24

Barcelona, noviembre de 2002

La primera piedra voló por encima de las cabezas y fue a estrellarse contra una de las excavadoras, rompiendo el cristal de la cabina. El medio centenar de manifestantes coreó la acción con gritos de júbilo, interrumpiendo los eslóganes contra los políticos y contra la familia Gil. La finca de Gonzalo había sido durante los últimos meses el reducto de los galos, el único escollo que impedía que las obras del lago prosiguieran. Pero según rezaban algunas pancartas, Gonzalo Gil y su madre se habían plegado a los «intereses capitalistas». Una vergüenza para la memoria del héroe comunista Elías Gil. El nombre de Gonzalo había dejado de vitorearse para ser vituperado en cuanto su firma quedó estampada en el contrato de venta. La policía se empleó a fondo para abrir paso a las máquinas hacia las inmediaciones del lago. Hubo carreras, enfrentamientos y golpes.

Agustín González y Alcázar observaban lo que ocurría desde un promontorio, como un general romano y su centurión que estudian las evoluciones de la batalla desde un punto estratégico pero seguro.

—¿Por qué se empeñan en defender algo que no les importa realmente? La mitad de esa gente ni siquiera es de la comarca.

El abogado parecía realmente asombrado, sin entender las verdaderas causas de aquel tumulto. Para él era una cuestión de números, un precio por metro cuadrado, un asunto que se dirimiría en los despachos de abogados, notarios, encargados de urbanismo y autoridades locales. Aquella gente era un estorbo, algo incomprensible que se entrometía en la mecánica perfecta del plan trazado.

Alcázar lo veía de otro modo menos pragmático. Aquel paisaje que recordaba vagamente al de su juventud iba a desaparecer. No experimentaba por ello ningún tipo de nostalgia o sentimiento romántico, pero comprendía que aquellos manifestantes pensaran que les estaban arrebatando algo que les pertenecía, algo de lo que se habían apropiado un montón de especuladores. Estaban en lo cierto.

—Cada cual elige sus luchas —dijo lacónicamente.

—Pues han elegido una que no van a ganar.

No se trataba de eso, pensó Alcázar. La cuestión no era vencer sino plantar cara, defender hasta el final lo que se considera justo y descargar con ello la propia conciencia. Dentro de unos años, si el lago y su entorno dejaban de existir, algunos de esos manifestantes visitarían las instalaciones del campo de golf, pasearían entre las casas de lujo y les explicarían a sus hijos lo que aquello era antes y con un vano orgullo les contarían que recibieron un golpe de porra por tratar de preservarlo. Y sus hijos, quizá, se sentirían orgullosos de ellos, y quién sabe si en sus corazones anidaría el deseo de emular la rebeldía de sus progenitores.

Así avanzaba el mundo, despacio, con pequeños gestos heroicos y estériles. De generación en generación.

—Por fin parece que todo sale según lo previsto, eso es lo que cuenta —zanjó Agustín González, sacudiéndose el polvo del abrigo. Noviembre había llegado con una importante bajada de temperatura. No tardaría en volver a nevar en las montañas. Con suerte, pensó el abogado, soplándose en la punta de los dedos para darse calor, el complejo podría inaugurarse en un par de veranos.

Alcázar no era tan optimista. Todavía no había dado con Siaka, y aunque le constaba que Gonzalo había cumplido con su acuerdo, retirándose como parte particular del proceso de la Matrioshka, el ministerio fiscal continuaba con las actuaciones. La información extraída del ordenador de Laura seguía llegando al despacho del fiscal. Eso no parecía preocupar demasiado a Agustín González.

—Sin el testimonio en vista oral de ese testigo no tienen nada. Las pruebas documentales son circunstanciales, no están cotejadas y no hay modo de hacerlo porque no existen los originales, ya me he ocupado de eso. Es la palabra de una muerta, asesina, desequilibrada, depresiva y drogadicta, contra la nuestra.

Alcázar sintió una punzada de asco al ver pisoteada la memoria de Laura. Él mismo había ayudado a desprestigiarla hasta hacerla irreconocible.

—Pero son muchos datos. Han aparecido listas con pagos, y en esas listas estamos tú y yo. Quien se ha apoderado de ese ordenador tiene la clara intención de ir por nosotros.

Agustín González embutió la cabeza bajo el cuello alzado del abrigo, mirando con desprecio lo que ocurría unos metros más allá. La policía había abierto un hueco y las excavadoras avanzaban inexorablemente.

—No te preocupes por eso, son balas de fogueo, sé cómo moverme en esas aguas. Tú ocúpate de ese testigo. Tienes que encontrarlo y asegurarte de que no se presentará a declarar.

—¿Y qué pasará con Gonzalo?

La expresión de Agustín González cambió ligeramente. Lo sucedido con su nieto había sido una desgracia, algo que le había exigido el máximo de su capacidad y quemar buena parte del crédito que le quedaba. Pero al final, con la ayuda de Alcázar, las cosas podrían arreglarse. Carlos resultó ser un extorsionador profesional, tenía más de veinte antecedentes por todo tipo de estafas y otros delitos menores. Alguien bien conocido por policías y jueces, que no sentían ningún tipo de aprecio por aquella sanguijuela. No fue difícil dar con un juez comprensivo, que ayudado con las pruebas de colegas del exinspector, había aceptado la teoría de la legítima defensa. Carlos extorsionaba a Javier, como se había demostrado con algunas fotografías que su nieto coleccionaba (las pocas en las que Javier no aparecía con actitud complaciente), Javier se negó a seguir pagando y amenazó con ir a la policía, Carlos trató de amedrentarlo con el revólver, hubo un forcejeo, Carlos resultó muerto y Javier malherido.

Ésa era la tesis que había que defender, aunque había que pulirla y cerrar los flecos. Cuando Javier estuviera en disposición de declarar, él lo aleccionaría para que sostuviese ese relato de los hechos. Tendría que sufrir un poco el escarnio de mostrar públicamente su homosexualidad, pero (aunque le repugnase esa actitud) eso no era ningún delito. De Lola nada se diría. Lo que pudiera pensar Agustín de todo aquello, la sensación de haber fracasado con ella como padre, no contaba ahora. Era su hija y haría lo necesario para protegerla.

Y en cierto modo, todo aquello, por dramático que resultara, le había terminado beneficiando en un doble sentido. Gonzalo no era, después de todo, tan pusilánime como él creía. Todos sus escrúpulos de abogado bienhechor se habían ido al garete ante la posibilidad de ver a su hijo en la cárcel o a su familia destruida. No había dudado en mentir, afirmando que intuía que alguien estaba extorsionando a su hijo, y que el propio Carlos le había pedido dinero, confirmando esa sospecha, ocultando ante la policía la participación de Lola. Se había plegado sin rechistar a la voluntad de Agustín como un cordero obediente y había demostrado estar a la altura con unos nervios de hierro. Si finalmente se divorciaba de Lola era algo que, dadas las circunstancias, no podía ser para Agustín González más que una victoria amarga: a fin de cuentas, su yerno se había mostrado mucho más digno que su hija.

Durante las semanas que Javier llevaba ingresado, Agustín y Gonzalo se evitaban, pero lo hacían de un modo cortés, dándose espacio como si aplazasen sus propios intereses en tanto el chico se recuperase. Y un buen día, Gonzalo se había presentado en su despacho.

—¿Cuándo crees que podremos hacer efectiva la fusión? —le preguntó, como si retomase una conversación dejada el día anterior. En la mano traía el contrato de venta de la finca firmado.

«Hubiera preferido vencer de otro modo», pensó Agustín, alejándose hacia su coche mientras las máquinas de demolición comenzaban su trabajo pese a la oposición de los manifestantes. Pero una victoria era una victoria, y eso es lo que contaba.

Alcázar tenía su coche aparcado junto al de Agustín. Se estrecharon la mano y se despidieron. El exinspector tenía algo que comprobar.

Apenas recordaba la casa. Sólo había estado allí un par de veces antes de la noche en el lago. En ambas ocasiones Elías le impidió pasar de la cancela de entrada. La recordaba más o menos igual. Tal vez algo más acogedora. Laura estaba en el extremo del jardín, junto al pozo. Tenía trece o catorce años, y entonces Alcázar apenas le prestó atención. Recordaba que Gonzalo también correteaba por allí, descalzo y sin camiseta, un saco de huesos con las orejas separadas y el pelo rapado como llevaban entonces los niños para librarse de los piojos.

—Debió de ser aquí. Aquí ocurrió la primera vez.

El pozo estaba seco, cegado con una losa que le costó mover. En el fondo habían crecido unas hierbas blanquecinas que se enredaban con las raíces que nacían de las paredes de ladrillo mohoso. Alcázar lanzó una piedra pequeña y la vio caer rebotando contra las paredes. Así de frágil debía de sonar el cuerpecillo de Gonzalo cuando su hermana lo escondía allí, deslizándolo por la polea. ¿Cuántas horas pasó allí encerrado, muerto de miedo, con el agua hasta la cintura? Aquella noche de San Juan de 1967, cuando por fin consiguió que Laura le contara la verdad, dijo que no lo sabía. Estaba aterrada.

La mañana debió de empezar como todas las anteriores. Laura dormía en un estrecho cuartucho, abrazada a Gonzalo, que había tenido una de sus pesadillas y había corrido a protegerse entre sus brazos. Al otro lado de la pared escuchaba la respiración ronca de su padre. A su madre no la oía, pero sabía que ya tenía los ojos abiertos antes de que la primera claridad entrase por la ventana. Desde su cuarto debió de verla aparecer como una brisa, sin hacer un gesto inútil ni abrir la boca, bajar las escaleras y acercarse al fogón para aventar las brasas. Laura se vistió sin hacer ruido para no despertar a Gonzalo. Esperanza ladeó la cabeza al verla y sonrió con la triste complicidad de una suerte que ambas compartían. Como si no supiera lo que sí sabía. Su madre debió de fingir no ver que Laura tenía los ojos hinchados después de haber pasado la noche llorando. Ya no solía escucharla canturreando canciones en ruso, ni se mostraba tan dispuesta a la risa franca.

Esperanza la atrajo hacia sí, la sentó en su regazo y mientras le recogía el pelo con las horquillas le contó cómo conoció a Elías y las cosas que hubieron de pasar juntos antes de que ella naciera. Quería convencerla de que su padre era, pese a todo, un buen hombre. Le habló de los años que tuvieron que estar separados por culpa de la guerra en Europa, donde su padre combatió contra los fascistas en la batalla de Leningrado, primero para defenderla y luego para recuperarla. Le mostró orgullosa la caja donde guardaba las medallas y méritos que consiguió en aquella lucha descarnada, las fotografías en Leningrado, y luego en Stalingrado y en Berlín, el día de la victoria contra Hitler. Y cómo, por fin, tras cinco largos años, él se presentó a buscarla en la puerta de aquel taller de Toulouse.

—Y en aquellos años, ¿tú qué hiciste?

Esperanza sonrió con nostalgia.

—Esperar. Podría haber cambiado mi vida. Un famoso representante de artistas se fijó en mí y quiso llevarme a París para convertirme en una estrella. —Esperanza recordaba con viveza los enormes edificios, los coches descapotables y el trajín de los tranvías, los vestidos de las actrices, sus moldeados de pelo, sus maquillajes, sus largas piernas y sus cinturas entalladas, la distinción al moverse o fumar. Contando aquellas cosas, se transformaba por un instante en otra persona, en la mujer que podría haber sido. Pero de repente guardó silencio y miró a su alrededor con un reproche en los ojos. Olía a estiércol, a paja húmeda. Olía a todo lo que odiaba, el cuero seco de los arreos, el sudor de los animales, su propio sudor.

—No debes aferrarte a nada que te pueda hacer sufrir, como los recuerdos. Elegí mi destino, y eso es más de lo que muchos pueden hacer. Y mi destino siempre fue tu padre.

—¿Y por qué permites que pase esto?

Esperanza había entornado las jambas de la puerta para que nadie pudiera oírlas. Respiró profundamente.

—No sé de qué hablas.

—Sí lo sabes.

Los ojos de su madre se tornaron remotos, oscureciéndose como si los atravesara una nube de tormenta. Jamás le había pegado a ninguno de sus hijos. Pero su mano se lanzó con furia contra las verdades que le escupía su hija cruzándole la boca, queriendo sellarla para no seguir escuchando.

—Ve a buscar agua al pozo —dijo en voz muy baja, contemplando sus dedos, preguntándose qué había hecho. Retrocedió hasta el dintel y se abrazó a sí misma, con un frío helador en todo el cuerpo, con expresión doliente y postrada.

Aquella mañana, víspera de San Juan, Laura seguramente bordeó deprisa un murete de piedra recubierto de enredaderas secas y helechos húmedos, llegó al pozo y cargó los baldes para acarrear el agua. Y al volverse, Elías estaba allí, observándola fijamente con su único ojo. Y lo que veía en esa mirada la aterraba.

Alcázar observó el fondo del pozo. Era imposible que nada decente pudiera manar bajo la turba donde abundaba la arcilla, tan estanca que no dejaba pasar el agua ni el aire. Alzó la mirada y contempló la fachada de la casa, condenada a desplomarse día tras día sobre aquellos campos yermos, como si se rindiera y la única clemencia que pudiera esperar fuese que la mala hierba cubriera sus ruinas hasta borrarlas de la tierra. Ése era el futuro que había para el pasado. Aquel silencio.

A las once de la noche no se veía mucha gente caminando por la calle. En los bajos del edificio había una vieja trattoria que cerraba tarde y las voces de los clientes se colaban a través de la ventana. Al llegar del hospital, Gonzalo se quitó los zapatos y se tumbó vestido en la cama. Escuchó aquellas voces que se iban extinguiendo. Un borracho que tenía una hermosa voz se arrancó con un fado de Dulce Pontes que Gonzalo conocía. Acompañó la balada del borracho mientras su voz se perdía a lo lejos:

Mãe adeus. Adeus, Maria.

Guarda bem o teu sentido

Que aqui te faço uma jura:

Que ou te levo à sacristia

Ou foi Deus que foi servido

Dar-me no mar sepultura.

El cuarto estaba a oscuras y la luz venía de las farolas de la plaza. Estaba lloviendo y la lluvia brillaba bajo el efecto de aquella luz amarilla. Los portones del balcón estaban abiertos de par en par y las gotas estallaban contra la baranda desconchada. Se colaban mil esquirlas diminutas en el interior del cuarto, mojando el respaldo de una butaca y las baldosas del suelo. Era bonito cuando llovía con aquella música. Entraban ganas de no esconderse, sino de caminar bajo el aguacero sin paraguas, deshacerse entre aquellas gotas y ser una más.

El contestador automático parpadeaba junto al teléfono. Desde que había vendido la finca no paraba de recibir llamadas insultantes que lo acusaban de traidor, vendido, pesetero y miserable. Ninguno de ellos tenía a su hijo en el hospital con el pecho destrozado ni tenía que vivir con la preocupación de que unos asesinos secuestraran a su hija de diez años.

—Has hecho lo que tenías que hacer —le había confortado Tania—, y nadie puede juzgarte por eso.

Pero ella sí lo hacía. Aquella misma tarde, sentados en una mesa del Flight, cuando le dijo que necesitaba estar solo y decidir qué iba a hacer y ella lo miró con sus ojos grises como si fuesen dos piedras que lo hundían hacia el fondo.

—Borrón y cuenta nueva, ¿es eso?

Gonzalo asintió ligeramente, como si de alguna manera hubiera esperado esa reacción. Y aunque sintió el impulso de acercarse a ella no lo hizo. No sabía qué esperaba de ella, apenas la conocía, y por lo que había ido averiguando, Tania le había mentido desde el principio.

—Todo esto de mi padre y tu madre… Me siento atrapado por tantas mentiras, Tania. Estoy desconcertado, no sé qué hacer, no sé qué creer —repitió con la mirada propia de alguien que ha decidido dejar de luchar contra algo, aunque ese algo nunca se marche, consciente de que nunca podrá vencerlo.

La mandíbula de Tania se había contraído y sus labios apretados dibujaban una fina línea horizontal. Fue ella la que dio el primer paso. Lo hizo con lentitud, ofreciéndole la posibilidad de rechazarla, de escuchar la voz atolondrada que le gritaba en su cerebro que aquello no estaba bien. Pero esa voz se apagó como un estertor al sentir el tacto agrietado de sus labios, el levísimo sabor a carmín y a cigarrillo rubio.

—Puedes creer que esto es cierto. Porque lo es.

¿Lo era? No lo sabía con certeza, pero Tania le hacía sentirse bien, no le pedía que fuera lo que no era, no le empujaba en ningún sentido, pensó Gonzalo mientras iba borrando los mensajes del contestador tras escucharlos. Una sarta de improperios que apenas calaban en él. El último mensaje era diferente:

Así que te has bajado los pantalones ante tu suegro y ese policía. ¿Y crees que así se acaba todo? ¿Crees que Laura te lo perdonaría? No puedes salir del juego hasta que acaba la partida, Gonzalo. No mientras este Aldo Rossi tenga el ordenador de tu hermana.

Era la voz de Siaka. Pero sólo la prestaba al dictado que alguien le imponía. Conocía un poco al joven, y a pesar de su tono retador había detrás una vibración de miedo.

Un tumulto de gritos se oyó en la calle. Gonzalo se asomó a ver. En los contenedores de la esquina adivinó unos bultos, tres mendigos que se peleaban por la basura, pensó.

Cerró la ventana y volvió a escuchar el mensaje. Era de aquella misma noche.

Floren Atxaga no había leído muchos libros antes de entrar en la cárcel. Al menos eso tenía que agradecerles a esa puta cubana y a su abogado. Hasta entonces, los libros le habían parecido unas tapas que al abrirse contenían páginas amarillentas de las que se caía el polvo. Los únicos libros que había hojeado eran la Biblia y el libro de salmos de la parroquia. Ahora los devoraba, aunque a veces le costaba comprender lo que decían. Había empezado por uno que le pareció apropiado: La colmena, de Cela, aunque tenía demasiados personajes y había terminado por confundirse. Este otro libro, Mis paraísos artificiales, de Umbral, le resultaba complejo, no entendía muchas palabras y eso le enfurecía, como si el escritor quisiera tomarle el pelo. Y ahora estaba con La peste, de Camus, demasiado triste. La vida no era tan negra como la pintaba.

Tal vez debería volver a la Biblia. Ahí se sentía seguro, pensó desconcertado y nervioso, mientras volteaba media docena de libros que habían tirado a un contenedor sin encontrar nada que pudiera interesarle.

—¿Qué buscas, tío, comida entre la basura, como las ratas?

Atxaga se dio la vuelta y vio a un par de adolescentes. Uno de ellos balanceaba un palo con forma de bate. El otro lo miraba con insolencia, aunque podría ser su padre. Tenía las pupilas dilatadas y gesticulaba nervioso. Un millón de abejas revolotean en su paladar. Llevaba puesta encima una camiseta con una frase en inglés que no comprendía.

—Quiero todo lo que tengas.

—¿Cómo dices?

—Me estás mirando la camiseta, ¿no? Pues dice: «Quiero todo lo que tengas».

Atxaga estaba casi seguro de que no era eso lo que ponía, pero era lo de menos. Lo estaban atracando. Aquellos mierdecillas lo estaban atracando.

Observó a los chicos con una mezcla de ira y de preocupación. Esos ríos contradictorios que siempre chocaban bajo la superficie de sus sentimientos. Pensó que podrían ser sus hijos, que acabarían irremediablemente así en manos de la zorra de su madre, en un barrio asqueroso como aquél, atracando a personas decentes.

Eso no podía consentirse, de ninguna manera.

No se cebó mucho con ellos. Detestaba la violencia, pero a veces la violencia lo dominaba, como Jehová cuando se cansaba de darle oportunidades al pueblo elegido. Entonces les enviaba las plagas, los masacraba y esperaba que con ello hubieran aprendido la lección. Pero no aprendían, nunca aprendían. Y le obligaban a ser más y más severo.

Cuando dejó de golpear al que llevaba el palo, estaba ensangrentado. El chico se arrastraba como una rata, así lo había llamado, moribundo. El de la camiseta tenía la cabeza aplastada contra el guardabarros de un coche. No los había matado, sólo esperaba que hubieran aprendido la lección.

—Me obligáis a ser una plaga. Y ésta sólo es la primera.

Recogió un libro abierto del suelo. Las páginas estaban arrugadas y tenían salpicaduras de sangre.

—«En la hermosa Verona, donde acaecieron estos amores, dos familias rivales igualmente nobles habían derramado, por sus odios mutuos, mucha inculpada sangre» —leyó despacio. Miró el título: Romeo y Julieta. Sonrió, le gustaban las historias de amor.

Aquella noche, apostado en un zaguán mientras observaba la luz en la ventana del abogado Gonzalo Gil, descubrió que Shakespeare y él tenían un punto de vista parecido de las cosas.

El viejo Lukas gruñó quejándose. Reclamaba salir a dar su paseo.

—De acuerdo, gruñón.

Alcázar necesitaba despejarse. Ya no era tan joven ni su mente podía estar concentrada delante de un ordenador tanto tiempo. Al menos ya sabía una cosa: Siaka no había salido del país, no al menos con un billete de viaje ni con su nombre. ¿Y eso qué significaba? Nada. Podía haber cruzado la frontera en cualquier otro medio o con identidad falsa. Pero algo le decía que aquel joven seguía en Barcelona.

Aquella tarde había vuelto al bar donde se citó con Gonzalo, marchándose antes de que éste llegara. Era el último sitio, que él supiera, donde lo habían visto. El camarero que le atendió le explicó lo que ya le había dicho a Gonzalo. Un tipo negro, apuesto y bien vestido. Alguna vez había ido por allí, siempre acompañado por alguna turista guapa con aspecto de tener dinero. Preferentemente americanas o inglesas que se hospedaban en hoteles caros.

—Siempre pagaban ellas, pero cuando él venía solo dejaba unas propinas espléndidas. Era un buen chico, aunque un poco excéntrico.

—¿Por qué excéntrico?

—Le gustaba que lo llamase de usted. Es algo inusual en alguien tan joven. Yo creo que se le subía a la cabeza eso de andar por hoteles de lujo.

—¿Había alguien más con él?

El camarero estaba seguro de que no. Mencionó a un señor elegante que se había tomado un café en la barra.

—Parecía interesado en él, no sé si me explico.

—No.

—El chico es apuesto, y ese tipo de la barra, no sé, tengo la impresión de que era gay. Salió detrás de él en cuanto el joven se marchó.

El camarero le dio una descripción muy somera. Alto, moreno, en buena forma. Educado y bien vestido. Como otros cien mil ejecutivos que pululaban todos los días por la ciudad.

Lukas lanzó un ladrido lastimero. Alcázar se frotó los ojos y estiró los brazos. Eran casi las doce de la noche. No había comido nada, sólo había llenado el cenicero de colillas. Cogió la correa del perro y salió a la calle. Estaba lloviendo, pero nunca le molestó caminar bajo la lluvia. Se respiraba mejor. Le pareció escuchar la voz de Cecilia desde la cama: «no olvides el paraguas». Al inspector no le gustaba usarlo, pero para que se quedara tranquila se lo llevaba debajo del brazo y daba la vuelta a la manzana sin desplegarlo. No había perdido aquella costumbre, era como si ella los acompañase; dos viejos y un fantasma bajo la lluvia.

Volvió a pensar en Siaka mientras Lukas hociqueaba una caca reciente. No sabía mucho de él y en los archivos no constaban más que algunas detenciones por faltas menores, prostitución, hurtos a turistas… En hoteles de lujo. De pronto la lluvia le despejó la mente.

Tiró sin misericordia del perro hasta casa y buscó en internet los hoteles de lujo cercanos a la zona centro. No había muchos, media docena.

A la mañana siguiente los recorrió con una fotografía del joven. En la mayoría lo conocían, bien porque alguna turista había presentado una denuncia, o porque se había alojado en una de las suites, siempre con terraza orientada al mar. Pero las fechas en las que recordaban haberlo visto eran anteriores a su aparición en el bar. Hasta que llegó al hotel Gran Majestic, frente a la zona de llegada de los cruceros internacionales. El jefe de seguridad se acordaba perfectamente de él.

—Intentó robarle a una turista inglesa. Dio la casualidad de que era una agente de Scotland Yard.

—¿Presentó denuncia?

—No, dijo que no valía la pena. En realidad creo que no quería escándalos. Alquiló la habitación por horas, ¿me entiende? Nos recomendó, con flema, que controlásemos mejor a quien decidíamos alojar en nuestro hotel.

—¿Pagó ella?

El jefe de seguridad buscó en el ordenador y le mostró la impresión de la factura. La fecha coincidía con el mismo día que Siaka estuvo en el bar. Unas horas antes había estado alojado allí. Aquello no significaba nada. Pero era un detalle importante; el joven sabía que la Matrioshka lo estaba buscando y en lugar de esconderse o largarse, había seguido haciendo su vida habitual, eso podía dar a entender que no tenía ninguna intención de largarse, y que o bien era un inconsciente o bien se sentía muy seguro bajo el paraguas de Gonzalo. La idea de que lo habían atrapado empezaba a rondarle por la cabeza. La cuestión era saber quién.

En realidad, se dijo, estaba como al principio. Llamó por teléfono a Gonzalo.

—¿Has recibido noticias de nuestro amigo garganta profunda?

—No, y no creo que las reciba ya. Todo el mundo sabe que me he plegado a la voluntad de Agustín González. Debería ver las delicadezas que me dejan en el contestador.

A Alcázar le pareció que aquella mañana Gonzalo estaba más locuaz que de costumbre. Tal vez el que su hijo estuviera evolucionando le había animado, o puede que su entusiasmo tuviera que ver con la hija de Anna. El muy estúpido no le había hecho caso y seguía viéndose con ella. Pero eso era cosa de Ajmátova y de ese amigo suyo, Velichko.

—Lo más probable es que se haya esfumado —añadió Gonzalo.

Alcázar debía considerar esa posibilidad, pero su instinto seguía diciéndole lo contrario.

Cuando Gonzalo colgó el teléfono se preguntó si hacía lo correcto ocultándole a Alcázar el mensaje de Siaka. De algún modo, se dijo, tal vez todavía pudiera hacer lo que debía.

La calle estaba cortada. Al parecer la pelea de la noche anterior entre los mendigos había sido bastante dramática. Había sangre por todas partes y un coche de policía preguntando a los vecinos. Una ambulancia estaba trasladando a uno de ellos con la cara convertida en un hematoma. El otro trataba de dar una descripción del agresor que resultaba bastante confusa. Gonzalo no prestó atención, tenía una idea fijada en la mente.

Apenas llegó a su despacho, cogió por el codo a Luisa y la llevó a un aparte.

—La grabación del día que me atacó Atxaga, ¿la guardaste en la caja fuerte?

—Con el resto de mi colección gore —respondió mordaz su ayudante—. ¿Quieres volver a ponerte a tono?

Volver a ver las mismas imágenes le hizo sentir las heridas de las que aún convalecía. Cada noche, al respirar lo hacía pensando en esas puñaladas tan cerca del pulmón. Logró superar la aprensión y empezó a pasar fotograma a fotograma, concentrándose en los detalles que pudieran habérsele escapado. Ahí estaba Tania, inclinada sobre él, desesperada. Gonzalo pensó en las veces que habían hecho el amor, en ese beso en el Flight y en lo que ella le había dicho: «Puedes creer que esto es cierto». Viendo aquella imagen, no cabía ninguna duda. Tania le había salvado la vida.

La vio levantarse con las manos ensangrentadas, buscar nerviosamente el móvil en el bolso y llamar a los servicios de emergencia. Sólo cuando aparecieron los primeros destellos de los vehículos prioritarios en la rampa del aparcamiento se apartó de él, escabulléndose hacia el ascensor. Aparecían los sanitarios, y un poco después la policía. Gonzalo concentraba toda su atención en el todoterreno y en la puerta trasera, donde había dejado el ordenador. Había visto decenas de veces lo mismo, buscando algo que no sabía lo que era, y como las otras veces creyó que no lo encontraría.

Pero esta vez vio algo, imperceptible. Había estado allí todo el tiempo, tan evidente, tan obvio que no se había dado cuenta. Estaba allí, detrás, una sombra en la zona de penumbra de la cámara, apenas distinguible al variar la oscuridad del reflejo en la pared. Casi un fantasma. Al parecer, no sólo le habían estado esperando en el garaje Tania y Atxaga. Había alguien más, alguien que sabía que aquella cámara estaba allí y que conocía perfectamente la ubicación de la zona de sombra donde debía situarse para no ser descubierto. Y todavía siguió allí, agazapado, mucho tiempo, hasta que los sanitarios y los policías se ocuparon exclusivamente de subir a Gonzalo en una camilla y con extremo cuidado en la ambulancia. Apenas un minuto que bastó para que la sombra tras el todoterreno se deslizase hacia el portón lateral y cogiera el maletín con el ordenador de Laura. Después se había desplazado con discreción entre los otros vehículos, muy pegado a la pared, hasta alcanzar el ascensor.

Y en ese instante, durante una décima de segundo, su rostro se había hecho visible.

Gonzalo no tuvo dificultades en confirmar la sospecha que se había adueñado de él tras escuchar varias veces el mensaje de Siaka. Aquel rostro era el de Luis.

—En pie.

Había surgido de improviso a su lado, acercándose sigilosamente. Siaka dio un respingo al notar el puntapié. Cada vez le costaba más mantenerse alerta. Se incorporó apoyándose en el costado. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no desplomarse de nuevo. Sentía que los huesos se le movían como cristales.

—¿Otro baile? —preguntó, mirando a su carcelero de lado. El párpado estaba todavía muy inflamado y la sangre seca le apelmazaba la cara. ¿Cuánto había pasado desde la última paliza? ¿Una hora? ¿Un día? Había perdido la noción del tiempo y pronto perdería, lo sabía, la poca arrogancia que le quedaba para enfrentarse con él.

Luis acercó una silla al centro de la estancia.

—Siéntate.

Siaka obedeció con renuencia.

—Pareces un tipo educado, ¿no te enseñaron a pedir las cosas por favor?

Luis retrocedió un paso y lo examinó con detenimiento. Era más joven de lo que aparentaba, y estaba más asustado de lo que su bravuconería pretendía hacerle creer. Pero era duro, de eso no cabía duda.

—¿Sabes dónde estamos?

Luis se acercó al gran ventanal que se asomaba al mar. Lo contempló con aire ausente. Era una llanura de plomo infinita. Aquí, en esta estancia había proyectado el dormitorio principal, con la cama junto a la ventana, para que cada mañana al despertar, lo primero que vieran fuese esa hermosa salida del sol.

—Aquí debería haber construido el sueño que tú y Zinóviev me robasteis.

—Ya te lo he dicho —repitió Siaka con un vértigo en el estómago—. Yo no tuve nada que ver con la muerte de tu hijo. Le tenía cariño.

Luis se apartó de la ventana, observando con aparente interés el techo abuhardillado. Había pensado forrarlo de madera noble. A Laura le gustaba el color más rojizo del castaño o el roble, pero él prefería el haya, más diáfana. Ahora ya no importaba mucho. Después de terminar con aquello, le prendería fuego a la casa, el seguro se haría cargo. Se marcharía a Londres y jamás volvería. Jamás.

—¿Le tenías cariño? ¿Qué clase de cariño? El suficiente para ganarte su confianza y la de Laura, que los profesores del colegio se familiarizaran con tu cara, que a nadie le sorprendiese demasiado que te presentases a recogerlo cinco minutos antes de que llegase su madre. Esa clase de cariño que hizo que mi hijo no desconfiara de ti cuando le pediste que subiera al coche con Zinóviev. ¿Fue el cariño el que te hizo conducir hasta el lago y ayudar a Zinóviev a matarlo?

Luis se había colocado detrás de la silla, impidiendo que Siaka pudiera verle. El joven estaba esposado de pies y manos con unos grilletes que le cortaban la circulación de la sangre.

—Avisé a Laura, te juro que lo hice. Pero no podía comprometerme, tenía que ir con Zinóviev. Él pensaba que yo me había ganado la confianza del niño porque me ofrecí a seguirlo y a vigilarlo… Pensé…

—¿Qué pensaste?

—… Pensé que si yo estaba con él podría hacer algo, ayudarle de alguna manera.

Lo pensó realmente, lo creyó hasta el final. Se imaginó a sí mismo saltando sobre Zinóviev, arrebatándole a Roberto mientras los veía alejarse hacia la orilla del lago. Quiso reunir el valor para hacerlo, enfrentarse a aquel hombre que había sido su dueño desde los once años, que ejercía sobre él un poder paralizante. Y cuando creyó haber reunido el valor y corrió hasta ellos, Roberto flotaba en el lago.

Ladeó la cabeza, tratando de ver a Luis. Escuchaba algo, un pequeño motor. Un taladro eléctrico.

¿Para qué sirven los remordimientos?, se preguntó. Para nada; no iba a creerle, le dijera lo que le dijera, porque ya había hecho su elección. Lo iba a machacar hasta cansarse pero antes quería humillarlo, que se postrara, que suplicase por su vida.

—¿Lo hizo Zinóviev? ¿Suplicó? Porque fuiste tú quien lo mató, ¿no? No fue la Matrioshka, ni fue Laura. Fuiste tú.

Luis agarró el cuero cabelludo de Siaka y tiró de él hacia atrás.

—Suplicó, claro que suplicó. Pero no le sirvió de nada. Y no respondió la misma pregunta que te haré, sólo una vez: ¿Por qué allí, por qué matasteis a mi hijo en el lago donde Laura pasó su infancia?