Cerca de la frontera con Polonia, enero de 1941
Elías abrió la primera página y leyó: «Todas las felicidades se parecen, pero en cambio los infortunios tienen cada uno su fisonomía particular». ¿Qué significaba? En aquel instante sólo palabras. Cerró el libro y acarició el lomo de tono verdoso, Anna Karénina, de Tolstói, con las letras grabadas en dorado. Colocó la novela en el estante, entre El príncipe idiota y La madre. Tal vez la colección formaba parte del decorado, como el gran mural cúbico en una de las paredes. Al observarlo con cierta distancia, se tenía la impresión de que se trataba de un guerrero medieval con lanza a horcajadas de un corcel blanco, el orgullo polaco de la Brigada de Caballería Pomorska; pero al acercarse sólo se adivinaban volúmenes geométricos y manchas de pintura vistosa.
Para detener a las unidades de carros blindados alemanes, aquellos valerosos lanceros se habían lanzado en 1939 a la carga. Debió de ser un espectáculo sobrecogedor y emocionante, miles de corceles resoplando, los cascos batiendo el campo, los gritos de coraje de los jinetes contra el ruido ensordecedor de las máquinas. Tan dramáticamente hermoso como inútil. Una matanza sin sentido, miles de hombres y animales cubriendo con su sangre y sus cadáveres el campo de batalla sin que las máquinas alemanas hubieran sufrido un solo rasguño con la embestida. Pero de eso no hablaba aquella pintura.
En una silla de anea había revistas de la Escuela Militar de Oficiales y un ejemplar de Pravda. Los ministros de Exteriores Ribbentrop y Mólotov se estrechaban amistosamente la mano, pero las relaciones entre germanos y soviéticos ya no eran tan amistosas como el verano anterior. Por primera vez, la prensa soviética criticaba los movimientos de tropas alemanas en sus fronteras orientales y la invasión de Yugoslavia y Grecia. Todavía prevalecía el discurso del Tratado de Amistad con Alemania: «Si lo ha hecho Stalin, lo ha hecho el partido bolchevique, y por tanto, bien está». Y lo cierto era que con poco ruido. Mientras Europa asistía atónita a la caída de Francia en sólo cinco semanas, la Unión Soviética se había anexionado los territorios de su área de influencia acordados en ese tratado, pero el ambiente que Elías encontró al cruzar la frontera polaca era de guerra inminente.
El 22 de junio del año anterior Francia había firmado el armisticio. Elías se había enterado en un tren de carga, escondido entre montañas de cartón mientras cruzaba los Países Bajos, ocupados sin resistencia por las tropas alemanas. Un holandés le había enseñado el periódico que daba la noticia. La Línea Maginot, esa increíble defensa fortificada francesa, se había revelado inútil, los alemanes se habían limitado a esquivarla, penetrando por el cerrojo de Sedán hasta el canal de la Mancha, donde habían hecho reembarcar humillantemente a los ingleses y franceses en Dunkerque. Francia estaba perdida. Hitler, tan amante de los gestos histriónicos, había obligado a firmar la capitulación en el vagón de ferrocarril de Compiègne, el mismo en el que en 1918 los alemanes reconocieron la derrota en la Gran Guerra. Después ordenó la voladura del vagón.
La Francia ocupada cubría el norte y el oeste. Esperanza seguía en el sur, la llamada Francia Libre, con capital en Vichy, pero eso no tranquilizó a Elías. El mariscal Pétain, jefe del nuevo Gobierno, estaba subordinado a las fuerzas de ocupación y la Gestapo actuaba con la colaboración entregada de la gendarmería francesa. Llegaban rumores de deportaciones, fusilamientos y detenciones masivas. Y él seguía sin noticias de su esposa. La orden era tajante. Debía presentarse en Moscú a la mayor brevedad, y solo. Apenas había tenido tiempo de hacerle llegar a Esperanza una nota a través de Pierre, contraviniendo la orden de mantener en secreto su fuga antes de escapar de Colliure. Confiaba en que la hubiese recibido.
«A la mayor brevedad» era una medida de tiempo demasiado laxa y eufemística, teniendo en cuenta las circunstancias. Aunque tras la caída de Francia se había entrado en una especie de drôle de guerre, el movimiento de tropas y los combates eran continuos, desde el Ártico a África, de oeste a este, los ejércitos y la aviación nazi se estaban extendiendo como una mancha. Había tenido que recurrir a todo tipo de transportes, cambios de documentación, de itinerario, peligros y peripecias para alcanzar la frontera con Polonia. Y había tardado seis largos meses en presentarse en aquel edificio magno que ocupaba el cuartel provincial de la NKVD. Se había presentado inmediatamente en las oficinas pero lo habían despachado a una sección de viviendas ocupadas por oficiales del Ejército Rojo, donde le hicieron esperar otros tres largos meses sin darle explicación alguna. Por fin, aquella fría mañana de enero de 1941 un motorista del ministerio del Interior se había presentado con la orden de escoltarlo hasta las oficinas de la NKVD.
Llevaba una hora y media esperando en aquel salón. Junto a la ventana había un gran jarrón de cerámica mayólica con motivos florales, bajo un retrato al óleo de Stalin. ¿Para qué le habían citado en un sitio así? Podía sospecharlo.
Por fin apareció el oficial de guardia. Tenía rango de comandante de artillería, el arma preferida del ejército soviético, y observó a Elías con una indisimulable desconfianza. Lanzó una mirada a lado y lado del salón y pareció darse por satisfecho. Tenía aspecto de árbol raquítico, alto y flaco, sus dedos se movían como las ramas serpenteadas de venitas azules.
Dos minutos después apareció un hombre diminuto vestido de civil con un discreto traje oscuro de corte occidental. Su cabeza redonda era casi calva, raleaba dejando sólo un poco de pelo rizado por detrás de la coronilla. Sus ojos azules eran amables, y miraba por encima de sus lentes redondas. Observó durante unos segundos a Elías con un gesto amistoso, protector, muy distinto al del oficial artillero. No era necesario saber quién era para comprender que detentaba mucho poder, bastaba con ver el envaramiento y la rigidez con la que el oficial le saludó, antes de salir marcialmente de la sala.
—Todo en orden, camarada comisario.
Aquel hombrecillo con aspecto de administrador gris era Lavrenti Pávlovich Beria, comisario general del pueblo para Asuntos Internos, o lo que era lo mismo, el jefe superior de la NKVD, la policía política de la Unión Soviética. Georgiano, como su idolatrado Stalin, le llamaban «el pacificador de Tiflis» donde su fama como depurador del Partido se consolidó a base de purgas y asesinatos de elementos hostiles a las tesis de Stalin. En sus manos tenía a la milicia, a los agentes de aduanas, las administraciones penitenciarias, los campos de trabajo forzosos y la seguridad del Estado. Además, con el clima de preguerra, contaba con un cuerpo de ejército formado por unidades de tierra, artillería y aviación. Controlaba también, y ésa era la razón por la que Elías estaba allí, todos los organismos del espionaje y la policía secreta. De facto, era, con el propio Stalin, quien más poder detentaba en aquel tiempo en la URSS. Y nada de eso parecía pesar sobre sus hombros o su apostura de hombre tranquilo.
Invitó a Elías a sentarse y le preguntó en un francés pulcro por su viaje. Dominaba perfectamente además el alemán y el inglés. Desgraciadamente, se excusó, su español dejaba mucho que desear. Se interesó por la esposa de Elías, la conocía por su verdadero nombre y lo sabía todo sobre su pasado, detalles que ni siquiera conocía el propio Elías; prometió ocuparse de su seguridad y le aseguró que podrían reunirse a la mayor brevedad. Elías comprendió que le estaba mintiendo. Pasaría mucho tiempo, años quizá, antes de verla de nuevo.
—Supongo que comprendes la situación.
Elías asintió, sin nada que añadir. Es lo que se esperaba que hiciera. Beria lo escrutó despacio. Era esa clase de hombre que busca las grietas invisibles en la superficie lisa de una piedra.
—Han cambiado mucho las cosas desde 1934. Mis predecesores tenían otro modo de ver las cosas.
Era un modo, indirecto, de disculparse por lo que Elías había sufrido en Názino. En aquellos meses de espera, Elías había tenido tiempo para hacerse una idea de los cambios a los que Beria se refería. La primera tarea que había emprendido el georgiano había sido la depuración de la propia NKVD, la antigua OGPU. Yagoda, Berman y sus esbirros de la GULAG habían sido ahora las víctimas de sus propios métodos. Beria trató de hacerle ver que era necesario cambiar la mentalidad de los servicios de seguridad. No se trataba ahora de ejecutar sumariamente ni de detenciones indiscriminadas como las sufridas por él y por otros miles de ciudadanos en 1933.
—Los nuevos tiempos requieren pragmatismo, observar, comprender antes de actuar. Naturalmente, ello no excluye ser contundente cuando sea necesario.
«Naturalmente». Aquella palabra sonó como un cuchillo cortando el velo de la inocencia. Elías había comprobado que la policía de Beria era un arma temible, presente en todas partes, golpeando certera donde más dolía a sus enemigos. La información y el contraespionaje eran los campos donde más necesitaba evolucionar siguiendo el aire de los tiempos que soplaban.
—La guerra con Hitler es un hecho que ya nadie discute —afirmó aquel hombre que podría haber sido bibliotecario, coleccionista de sellos o un paciente taxidermista—. Por supuesto, perderán —sonrió—: Nuestra mejor baza siempre ha sido la vastedad de nuestro territorio; desde las invasiones suecas o napoleónicas, el tiempo juega siempre a nuestro favor, pero tenemos que hacer nuestra parte. Yo diría que Alemania atacará en primavera o principios de verano. Nosotros deberemos retrasar su avance cuanto podamos, hasta que llegue el invierno. Luego vendrá el deshielo, y en esas condiciones su guerra mecánica, la «guerra relámpago», como la llaman los nazis, que ha asombrado al mundo, se demostrará ineficaz. Necesitamos personal instruido en la guerra moderna y en los servicios de inteligencia. Y aquí es donde entran hombres como tú, camarada. Pocos agentes tienen tu experiencia y tus superiores han ponderado muy positivamente tu trabajo en el SIM y luego en Argelès. Eres disciplinado, eficiente y frío. Y eso es lo que yo busco en los hombres del nuevo servicio.
Beria se puso en pie, dando por acabada la entrevista. Elías Gil lo imitó, esperando que su jefe dijese la última palabra.
—Todos los hombres tenemos un corazón, es una molestia, ciertamente, pero es inevitable. Tal vez ponemos el servicio a unos ideales por encima de las emociones, porque así debe ser, pero es incuestionable que los sentimientos permanecen, royendo nuestra determinación.
Era una amenaza en toda regla. Sin un mal gesto ni una mala cara. Pero Beria le estaba advirtiendo:
—Sé que nunca vas a olvidar lo que ocurrió en Názino, y puedo entender tu frustración.
—Con todo el respeto, camarada comisario: mi lealtad está fuera de toda duda, creo que ya lo he demostrado sobradamente.
Beria asintió imperturbable.
—He oído que un policía español fue a buscarte a Argelès y que no te detuvo. ¿Por qué?
—No me reconoció.
Beria frunció sus labios finos y acarició el brazo de un sofá.
—No te reconoció… Pero tú sí lo reconociste a él. Ramón Alcázar Suñer es amigo tuyo desde la infancia. Y estuvo bajo tu custodia en Barcelona. Misteriosamente, logró escapar con su mujer y su hijo.
Elías palideció y eso hizo sonreír a Beria. Le gustaba que la gente entendiera desde el primer momento que nadie podía escapar a su mano. Él lo sabía todo, y ésa era su baza.
—Organizaste una buena infraestructura en el campo de Argelès, muchos camaradas te deben agradecimiento por ello, les salvaste la vida a muchos. Pero me han contado historias de senegaleses descuartizados, palizas y asesinatos que no fueron ordenados por el Partido. Ese asunto de Tristán fue un terrible error, Elías. Trabajaba para nosotros, ¿no lo sabías?
Elías abrió la boca con asombro.
—Recibí el papel rojo con su nombre. Colaboraba con los guardias y…
—… Y se encamaba con uno de ellos, lo sé. Pierre y sus papelitos rojos… Ya nos ocuparemos del «panadero», cuando llegue el momento. El caso es que tomaste decisiones por cuenta propia. Y eso no puede tolerarse en las actuales circunstancias. Ya no.
Elías se preguntó qué iba a pasar ahora. Quizá sólo lo habían hecho regresar para fusilarlo. Puede que ésa fuera la intención de Beria, pero por alguna razón no podía cumplir su deseo.
—¿Qué supone la lealtad para ti, camarada? —le preguntó el comisario. Era una pregunta procelosa, uno de aquellos juegos en el límite que tanto le gustaban, una partida de ajedrez donde el jaque mate suponía un tiro en la nuca.
—Supeditar las emociones personales a las razones generales —dijo Elías sin vacilar.
La respuesta agradó a Beria, porque era sincera. Él sabía cuándo los hombres mentían, era su trabajo. Y aun así, continuaba recelando. Por eso había ideado una prueba para aquel teniente del SIM del que todo el mundo hablaba maravillas, pasando por alto sus indisciplinas y sus actos contradictorios, antes de decidir qué hacer con él.
—¿Hasta las últimas consecuencias?
—Hasta las últimas consecuencias.
Beria fue hasta el teléfono que descansaba en la cómoda, dio una orden breve y colgó, observando con una sonrisa inocente a Elías.
Dos minutos después apareció por la puerta un joven elegantemente vestido, como si fuese un industrial americano de California, bronceado y con una sonrisa de oreja a oreja. Vestía un traje entallado de raya diplomática y unos botines. Sus gemelos a juego con el reloj y la aguja de corbata eran de oro. Parecía un mafioso en la cresta de la ola. Y lo era.
—Hola, Elías. Te sienta bien ese parche en el ojo.
Ígor Stern no había perdido un ápice de arrogancia. Al contrario, se había multiplicado exponencialmente, en la misma proporción que su fortuna, según aparentaba.
—Parece que vamos a jugar en el mismo equipo.
Elías buscó la mirada de Beria pidiendo una explicación. El comisario se limitó a escrutar su reacción ante aquella aparición repentina, antes de informarle:
—El camarada Stern colabora con entusiasmo al esfuerzo de guerra de nuestra patria. Sus servicios son muy útiles al Ejército Rojo, nos permite un aprovisionamiento de ciertos materiales necesarios que deben llegar a nuestras fronteras de manera discreta. El camarada Mólotov lo tiene en gran estima. ¿Supone eso algún quebranto de tu lealtad?
Había pasado mucho tiempo. E Ígor no se había dado cuenta de lo rápido que había cambiado su destino desde que en 1935 la puerta de la celda se abrió y vio unas botas enfangadas y un capote que chorreaba sobre el suelo de cemento. Una linterna le alumbró directamente en la cara.
—En pie.
Pensó que iban a fusilarlo, esta vez sí. Había pasado más de un año desde su fuga de Názino, y otros ocho meses desde que por fin dio con Elías y con su pandilla en fuga. A veces se arrepentía de aquel gesto que tuvo con él, dejarle con vida. Una debilidad que habría que lamentar después, como no cerciorarse de que aquel maricón de Martin estuviese bien muerto, lo mismo que su compañero Michael. Pero se sentía demasiado seguro de sí mismo, estaba eufórico. Había ganado: el abrigo de Elías humeaba en la chimenea, y la niña, Anna, estaba en su poder.
Debería haber cumplido la amenaza que le hizo a Elías, dejar que sus hombres la violasen para luego descuartizarla. Pero no lo hizo, y de eso también habría de arrepentirse. Cuando aquella patrulla lo detuvo cerca de los Urales, las pruebas estaban en su contra. El pelirrojo declaró contra él tras recuperarse: contó todo lo que había sucedido, las escenas de canibalismo, el terror que Ígor había impuesto. A favor de aquel maldito inglés podía decir que no exageró ni minimizó nada. Un tribunal lo condenó a morir y le quitaron a Anna.
Así que, una vez más, se disponía a reírse de la muerte y mirarla a la cara aquella noche de 1935 cuando se abrió la puerta de su celda y apareció aquel tipo enjuto vestido de militar. Cruzaron el vestíbulo abovedado y salieron al patio interior por una puerta lateral que estaba abierta. El hombre del capote señaló un conjunto de zaguanes y cobertizos en el extremo oeste. La puerta de la prisión estaba abierta.
—Ya nos veremos, camarada —le dijo aquel hombre, alzando la voz para hacerse oír bajo la intensa tromba de agua que caía, inundando el patio de tierra batida y repicando como un ejército de tambores sobre las techumbres metálicas. Ígor alzó la cabeza hacia el perímetro del muro y la garita que vigilaba ese extremo del patio. Intencionadamente, o por casualidad, el guardia miraba hacia el lado opuesto.
—¿Qué significa esto? —preguntó, receloso.
—Significa que, a partir de ahora, serás un perfecto soviet. Más vale que te des prisa. Las puertas que se abren también se cierran.
Ígor conocía toda clase de hombres y ninguno le asustaba. Pero aquel hombre que le sonreía con los cristales de sus anteojos mojados por la lluvia le hizo estremecer.
Cruzó el patio a la carrera empapándose las botas con los charcos, con el corazón acelerado y preguntándose si el soldado de la garita le dispararía o no.
No lo hizo.
Ígor pensó durante casi un año que era libre. Podía ir a cualquier parte, podía robar, violar o asesinar. Cada vez que estuvieron cerca de atraparle, alguien destensaba la cuerda que se ceñía sobre su cuello. Y él sabía quién era el responsable, y que tarde o temprano vendría a reclamar el pago de su deuda. Lo hizo una noche, en una comisaría cercana a Leningrado. Esta vez no había hecho nada para que lo detuvieran, los policías vinieron a buscarlo y lo llevaron en presencia de aquel hombre, Beria.
—Ya te has divertido bastante; es hora de que empieces a trabajar.
Ígor empezó formando parte del reducido grupúsculo de delatores e informadores al servicio de Beria. Normalmente despachaba con su ayudante, Dekanozov, un tipo con un sentido del humor siniestro, poco amigo de las medianías con el que Ígor se entendía perfectamente. Pero a veces era el propio Beria quien le hacía llamar.
Poco a poco fue ganando responsabilidades, hasta que dos años después llegó su momento. El trato al que llegaron era sencillo: Ígor tendría carta blanca para organizar una red de comercio negro, contrabando de todo tipo de cosas ilícitas, con la condición de que una parte sustancial fuese a las reservas de la NKVD (del propio Dekanozov y de Beria). Cuando fuese requerido debería transportar otro tipo de mercancías camufladas entre las habituales: armas pesadas, prototipos de motores de aviones alemanes, minerales como el volframio, explosivos experimentales. A veces debía dar cobertura a agentes de la NKVD, camuflándolos como miembros mafiosos de su banda, trasladándolos a Polonia, Finlandia, Francia, Inglaterra o Alemania. Otras, se le pedía que actuara directamente como agente informante, infiltrándose en las redes autóctonas de delincuentes para obtener información sobre los vicios de políticos, militares o miembros influyentes de las potencias extranjeras. Un material que después los hombres de Beria utilizaban para chantajearles y obtener informaciones mucho más valiosas.
A Ígor le divertía aquel juego azaroso, siempre desmedido y al borde del precipicio. Era consciente de que Beria se desharía de él en cuanto dejase de serle útil. Y su trabajo consistió durante aquellos años en hacerse necesario a toda costa. Cuando llegó la gran purga que acabó con Yagoda y con Berman, y Beria fue ascendido a jefe de la NKVD, la puerta del futuro se abrió completamente, de par en par.
Ahora era un rico y reconocido empresario, tolerado por el Partido, que hacía la vista gorda con su exceso de presunción. Sus negocios, una parte de ellos, tenían una cobertura legal: suministraba equipamiento al ejército, ganaba divisas en dólares y marcos alemanes que guardaba en bancos de Suiza. Sus contactos eran de alto nivel, dentro y fuera del país, podía acceder a la mayor parte de cancillerías y a altas personalidades de la cultura y la inteligencia del momento. Se había refinado, su gusto por la música, el teatro y la grandeza de los salones le había convertido en un personaje que casi hacía olvidar su origen de judío carretero. La vida le sonreía por fin, y lo único que tenía que hacer era seguir siendo imprescindible para aquel hombrecillo. Tenía veintisiete años y estaba en la cumbre del mundo.
Y desde esa cumbre observaba ahora a Elías Gil. También había cambiado en aquellos seis años, y de alguna manera su presencia en el despacho de Beria era indicadora de en qué sentido. Elías se había convertido en un funcionario al servicio de quienes lo encerraron en Názino. ¿Qué obtenía a cambio? Esa pregunta intrigaba a Ígor Stern.
Beria le había hecho una pregunta a Elías y esperaba una respuesta. Stern también. Puede que ambos esperasen en su fuero interno la misma respuesta: que Elías renunciara a trabajar con el hombre que había sido causante de sus desgracias. Pero se equivocaron.
—Mi lealtad al Partido y al pueblo soviético no sufren ningún quebranto, camarada. Puedo trabajar con Stern si con ello se beneficia nuestra causa.
—Se beneficiará, estoy seguro de ello —dijo el comisario de la NKVD dando por zanjada la reunión.
Dos días después, un coche se detuvo frente al modesto edificio de apartamentos donde se alojaba Elías. De él descendieron un hombre y una niña de unos diez años. Los testigos, atónitos ante la aparición de aquella pareja vestida con todo lujo en un barrio de carencias, relatarían que la niña parecía un ángel, vestida con un grueso abrigo de pieles que hacía juego con su bonito sombrero, bajo el que lucían unos graciosos tirabuzones dorados. Su mirada y su porte resultaban casi tan arrogantes como las del hombre que la cogió de la mano. Aquella niña era Anna Ajmátova y el hombre que cogía su mano era Stern.
—Quería que la vieras.
Elías permanecía de pie en medio de la estancia, mirando a aquella chiquilla que ya no se parecía en casi nada a la niña que él abandonó en manos de Ígor. Stern quería que admirase su obra, lo que había hecho con ella, el modo en que, poco a poco, la estaba moldeando para hacerla a su imagen y semejanza.
—¿Quién es este hombre, papá? —le preguntó Anna a Ígor, estrechándose contra su pierna. Aquel apelativo hirió a Elías y satisfizo a Stern. Anna iba adquiriendo la misma mirada resolutiva y un instinto que todavía habría de desarrollarse más para dejarse querer por aquel hombre que le acarició entregado su cabecita rubia.
—Míralo bien, Anna, y no olvides su cara: ése es el hombre que mató a tu mamá. La dejó ahogarse en el río Názino para salvar su miserable vida. Y también te hubiese matado a ti, sin dudar.
La niña no podía comprender aquellas palabras ni su verdadera dimensión, pero con esa agudeza de los animales adaptativos entendió que se esperaba de ella que mirase al desconocido con odio y repugnancia. Y fue de lo más convincente.
—Ve al coche y espera allí. Iré enseguida.
Anna lanzó una última mirada de soslayo a Elías y éste entrevió a través de una neblina de gestos aprendidos un resquicio que le recordó a su madre. Algo en su interior le dijo que, algún día, ese espíritu heredado se rebelaría contra la mortaja donde la estaba encerrando Ígor. Una débil ilusión para reconfortarse.
—No me la comí, después de todo.
Pretendía ser un comentario cáustico. Pero era algo mucho más profundo.
—¿Beria sabe quién es ella?
Ígor abrió una pitillera de plata, sacó un cigarrillo norteamericano y lo sacudió con golpecitos en la tapa. Todo en él se había vuelto más sofisticado, pero bajo esa apariencia de civilización esforzada seguía el lobo hambriento que quizá añoraba las noches de nómada.
—Beria sabe cuántas veces caga al día el último campesino de este país. Y mientras sigan llegando las divisas y sus camiones no le importa nada más. Ese hombrecillo con cara de paleto podría devorarnos a ti y a mí de un mismo mordisco sin inmutarse. Él es el verdadero poder.
Y eso era a lo que Ígor aspiraba; se había vuelto ambicioso, mucho más de lo que siempre fue; había vislumbrado el brillo de ese bien intangible y no estaba dispuesto a dejarlo escapar. Elías pudo verlo en su mirada. Algunos hombres sucumben a las desgracias, y otros se hacen más fuertes. Ígor era de éstos, podía negociar con los rusos, con los alemanes, con los ingleses o con el mismísimo Diablo si ello le beneficiaba.
—¿Qué quieres, Ígor?
Stern encendió el pitillo y sacudió la cabeza.
—¿Todo?
«Te quiero a ti», decía su mirada furibunda: «Lo que no puede comprarse ni venderse con dinero». «Quiero tu respeto, y si no puedo tenerlo, entonces quiero tu sumisión y tu miedo».
Continuaban, después de seis largos años, manteniendo la misma lucha, ahora en otro escenario.
—¿Existe la posibilidad de que seamos amigos? No te pido devoción, digamos que sólo una muestra de que el pasado quedó atrás.
—Acabas de decirle a esa niña que yo maté a su madre.
—¿Y no es cierto? Suena horrible, porque lo es. Hicimos lo que teníamos que hacer para sobrevivir. Como ahora. Y cuando todo esto pase nos juzgarán con mucha dureza, te lo aseguro. Tus hijos y tus nietos te señalarán con el dedo, te llamarán salvaje y asesino. De mí dirán cosas peores, lo sé. Y tendrán razón, pero ninguno de ellos estará aquí, ni en Názino. Los jueces siempre juzgan desde su atalaya. Con un poco de suerte, si la moneda cae de cara, otros escribirán que fuiste un héroe de la Revolución, un idealista comprometido y valiente. Particularmente, la posteridad me importa una mierda, pero puede que para ti signifique algo.
Elías guardó silencio. Ígor siempre había hablado demasiado, como si quisiera construirse a través de las palabras y desdecir con ellas la evidencia de sus actos. Era un miserable. Sólo eso.
—La única posibilidad de que tú y yo seamos amigos es que el cielo y la tierra se fundan. No me importa a qué clase de acuerdos has llegado con Beria, ni cómo has medrado hasta llegar donde estás; ten clara una cosa, Ígor: el ojo que me arrancaste te perseguirá y te alcanzará por muy alto que te eleves. Y un día, ahora o dentro de cien años, te arrancaré la cabeza con mis propias manos.
La aparente placidez de Ígor Stern se deshizo demasiado rápido para sus hábitos aprendidos recientemente; el fracaso de ese barniz de hombre contenido se hizo evidente. Apretó los puños y ladeó con sarcasmo la cabeza en dirección a la puerta por donde había desaparecido Anna, que le había llamado «papá».
—Todavía tengo hambre, y aún conservo a mi presa; no lo olvides.
A principios del mes siguiente, Elías fue destinado con rango militar a la Escuela Superior de Servicios de Información de Moscú, conocida popularmente como la Academia. Los alumnos seleccionados de entre las diferentes escuelas de policía que se consideraban con aptitudes eran instruidos en política general a cuenta de comisarios políticos, quienes además de adoctrinamiento, daban clases de historia del Partido Comunista. Pero la base de su formación consistía en el manejo de información, captación de potenciales agentes, tácticas de espionaje y contraespionaje, redacción de informes codificados y trabajo de campo. Cuando salían graduados lo hacían como capitanes o lugartenientes de la NKVD.
Uno de aquellos instructores era Vasili Velichko. Había ascendido desde su época en la Academia de Aviación de Túshino hasta borrar todo vestigio del joven imberbe que en 1934 presentó su informe sobre lo ocurrido en Názino a la viuda de Lenin y al secretario del PCE, José Díaz. Ahora era coronel del arma de Aviación, y el pelo encanecido prematuramente y una perilla gruesa le habían echado muchos años encima, pese a que apenas tenía cumplidos los veinticuatro. Aquél era un tiempo de viejos prematuros para quienes la vida privada no contaba ni existía.
Velichko se había vuelto hábil y había sabido esquivar las repetidas purgas en los servicios de seguridad pese a haberse granjeado serias enemistades tras la redacción de aquel informe que terminó llegando a las manos del mismísimo Stalin. Se decía que su protector era un tío suyo, jefe de la 4.ª sección del Estado Mayor (los servicios de inteligencia militar depurados por Yéjov), y eso le mantenía a salvo. Aquel joven instructor de la academia de defensa civil había acerado su inteligencia hasta convertirse en alguien dotado de una percepción especial, tenía una alta idea de su misión y un patriotismo a toda prueba. La suma de todas esas cualidades lo hacía muy eficaz y valorado en la Academia, aunque él soñaba con ser destinado a alguna unidad de cazas.
Se alegró sinceramente al reencontrarse con Elías. Juntos recordaron el pasado, pero sobre todo hablaron del futuro. Velichko estaba al corriente de la situación de Stern y de su proximidad con el poder.
—Vienen tiempos duros, amigo mío, y necesitamos de esa clase de carroñeros. Para ellos no existen las reglas que nos constriñen a nosotros y eso los hace útiles. ¿Conoces el caso del general Kutépov? —Elías asintió. Uno de los viejos generales de la Guardia Blanca secuestrado y asesinado en París por la OGPU—. Pues siete años después se repitió lo mismo con su sucesor, el general Miller. El día que lo eliminaron, un mercante soviético, el Marija-Ulyanova estaba atracado en el puerto de Le Havre. Un vehículo de nuestra embajada descargó un enorme baúl que fue cargado con toda rapidez en el mercante. El Marija-Ulyanova levó anclas minutos antes de que llegara la policía francesa. ¿Sabes qué transportaba ese baúl?
Elías tenía una idea. El viejo general Miller.
—Exactamente. El mercante y la tripulación, como los hombres que trasladaron el baúl, todo pertenecía a Ígor Stern. Si la policía francesa hubiese abortado el dispositivo no podría haber acusado formalmente a nuestros servicios de inteligencia. Stern habría corrido con la responsabilidad. Cobra un alto precio, pero vale la pena pagarlo. Así es la realidad ahora, Elías. Mientras tú estabas en la guerra de España y en Francia, Ígor Stern no se quedó de brazos cruzados. Se ha vuelto un tipo muy importante.
—Vi a Anna, Vasili. Ígor la trajo para que viera y oyera en primera persona cómo ella lo llamaba papá.
Velichko entornó los párpados, masticando un pensamiento amargo con las mandíbulas apretadas.
—Los cuatro primeros años estuvo en un orfanato a las afueras de Kiev. No era un sitio agradable, pero logré localizarla y me ocupé de que no le faltase de nada. Es una niña fantástica. —A Vasili se le encendieron los ojos—: Risueña, inteligente, muy despierta y comunicativa. Cuando iba a verla me hacía pasar por su hermano mayor, a veces podía alquilar un apartamento y sacarla de aquel lugar horrible durante unos días, íbamos a pasear al bosque, patinábamos en el lago… Incluso la testaruda de mi madre se encariñó con ella. Un día me enteré de que Ígor había reclamado su paternidad. Falsificó los papeles y no dudo de que fue con el beneplácito de Beria, una pequeña dádiva en pago por el secuestro de Miller. Me las he apañado para seguir viéndola cada cierto tiempo. Crece muy deprisa, y se da cuenta de qué clase de hombre es Ígor, pero entiende que no puede hacer sino fingir que le quiere. Hace un año me llamó una patrulla de la milicia. La habían encontrado sola en la estación de Moscú y había dado mi nombre. Se había escapado de la dacha donde Ígor la tiene recluida. ¿Puedes creerlo? ¡Con sólo nueve años se plantó en Moscú! Las autoridades no quisieron escucharme: Ígor la reclamó y hube de entregarla. Sé lo que creíste ver, Elías. Pero Anna es digna hija de Irina Ajmátova. Siempre que puedo la visito, sobre todo cuando Ígor está fuera, hablamos mucho y trato de que no pierda la esperanza. Pero ahora la guerra se avecina y no hay tiempo para sentimentalismos ni causas personales. Todo queda aplazado sine die. Y tú debes entenderlo.
Y la guerra llegó puntualmente. Inevitable. Aquel domingo, Elías estaba leyendo el diario Izvestia, cuya portada venía ocupada por un informe sobre las escuelas públicas, cuando Vasili Velichko irrumpió en su habitación con la expresión demudada y la mirada enfebrecida.
—Los alemanes han cruzado nuestras fronteras. ¡Voiná, Elías, voiná! —¡Guerra! Aquel grito recorrió como una descarga eléctrica todo el país. Era el 22 de junio de 1941.
Dos días después se decretó la movilización general. Velichko, con otros oficiales aviadores, fue enviado voluntario a los aeródromos de Bielorrusia. El día de la partida no estaba eufórico, pero sí tenía una actitud de firme gravedad. Había estado preparándose para este momento durante los últimos dos años y había llegado la hora.
Se dieron un largo abrazo, intercambiaron promesas de reencontrarse pronto y Vasili se despidió con un último consejo.
—Ten cuidado con Ígor. Ahora será más peligroso que los nazis. La porqueriza es su medio natural.
En pocas semanas las defensas rusas fueron arrolladas por tres grupos de ejércitos alemanes que ocupaban un frente de 3000 kilómetros, de norte a sur. El ejército norte se dirigió directamente a Leningrado, el centro tenía como meta Moscú, mientras que el del sur avanzaba con pasmosa rapidez por Ucrania, hacia Kiev y Járkov. Más de tres millones de hombres, 650.000 vehículos, cerca de 3000 carros blindados y 2000 aviones se lanzaron a tumba abierta sobre las unidades soviéticas. Sólo la primera semana de la invasión, la Luftwaffe destruyó 1200 aparatos de la aviación soviética. Y entre ellos estaba la escuadrilla de Vasili, derribado sobre la frontera con Polonia. Elías lo leyó en el parte del mando operativo del frente occidental, donde estaba destinado. El valiente Velichko ni siquiera había tenido ocasión de poner a prueba su pericia como piloto. Las noticias que llegaban al cuartel militar de la NKVD para el frente de Leningrado eran desoladoras: en el primer día del ataque, las tropas alemanas habían penetrado más de cuarenta kilómetros en el centro siguiendo el eje Minsk-Smolensk-Moscú.
En el frente de Ucrania, los prisioneros soviéticos capturados en la bolsa de Kiev superaban los 650.000 y otros centenares de miles habían caído también en Bialatov, Smolensk y Briansk. El golpe de efecto perseguido por los nazis llegó del lado de la propaganda: un oficial le mostró a Elías un ejemplar de la revista Signal, el órgano propagandístico nazi que se repartía entre los soldados del Eje: en las páginas interiores aparecía un ilustre prisionero que se había entregado el 16 de julio a las tropas que habían cercado su unidad de artilleros. El mensaje estaba claro: si el teniente de artillería del 7.º cuerpo, Jacob Dzhugachvili había caído en las garras del ejército alemán, ningún soldado del Ejército Rojo estaba a salvo. Aquel teniente era el hijo de Stalin.
Elías había vivido la guerra de España, la lucha intestina en Barcelona de 1937, la retirada y los campos de concentración franceses. Creía que después de todo eso y de Názino, nada podría sorprenderle ya. Pero se equivocaba. Cuando en octubre la NKVD tuvo conocimiento de que una división de voluntarios españoles iba a entrar en acción en el cerco a Leningrado, encuadrada en los ejércitos alemanes del sector norte, fue enviado allí inmediatamente.
Lo que encontró a su paso le heló la sangre. Aquélla no era una guerra que buscase la conquista de un territorio o su defensa. Era un enfrentamiento de exterminación, no se trataba de vencer al oponente, sino de borrarlo literalmente del mapa. Se combatía con una ferocidad sin tregua, un odio implacable y una crueldad infinita. Quizá el pronóstico de Beria se acabaría cumpliendo y los alemanes se terminasen desgastando ante la infinita tierra soviética que lo engulló a él mismo en Názino, pero entretanto, tal vez no quedase un solo hombre en pie de uno u otro bando.
Los soviéticos practicaban la estrategia de tierra quemada, arrasaban en su retirada pueblos enteros, ciudades, destruían las vías de comunicación y abrasaban los cultivos, matando a los animales de corral y el ganado que no podían acarrear. Los soldados muertos eran despojados de toda su equipación, abandonados al sudario del hielo. En el camino al frente de Leningrado, Elías vio escenas dantescas y surrealistas.
En medio de la nada helada, un bosque de manos desnudas emergía del hielo, como si los muertos buscasen los engañosos rayos del sol invernal. Un perro se había congelado al caer al agua y la mitad de su cuerpo asomaba en la orilla con las patas delanteras a punto de conseguirlo. Y en medio de la inmensidad aparecía de vez en cuando un punto negro y humeante, una casa de campesinos calcinada con la chimenea de mampostería humeando como si aún perdurase el calor del hogar. Los cuervos se posaban sobre las cabezas heladas de los soldados caídos, picoteaban sus ojos congelados y sus picos rebotaban contra el hielo.
Los muertos de la división de voluntarios españoles eran reconocibles por sus camisas azules. A pesar de que vestían el uniforme de la infantería alemana, se habían negado a desprenderse de sus camisas de falangistas. Empezaron a llamarlos divisionarios azules. No todos eran voluntarios, pero a Elías le sorprendió que muchos de los apresados lo fueran. Estudiantes universitarios del SEU, políticos de rango medio, profesores, médicos, sobre todo entre los cuadros intermedios y los mandos. Según las informaciones de la NKVD eran unos 18.000, divididos en tres regimientos, además de zapadores, artilleros y aviadores.
—¿Qué hacéis aquí, luchando en esta guerra que no es vuestra?
El prisionero era un sargento de infantería. Su pelotón había sido barrido una hora antes por una ametralladora de la compañía de la NKVD a la que pertenecía Elías. Le había sobrecogido que, aun heridos, muchos de aquellos soldados hubieran continuado arrastrándose dejando tras de sí un rastro de sangre y vísceras hacia las posiciones defensivas de la ametralladora. Habían muerto casi todos en el primer ataque, y habían continuado atacando a campo abierto hasta quedarse sin efectivos.
—En las trincheras hace frío. Mejor calentarse con una buena pelea —respondió aquel sargento, malherido por un disparo en el costado. Otros dos prisioneros le rieron la gracia con una risa descarnada y animal.
No dijeron nada. Aguantaron la tortura cagándose en la madre que parió a Stalin, y cuando Elías apuntó con su revólver a la frente del sargento, éste le fue al encuentro pegando la frente al cañón.
—¡Arriba España, rojo de mierda!
Elías apretó el gatillo.
Aquella noche le escribió a Esperanza.
¿Por qué este odio? Hoy le he disparado en la cabeza a un falangista. Eso me repetía a mí mismo, mientras veía su cuerpo a mis pies, retorcido como una cosa amorfa; a un enemigo. Pero la verdad es que he matado a un ingeniero químico de treinta y dos años, que se llamaba Rogelio Miranda, natural de Medellín, según constaba en la cartilla militar que llevaba encima. Un minero de Mieres le dispara en la cabeza a un químico de Medellín en un lugar que no significa nada, frente a una iglesia ortodoxa que nosotros defendemos y ellos atacan a miles y miles de kilómetros de nuestras casas, de nuestras vidas. Tenía familia, he visto la fotografía que llevaba en la cartera. Dos hijos, preciosos, de seis o siete años. Su mujer es guapa, morena, alegre. Da calor en este frío mirarla.
¿Quién le dirá que lo han matado? ¿Sabrán sus hijos alguna vez que yo he sido su asesino? ¿Entenderán por qué murió su padre aquí? ¿Lo entenderemos nosotros alguna vez, Esperanza? A los nazis les sorprende la ferocidad con la que estos divisionarios rebeldes e indisciplinados se lanzan contra nuestras posiciones, y a los comisarios del Ejército Rojo les asombra la violencia con la que responden los voluntarios españoles que luchan en nuestras filas, nos ponen como ejemplo de valentía y de soldados aguerridos. No entienden nada, ni los alemanes ni los soviéticos. Se creen que luchamos por ellos, pero sólo lo hacemos contra nosotros. No entienden que basta con que de un lado se grite el nombre de Belchite, o de Badajoz, o de Toledo, para que unos y otros se lancen al envite como perros rabiosos. Ver el pendón de los batallones divisionarios enciende a los nuestros más que la cruz gamada; alumbrar la bandera republicana desde nuestro lado es acicate más que suficiente para que ellos se lancen con ira contra nosotros. ¿Cuánto daño nos ha hecho aquella guerra? Demasiado. Me pregunto si alguna vez podremos dejar atrás todo esto, y me aterra la respuesta.
Ten cuidado, yo lo tengo. Esto acabará, de un modo u otro, y volveremos a estar juntos, te lo prometo.
En Leningrado, 23 de diciembre de 1941
Tu esposo
Elías leyó aquella carta escrita en su refugio a la luz de un candil de débil llama. Entre las ruinas de la iglesia que humeaba todavía, dormitaban los hombres agotados de matar y de evitar que les matasen. Los heridos estaban alineados en lo que quedaba del presbiterio. No gritaban, sólo se movían inquietos y de vez en cuando lanzaban un quejido quedo, sin fuerza, lloraban, imploraban a su madre, a su novia, a sus hijos que no les abandonasen en aquella noche oscura y fría. No querían morir solos. A través de las ventanas arrancadas por la metralla se veía el campo cubierto de cadáveres, la mayoría divisionarios.
Eran pequeños montículos oscuros que iban cubriéndose de nieve. De vez en cuando se escuchaba la detonación de un fusil y se veía el fogonazo del disparo. Una patrulla estaba rematando a los que agonizaban. No podían hacerse prisioneros; no había medicinas para sanarlos ni alimentos ni agua suficiente. A lo lejos, más allá del lago, el resplandor de las bombas cayendo sobre la ciudad de Leningrado era un hermoso espectáculo de pirotecnia. No podía escucharse el estruendo de las detonaciones más que como el rumor de una tormenta que ¿se alejaba? Ni podían oírse los gritos de los mutilados, los heridos, los muertos.
Alguien dijo que en las trincheras de los divisionarios se estaban cantando villancicos. Elías sonrió. Su padre era ateo, y jamás permitió en casa aquella clase de celebraciones, pero él siempre envidió a sus amigos, como Ramón, cuando los veía desfilar camino de la iglesia para la misa del gallo con sus zambombas y sus panderetas.
Le hubiera gustado levantarse, dejar su revólver y su cinto y recorrer los cuatrocientos metros escasos que le separaban de la línea enemiga, y sentarse con ellos a compartir tal vez un poco de turrón y pedirles que le enseñaran a cantar esos villancicos que nunca pudo aprender. Pero tuvo que conformarse con la noche oscura, sin estrellas que anunciaran buena nueva alguna ni epifanía.
«Paz a los hombres de buena voluntad en la Tierra» había escrito alguien en la nieve. Tal vez en otra tierra, pero no en ésta. Los únicos hombres de buena voluntad yacían sepultados bajo la nieve.