo no vio nada anormal en aquella mirada de sincera sorpresa, ni en el modo decidido y amistoso de Luis al estrecharle la mano.
—Leí en el periódico que inaugurabas este edificio y pensé que sería una buena ocasión para acercarme a saludarte.
Su excuñado asintió lentamente pero un ligero matiz de duda asomó en sus ojos, que casi imperceptiblemente se volvieron más indagadores y desconfiados.
—Acabamos de aterrizar. Pasaré la mañana aquí pero a última hora volvemos a Londres. —El plural incluía a una rubia de casi dos metros y cintura de avispa embutida en un elegante vestido perla a juego con los zapatos. Luis la atrajo delicadamente del brazo y se la presentó a Gonzalo. Se llamaba Erika y era la novia inglesa—. Vamos a casarnos en un mes —dijo, y sonó extrañamente, como una coartada.
Gonzalo intercambió unas palabras de cortesía con la chica en inglés, brindaron y ella se retiró discretamente.
—Esperaba que pudiéramos tener una conversación tranquila —aventuró Gonzalo, apartándose a un rincón de la gran terraza.
Luis le sonrió cortésmente y le entregó una copa de cava cazada al vuelo de una bandeja. Su amabilidad debía ser compartida con quien pasaba cerca.
—No es el lugar ni el momento para esa clase de conversación, como puedes ver. Y la verdad es que tengo la agenda un poco apretada.
Gonzalo apuró la copa de cava y buscó un cigarrillo. Estaba viviendo los días más exasperantes y desdichados de su vida, pese a que trataba de mantener la calma. A veces tenía la impresión de estar sumido en una larga y agobiante pesadilla, y esa irrealidad le ayudaba a sobrellevarlo mejor.
—Creo que los dos sabemos que deberías encontrar un hueco en esa agenda tuya. O puede que debas conceder tu tiempo a la policía, Luis.
Su excuñado tuvo el buen gusto de no obsequiarle con una parodia de la incredulidad ni con alguna frase estúpidamente balbuceada. Se limitó a entrecerrar un poco el puño derecho, y no lo hizo de modo amenazante sino como un gesto inevitable. Una advertencia elegante, amistosa. Así hacía él las cosas.
—Supongo que debería decirte lo que siento o pienso ahora.
Gonzalo apuró el pitillo.
—Me interesa poco lo que puedas sentir o pensar ahora mismo, la verdad. Te esperaré dentro de diez minutos en la plaza que hay al otro lado de la manzana. Si no apareces, iré a la policía.
Poco después, ambos estaban sentados frente a frente en un tugurio maloliente, con el ruido de las máquinas tragaperras de fondo. Destacaban como dos manchas extravagantes entre los pequeños delincuentes del barrio que solían encontrarse en aquella barra grasienta.
—No consigo entenderte —dijo finalmente Luis, sin dejar de mirar largamente a Gonzalo. Su expresión amable era ahora oscura, profunda y misteriosa.
—Eso mismo debería decir yo. He visto la cinta, Luis. Estabas allí el día en que me agredió Atxaga, y me robaste el ordenador de Laura. Todo estaba ahí delante, desde el principio. Era tan evidente que no podía verlo. Y no me di cuenta hasta que escuché varias veces el mensaje de Siaka.
Luis sonrió.
—Muy hábil lo de introducir el nombre de Aldo Rossi. Es un chico despierto, y muy inteligente, pero nunca se le habría ocurrido darte esa pista si yo no se la hubiera apuntado. Tenía la leve esperanza de que al obligarle a hacer esa llamada y mencionar al maestro italiano, pudieras atar cabos.
—¿Querías que te encontrase?
Luis se encogió de hombros, como si aquello no fuese con él. Llevaba tiempo preguntándose cómo y cuándo acabarían aquellas desesperadas ansias de escapar de todo, cuánto tardarían los hombres que asesinaron a su hijo y destrozaron su matrimonio en averiguar que fue él, y no Laura, quien torturó y mató a Zinóviev.
—No soy un asesino, después de todo. No tengo el temple necesario. No me compensa el sufrimiento que causo ni el que soporto. Supongo que estoy buscando un modo de acabar con todo.
Gonzalo trató de imaginar por lo que aquel hombre debía de haber pasado desde la muerte de su hijo. Vestido siempre de luto, cuando decidió marcharse a Londres, donde se encerró entre los brazos de aquella guapa novia suya para olvidar a la mujer que había amado. Contemplaba ahora la evidencia tras la fachada de hombre triunfador: se consumía de tristeza, quizá de vergüenza, solo, incapaz ya de reparar el daño causado.
—Cuando Alcázar fue al apartamento de Laura para acusarla del asesinato de Zinóviev, ella ya sabía que fuiste tú. Pero te protegió.
—Se lo dije yo mismo. Quería que viera en qué me había convertido su tozudez, su egoísmo. Quería acusarla de transformarme en un monstruo. La esperé durante horas sentado en el viejo sofá, con las manos ensangrentadas y la pistola de clavos encima de la mesa. Cuando ella entró por la puerta, no necesité explicarle lo que había hecho.
Bajo una luz difusa, fueron reviviéndose en la memoria de Luis aquellas escenas de horror, lo que le dijo a Laura.
—Le dije que iba a entregarme, pero ella me convenció de que no lo hiciera. Su cabeza empezó a pensar con suma rapidez, y decidió que debía marcharme del país, volver a Londres, fingir que no tenía nada que ver con aquello. Podría pasar por un ajuste de cuentas entre mafiosos, eso era algo habitual… Laura sabía cómo funcionan las mentes de los investigadores y de los jueces. Después me di cuenta de que ella, mejor que yo, comprendió que tarde o temprano me iban a atrapar. Si no lo hacía la policía lo haría la Matrioshka. Laura sabía que no podría soportar ir a la cárcel y que nunca sería capaz de enfrentarme a esa gente… Así que me proporcionó la coartada perfecta… Cuando me enteré de su suicidio, supe que nadie vendría a pedirme cuentas. Ella se las llevó todas consigo… Hasta que apareciste tú con tus sospechas, encontraste su ordenador y decidiste pedir que se reabriera el caso.
Gonzalo parpadeó levemente para observar a Luis con una mirada que parecía querer hipnotizarle pero se estrellaba contra la tozuda evidencia de su rostro calmo, sus modales exquisitos, su contención y su apuesta sonrisa. Apenas había convertido su expresión en una delgadísima línea cosida a la pared amarilla del tugurio, adoptando un aire de desamparo del que ni siquiera era consciente. Y ese mismo hombre, amable, educado, sensible, era también este otro que le hablaba como si estuviera en otra parte de asesinatos, torturas, muertos. Probablemente, ni siquiera Luis comprendía las razones por las que había actuado de aquel modo, todo fue muy rápido y cuando cesó el loco impulso que lo desquició, Zinóviev era un amasijo de carne entre sus manos temblorosas. Su mente se cubrió con un velo oscuro e impenetrable a cualquier forma de piedad o de explicación. Sólo pensaba en hacerle daño al asesino de su hijo, en arrancarle cada porción de vida del modo más doloroso posible. No pudo, no supo o no quiso frenar aquella orgía que duró horas. Cada vez que la voz ronca y profunda de Zinóviev gritaba implorando clemencia, algo le ordenaba ser más cruel con él.
—¿Por qué me robaste el ordenador de Laura? ¿Temías que algo pudiera incriminarte?
Luis se alisó el cabello con calma, como si la disciplina y el autocontrol fueran lo único importante en aquel momento crucial.
—Cuando supe que ibas a pedir que se reabriera el caso de Zinóviev y Laura, imaginé que de algún modo te habías hecho con el ordenador. Fue cuestión de seguirte, de esperar. No tenía ninguna intención de entorpecer la investigación, aunque cabía la posibilidad de que acabases descubriendo que Laura no mató a ese hombre. Pero decidí correr el riesgo. Necesitaba saber quién era el cómplice de Zinóviev, el que lo acompañó al lago aquel día que murió mi hijo. Tenía que cerrar ese círculo. Y esa información estaba en el ordenador. Pensé que si seguía enviándote los archivos mantendrías tu palabra de llegar hasta el final con la investigación, pero de repente me di cuenta de que Alcázar y tu suegro te habían convencido para que retrocedieras. Así que decidí pasar a la acción.
—¿Qué vas a hacer con Siaka?
—Todavía no lo he decidido. Necesito tu ayuda, por eso le obligué a dejarte ese mensaje en el contestador… ¿Qué crees que debería hacer?
Gonzalo fue taxativo.
—Mataste a un hombre y has secuestrado a otro. Si matas a Siaka, ellos habrán ganado, Luis. Sin su testimonio directo, todas las pruebas aportadas por Laura serán circunstanciales. Será nuestra palabra contra la suya, y jamás se hará justicia. Tienes que dejarlo libre, devolverme el ordenador y entregarte a la policía.
Luis se acarició el dorso de las manos con cuidado, siguiendo el perfil de sus nudillos y las venas. Sabía que las cosas habían llegado ya a un punto sin retorno. Cabían pocas posibilidades de regresar a Londres con la guapa Erika, casarse y volver a un nuevo proyecto de vida ordenada y feliz. De un modo u otro fracasaría, como había fracasado con Laura. Aquellos años con Roberto fueron una bonita ficción. Bonita e irrepetible.
Ya no volvería a sentir nada, absolutamente. Se había dado cuenta mientras torturaba a Siaka. No fue como con Zinóviev, brutal, tosco e impulsivo. Se había vuelto más refinado, había encontrado el gusto por el juego, la finta, la esperanza y la desesperanza, insuflarle terror y al instante siguiente permitirle algo parecido a la piedad. Y con todo, lo que le había hecho comprender su verdadera naturaleza, era la ausencia de excusas. Por fin se había liberado; no hacía aquello en venganza por la muerte de Roberto ni de Laura, al menos no más allá de ese primer impulso que era como una frágil carcasa. Lo hacía por él mismo, y si bien podía asegurar que no disfrutaba infligiéndole dolor a aquel muchacho, tampoco experimentaba el más leve remordimiento. Simplemente necesitaba esa suerte de justicia y de orden universal, donde las cosas tienen su contrapunto.
Negó con la cabeza.
—Si hago lo que me pides, uno de los asesinos de mi hijo quedará libre. Llegará a un acuerdo con el juez, le darán otra identidad, dejarán que se marche… Y yo tendré que ir a la cárcel, porque se sabrá que fui yo quien mató a Zinóviev.
—Es posible —asumió Gonzalo.
—Y todo esto, ¿para qué? ¿Crees realmente que valdrá la pena? ¿Se cumplirá el deseo de tu hermana de ver a la Matrioshka disuelta, Alcázar y tu suegro pagarán por sus tejemanejes de estos años? ¿O quedarán todos impunes?
—Con las pruebas del ordenador de Laura y el testimonio de Siaka, ninguno de ellos quedará impune, te lo garantizo.
—Y aunque todos ellos pagaran su deuda, ¿no saldrían mil Matrioshkas más? ¿No era contra la maldad por lo que luchaba Laura? ¿Con el ánimo absurdo de vencerla? Lo que Laura nunca comprendió es que no puede vencerse a lo que vive en cada uno de nosotros. Y resulta que la maldad está en lo más profundo de nuestra naturaleza, ¿no te parece? Ella murió por nada, como mi hijo, y tú me pides que yo me arroje al altar de los sacrificios para nada. No cambiarán las cosas, nunca.
¿Qué era lo que decía su padre? ¿Aquella frase muda que Gonzalo tenía que recordar en sueños para salvar a Laura, y que siempre afloraba a sus labios demasiado tarde?
—La primera gota que cae es la que empieza a romper la piedra.
Luis lo miró de soslayo.
—Una idea un poco genérica. Tal vez apropiada para los pacientes, pero ni tú ni yo tenemos toda la eternidad para ver desmoronarse el edificio.
—Era una frase que decía mi padre. Cada uno elige las batallas en las que luchar y vencer, Luis.
Luis carraspeó, se puso en pie y pidió la cuenta.
—¿Y qué batalla has elegido librar tú?
Gonzalo se quedó pensativo. Pensó en aquel sueño tan vívido, repetido machaconamente a lo largo de su vida.
—La misma que mi hermana…
—¿Y entonces?
—Puedo ayudarte, Luis. Necesitas un buen abogado. Podríamos encontrar muchos atenuantes, pero tienes que acabar con esto. He venido a acompañarte a la policía. Si no lo haces voluntariamente, te denunciaré y vendrán a buscarte.
Luis le dijo al camarero que se quedase con la generosa propina. Sonreía plácidamente, como siempre, seguro de sí mismo, sin ser una amenaza para nadie.
—Es una pena oírte decir eso, Gonzalo. Verás, yo tengo otro modo de ver las cosas, te he escuchado, y aunque entiendo tus razones, no son las mías. Por otra parte, creo que has cometido un grave error de cálculo: no me conoces apenas, y te has presentado aquí amenazándome; y eso es algo que no puedo permitir. En realidad, hay otra razón por la que dejé que ese negro te mandara el mensaje.
La mayor parte del tiempo, Siaka permanecía en una especie de estado sonámbulo, como un feto flotando en formol, fuera de la realidad que suponía aquella inmensa habitación que tan pronto era una sala de torturas como se transformaba en una estancia desde la que contemplar el mar y dejarse llevar por la melancolía. Al despertar, el joven advirtió que Luis le había arrancado la ropa, rociándole luego con agua. Estaba tiritando y el frío le calaba hasta los huesos. Se dejó resbalar hasta quedar en el suelo con la espalda apoyada en la pared y la cabeza inclinada hacia arriba.
Debía de tener la nariz rota y en esa postura le resultaba algo más sencillo respirar. Se palpó los pómulos hinchados como pelotas de tenis, mordiéndose los labios para no gritar de dolor. Compadecerse de sí mismo era una pérdida de tiempo y de energías. Y las necesitaba todas para sobrevivir. Desde que recibió el primer golpe no existía posibilidad alguna de volver atrás; sus opciones de salir de allí con vida, tal y como lo veía, se limitaban a dos: o Siaka terminaba con Luis o aquel demente acabaría con él. Y esa idea, hallar el modo de cogerle con la guardia baja, lo obsesionaba como un cincel y un martillo: ideaba planes locos, los deshacía y volvía a idearlos. Sólo tendría una oportunidad.
Entretanto, tenía que resistir, y para ello la sumisión no era una opción válida. Conocía ya la manera de actuar y de pensar de Luis, y sabía que en el momento que suplicara por su vida estaría muerto. Eso fue lo que hizo con Zinóviev, torturarlo, masacrarlo hasta que éste le suplicó que terminara el tormento. Sólo entonces lo dejó morir, y pudo sentirse magnánimo. Perdonarle y ejecutarle. Pero Siaka no pensaba morir, y por tanto no pensaba rogar. Lo único que tenía que hacer era dejar la mente en blanco, narcotizarse con el dolor y no ceder a las debilidades que Luis ponía a su alcance: aquellas historias de vacaciones con Laura, recuerdos de Roberto para ablandarle, para forzar sus lágrimas y que emergieran aquellas palabras: perdóname.
No, debía envolverse en el dolor, como aprendió a hacer de niño cuando lo secuestraron y lo entrenaron en la milicia o del mismo modo que podía soportar las violaciones de Zinóviev y sus macabros números para clientes degenerados y ricos. Sólo así había salido adelante, dejando de pensar. Y sólo así podría salir de ésta.
Oyó la cerradura tras la puerta y su cuerpo se preparó para otra sesión de baile.
Luis apareció en el umbral y lanzó una mirada rápida alrededor. Luego se concentró brevemente en Siaka y le sonrió amistosamente.
—Alguien quiere saludarte.
Se volvió hacia la puerta y empujó a Gonzalo hacia dentro.
Gonzalo penetró en la habitación con cautela. El corazón se le encogió al ver el abultamiento en que se había convertido Siaka. Se volvió hacia Luis y lo miró con desprecio.
—¿Cómo has podido hacerle eso a alguien?
Luis observó atentamente a Siaka, como si lo viera por primera vez, y asintió.
—No tengo mucho tiempo, Gonzalo. Y necesito estar seguro de tu lealtad.
Caminó hasta Siaka, sacó una pistola y le apuntó a la cabeza.
—Este cabrón traicionó a tu hermana, ella confió en él, y no dudó en utilizar esa confianza para secuestrar a mi hijo y entregárselo a su asesino. Y tú te preocupas por él. ¿Qué clase de hermano eres tú?
Gonzalo se alarmó.
—¿Qué vas a hacer?
Siaka se puso en pie lentamente, mirando fijamente el cañón de la pistola. Incomprensiblemente, remontó la mirada hasta el rostro de Luis y lo desafió.
—El abogado tiene razón. Si me matas, la Matrioshka gana. Pero creo que eso, pese a toda tu palabrería sobre lo mucho que querías a Laura y a tu hijo, te trae sin cuidado. Así que si vas a matarme, hazlo ya, pero no esperes que me ponga de rodillas.
El dedo de Luis se tensó sobre el gatillo, lentamente el martillo retrocedió.
—Luis, no lo hagas…
—No lo haré, a menos que tú me digas que lo haga.
—¿Estás loco? Yo no voy a decirte que mates a un hombre.
El martillo percutió el vacío, como un chasquido decepcionado. No hubo disparo ni proyectil. Luis golpeó con la culata la cara de Siaka y se volvió con rabia hacia Gonzalo, apuntándole.
—La próxima vez, habrá una bala. Volveré a hacerte la pregunta. Y si tú la rechazas, se lo preguntaré a él y te apuntaré a ti. Y repetiré la alternancia hasta que uno decida que el otro muera.
Gonzalo miró a aquel hombre que ahora era un desconocido con una expresión de horror estupefacto.
—¿Por qué haces esto?
Luis sonrió con malicia y se encogió de hombros.
—Una vez, tu hermana me habló de cierta mujer y de su hija, que vuestro padre conoció cuando era joven. Seguro que sabes de quién te hablo. Alguien empujó a tu padre a una dicotomía irresoluble: el héroe y sus virtudes contra el hombre y sus necesidades. Venció el monstruo, tu padre tomó su elección: vivir… Yo también he elegido la batalla en la que quiero luchar, y lo hago a mi manera. He visto cómo me mirabas en el bar: tú eres el abogado virtuoso, el buen hijo de Elías Gil, y yo soy un enfermo cruel y sádico. Tu causa es la buena, la mía es la mala… ¡Me asquea tu escala del mundo, abogado! Y pienso demostrarte que tú no eres mejor que yo. Ni mejor de lo que fue tu padre. Antes de cuarenta y ocho horas me pedirás que dispare a Siaka o él me pedirá que te dispare a ti.
A Miranda le encantaba bailar al son de Compay Segundo y sus Muchachos. Había algo en esa música que le traspasaba la piel y la alejaba de las preocupaciones. Al menos, mientras no se encendieran las luces de la sala podía danzar, cerrar los ojos y soñar que seguía siendo una muchacha agarrada a su madre entre los tenderos de su vieja casa en La Habana, girando sobre sí misma entre las sábanas desgastadas de algodón, con el olor de la yuca y el jabón de piedra impregnándolo todo.
En ese estado de felicidad quebradiza se encontraba cuando salió de la sala de baile, sudorosa, cansada pero con la ligereza todavía hormigueando en los talones. Se apoyó en el capó de un coche en el aparcamiento para aliviarse los dedos. Ya no tenía veinte años y los zapatos tan apretados de tacón fino la martirizaban. Luego buscó en el bolsito de lentejuelas baratas la cajetilla de pitillos.
—¿Quieres fuego?
Oyó esa voz acariciándole el vello de la nuca y sintió ganas de echarse a llorar. Lentamente, sus ojos buscaron ayuda. Estaba sola en el aparcamiento, y las luces de la sala de fiestas eran como un faro inalcanzable para un náufrago. Sabía que aunque gritase, nadie podría acudir en su ayuda a tiempo.
Floren Atxaga también lo sabía, pero por si acaso decidió no correr riesgos. No era cosa de que algún entrometido echase al traste sus planes. Con la mano derecha agarró del cuero cabelludo a Miranda y tiró hacia atrás. Con la mano izquierda le vertió en la cara la botella de ácido.
El tipo era alto y guapo, parecía fabricado en una de esas agencias de publicidad. Alcázar lo recordaba bien.
—Qué casualidad, Luis.
Se acababan de tropezar en el vestíbulo del despacho de Gonzalo. En un primer instante, el exmarido de Laura no le reconoció, o eso hizo creer. Pero enseguida pareció recordar y le estrechó con franqueza la mano, añadiendo de regalo una sonrisa amplia y refrescante.
—Hola, inspector.
Alcázar sintió una punzada de envidia ante aquel cuerpo fibroso y bronceado. Luis era de una especie que no parecía humana. Ni un gramo de grasa, ni una impureza en la piel, ni un cabello fuera de su sitio. Era para deprimirse. Como una pequeña muestra de autocomplacencia, el exinspector no le sacó de su error. Al menos, eso le daba cierta preponderancia.
—¿Qué te trae por aquí?
Luis no tuvo inconveniente en responder con rapidez sospechosa que estaba de paso en Barcelona y que había pasado a saludar a Gonzalo. Por desgracia, su ayudante le había dicho que no estaba allí.
Eso era un inconveniente, pensó Alcázar. Se despidió de Luis y se acercó a la mesa de Luisa. No necesitaba presentarse, él y la ayudante de Gil ya se conocían y no se caían demasiado bien.
—¿Qué quería?
Luisa miró hacia el pasillo por el que se alejaba Luis.
—¿Ese tío buenorro? Que me acueste con él, pero le he dado calabazas.
—Muy graciosa… ¿Qué quería?
Luisa le lanzó una mirada astuta. Quizá comparaba su aspecto regordete, la piel arrugada, el respirar lento de los búfalos con el equilibrio perfecto de aquella naturaleza felina que había dejado en el aire su rastro de colonia.
—Eso es secreto de cliente a abogado.
Alcázar dejó caer las manos en el escritorio de Luisa como si acabase de tirarle un pescado muerto.
—No tengo tiempo para memeces, guapa. ¿Dónde está tu jefe?
—No está aquí.
Alcázar encogió el labio y su mostacho se levantó mostrando un colmillo sucio.
—¿Cuánto hace que no pasa por aquí?
—Un par de días.
—¿Te ha llamado o has sabido algo de él?
La mirada grave de Alcázar empezaba a alarmar a Luisa, que se dejó de bromas.
—No, y la verdad es que no suele desaparecer sin dejar noticia. Al menos me llama para avisar de que no vendrá o que llegará tarde… ¿Ocurre algo?
Con más brusquedad de la necesaria, Alcázar pasó por delante de la mesa de Luisa y entró en el despacho de Gonzalo sin atender a las protestas de la ayudante.
—Ya le he dicho que no está aquí.
El despacho estaba vacío, efectivamente. Pero flotaba algo en el aire que los filamentos del mostacho de Alcázar captaron.
—Él ha estado aquí —enfatizó el pronombre.
—¿Se refiere al guaperas?
Alcázar asintió. El olor de la colonia de Luis lo impregnaba todo.
—Sólo me despisté un momento —se azoró Luisa—, fui al baño y cuando volví lo encontré aquí. Estaba sentado en la silla de Gonzalo, se disculpó amablemente, dijo que la puerta estaba abierta, que esperaba poder hablar con él… Tuve una sensación extraña…
—¿Qué sensación?
Luisa hizo un gesto con la mano, como si espantase una idea absurda.
—Nada importante, pero tuve la impresión de que había estado fisgoneando. Gonzalo tiene una forma muy peculiar de ordenar los papeles, y al entrar los vi ligeramente movidos.
Alcázar anotó mentalmente que tal vez debería tener alguna conversación con el ex de Laura. Pero no era ésa la razón por la que ahora estaban allí.
—Gonzalo no está en su apartamento, y tampoco ha pasado por el hospital a ver a su hijo. Lola dice que no lo ha visto desde hace dos días.
Luisa asintió, luego torció el gesto pensativa.
—No es asunto mío, pero tiene una amiga, Tania.
Alcázar tensó la mandíbula. Ya lo había comprobado, ni en el Flight, ni en la librería de Anna o en el estudio de Tania lo habían visto.
—Creo que es importante que lo sepas. Floren Atxaga ha atacado esta noche a su exmujer. Le ha destrozado la cara con ácido a la salida de una discoteca. —Luisa puso cara de consternación, pero Alcázar no le permitió decir nada—. Ella se recuperará, aunque no su rostro. Antes de marcharse, Atxaga le dejó un recado para Gonzalo. Dijo que a él no iba a desfigurarlo, si no a terminar lo que empezó en el aparcamiento. Es poco probable, pero podría venir aquí; por si acaso, he puesto a un hombre armado en el vestíbulo, y tendrás que estar atenta… Deja de temblar… ¿Me estás escuchando?
—¿Cree que ese hijo de puta tiene a Gonzalo?
Alcázar lo descartó, al menos de momento.
—Su amenaza es de anoche, y parece que Gonzalo desapareció hace un par de días. ¿Crees que podrás reconocer a Atxaga si aparece? Puedo hacer que te envíen por fax su fotografía.
Luisa negó rotundamente.
—Lo reconocería inmediatamente. Lo he visto unas cuantas veces en la cinta de la agresión. —Sorprendida por la rapidez de su lengua, se sintió insegura y arrepentida de lo que acababa de decir.
Alcázar la miró con intención penetrante.
—¿Por qué razón has visto esa cinta tantas veces?
Luisa trató de eludir el cerco de esa mirada, pero Alcázar no la dejó escurrirse. La presionó hasta que le contó la verdad.
—Gonzalo me pidió que le consiguiera discretamente una copia. Estaba obsesionado con el ordenador de su hermana y pensaba que en esa cinta estaba la clave.
—Ahí no hay nada, yo mismo la he repasado minuciosamente.
—Puede, pero creo que Gonzalo ha encontrado algo… La última vez que vio esa cinta fue precisamente hace dos días, aquí, en su despacho.
—¿Dónde la guarda?
—En la caja fuerte.
—¿Sabes la combinación?
Luisa asintió. Gonzalo no tenía buena memoria para las series numéricas: apenas recordaba su número de teléfono o el del documento de identidad, así que había recurrido a una fecha fácil de recordar:
—23.06.1967.
Alcázar meneó la cabeza con resignación. La fecha en la que Elías Gil desapareció en el lago.
Aplicó la serie numérica en el contador digital. Abrió la portezuela y encontró algunos documentos, contratos, pero ninguna grabación.
—Estaba aquí, yo misma le vi guardarla.
—¿Y quién ha entrado aquí desde entonces?
Luisa se quedó pensativa. El aroma de la colonia de Luis ya empezaba a diseminarse, entremezclado con el olor a tabaco de la ropa del exinspector.
El portero puso algunos peros y de modo educado le pidió que volviera a mostrarle la credencial de policía que Alcázar le había enseñado demasiado deprisa.
—Dame la llave de una vez si no quieres que te meta un paquete —replicó el exinspector con una contundencia estudiada para vencer reticencias.
El portero se amilanó, entregándole la copia de seguridad del apartamento.
Todo estaba en silencio, y era como si siempre hubiera de permanecer así. Lo dicho en aquellas estancias, lo ocurrido entre aquellas paredes se esfumaba para los ojos y los oídos extraños.
Gonzalo era una persona metódica, se diría que aséptica. Cada cosa ocupaba su lugar y no había nada superfluo. En realidad allí se respiraba el orden precario de algo a medio hacer. No se mostraban muchos recuerdos personales, apenas algunos libros, pocas fotografías y los muebles aparecían aislados, a la espera de una cobertura más acogedora. Podía tratarse del zulo de un fugitivo, de un piso franco o de un despacho poco visitado. Todos esos espacios respiraban idéntica vocación de paso. Un cuadro inacabado, apenas trazados los primeros esbozos de ¿una nueva vida? ¿Pensaba trasladarse allí definitivamente? ¿Lo pensaba hacer solo o con Tania? Habían pasado algo más de seis meses desde la muerte de Laura, un tiempo en el que Alcázar había podido comprobar cuánto se parecía Gonzalo a ella a pesar de ser en apariencia tan diferentes.
Se dijo que le habría sido fácil entenderse con Gonzalo en otras circunstancias, mucho más de lo que le había resultado con el carácter iracundo y combativo de Laura. Y sin embargo, ambos eran hijos de Elías Gil, de eso no cabía duda. Puede que Gonzalo tuviera una apariencia más sosegada y propicia, como su madre, pero debajo de esa pátina se adivinaba a un Gil. El viejo Cíclope podría sentirse orgulloso de su vástago. Tan tozudo como él. Si algo odiaba el abogado era que trataran de manipularlo o atraparlo, y tanto Alcázar como Agustín González habían caído en el error de subestimarlo.
Tal vez, a juzgar por lo que el exinspector acababa de descubrir al repasar la grabación del día que agredieron a Gonzalo, ese error de cálculo podía costarles muy caro. No quedaban dudas de que Luis fue quien robó el ordenador. ¿Con qué finalidad? La respuesta estaba ahí, parpadeando en el contestador automático de Gonzalo. Quería a Siaka. Gonzalo debió de descubrir la presencia de su excuñado en la cinta después de escuchar el mensaje. Y si Luis había robado la cinta de su despacho aquella misma mañana, casi en sus narices (y eso enfurecía a Alcázar), fue gracias a que tenía la combinación de la caja fuerte. Cómo la había obtenido parecía lógico: Gonzalo se la había dado, y mucho se equivocaba o el abogado no lo había hecho voluntariamente. Tenían un acuerdo y Alcázar estaba convencido de que Gonzalo no iba a romperlo a menos que se viera forzado. La protección y la inmunidad de Javier a cambio de Siaka, del ordenador y de olvidarse de la Matrioshka.
Sin embargo, la aparición de Luis era una variable que cambiaba toda la ecuación. Su actitud resultaba desconcertante. Por un lado robaba el ordenador y secuestraba a Siaka, con lo cual invalidaba cualquier investigación sobre la Matrioshka. Pero por otro, no dudaba en enviar informes al fiscal y en hacerle saber a Gonzalo que tenía al testigo de Laura en su poder.
Gonzalo estaba en lo cierto. Laura no pudo matar a Zinóviev, y ahora el abogado ya tenía pruebas de ello. Era tan testarudo que posiblemente había intentado convencer a Luis de que se entregara. Podía imaginárselo y casi le entraba la risa. Ese hombre nunca había sabido en qué mundo vivía, era un maldito idealista: habría apelado al sentido de la lealtad de Luis, a la memoria de Laura, a mil triquiñuelas sentimentales.
Pero Luis había sufrido la muerte de su hijo, y contra eso no había embustes ni marrullerías que sirvieran. Aquel tipo elegante iba a hacer saltar la banca por los aires, y no sabía de qué modo.
Podía sentarse y esperar. Los acontecimientos jugaban a su favor, y eso es lo que le habría aconsejado Agustín González sin dudar. Dejarlos que se destrozasen y pasar luego con el recogedor. ¿Qué importaba si Luis terminaba asesinando a Siaka y a Gonzalo? Eso les beneficiaba y satisfacía los intereses de la Matrioshka. No tendría más que esperar, y luego hacer que alguien diera caza discretamente a Luis dentro de unos meses, cuando todo se hubiese calmado. Un fatal accidente que nadie pudiera asociar a las muertes de Siaka y Gonzalo.
Entonces, ¿por qué descolgó el número de Anna Ajmátova y le dijo que tenían que hablar?
—Dentro de treinta minutos, en la librería —fue la seca respuesta.
Alcázar se quedó con el teléfono en la mano unos segundos, renegando con la cabeza. Pensó en Cecilia, cuando tenía que limpiarla después de ir al baño porque ya no podía valerse por sí misma. «A veces me sorprende la ternura que encierras», le dijo ella en una ocasión. Alcázar recordaba sus propias manos manchadas de heces, el fuerte olor de las tripas de su esposa deshaciéndose lentamente, la repulsión que tenía que reprimir cada vez que la llevaba al baño, y el amor que sentía por ella cuando la veía sufrir para evacuar una miseria. Todos los hombres caben dentro del mismo hombre, eso era cierto. Como ese juego de muñecas que tanto le gustaba a Laura. La cuestión era si uno tenía la paciencia necesaria y el valor de llegar hasta la última de sus posibilidades. Pensó en ese Cayo de Miami que enseñaba el tríptico que siempre llevaba encima y sonrió: después de todo, la humedad del mar siempre le había sentado mal a sus huesos. Y los yanquis nunca le cayeron demasiado bien.
Anna Ajmátova escuchó las explicaciones de Alcázar sin inmutarse. De fondo sonaba música de réquiem a un volumen muy bajo. Anna había colgado un cartel de cerrado en la puerta antes de llevar a Alcázar a la trastienda.
El exinspector no había estado nunca allí. El espacio se dividía a medias entre almacén con cajas de libros y vivienda. Anna se había sentado en una mecedora con un cojín de punto y una mantilla de encajes en el respaldo. El cuadro de la anciana apacible habría resultado por entero creíble si no hubiese sacado un Davidoff y lo hubiese encendido con una cerilla, como si se tratara de una camionera. Aquellos cigarrillos tenían un fuerte olor dulzón.
—¿Por qué has venido a contarme todo esto?
Anna Ajmátova sentía un frágil afecto por Alcázar. Treinta y cuatro años atrás, cuando todavía era posible pensar que había escapado para siempre de Ígor, el inspector la había ayudado. Pero a lo largo de los años, Alcázar se había cobrado ese favor con creces. Era uno de tantos hombres que malogran su vida por culpa de una ambición desmedida, que se desvirtúan a causa de la alta consideración que tienen de sus propias flaquezas, que exhiben como cicatrices de guerra. Pero bajo su cinismo aparente y su codicia indisimulada, tras su aparente ausencia de escrúpulos de la que hacía gala, subyacía un sentimiento sincero, al menos, una afirmación en la lejanía del hombre que podría haber llegado a ser. Aquella tarde, el hombre que tenía delante libraba la última lucha entre sus dos partes irreconciliables, y por alguna razón que sólo a él atañía, la había elegido a ella como campo de batalla.
—Creo que ya sé dónde está Siaka y quién tiene el ordenador de Laura.
Anna Ajmátova alzó la barbilla y lo observó con altivez.
—Entonces, ya sabes lo que tienes que hacer.
Alcázar asintió, sin escucharla en realidad, sumido en el desarrollo de su propio pensamiento.
—No es tan sencillo. Sospecho que el hijo de Elías lo ha averiguado antes. El muy estúpido ha intentado actuar por su cuenta y me huelo que está con ese chico.
—Pues encárgate de él también —dijo Anna, sin mostrar la mínima duda.
—¿Y qué hay de tu hija? ¿No te importa lo que ella sienta por ese hombre?
Anna Ajmátova alisó una manga de su camisa de color carmesí. Un hilo casi invisible se había descolgado de un botón del puño. Lo rodeó con el meñique y lo arrancó con un tirón seco.
—Los sentimientos de mi hija no son asunto tuyo. Deberías preocuparte por tu propia suerte: si ese joven negro llega a declarar en un juicio, tú y Agustín González seréis los que más perdáis en este asunto. Es a vosotros a quien primero interesa que desaparezca.
Alcázar se acercó a un estante y acarició el lomo de un libro distraídamente.
—¿Cuántos años tiene? ¿Ochenta, noventa?
—No sé de qué me hablas.
—Es él, ¿verdad? Ígor sigue dominando tu destino. Le temes, le odias, pero al mismo tiempo te has convertido en su viva imagen. Él decide quién muere y quién vive. Fue él quien decidió el secuestro de Roberto, quien ordenó la ejecución y que arrojaran su cuerpo en el mismo lago donde todo ocurrió; él tramó su venganza contra Laura, y ahora le ha llegado el turno a Gonzalo. Y supongo que después vendrán sus hijos y su esposa. En el fondo, ese proyecto de ACASA es sólo una forma más de vengarse, de arrebatarle a Elías Gil lo último que le queda, esa absurda casa con una tumba vacía, hundirla y demolerla, sepultarla bajo toneladas de tierra sobre las que él, Ígor Stern, dará un último paseo triunfal y podrá escupirle al fantasma de Gil que, al final, él es quien ha vencido. Sigue vivo, ¿no es así? Él es la Matrioshka.
—Ten cuidado con lo que dices, Alcázar.
Pero el exinspector no se contuvo. Llevaba demasiado tiempo dándole vueltas a una misma idea.
—Me utilizaste aquella noche, sólo que yo era demasiado joven y arrogante para darme cuenta. Cuando te encontré en el lago con la camisa manchada de sangre de Elías, todavía no comprendía que los dos estabais atrapados por el mismo dilema: el amor y el odio mutuos. Elías compartía el mismo credo que tú: no importan las reglas, ni la verdad o la mentira, no importa la moral, el bien o el mal, todo eso no son más que dogmas que es necesario superar para alcanzar una cierta paz. Tú sabías desde el principio que era un agente doble, que colaboraba con mi padre. Y que Ígor Stern continuaba con vida porque mi padre había incumplido su parte del acuerdo con Gil. De modo que la traición a sus camaradas no había servido para nada. Fuiste al lago para decírselo, Ígor Stern te utilizó para enfrentar a Elías con esa verdad terrible. Ibas a denunciarle ante los suyos, a terminar con el mito del héroe. Stern quería ver cómo se desmoronaba. Pero no imaginaste el efecto que tu revelación tendría.
»Siempre pensé que entre mi padre y Gil había algo de lo que yo quedaba excluido, una amistad que nunca entendí y que pese a los riesgos que comportaba para él ser amigo de un comunista mi padre se empeñó en mantener. Nunca supe por qué le protegía. Tal vez porque la amistad vale más que las banderas. Pero eso sería poesía, y mi padre nunca tuvo pensamientos de poeta.
»No podías imaginar que el eco de tus palabras acabaría resonando, treinta y cuatro años después, en los oídos de tu hija. Y que la onda expansiva se nos llevaría por delante también a nosotros. Los hombres astutos nunca imponen su voluntad. Hacen creer a los demás que actúan motu proprio. El esclavo más fiel es aquel que se siente libre. Lo he pensado mucho y me sorprende no haberme dado cuenta antes: Ígor está detrás de todos nosotros, nos manipula como a marionetas haciéndonos creer que somos dueños de nuestras decisiones. Han pasado muchos años, tantos que parece increíble que todavía siga librando su guerra con Elías, y en esa guerra todos nosotros somos peones y piezas prescindibles.
—¡Estás completamente loco!
—No hay nadie a quien respete…, excepto a ti. Tú eres la prueba viviente de su victoria. Pero ahora, tú también tienes miedo de él. No por ti, sino por tu hija Tania. Él nunca la ha querido, la siente como algo ajeno. Es a través de ella que te controla, ¿verdad? La espada de Damocles que pende sobre la cabeza de Tania te convierte en su títere. Tú lo sabes, sabes que no dudará en quitártela, si con ello puede dañar a los Gil.
—No sé de qué me hablas —dijo Anna Ajmátova.
—Lo sabes perfectamente, Anna. Y no deja de ser absurda esta historia de viejos rencores, sustentados por otros tantos viejos: tú, Esperanza, yo, Velichko… Ígor Stern. Nuestro tiempo ha pasado, pero nos negamos a soltar la tabla del odio porque nos ahogaremos, aunque para mantenernos a flote debamos hundir a los que sólo heredaron nuestro veneno.
Se sentó muy cerca de Anna y le acarició la mejilla.
—Es hora de levar anclas, Anna. Tienes que hablar con él. Todo esto se tiene que acabar.
Anna Ajmátova observó a Alcázar con un brillo hilarante. Después de un largo silencio, movió la cabeza con resignación.
—No sabes lo que pides. En serio, no tienes ni la más remota idea.