25

Berlín, abril de 1945

—Comandante, una fotografía para la posteridad.

Elías Gil y el comandante de la 4.ª compañía se dispusieron a posar con el uniforme de campaña de las Fuerzas de Seguridad Interior. Elías acababa de ser ascendido a comandante de la NKVD y condecorado con la orden de la Estrella Roja y con la medalla a la toma de Berlín. El Partido Comunista lo elevaba oficialmente a la categoría de héroe. Enrique Líster y la misma Dolores Ibárruri, que había perdido a su hijo Rubén Ruiz en Stalingrado, habían enviado telegramas de felicitación, y Beria dejó caer que aquel nombramiento, poco usual para un ciudadano no soviético, había sido sugerido por el mismísimo Stalin, quien estaba al corriente de sus peripecias en Leningrado, Moscú, Stalingrado, Varsovia y, por fin, Berlín. Propaganda, falsedades, probablemente. ¿Y qué importaba? Sólo quería acabar con aquella pantomima. De modo que debía poner buena cara ante los periodistas del ejército, sonreír y sostener con firmeza la bandera nazi que un propagandista le tendió medio quemada y teñida de sangre.

—Éste es un gran triunfo de todos los comunistas españoles, camarada.

Celestino Alonso era el comisario político de la 4.ª Compañía, formada en su origen por combatientes españoles bajo el mando militar del comandante Pérez Galarza. Desde el principio de la contienda habían perdido a más de tres tercios de la compañía. De modo que ese triunfo al que aludía el emocionado comisario sólo podía ser compartido por los muertos. Los últimos de sus camaradas habían caído a sólo 400 metros del Reichstag y sus cuerpos todavía flotaban en el río Spree, abatidos por los últimos francotiradores de las SS que defendían el centro de Berlín. Para honrarlos, un joven oficial se había encaramado sobre la placa de la calle Stephanstrasse rebautizándola con tinta como calle José Díaz. El nombre de los comunistas españoles tatuado en el corazón de Prusia. Pero pese al ambiente de ensalzamiento, a Elías no se le iban de la cabeza algunas decisiones cobardes e incomprensibles que había tenido que digerir en aquellos largos cuatro años de guerra.

Le escocía especialmente que las tropas soviéticas hubieran detenido la ofensiva imparable sobre Varsovia, cuando los polacos, sabiendo que las vanguardias del Ejército Rojo estaban cerca, se sublevaron contra los nazis. Stalin permitió impasible que los alemanes aplastaran el alzamiento, encarnizándose con los sublevados. Murieron en Varsovia 250.000 personas y la ciudad fue literalmente arrasada. De ese modo, los nazis le ahorraban la purga de un pueblo que no olvidaría nunca que en 1939, la URSS los había invadido en connivencia con sus entonces aliados nazis. La política y la guerra no sabían nada de ideales, ni de gestos heroicos. Todo era muerte, sufrimiento administrado a gusto de quienes organizaban aquellas matanzas por razones de cálculo que a los soldados en las trincheras y a los civiles en las ciudades martirizadas se les escapaban.

Aun así, el flamante comandante posó con sus hombres para la revista del Ejército Rojo, hizo declaraciones patrióticas y paseó sobre las ruinas humeantes con aspecto egregio seguido de cerca por una cámara del servicio de Documentación de la NKVD. Un teatro donde cada cual debía representar su papel. Alguien había escrito en una pared una frase famosa del poeta y periodista Ilyá Ehrenburg:

Las ciudades arden. Me siento feliz.

Elías tembló de ira. Seguramente aquel histriónico periodista omnipresente y tan cercano a Stalin no veía a los soldados alemanes que se amontonaban con las manos atadas a la espalda y un disparo en la cabeza bajo su ominosa frase. No eran más que chiquillos que ni siquiera habían tenido ocasión de disparar una vez sus viejos y obsoletos fusiles.

—Graba eso —le ordenó al cámara que lo acompañaba.

—Pero, camarada comandante, eso va contra las directrices. Nada de actos de crueldad.

Elías Gil escupió en el suelo calcinado que pisaban sus botas de héroe.

—He dicho que lo grabes. Puede que se le indigeste un poco el desayuno a ese imbécil de Ehrenburg, pero lo superará con uno de sus poemas épicos.

Aquello llegó a desquiciarle para siempre. Poco le importaba si antes los nazis habían hecho otro tanto en los territorios ocupados. Traían la bandera roja, desfilaban con cánticos en recuerdo de Leningrado, de Stalingrado, y mancillaban ese recuerdo violando a niñas hasta matarlas, robando, saqueando y dando rienda suelta a los peores instintos. Aquellos días, Elías no dudó en ordenar fusilamientos y ejecuciones de soldados y oficiales de su propio ejército, como lo hicieron otros mandos militares.

—No somos bárbaros. Somos soviets.

Él ya no sabía lo que era. Sólo quería volver a casa. ¿Dónde estaba eso? Junto a Esperanza.

Pero no todo era aquel horror. En Tegel, Elías había visto a soldados repartir espontáneamente sus suministros con los hambrientos chiquillos del lugar sin cámaras ni propaganda de por medio. Los hospitales de campaña y el personal sanitario militar atendían con idéntica profesionalidad a los heridos civiles y a los soldados alemanes que a sus propias tropas. Hubo también casos de enamoramientos secretos entre soldados soviéticos y chicas alemanas que con los años formarían familias que habrían de sufrir el recelo de unos y otros.

Poco a poco las unidades volvieron a la disciplina, y tras los primeros días Berlín se convirtió en una ciudad ocupada pero no en una ratonera sin salida para los civiles. El 25 de abril las tropas soviéticas y las americanas establecieron contacto en Torgau, sobre el Elba. Cinco días después, Hitler se suicidó. El almirante Dönitz sería el encargado de firmar el armisticio del III Reich, tras intentar inútilmente convencer a los Aliados de unir fuerzas contra la Unión Soviética. El 2 de mayo, el mariscal Zhúkov le anuncia a Stalin que Berlín ha sido conquistada. La bandera roja ondea en lo alto del Reichstag sobre una montaña de 150.000 soldados soviéticos muertos en los combates. Oficialmente, la capitulación de Alemania ante las tropas soviéticas se firmó el día 9 de mayo de 1945.

Debería estar celebrándolo con el resto de soldados y oficiales que ocupaban la capital alemana; sin embargo, aquella noche Elías bebía solitario en un chamizo a orillas del Spree. Quizá los cañones ya no retronaban ni caían bombas, los carros blindados pronto volverían a los acuartelamientos y los soldados serían devueltos a casa en largos convoyes, pero para él y para la NKVD la guerra sólo acababa de entrar en un frente distinto.

El hombre al que estaba esperando apareció cinco minutos después. Lanzó una ojeada precavida alrededor y, al verse seguro, se acercó a una de las mucamas. Aquellas mujeres alemanas se prostituían por poca cosa, a veces por un poco de comida, por unos pitillos o por unas prendas de ropa. Si hubieran caído del lado americano habrían sido más afortunadas, pero estaban en el lado soviético y aquí los tipos como el que acababa de entrar no pagaban el servicio con medias de seda o bombones. Elías lo vio subir a la planta superior precedido por una pelirroja de facciones muy marcadas. Esperó otros cinco minutos apurando un pitillo y su copa y subió tras ellos.

La puerta no estaba cerrada con llave. La pelirroja había cumplido su palabra. Elías giró el pomo y entró en la habitación. Ella se estaba lavando el sexo en una bacinilla mientras él se había despojado de la parte superior de la ropa.

—¿Qué ocurre? ¿Quién es usted?

Elías le lanzó una mirada significativa a la mujer, que se subió las bragas y salió apresuradamente, no sin antes coger el dinero que Elías y ella habían acordado.

—Tienes mala memoria, Pierre. ¿O ya no te haces llamar así? ¿Prefieres ser el panadero?

El panadero de Argelès se quedó boquiabierto. Debería haberle reconocido de inmediato. La guerra modificaba a las personas, pero el parche en el ojo derecho de Elías y la intensidad verdosa de su ojo izquierdo eran inconfundibles.

—¡Qué sorpresa! Vaya, mírate; me han dicho que ahora eres comandante y todo un héroe de guerra —dijo adelantando una mano amistosamente. Sin embargo, temblaba.

—¿Qué haces en Berlín?

Pierre se encogió de hombros, buscando su camisa con la excusa de coger el paquete de cigarrillos. Elías adivinó el relieve de una pistola alemana bajo la ropa que se amontonaba en una silla.

—Ya sabes que no voy a contestar a esa pregunta, ¿verdad? Somos pececitos que vivimos en estanques separados, aunque todos estemos en la misma pecera. En cambio, puedo adivinar por qué has entrado así en mi habitación y cuál es la razón para que le hayas pagado a esa puta alemana a cambio de dejar la puerta abierta. Esto va así, lo sé. Cambio de aires que me ha cogido a contrapié.

Elías lanzó una mirada rápida a la habitación, evaluando opciones. La ventana daba a un callejón lateral que discurría paralelo al río. Era un buen sitio. Sacó un papelito rojo y lo dejó en la cama.

—Tiene tu nombre.

Pierre calculó qué posibilidades tenía de coger la pistola antes de que Elías reaccionase. Desalentadoramente bajas.

—Así que ya lo sabes.

Sí, lo sabía. Durante el tiempo que había estado en Argelès, Elías había estado trabajando buena parte del tiempo para el panadero sin conocimiento del Partido. Los papeles azules o rojos que le hacía llegar eran dictados a menudo por sus propios intereses.

—¿Por qué aquel chico, Tristán? ¿Qué mal te hizo?

Así que, después de todo, era una cuestión personal. Pierre se sentó en la cama y leyó el papel, como para cerciorarse de que no había ningún error.

—Demasiado alegre, demasiado guapo, demasiado seductor. Nunca me gustaron los tipos que parecen salidos de una película americana… Pero a mi mujer, según parece, sí.

Elías Gil tragó saliva. Todos ellos se creían llamados a una misión superior, algo que estaba por encima de ellos mismos. Pero una y otra vez sucumbían a sus propias pasiones.

—Yo podría haber hablado con él. Lo hubiera convencido de que dejara de verla, si eso te molestaba.

Pierre lanzó una risa sardónica.

—Todavía no lo entiendes, ¿verdad? Era él, su existencia, lo que me molestaba. Mujeres como la mía las he tenido antes y después, pero hombres como ese chico… No podía permitirlo.

A la mañana siguiente, la Policía Militar encontró el cadáver de Pierre en el callejón. Tenía el cuello rebanado y no llevaba documentación encima. Para cuando averiguasen su identidad, Elías Gil ya estaría en París con su nuevo destino y la documentación falsa que le acreditaba como inofensivo ingeniero civil. Por fin iba a reencontrarse con Esperanza.

No recordaba la calidez de sus pezones oscuros. Ni el olor de su sexo, ni el tacto de sus dedos. Todo era volver a empezar, la lenta reconquista de una geografía perdida. Hablarse sin sentir la vergüenza ajena del otro, sin tener la desagradable sensación de haber venido a entrometerse en una vida que ya no le necesitaba a su lado. Esperanza era otra, siendo la misma. Como el juego de muñecas Matrioshka que le había traído como recuerdo. Reconcentrada, más y más pequeña y auténtica cuanto más abajo llegaba. Ella le miraba de vez en cuando quizá con una sensación parecida de extrañeza, deambulando desnudo por el pequeño apartamento, fumando con las piernas recogidas sobre el alféizar de la ventana, como una gárgola viendo llover en París. Los primeros días ni siquiera se atrevía a quitarle el parche del ojo, y eso era como hacer el amor vestidos o con las luces apagadas.

Se contaron sus vidas aquellos años, en realidad fue ella la que habló. Elías la escuchaba como ausente, con una sonrisa crédula cuando ella le dijo que había hecho unas pruebas para una productora de cine. Ya no hablaban de lo ocurrido en Argelès, como si un horror superase al anterior, convirtiéndolo en un juego de niños.

—¿Te gustaría volver a España? —le dijo de repente él una mañana al llegar de la calle con los zapatos empapados y el periódico echado a perder.

Esperanza lo miró con tristeza. Ni siquiera había considerado la idea de que si ella aceptaba irse con él, perdería ese futuro posible como actriz. Cierto era que en aquellos meses de 1946 y 1947 apenas había participado en un par de películas como secundaria y actriz de reparto, pero no se desanimaba. Le decían que tenía talento y que ahora debía hacer acopio de voluntad y paciencia. Nada de eso preocupaba a Elías. Él tenía una misión y la cumpliría, lo siguiera Esperanza o no.

—Es peligroso volver.

—Demasiada tranquilidad terminará por aburrirnos —dijo él, con un punto de ironía que les hizo sonreír. Y esa sonrisa cerró algunos paréntesis.

Pero no era el aburrimiento en Francia lo que había empujado a Elías a pedir que lo enviaran a España.

Dos semanas antes había tenido un encuentro insospechado frente a la iglesia de Saint-Germain-des-Prés. Un mendigo que se protegía de la lluvia bajo el pórtico le llamó la atención haciendo sonar un cazo de latón. Elías lo esquivó y continuó calle abajo, pero algo familiar le hizo volver sobre sus pasos. La luz cenicienta del pórtico desfiguraba la expresión del mendigo, que ahora contemplaba abstraído el caño de agua sucia que vomitaba una gárgola. Movía ostensiblemente la cabeza, de un modo espasmódico, como si hubiera perdido el control sobre sí mismo. Iba cubierto con una sucia capelina militar de la que apenas sobresalían la nariz y unas cejas pelirrojas que goteaban sobre el mentón puntiagudo.

—¿Martin? —El mendigo se volvió de medio lado con los ojos entornados y sin mediar palabra empezó a alejarse a paso rápido de la plaza, volviendo la cabeza de tanto en tanto con alarma al ver que Elías le seguía—. ¡Martin, espera! Soy yo, Elías Gil.

El mendigo se detuvo. Durante un instante, el sol que se ponía tras los campanarios de la iglesia alumbró con una luz rojiza e irreal su rostro desconcertado. Hacía tanto tiempo que nadie le llamaba por su nombre que Martin el pelirrojo dejó caer el fardo donde cargaba sus pertenencias temblando de emoción.

Dos horas más tarde, recién duchado en una vieja pensión de la Rue du Dragon, Martin observó las sucias ropas que había vestido durante los últimos meses sin interrupción. El contraste con su piel ahora limpia y el olor a jabón le hizo sentirse minúsculo y endeble como no se había sentido desde hacía mucho.

—Deberías haberme dejado en paz, fingir que no me habías reconocido —le recriminó a Elías.

Elías Gil contempló largo rato las heridas del inglés, las cicatrices antiguas que la tortura de Ígor Stern le dejó para siempre y también los golpes y cardenales recientes. La vida en la calle debía de ser terriblemente dura y Martin daba muestras de haber pagado las consecuencias. Durante una hora el inglés relató su periplo desde que se separaron en 1934. El relato de aquellos largos trece años era desolador y, en realidad, Elías pudo hacerse una idea de lo que su antiguo amigo había pasado sin demasiadas palabras, recurriendo a menudo a más que significativos silencios. Sólo le pidió algunas aclaraciones sobre ciertos puntos que se le antojaron oscuros.

—¿No te alistaste en el ejército inglés al empezar la guerra?

Martin dibujó una sonrisa sardónica. Quedaba poco de la ingenuidad y de la dulzura de aquel muchacho de diecisiete años con el que coincidió en un vagón de tren rumbo a Moscú en 1933.

—Cuando los soviéticos me deportaron, en la embajada me trataron como un apestado. No sé qué les hacía desconfiar más: que fuera comunista, que hubiera escapado del gulag, o mis tendencias sexuales. Me inclino a pensar que fue por esto último por lo que me declararon inútil para el servicio de armas.

El miedo y la pena le agarrotaban al intentar explicarle las cosas por las que había tenido que pasar debido a su homosexualidad. Aquellas escenas llenaban sus pupilas dilatadas de medio loco, vaciando su mente de cualquier otra cosa y haciendo que se olvidara por momentos de dónde estaba ahora.

—Jugaron conmigo como haría cualquiera con un pichón. Me pasaron de mano en mano, sufrí lo que un hombre no puede soportar, y supongo que en algún momento mi corazón dejó de sentirse víctima y se convirtió en verdugo. Trabajé para gente poco recomendable de Londres, gané algún dinero, rompí algunos huesos y me busqué enemigos peligrosos. Así que tuve que huir, y el único sitio donde podía sentirme seguro era aquí.

—¿En la Francia ocupada?

—Los nazis no eran tan escrupulosos como sus líderes de las SS querían hacer creer al mundo. La raza, la religión y el sexo les importaban poco cuando se trataba de reclutar informadores. Fui amante de un teniente, y no puedo decir que me arrepienta de ello. Colaboré con la Gestapo, entregué a algunos ingleses infiltrados en la retaguardia alemana… En definitiva, podríamos decir que sobreviví.

Martin detuvo su relato y observó la reacción de Elías. Su antiguo amigo juzgaba sus crímenes voluntarios basando su acusación en suposiciones, cuando la verdad era que no había encontrado otro modo de mantenerse a flote. A él nadie le había reclamado en Moscú, ni le habían concedido galones, ni la oportunidad de borrar su pasado en Názino con una metralleta en una mano y los ideales en la otra. A Martin, la historia lo había arrojado a la orilla como un desecho.

—Después del 45 llegó la hora de la venganza, los ajusticiamientos y las represalias contra los colaboracionistas. Resulta curioso; cuando los alemanes se paseaban por los Campos Elíseos, los héroes se escondían bajo el ala de su sombrero, pero cuando llegó la liberación los justicieros salían de debajo de las piedras. Había que romperse el dedo señalando culpables, y hacerlo con saña y sin desmayo para que otros dedos no lo señalasen a uno. Al final, puede decirse que tuve suerte: me encerraron en la cárcel de Burdeos, durante ocho meses me humillaron, me violaron y me trataron como escoria en una celda con ocho hombres que lo único que conservaban de su condición era la maldad. Nadie puede imaginar hasta qué punto llega a ser retorcido el ser humano cuando se le otorga el papel de verdugo, qué grado de sadismo y placer encuentra en el martirio de sus víctimas. Su orgullo de poder, su grito salvaje. Yo he descubierto cada partícula de esa enfermedad que convierte a los hombres en monstruos. Pero no me ahorcaron. Salí con vida, si la vida es respirar… Y tú me has encontrado para juzgarme y tratarme con la misericordia hipócrita del vencedor, ¿no es cierto?

Elías apartó la mirada, incapaz de sostener la del pelirrojo inglés. Ignoraba, en efecto, lo que había soportado y no podía ni quería imaginarlo. Martin ya nada tenía que ver con el joven que él conoció. Este hombre que le miraba sumido en sus extrañas obsesiones mientras se abotonaba una camisa limpia que Elías le había comprado, era un desconocido.

—Yo no soy vencedor de nada, Martin. Desde Názino ya no existen las derrotas ni las victorias.

Martin se envaró y observó a Elías con recelo, como si en su paranoia se hubiese abierto camino la idea de que trataba de sonsacarle algún tipo de información.

—Le he visto. Está aquí, en París.

—¿A quién te refieres?

—A Ígor Stern. Puedo mostrarte el hotel donde se aloja, y el restaurante donde cada mañana va a desayunar con sus dos guardaespaldas.

Martin sonrió abiertamente al ver que había captado la atención de Elías. Metió el faldón de la camisa en el pantalón y comprobó alarmado que el cinturón no tenía agujeros suficientes para aprisionarlo a la cintura, de tanto que se había depauperado.

—Anna también está con él.

La terraza estaba desierta y la lluvia formaba charcos sobre las sillas y el suelo de tierra batida. Desde una ventana del bistró, Elías contemplaba la fachada gris del hotel.

—Ahí viene. —Martin señaló una encorvada figura que ascendía cansinamente la suave pendiente hasta la escalinata del Sagrado Corazón. Un hombre se encargaba de protegerle de la lluvia con un gran paraguas y otro caminaba detrás, a pocos pasos, volviéndose continuamente para asegurarse de que nadie les seguía. Los tres hombres entraron en el hotel, pero sólo el del abrigo caro cruzó el umbral. Los otros dos se quedaron bajo la marquesina.

—He conseguido el número de su habitación. Podemos hacerlo ahora, sin que esos dos gorilas se den cuenta.

Elías se preguntó de qué modo habría conseguido Martin saber la habitación en la que se hospedaba Ígor Stern, pero decidió no preguntarlo. En los ojos vidriosos del pelirrojo sólo adivinaba fiebre y desvarío. Estaba realmente loco si pensaba que podían entrar en el hotel, subir a la habitación de Stern y eliminarlo sin más. No era tan sencillo. Stern se había convertido en alguien mil veces más peligroso que cuando lo conocieron en Názino. Ahora era rico y mucho más sádico y poderoso. Contaba con la protección del Politburó y la mitad de la diplomacia europea le temía o le debía favores que él sabía cobrarse. Y además, cabía la posibilidad de que Anna estuviese con él en la habitación.

—Pensaba que tú lo odiarías tanto como yo —le recriminó Martin con desprecio, tras escuchar lo que le parecieron burdas excusas.

Lo odiaba. Por supuesto que lo odiaba. Pero no del modo, ni por las razones que Martin o cualquiera que conociera lo ocurrido en Názino podría imaginar. Una parte de él, que se negaba a reconocer ni a escuchar, admiraba a Ígor Stern. Era el único hombre verdaderamente libre que Elías había conocido en su vida.

A lo largo de aquellos años se había visto obligado a colaborar con él en diferentes operaciones organizadas por Beria, y había tenido la oportunidad de estudiarle de cerca y llegar a comprenderle. Aunque no dejó atrás en ningún momento su ansia de vengarse, se dio cuenta de que Stern era distinto a cualquier hombre con el que se hubiera topado. Distinto en su forma de ser, de pensar, pero sobre todo de sentir; la inteligencia, los anhelos o los sentimientos de Ígor nunca se veían trabados por moral alguna.

Matar, robar, mentir, manipular eran medios para un fin que él perseguía con frialdad, sin apartarse un ápice de su plan diseñado minuciosamente. No encontraba placer o disgusto en cometer aquellos crímenes, y tampoco se jactaba de ser lo que era ni culpaba de ello al mundo. Menospreciaba a sus semejantes porque no sentía sus ataduras. Y eso le hacía mejor contrincante que Elías, incapaz de dejar atrás los recuerdos que supuraban y lo debilitaban día tras día.

—No eres mejor que yo —le dijo una vez Ígor. Acababan de asesinar a un confidente de la Gestapo en Kursk. Ígor lo había matado con sus propias manos y ambos habían observado la trágica pirueta que su cuerpo trazó al ser arrojado desde una terraza e irse a estrellar contra los adoquines del suelo. Mientras contemplaban la postura antinatural en que había quedado el cuerpo, Stern sonreía con cierta tristeza—: Seguramente tú eres responsable de más muertes, vejaciones, palizas y torturas que yo. He oído lo que se cuenta de ti, comandante Gil. La diferencia estriba en que tú sirves a una causa, mientras que yo sólo me sirvo a mí mismo. Pero los dos sabemos que esa diferencia es una falacia. Yo no necesito lanzarme a ninguna trinchera como tú para hacerme matar porque no me avergüenzo de lo que soy. Tampoco me enorgullezco, ambos sentimientos son igualmente inservibles. Somos lo que somos, y deberíamos aceptarlo sin más. Luchamos por ocupar nuestro sitio, lo conquistamos y lo defendemos con uñas y dientes, hasta que los años y el cansancio nos hacen débiles y acabamos derrotados por otros que se han vuelto más fuertes que nosotros. Así es, así ha sido y así será siempre. Y no deberíamos darle tanta trascendencia. Pero tú te engañas, te niegas a aceptar que tu naturaleza y la mía son idénticas. Que tú podrías ser yo, y que disfrutarías con ello… Qué paradoja tan terrible para ti, comandante: admirar a tu verdugo.

Aquellas palabras eran tan ciertas como horrendas. Detrás del gesto altivo de Elías, detrás de su lealtad y su silencio, perduraba un resabio, algo en su forma de aceptar las órdenes y hacerlas cumplir que hacía comprender que un día u otro estallaría. No era caprichoso ni anárquico como Stern, sabía que el temor que inspiraba se basaba precisamente en todo lo contrario —el convencimiento de que los castigos no eran nunca arbitrarios—, pero en su fuero interno deseaba a menudo de forma marrullera que le proporcionaran motivos válidos para mostrarse tan cruel como el propio Ígor. Y cuando eso ocurría, se revelaba implacable. Y ahí estaba su debilidad. Ígor no tenía que demostrarse nada, ni había nada que tuviera que hacerse perdonar. No había arrepentimiento, ni recuerdos, ni culpas. Cuanto se le exigía era obedecer y hacerse obedecer a su vez, algo a lo que ya se había acostumbrado, como un perro amaestrado. En cambio, bajo esa misma crueldad, Elías ocultaba el dolor y el remordimiento.

Culpaba de su debilidad a Irina. Y ese sentimiento ambivalente lo estaba desquiciando. El recuerdo de aquella mujer se había convertido en una obsesión exasperante, la representación de todo lo odioso y despreciable de Elías, un monstruo que tenía que mantener sujeto a costa de lo que fuera. Cada vez que le daban una medalla, una felicitación o una palmada en la espalda, cada vez que sus compañeros de armas le elogiaban en la batalla, la imagen de Irina ahogándose en el río Názino venía a empañar ese momento, recordándole lo que era, un cobarde que no hubiese dudado en comerse a su hija, como no dudó en matar a su madre para sobrevivir o entregar a la misma Anna a Ígor a cambio de su vida.

Una vez vio a una chica a las afueras de Varsovia. No era demasiado alta, pero se parecía a Irina, con su mirada directa y desafiante, el rostro alargado, la boca prometedora. Una mata de pelo larguísima le cubría media espalda. Elías le pagó para acostarse con ella y durante muchas horas estuvo cubriendo aquel rostro parcialmente con el cabello, dejando a la vista sólo uno de aquellos ojos de mirada misteriosa. Comprendió entonces que buscaba en todas las mujeres a Irina hasta un extremo casi enfermizo. Dotaba a su fantasma de carne y se entregaba a una danza mutua de posesión obsesiva, hasta llegar a atemorizar a sus amantes, que siempre terminaban huyendo del papel que él les otorgaba. Y a continuación llegaba el período de hundimiento, se avergonzaba de aquel juego que podía llegar a ser ridículo, y trataba de liberarse de ella, la repudiaba, la odiaba por hacerle sentir débil y se volcaba en el trabajo para demostrarle al mundo —a él mismo— que era libre de las ataduras de aquel recuerdo. Era entonces cuando se tornaba más imprevisible, más violento, más taciturno.

Ígor Stern era consciente de ello, y no dudaba en utilizarlo en su contra. Solía presentarse acompañado de Anna, que poco a poco se iba convirtiendo en una joven tan atractiva como lo fue su madre. Se parecía tanto a Irina que Elías tenía que apartar la mirada ofendido cuando Ígor la cogía por la cintura y la besaba en el cuello de un modo obsceno, pese a forzarla a llamarle papá.

—Sé lo que sientes, Gil. Te aterra tanto que ni siquiera tú te atreves a nombrarlo, pero lo veo en tu mirada, cuando la observas, creyendo que nadie puede verte. Te recuerda tanto a Irina que no puedes evitar desearla, aunque sólo sea para destruirla, para borrarla de tu mente, ¿verdad? Yo podría ofrecértela: ¿Te acostarías con ella? ¿Con su hija? Sin duda lo harías, y luego correrías hipócritamente a arrojarte al río desde un puente o te meterías el cañón de tu pistola en la boca. Porque eres débil, y falso. No eres más que un héroe de barro, comandante.

—Podemos subir ahora, sorprenderle. Podemos matarle, Elías.

Elías Gil apartó el visillo de la ventana y contempló a través del amplio ventanal la fachada del hotel. La lluvia arreciaba y gruesos chorros de agua desahogaban por las canaletas. Los guardaespaldas de Ígor fumaban embutidos en sus trajes con aire malhumorado.

Ella estaría en la habitación. Tal vez desnuda, de rodillas frente a él, apenas una niña de mirada decidida, consciente de su suerte, pero no vencida, no sometida. Anna era como su madre, había nacido para ser libre y preservaría esa libertad a toda costa, aunque para ello tuviera que someterse a todas las vejaciones que Ígor pudiera imaginar. No la doblaría, Elías estaba seguro de ello.

—No podemos tocarle un pelo, Martin.

Fue la última frase que cruzaron. Martin abandonó el salón acristalado y ya en el exterior se volvió a mirarle con la mano firmemente aferrada a algo que sobresalía en su cinturón. Elías se dio cuenta de que era un grueso puñal. Ambos se miraron durante un instante a través del cristal empañado, hasta que el pelirrojo inglés pareció comprender que no podría acercarse siquiera a uno de los guardaespaldas sin que lo detuvieran antes. De repente, Martin sacudió la cabeza espasmódicamente, rompió a llorar con ambas manos pegadas al cristal y luego se alejó para siempre. Elías lo vio perderse bajo la lluvia de París, desconcertado y mustio, encorvado bajo su fachada de mendigo, cabizbajo, rumiando una pena que nadie sabría comprender nunca.

«Mejor así», pensó Elías, con pesar. No quería testigos para lo que ya había decidido hacer, tan pronto había visto aparecer a Ígor Stern.

—Necesito pensarlo.

Ramón Alcázar Suñer se había vuelto un funcionario altivo y severo de la embajada española en París. Supuestamente su misión consistía en velar por los intereses económicos de empresas españolas, pero en realidad su trabajo era vigilar de cerca a los comunistas españoles afincados en Francia y en dar caza a los que habían sido condenados por tribunales militares en España. Elías era consciente de ello, y desde que regresó a Francia, ambos habían puesto especial cuidado en evitarse para no verse comprometidos por una vieja amistad a la que uno y otro debían mucho. Se diría que su relación no había entrado en el rencor mutuo ni en el recelo pese a la violencia desgarradora que uno y otro habían sufrido a manos de los contrarios que cada cual representaba. En la distancia se apreciaban sinceramente y de un modo u otro habían logrado preservar lo mejor de aquellos viejos recuerdos de la infancia y la adolescencia. Pero la amistad era tibieza en aquel tiempo de maniqueísmos: si alguien llegaba a descubrir aquella reunión, ambos se verían en serios apuros.

—¿Pensar qué? —protestó Elías, vehemente—: Te pongo en bandeja a uno de los agentes más importantes de la NKVD.

Ramón Alcázar observó meditabundo la calle desde la ventanilla de su coche, y alzó la mano con impotencia, como si su amigo le pidiera algo que quedaba totalmente fuera de su alcance.

—Lo que me pones en bandeja es una venganza que tú no puedes cumplir.

Lo era, sin duda. Y Elías miró a su amigo intentando hacerle comprender hasta qué punto odiaba a Ígor Stern y qué lejos estaba dispuesto a llegar por ese odio.

—¿Y a ti eso qué más te da? No imaginas lo que Stern es, cómo puede martirizar a un hombre, jugar con él sin destruirlo hasta que se aburre.

Ramón Alcázar expulsó el humo de su pitillo con violencia:

—¡No soy tu mamporrero, Elías! No creas ni por un minuto que puedes manipularme o utilizarme a tu antojo. Los agentes soviéticos no son cosa mía. Matar a Ígor Stern puede acarrearnos serias represalias. —La mirada seca de Ramón Alcázar se suavizó algo antes de proseguir—. ¿Es por la niña? Te reconcome la historia de Názino, ¿no es eso? Hiciste cuanto estaba en tu mano por ayudarlas, Elías. Nadie puede culparte de lo contrario. Olvídate de esa muchacha, del pasado, de Stern. Vuelve a casa con esa guapa esposa que tienes, hazle el amor, ten hijos, disuélvete en una vida confortable y anónima.

Era una idea tentadora, desde luego. Pero ambos sabían que ni siquiera la tendría en consideración.

—Cada vez que veo a una muchacha que me recuerda a Anna, siento un sobresalto. Empiezo a seguirla por la calle, la observo durante días, sus hábitos, sus amistades, su familia. Me acerco, les hablo, y en su ingenuidad no tienen ni idea de lo que me pasa por la cabeza.

Ramón se recostó con impaciencia en el respaldo del asiento.

—No necesito que sigas por ahí.

—Pero yo sí lo necesito; tienes que entenderlo, Ramón. Al ver a esas muchachas me siento horrendo, como si su inocencia vertiera sobre mí toda la culpa de lo que le hice a Irina, y de lo que le habría hecho a Anna de ser necesario. Y las odio, odio sus rostros puros, y sus cabellos rubios y sus miradas de ángeles, las odio porque me acusan y quisiera borrarlas a golpes, desfigurar esos rostros que me hacen ver el de Irina hundiéndose en el fondo del río. Es para volverse loco… Y la causa de todo es Ígor Stern. Él sabe cómo me siento, comprende mi debilidad, y me tortura con ella; por eso, sólo por eso mantiene a Anna a su lado. Ella es el recordatorio del día en que le di mi abrigo, y con él le entregué lo que me quedaba de hombre, mi dignidad.

Elías cerró los ojos, fatigado. Respiró con ansiedad, abriendo la boca como si en el interior de aquel coche faltase el aire.

—Lo quiero muerto, Ramón. Y pagaré el precio que tenga que pagar.

—Será alto.

—No me importa.

—No lo entiendes, Elías. Si entras en esto, ya no podrás dejarlo. Te pedirán más cada vez. Habrás escapado de un fuego para caer en otras llamas igual de voraces.

Desde la aparición de Martin, Elías había tenido mucho tiempo para pensar. El recuerdo de Irina se había deformado de tal manera que en ocasiones la veía encarnada en Esperanza. Observaba a su esposa como una abeja yendo de un lado al otro de su colmena en el pequeño apartamento que habían alquilado y se preguntaba una y mil veces por qué no había vuelto a querer que ella se quedara embarazada, por qué seguía inventando excusas para no traer descendencia a este mundo. Y la realidad era que tenía miedo, un miedo atroz cuando imaginaba cómo serían sus hijos al crecer, si se parecerían a él o a ella, si heredarían el mismo carácter, los mismos silencios y esa violencia que día tras día crecía en él sordamente. En ocasiones se sorprendía mirándose al espejo sin el parche. Avizoraba la oscuridad de su cuenca vacía buscando una luz en esa noche y no la hallaba. Y entonces trataba de averiguar si su espantosa deformidad, el daño irreparable que Ígor le hizo y que simbolizaba ese ojo vacío sería hereditaria.

—Lo entiendo perfectamente —asintió.

Cuando el daño afloraba, había que asumirlo, aceptar que tanto sufrimiento había destrozado para siempre una parte de su alma. Ya no era quien soñó su padre, sino el hombre en que otros hombres le habían convertido. De acuerdo: que pagasen por ello.

Extrajo un documento doblado en dos partes y se lo entregó a Ramón Alcázar Suñer. Era una lista detallada de nombres y direcciones donde la gendarmería francesa podría detener a miembros del PCE con delitos de sangre que eran reclamados por España. Seis nombres condenados a ser borrados por una venganza en la que no tenían más culpa que la de haberse cruzado entre Elías Gil e Ígor Stern.

—Cuando se sepa que ha habido una filtración desde dentro, me las apañaré para que el Partido me encargue la investigación. Daré con algún responsable —dijo con frialdad, y añadió que necesitaría una compensación.

—¿Qué clase de compensación?

Elías Gil le pasó a Ramón Alcázar otra nota.

—Ese hombre es un torturador profesional. Ha matado a varios de nuestros compañeros, y sé que vive aquí, bajo la protección de la embajada. Necesito apuntarme un tanto que evite sospechas o que las aleje de mí. Después, me las apañaré para que me manden a España. Cuando esté allí, tú te encargarás de que Ígor Stern desaparezca para siempre.

Ramón Alcázar asintió en silencio, y se mantuvo así largo rato, mirando a su amigo como si no lo conociera, a medio camino del asombro, la repugnancia y la tristeza.

—Casi preferiría que no lo hicieras, que no te convirtieras en esto.

El ojo de Elías centelleó de ira. ¿Cómo podía exigírsele que mantuviera la dignidad después de enviarlo al fondo de toda la depravación posible? ¡¿Qué esperaba?! ¿Que fuese un enemigo honesto? ¿Lo había decepcionado? ¡Qué lástima! Hacía ya mucho que el resto de la humanidad lo había decepcionado también a él.

No eran héroes, sólo eran hombres mezquinos, confusos, asustados.

—Quiero a ese torturador, no es nadie para ti: tenéis mucha cantera, y a mí me irá bien como coartada.

Ramón Alcázar miró la nota. Apenas conocía a ese hombre, tal vez lo había visto un par de veces y desde luego no le resultaba simpático. Al parecer, eso era motivo bastante para inclinar el pulgar hacia abajo. Sin saberlo, aquel nombre ya estaba muerto, quizá aún paseaba por París admirando la estructura de Notre Dame u observando con melancolía las riberas del Sena. Pero estaba muerto, y Ramón se sonrojó ante la facilidad con la que acababa de disponer de una vida.

—Te diré dónde vive y cómo puedes emboscarlo.

Cinco minutos después, Elías salió del coche y se cubrió con el abrigo. Llegaba el frío a París y con él la impresión de que todo quedaba quieto, casi muerto.

—Otra cosa más —le pidió a Ramón—: Cuando Stern muera, asegúrate de que lo hace sabiendo que soy yo quien lo manda al infierno.

Ramón Alcázar asintió nuevamente, observando la lista de nombres que Elías estaba dispuesto a sacrificar para cumplir su venganza.

—¿No te importa lo que les pase a tus camaradas, a sus familias? Todavía estás a tiempo, Elías. Puedo quemar esta lista y olvidar que nos hemos visto.

Elías apretó los dientes y miró con fijeza a su amigo.

—¿Y yo, Ramón? ¿Puedo yo quemar mis recuerdos y fingir que nunca los he vivido?

—Te odiarás siempre por esto, lo sabes, ¿verdad?

Elías Gil se embozó el abrigo y se despidió de su amigo. Sí, se odiaría siempre por esto, pero no era algo nuevo. El desprecio hacia sí mismo le acompañaba desde el día que golpeó a Irina para no ahogarse en aquel río de Názino.