Barcelona, 8 de octubre de 2002
—¿Por qué no dices nada?
Gonzalo veía a Javier al otro lado del cristal. Sus dedos impresos en la superficie transparente querían tocarlo, pero no lograban alcanzarlo. Tampoco podía escuchar su voz. Tal vez no despertaría nunca. Eso habían dicho los médicos que le habían operado durante seis largas horas. Nunca. Esa palabra pesaba como una losa.
—Gonzalo, por favor, di algo, lo que sea, grítame, insúltame, pero no me dejes sola.
Notó la mano de Lola sobre su brazo y no sintió nada, ni ira, ni lástima, ni pesar, ni amor. Nunca. Nada. Todo era demasiado definitivo. Unas horas antes estaba sentado frente a Anna Ajmátova, escuchando la voz de esa anciana en la penumbra, una voz extraña sin un rostro visible, sin la posibilidad de adivinar en la oscuridad de la librería qué emociones la acompañaban.
—No quiero que vuelvas a ver a mi hija.
Y detrás de esa frase vino un silencio espeso, pero aun así, la intención de la anciana resultaba transparente.
—Perdone que le pregunte, pero ¿por qué razón habría de hacerle caso?
La anciana hizo un gesto como de abanico antes de levantarse de la silla y emerger hacia la luz con una sonrisa sin recelo.
—Se me ocurren muchas razones, pero estoy segura de que tú puedes pensar en algunas más convincentes. Ya hemos sufrido bastante, todos, Gonzalo. No necesitamos colmar la copa, ¿no te parece?
Dijo aquello con un desprendimiento que no se correspondía con el secreto que escondían sus palabras, algo que al parecer no necesitaba ser nombrado para existir; algo que Gonzalo ya sabía, pero que había olvidado voluntariamente.
—No la entiendo.
—Oh, claro que me entiendes. Me entiendes perfectamente.
Esa sonrisa despreocupada seguía en su boca, amable pero con una afirmación implacable cuando apareció Tania. Les había escuchado hablar y había bajado los escalones descalza, apenas cubierta con una camisa. Se había acercado tan silenciosamente que Gonzalo no se dio cuenta de su presencia hasta que la anciana, alzando la mirada, guardó silencio. Tania acarició casi de pasada la nuca de Gonzalo, apenas la rozó para que él notara su presencia y se sintiera seguro.
—Está amaneciendo; deberías marcharte.
Gonzalo fue testigo mudo del duelo de silencios entre madre e hija, midiendo sus fuerzas, desafiándose a una pelea de final imprevisible. Comprendió que él era el objeto de esa tensión, pero no acertó a entender el motivo. Pero sabía que estaba vulnerando algo, que estaba rompiendo una intimidad que sólo pertenecía a aquellas mujeres, de modo que se marchó, despidiéndose con torpeza, sin encontrar el gesto adecuado.
Aún caminaba calle abajo, pasando ante la persiana bajada del Flight, cuando sonó el teléfono. Era Lola, su número palpitaba como una acusación en la pantalla del móvil y Gonzalo se sintió un poco sucio, un poco mezquino, un poco miserable. Lo suficiente para no contestar y permitir que la llamada se agotase.
Debería haber contestado. Tal vez podría haber hecho algo. Era un pensamiento estéril y falaz. La llamada desesperada de Lola grabada en el contestador de su apartamento no dejaba lugar a opciones. Estaba en urgencias del Valle de Hebrón. Javier se había pegado un tiro en el pecho.
Del resto de los detalles se enteró en las horas siguientes, mientras operaban a vida o muerte a su hijo. De repente ninguna certeza era más absoluta que ésa, era su hijo. Se dio cuenta de ello mientras Lola le contaba la verdad, antes de que llegase la policía. Gonzalo la escuchó sin emitir un solo gemido, sin mover un músculo de su rostro helado, pero por dentro sintió que le estaban serrando los tendones y separándole los músculos de los huesos. Vio las lágrimas de Lola manchando la mesa de la cafetería del hospital, contempló sus uñas pintadas, la mano donde aún lucía la alianza de boda, las pulseras de fino oro, los montículos pálidos de sus nudillos, y lo único que pensó fue que eran aquellas manos las que habían empuñado el arma, las que habían apretado el gatillo contra el corazón de su hijo. La bala, caprichosa, no había querido encontrar el camino hasta el centro de la diana, o tal vez Javier había dudado en el último instante y ese mínimo quebranto de su voluntad había permitido que la bala se alojase a la derecha del corazón, dejando con ello abierta la ínfima posibilidad de vivir por la que ahora porfiaban los cirujanos.
Patricia le contó el resto. Gonzalo le dijo que Javier había tenido un accidente pero que se recuperaría. Apretó tanto la afirmación que quiso hacerla posible con su voluntad, pero Patricia intuyó algo, siempre había sido demasiado sabia para su edad, tanto que asustaba a los demás. Sus ojos se abrieron como platos y casi se le juntaron con la boca, en una especie de grito mudo. Cuando Gonzalo intentó abrazarla, para consolarse a sí mismo con la cercanía de su hija, la niña huyó escaleras arriba. Volvió a los cinco minutos y le dio unas fotografías. Le temblaba todo el cuerpo, pero no lloraba.
—Es por esto, ¿verdad?
Gonzalo vio las fotografías de su hijo desnudo, besándose sonriente con el joven amante de Lola. Ingenuo, poco precavido, se había prestado a una sesión explícita y dolorosa. Patricia le contó que sabía que las guardaba desde hacía meses, que lo había visto mirarlas y hacer «eso» y luego llorar desconsoladamente. Lola se negó a mirarlas, enloquecida, fuera de sí. Algunas estaban rotas y pegadas después, como si fueran el testimonio de la lucha feroz que Javier había mantenido silenciosamente contra sus sentimientos encontrados durante tanto tiempo. Y entonces, aquellas palabras suyas, cuando Gonzalo estuvo ingresado tras la agresión de Atxaga, cobraron sentido. Aquellos puntos suspensivos al final de las frases de su hijo, sus miradas, su recelo, todo eran gritos de auxilio, voces que le pedían ayuda en silencio. Y él no había sabido escucharlas.
No era Lola, era él quien había comprado aquel revólver, era él quien le había mostrado un desprecio que no merecía, era él quien se había negado a ver las señales de lo que se avecinaba. Quien no había visto crecer ese muro de silencio que se había vuelto insalvable. ¿Qué podía reprocharle a su esposa? ¿Lo mismo que él había estado haciendo unas horas antes con Tania? ¿Importaban las razones de uno y otro? ¿Importaban los matices?
—¡Yo no lo sabía, Dios mío, si lo hubiese sabido! —Sollozaba Lola acurrucada en el suelo del dormitorio, ahogando los llantos con la almohada para que Patricia no pudiera escucharlos. Su mirada rota imploraba a Gonzalo que la creyera, y él la miraba sin verla, sin oírla, como cuando se quitaba las gafas y el mundo de las apariencias desaparecía para volverse perfiles borrosos e inconcretos.
Se sentó en el suelo junto a ella y dejó que sus brazos la abrazaran de manera mecánica. Lentamente sus entrañas estallaron una y otra vez, una y otra vez, en una ola de fuego y desesperación que le ahogó la garganta sin aliviarle del llanto. Sólo esa náusea que precede al vacío absoluto.
El viejo lobo del zoológico estudiaba a Gonzalo con indolencia. Merodeaba alrededor de su recinto y al menos una vez se acercó lo suficiente al foso como para que sus colmillos amarillos y desgastados fueran visibles. Parecía preguntarle a aquel hombre por qué razón seguía yendo, semana tras semana, a sentarse tras la mampara sucia y observarle con aquella atención reconcentrada. «¿No lo ves? Esto es lo que soy. ¿Por qué no te largas y me dejas en paz?».
Pero Gonzalo continuaba allí, fumando un pitillo tras otro, deseando hacerle confidencias. Cosas que sólo aquel viejo animal sin alma podía comprender.
—Si saltase la mampara ni siquiera tendrías interés en atacarme, ¿verdad? Me olfatearías y decidirías que no vale la pena desgastar tus exiguas energías conmigo. Apuesto a que ni siquiera mostrarías la intención de escapar si te abriera la puerta de tu encierro. No te interesa nada de lo que hay aquí fuera, ya no. Y ¿sabes lo divertido de todo esto? Yo quería ser como tú antes de verte así. No te veía a ti, me veía a mí. Un lobo salvaje, libre de todas las ataduras. ¡Qué estupidez! En esto nos convertimos, nos amansamos y aceptamos nuestro designio. Debería haberme dado cuenta antes de que todo pasara. Es una locura. No soy ningún lobo, no soy Laura, ni soy mi padre. Ni siquiera soy quien mi madre siempre quiso creer que era.
El lobo sacudió la cabeza, dio un paseo a lo largo del perímetro, olfateó sus heces y se ocultó a la vista de Gonzalo tras unos arbustos. A través de las ramas, Gonzalo adivinaba sus ojos de color miel y su lengua roja jadeando.
—Eso hacemos tú y yo, escondernos, pasar inadvertidos. Lo nuestro es el paso ligero, la economía emocional. Hay que aceptarlo, y tú pareces haberlo logrado. ¿Cómo? ¿Cómo se aprende esta clase de resignación?
—Se llama pragmatismo, aunque hay quien prefiere confundirlo con inteligencia y adaptabilidad.
Hubiera podido pensarse que era el lobo quien tomaba la voz, aburrido, hastiado de aquella presencia incómoda y de sus interpelaciones depresivas. Pero no era el lobo. No del de la clase de la jaula, al menos, pensó Gonzalo al girar la cabeza a su derecha y ver a Alcázar.
—Un lugar extraño para vernos —dijo el exinspector.
¿Por qué extraño? ¿No eran ambos bestias enjauladas? Allí estaban en su medio, tan bueno como podría serlo una celda de la cárcel. Que era lo que le esperaba a su hijo si, como le habían dicho los médicos tras una semana en observación, se recuperaba del coma y el postoperatorio continuaba con su progresión positiva.
Alcázar se sentó a su lado y lanzó una ojeada melancólica.
—Esto ha cambiado mucho desde que mi padre me traía aquí cuando era pequeño. Me acuerdo de que nada más traspasar la puerta del parque de la Ciudadela ya se olía a las bestias y ese olor me encantaba.
Gonzalo no dejaba de admirar la suave hipocresía del exinspector. Había leído el expediente sobre Alcázar que Luisa recopiló para él.
—¿Su padre le traía aquí?
—Así es.
Evocando sus recuerdos de infancia, comiendo altramuces en un cucurucho, como un anciano melancólico; encantador. El mundo de las apariencias era sorprendente. Nadie podría imaginar que aquel abuelo apacible que movía el mostacho como si rumiase era un mercenario capaz de amenazar con hacerle daño a una niña pequeña si se contrariaban sus deseos.
—¿Y lo hacía antes o después de arrojar por la ventana de la comisaría a los detenidos? ¿Cómo era la cosa: firmaba atestados que suponían penas de muerte y luego, para relajarse, se comportaba como un padre cualquiera?
Alcázar asumió el golpe sin pestañear. Estaba acostumbrado a esa connivencia perversa entre las medias verdades y las medias mentiras, a medio camino de lo que se sabe y lo que se cree saber. Él mismo tardó muchos años en comprender por qué su padre se empeñó hasta el final en proteger a Elías mientras que con otros como él era despiadado. Tampoco comprendió la razón por la que aquella noche de 1967, cuando Alcázar llamó a su padre para preguntarle qué debía hacer con el cuerpo de Gil, éste le dijo que no se moviera y se presentó en el lago una hora después, de madrugada, para decirle que él se ocuparía de todo. Elías todavía respiraba a pesar de la herida en la espalda, y su padre se sentó a su lado, acariciándole el rostro que ya empezaba a palidecer. Susurró algo y Ramón Alcázar tuvo que pegar el oído a su boca tanto que se manchó con su sangre. A continuación, Ramón Alcázar miró a su hijo con una interrogación: «¿La rusa, dónde está?». Alcázar la había hecho esperar en su coche. «Tráela», le ordenó su padre. «Quiere hablarte», le dijo a Anna Ramón Alcázar, apartándose de ellos y pidiéndole a su hijo un pañuelo para limpiarse de la cara la sangre de Elías. «Márchate, Alberto —le dijo su padre—, y no cuentes nada de esto, yo me encargaré».
Su padre había tenido que agonizar, algunos años después, para que el inspector pudiese darle sentido a esa escena. Ramón Alcázar Suñer le salvó la vida a Elías en Argelès, y se la salvó varias veces en los años siguientes. Porque era su amigo, y porque gracias a Elías, él, Alberto Alcázar, había crecido al lado de su padre. Si aquella noche de 1938, Elías no hubiera tomado la decisión de ser hombre antes que miembro de un partido, las historias de todos ellos habrían sido diametralmente opuestas. De todo eso Gonzalo no sabía nada. Pero Laura sí lo sabía. Ella conocía la verdad. Y la verdad se moriría cuando los últimos que la vivieron ya no existieran.
Debía asumir aquella carga con resignación, aceptar y olvidar sus propias reticencias, ser el celador de aquellas medias tintas que todo lo desdibujaban porque la verdad nunca es sencilla. En su opinión Elías Gil fue un hijo de la gran puta. Pero la historia, y su padre con ella, habían decidido darle el papel de héroe.
—No deberías opinar tan a la ligera de lo que no conoces —se limitó a decir.
—Sé lo que sé.
Alcázar abrió las manos con resignación.
—Entonces, no sabes nada.
—No quiero que mi familia sufra más.
—Lo entiendo, y sé lo que piensas. No me hace ninguna gracia haber tenido que recurrir a tu hija.
Parecía sincero. Gonzalo se preguntó qué era capaz de hacer Alcázar, hasta dónde podría llegar.
—¿Serías capaz de hacerle daño a mi hija? ¿A una niña que todavía no ha cumplido los diez años?
Alcázar lo miró como si quisiera apagar rápidamente esa ascua antes de que prendiera y causara un incendio descontrolado. Era difícil adivinar qué sentimientos albergaba.
—Engañaste todos estos años a mi hermana; ella confiaba en ti, se puso en tus manos, y la traicionaste.
El exinspector examinó el interior de su cucurucho, escupió un altramuz seco y tiró en la papelera el papel. El relieve del mostacho se elevó al pasar la lengua por las encías superiores. No quería entrar en aquella conversación con Gonzalo. Tenía razón y no la tenía. Pero lo que pudiera pensar aquel abogado de su relación con Laura y de su implicación en lo que pasó con Roberto, le interesaba poco o nada. Ya había demasiados jueces en aquel asunto. Al menos, la opinión que tenía de él Gonzalo le daba libertad para comportarse como se esperaba que lo hiciera.
—Me has llamado y aquí estoy. Bien. ¿Me vas a decir quién es el confidente que Laura tenía en la organización?
Gonzalo no había perdido ese aire dubitativo desde el día que Alcázar lo conoció. Seguía con la mirada tímida e huidiza, esa forma tan peculiar de no querer afrontar las cosas de cara, ni siquiera ahora. Alcázar decidió darle un acicate.
—Atxaga sigue por ahí, Gonzalo. Puedo decirles a mis hombres que dejen de vigilar tu casa, puedo dejar de buscarle. Y si lo hago, lo que ocurra no será responsabilidad mía.
Gonzalo le lanzó una mirada oblicua que aseguraba que su retraimiento no era cobardía y que el chantaje era algo que le repugnaba tanto como la presencia del exinspector. Sus ojos le decían a Alcázar que no debía subestimar ni confundir su prudencia. Tal vez era como ese lobo acobardado tras la mampara, pero tenía aún dientes y podía usarlos.
—Me olvidaré de la Matrioshka, me olvidaré de Laura. Venderé la finca, haré lo que sea, dejaré que el viejo me sodomice el resto de su vida, si es lo que quiere. Pero tienes que sacar de ésta a mi familia.
—Hay un muerto, Gonzalo. No es tan sencillo.
—Mi hijo no puede ir a la cárcel, y Lola no puede verse involucrada. No quiero que señalen a Patricia por la calle. Tú eras inspector jefe, te deberán favores, pues cóbralos.
—Tu suegro está de regreso. Llegará en un par de días, ya está al corriente. Él sabe cómo manejar estas situaciones.
Gonzalo dejó salir entre los dientes apretados una sonrisita cínica.
—Mi suegro me ha metido en todo este lío. Lo menos que puedo desearle es que se estrelle el avión en el que viaja.
—Tal vez, pero es uno de los mejores penalistas del país. Tu hijo ha matado a un hombre, y todas las pruebas son concluyentes. Tal y como yo lo veo, el viejo es el único capaz de darle la vuelta a las evidencias para salvarlo. Conseguirá una pena menor, tal vez baste con tres años en un centro de menores.
Gonzalo estaba dispuesto a renunciar a todo, pero a cambio quería una certeza que Alcázar podía proporcionarle. Puede que su suegro fuese el trilero más fino del lugar y que sus influencias bastasen para dictar un veredicto de inocencia para Javier. Pero no era eso lo que Gonzalo esperaba del exinspector. No podía celebrarse la vista pública, y eso sólo podía hacerse de un modo.
—No me has entendido, inspector. —¿En qué momento había empezado a tutearle y a mirarle de ese modo amenazador?—. Cambia las pruebas o haz que desaparezcan. Mi hijo no irá a ninguna cárcel, ni un solo día. ¿Me has entendido?
—Tú eres abogado, y sabes que lo que me pides no es posible. Ya no.
—Te daré el nombre del confidente de Laura, me negaré a testificar contra ti y contra Agustín. Os dejaré en paz. Eso a cambio de la libertad de mi hijo. O no habrá nada que me detenga, ni tus amenazas ni las de tus amigos rusos.
—¿Y qué hay del ordenador?
—No sé quién lo tiene. Pero no importa. Si no le doy la información al fiscal será como si no existiera. Además, sin el testimonio de Siaka no tendrá ninguna validez.
En ese preciso instante comprendió el error que acababa de cometer. Se dio cuenta de su trascendencia al ver el brillo oscuro que alumbró la mirada de Alcázar.
—¿Ese jodido negro? ¿El perrito faldero de Zinóviev es la garganta profunda? —Alcázar sacudió la cabeza afirmativamente, con un gesto divertido, se dio una palmada en la frente. Debería haberlo sabido desde el principio. Tenía su lógica.
—¿Qué vas a hacer con él? ¿Lo vas a matar?
El exinspector Alcázar no había menospreciado esa opción, de hecho era la más conveniente. Y si no lo hacía él lo acabaría haciendo alguien de la organización. Anna se lo había advertido. Todo aquello había ido ya demasiado lejos, quizá hasta un punto sin retorno. Pero Alcázar tenía sus propios planes.
—Ya te lo dije una vez, Gonzalo. He hecho cosas de las que cualquier hombre se arrepentiría, pero no soy un asesino. ¿Dónde está?
—Hace varios días que no sé nada de él. Deberíamos habernos visto en una cafetería, pero el camarero me dijo que se marchó diez minutos antes de que yo llegase. Puede que a estas alturas se haya esfumado para siempre.
Ninguno de los dos lo creía. Aquel joven no era de los que se arrugaba cuando daba el paso adelante.
El exinspector se puso en pie y observó el recinto del lobo. No había rastro del animal, pero estaba ahí, entre los matojos, agazapado y esperando.
—Veré lo que puede hacerse con Javier. Entretanto, tengo que pedirte algo más. No puedo obligarte, y en realidad, ni siquiera debería importarme. Pero no deberías seguir viendo a Tania Ajmátova. No es asunto mío con quién engañas a tu esposa, pero es un buen consejo, si es que realmente quieres dejar todo esto atrás.
Gonzalo lo miró sorprendido.
—¿Qué tienes tú que ver con Tania?
Alcázar cogió un pitillo y enterró la boquilla bajo el felpudo sobre su labio superior.
—Pregúntaselo a ella la próxima vez que la veas. O mejor, pregúntaselo a su madre.
Quien vivía en esa casa no tenía querencia por los detalles. Eso es lo primero que pensó Siaka. Con los años había desarrollado una estética imbuida de los gustos barrocos de los ricos cuyas fiestas había frecuentado de la mano de Zinóviev. Le gustaban los muebles recargados, las cortinas gruesas, las molduras retorcidas en pan de oro y las vajillas de porcelana. Cuanto más abigarrado, más lujoso, eso pensaba que era la estética del poder. Pese a su situación, esa impresión de desagrado por el entorno fue lo primero que lo incomodó.
La estancia era de techos muy altos y abuhardillados, las vigas vistas, de cemento tratado, eran el nervio visible de la estructura que terminaba en grandes y espaciosos ventanales sin cortinas con vistas al mar. Al acercarse a la ventana comprobó que la cristalera estaba convenientemente cerrada por fuera. Una terraza con el suelo de madera de iroko se abismaba sobre el acantilado en un voladizo de varios metros de ancho. A la derecha veía una pérgola con el trapo recogido y muebles de mimbre con anchos cojines de colores. Siaka retrocedió sobre sus pasos e intentó abrir la puerta de la habitación. Estaba también cerrada con llave.
—Genial la celda.
Las paredes lisas no mostraban decoración, y el único mobiliario era minimalista, una mesa de cristal con las patas de acero donde había un frutero con frutas y una bandeja con comida. Las sillas de metacrilato, a juego con las transparencias de la habitación, blanquísima, casi evanescente. Una bonita celda, efectivamente.
Todavía le dolía la cabeza. Se tocó la nuca irritada y adivinó dos pequeñas incisiones, apenas mayores que la picada de un mosquito. Una pistola eléctrica, con eso lo habían dejado fuera de juego. Tenía una venda aparatosa alrededor de la cabeza. La palpó por encima con tacto y recordó que antes de perder el conocimiento se había estrellado contra un escalón en la boca del metro. Por lo demás estaba bastante entero.
—Aún no han empezado —se dijo.
Tenía pocas dudas de por qué estaba encerrado, aunque le desconcertaba la decoración, demasiado moderna para los gustos de los torturadores de la Matrioshka. Esos cabrones venidos de las guerras sucias del Este no tenían tantos miramientos, preferían las mazmorras, los sótanos húmedos o las naves abandonadas para los interrogatorios. La sordidez era su medio, una forma de incorporar el decorado a su coreografía del terror. Y desde luego, no se les hubiera ocurrido dejarle una bandeja con huevos al baño maría, tostadas de pan de cereales y fruta fresca. Ellos le habrían obligado a alimentarse de su mierda.
—El tipo de la barra con el periódico. Ha sido él. —Después de todo, su instinto le había avisado como siempre, pero Siaka no lo había escuchado con la celeridad debida.
Se sentó en una de las sillas y se preguntó qué vendría ahora, mientras buscaba cámaras en alguna parte. La encontró en uno de los rincones más altos del techo, disimulada entre las junturas de dos vigas. Saludó con la mano en alto:
—Estoy dispuesto. Podemos empezar cuando queráis… Y por cierto, a estos huevos les falta sal.
Dos minutos después oyó la cerradura al otro lado de la puerta. Era él, el tío del periódico.
—¿Y tú quién coño eres? —preguntó Siaka poniéndose en pie, sin apartar la vista de la gruesa barra de hierro que el tipo agarraba con fuerza en su mano derecha mientras avanzaba hacia él.
El tipo metió la mano izquierda en el bolsillo y le mostró algo. Un salero.
—Te traigo la sal.
Los ojos de Siaka volaron raudos de una mano a la otra, pero no pudo esquivar el primer golpe con la barra de hierro en el costado.
—Deberías ser un poco más amable con tus huéspedes —dijo entre respiraciones entrecortadas. El golpe lo había doblado por la mitad, dejándole frente a los zapatos caros y lustrosos del desconocido.
—Y tú deberías ser menos exigente con tu anfitrión.
El segundo golpe le partió la boca. Sus dientes se esparcieron como un juego de dados sobre las baldosas de mármol del suelo. Adiós a su bonita sonrisa encantadora de serpientes para turistas incautas.
Siaka pensó fugazmente en la poli inglesa de buenas tetas; debería haberse quedado con su juguete del 22. Ahora le daría muy buen uso.
Durante los días siguientes, Gonzalo apenas salió del hospital. Pasaba las horas detrás del cristal desde el que veía la maraña de cables y máquinas que mantenían a su hijo con vida. Javier había recobrado la conciencia y eso significaba que bajo sus párpados permanentemente cerrados ya estaba despierto. Su mente volvía a funcionar, analizaba su entorno, pensaba en lo que había sucedido, en las consecuencias. Pero todavía no estaba preparado para afrontarlo.
—Es mejor no molestarle por ahora —habían recomendado los médicos.
Gonzalo respetaba su intimidad, comprendía mejor que nadie que Javier ahora necesitaba estar solo. Pero no se alejaba, quería que él supiera que estaba allí, a su lado. Que al abrir por fin los ojos lo primero que viera fuese su mano estrechándole.
Lola llegaba por la mañana temprano y se sentaba junto a Gonzalo sin decir nada. Su actitud era expectante y reconcentrada. Había perdido en aquellas semanas los últimos vestigios de juventud, convertida en un cuerpo sin alma y sin luz propia, movida por fuerzas azarosas a las que no se enfrentaba ya. El pelo había languidecido, los ojos hundidos afilaban sus pómulos y la nariz, permanentemente enrojecida. No dormía a pesar de los ansiolíticos que el médico le había recetado y apenas comía nada. Era como si hubiese reducido a la mínima expresión todo esfuerzo para hacer acopio de energía y concentrarla en aquella espera.
Curiosamente, habían encontrado un punto de encuentro en los cigarrillos que fumaban juntos en la puerta de la cafetería del hospital.
—He mandado a Patricia a la finca de mi padre en Cáceres, hasta que pase todo. No quiero que viva esto.
Gonzalo estuvo de acuerdo. Mejor así; Lola no le había pedido opinión. Y Agustín tampoco. Apenas aterrizó en el aeropuerto, su suegro se puso al mando de la situación. De repente nada tenía más importancia que ocuparse del crimen que había cometido su nieto. La Matrioshka, la fusión del bufete, la venta de la finca y ACASA habían desaparecido de un plumazo de entre sus prioridades.
—Ya hablaremos de eso —le dijo a Gonzalo, nada más entrar en la UVI, tras abrazarse a Lola y estrecharla en un abrazo como nunca antes lo había visto. Apenas quiso ver a Javier, estaba demasiado afectado. Inmediatamente se puso a mover los hilos del juego que mejor dominaba. Y ésta era la partida más difícil que le había tocado jugar, la que requería de todas las influencias, la que le obligó a amenazar, suplicar, persuadir y agotar el crédito acumulado durante cuarenta años en la abogacía.
Gonzalo y su suegro se odiaban profundamente y esa brecha no habría modo de cegarla jamás. Pero en aquellos días, Gonzalo le estuvo agradecido, pues estaba en sus manos.
La presencia de su padre y el saber que se estaba ocupando de todo calmó en parte a Lola, permitiéndole concentrarse en su propia culpa, y dejar que ésta la fuese devorando lentamente.
—No sabía que tú también fumases.
Lola ladeó la boca aflorando pliegues de carne flácida en las comisuras.
—Lo dejé antes de conocerte, un vicio asqueroso que creía superado.
Ya no le sorprendía ninguna de las caras de Lola. Su vida juntos había sido como un baile de máscaras. Llegados a este punto, podría haberle mostrado cualquier otra faceta suya y él la habría aceptado con un encogimiento de hombros.
El silencio de Lola, su modo de observar la boquilla manchada de carmín en ese gesto que todavía resultaba incongruente con su figura, resultaban devastadores.
—¿Cómo has podido guardar algo así todos estos años? Deberías haberme dicho que me viste aquella tarde; habríamos roto o lo habríamos solucionado, pero no habríamos vivido sin vivir todo este tiempo, desperdiciando nuestras vidas.
—¿Y tú, Lola? ¿Cómo has podido tú? —Quizá esperó que ella lo confesara, atisbar un poco de remordimiento, alguna contradicción irresoluble que él habría sabido solucionar. Pero ella calló y él dejó de esperar una palabra. En aquel entonces la amaba demasiado para ceder a la posibilidad de romper por culpa de ¿orgullo, celos, fidelidad, lealtad? Nada de eso le importaba más que ella misma. Se había enfrentado a Agustín y le había vencido, arrebatándole a su propia hija, entrando en casa de aquel falangista y clavando el pendón rojo de los Gil, una victoria suprema a la que no pudo ni quiso renunciar. ¿No era ésa la verdadera razón por la que fingió no ver lo que vio? La arrogancia, más que la excusa del amor. Y cuando nació Javier, y supo en lo más íntimo que no era hijo suyo, anidó en Gonzalo el parásito larvario de una venganza sin concretar, sin definir. Un deseo de resarcirse en silencio de aquel agravio del que su hijo había pagado las consecuencias. Todo eso era despreciable, él lo era. Pero ya no tenía sentido hurgar en esa herida.
—Supongo que no serviría de nada decir que fue un error, y que lo siento, no sabes cuánto. Lo nuestro se ha acabado, ¿verdad?
—Las cosas se acaban mucho antes del epílogo. Se acabó hace mucho, sólo que ninguno de los dos quería darse cuenta. Tu padre estará contento; es lo que quiso desde el principio.
—Todavía no estamos en el final, Gonzalo.
Había traicionado a Siaka, a Laura, y se había traicionado a sí mismo. Sí, ya había tocado fondo. Quizá Javier se recuperase, puede que incluso aquel asunto de la Matrioshka acabase milagrosamente bien, incluso cabía la posibilidad de que Atxaga hubiese desaparecido para siempre de sus vidas. Pero nada cambiaría lo que ya había ocurrido. Lo que estaba roto no podía recomponerse, nunca más. Un jarrón no vuelve a ser el mismo aunque se peguen con mimo sus partes y se disimulen las grietas. Está roto para siempre.
Gonzalo pensó en Tania. ¿Era ella su punto de amarre? Sabía que no, aun incluso sin saberlo, en el mismo instante en el que había gozado con ella en su cama.
—¿Y qué harás ahora?
—Volver a ser el hijo de Elías Gil. ¿Qué otra cosa puedo ser?
Lola aplastó el pitillo, lanzando el humo por un costado de la boca. Iba a terminar con aquel vicio antes de volver a engancharse a él. Miró a Gonzalo y sintió una profunda ternura; no era amor, ya no.
—Podrías ser tú mismo. Eso estaría bien.
Tania no había dado ninguna muestra de sentirse atrapada cuando Gonzalo le preguntó cuál era su relación con Alcázar y qué sentido tenía la escena que había presenciado entre ella y su madre, cuando ésta lo sorprendió saliendo de la librería.
Habían hecho el amor en el sofá del estudio, pero desde el primer momento ella se dio cuenta de que Gonzalo no estaba allí, por más que su cuerpo se esforzara en aparentarlo. Y era ese esfuerzo el que lo delataba.
Le contó la verdad. Y lo hizo de un modo desapasionado, tratando de alejar los acontecimientos, los datos y las fechas de aquel sofá donde yacían desnudos, marcando visiblemente la frontera entre el pasado y el ahora. Le habló de aquella vez que lo vio por primera vez en la exposición de Argelès con su madre, cuando eran mucho más jóvenes, le contó cómo la figura de Elías Gil se había adueñado de los silencios de su madre y cómo había llegado a obsesionar a Tania. Le contó que vio en la televisión la noticia de la muerte de Laura y cómo esa espoleta revivió en ella el interés olvidado durante años por aquel hombre de un solo ojo. Y cómo dio con Gonzalo y empezó a seguirlo, a estudiarlo, tratando de comprenderlo, preguntándose si también a él le obsesionaba ese pasado que todos se empeñaban en silenciar. No fue casualidad que la tarde que Atxaga le agredió ella estuviera en el aparcamiento, como tampoco lo fue que él saliera al balcón y ella estuviera allí con el poemario de Mayakovski la primera vez que se vieron.
—Conocía tu historia, lo sabía todo de ti, pero necesitaba acercarme, olerte, escucharte. Al principio era sólo algo que me afectaba como un juego, un puzle que necesitaba completar, como esas fotografías que necesito que sean perfectas, hasta en sus mínimos detalles, para decidirme a darlas por acabadas. Tú eras el punto definitorio de esa imagen que se iba aclarando. Pero entonces empecé a acercarme demasiado, me metí en tu mundo sin pedirte permiso… Y ahora estás aquí, conmigo, desnudo en mi sofá. Estamos hablando de esto después de haber hecho el amor y sé que me miras como una impostora. Yo no quería esto, Gonzalo. Pero esto es lo que tengo.
Gonzalo estaba desconcertado. No atinaba a asimilar el torrente de palabras que Tania desmenuzaba con las piernas cruzadas como los indios, con su vello púbico a la vista y sus pechos descansando a tres centímetros de su rostro. Todo resultaba incongruente.
—¿Por qué no me lo dijiste desde el principio? Podrías haberme preguntado, sin más. No necesitabas inventarte todo esto.
—Esto no es una invención —replicó Tania, señalando el sofá y la ropa de los dos desperdigada por el suelo—. Yo no soy una invención. No debería haber pasado. Tú no lo entiendes, pero mi madre tiene razón: no es buena para ninguno de los dos esta cercanía. Sólo quería acercarme un poco, sin que tú lo notases, sin ponerte en peligro.
—¿Qué clase de peligro?
Tania dejó caer la cabeza entre los hombros. Las alas de su tatuaje tenían matices distintos bajo la luz de la lámpara. Palpitaban. Fue en busca de la caja con los recortes que su madre guardaba de Elías y se los mostró. Mientras Gonzalo buscaba sus gafas, ella se cubrió el cuerpo con una sábana.
—La primera vez que mi madre vio a tu padre fue en 1941, en Moscú, durante la invasión nazi. Ella tenía once años y tu padre casi treinta. En realidad, ésa no fue la primera vez, sino la primera impresión cierta que mi madre tuvo de él. Tu padre se había escapado a finales de 1940 del castillo militar del sur de Francia donde lo encerraron después de la guerra de España. Atravesó toda Europa para incorporarse como comisario político a una unidad de combatientes españoles.
Gonzalo pasó lentamente las páginas del anuario donde Anna había anotado cuidadosamente las fechas y los lugares donde esas fotografías fueron tomadas: Colliure en 1939 (recordaba haber visto esa fotografía hecha por Robert Capa en una exposición cerca de Argelès acompañando a su madre), Varsovia en 1940, Moscú en 1941, Leningrado, Stalingrado en 1942, 1943, 1945… Y de repente encontró una que parecía anterior a todas las demás. Pertenecía a un recorte de un periódico local ruso, una especie de boletín político fechado en febrero de 1933. Sus nociones de ruso le bastaron para leer el pie que ilustraba la imagen de su padre, muy joven y sonriente y con el puño en alto, rodeado de otros tres jóvenes que posaban con idéntico entusiasmo en la plaza del Kremlin:
Los futuros talentos de toda Europa se suman a la construcción del sueño soviético.
—El pelirrojo que está a la derecha, entre tu padre y ese bajito patizambo, es mi padre. Se llamaba Martin y era inglés. No llegué a conocerle. Cuando nací yo, él tenía ya casi sesenta años. Mi madre se quedó embarazada la única vez que estuvieron juntos. Luego desapareció, sin más. Martin y tu padre son los únicos que sobrevivieron a Názino… Y mi madre.
Tania le dijo a Gonzalo que pasara las páginas del anuario, hasta el final.
—Ésa es mi abuela, Irina. La niña que sostiene en brazos es mi madre.
Aquella imagen era la misma que se había miniaturizado para encastrarse en el portarretratos que Gonzalo guardaba consigo. Por fin podía reconstruir la figura cuarteada de aquella misteriosa mujer y darle dimensión al nombre grabado en la superficie desgastada del medallón. Era una mujer hermosa, sin duda, con un porte altivo pero que no venía de una falsa pretensión de cuna o de sangre, sino de algo natural, una fuerza propia que emanaba de su interior. Los ojos (¡tan parecidos a los de Tania!), su misma nariz recta, con una simpática almohadilla que humanizaba su belleza, los labios prietos y carnosos, entreviendo sus dientes, una medio sonrisa sin despegarse del todo. Y sus manos firmes, decididas, de dedos largos y uñas romas que sostenían entre los pliegues oscuros de su falda a una niña muy pequeña con su misma actitud desafiante, segura de su fuerza. Aunque no podía equipararse, la imagen de esa pequeña con actitud de zarina le recordó a Patricia. Una mirada inquisitiva, una sabiduría impropia. La imaginaba como una chiquilla curiosa, fisgona, sentenciosa.
—Se conocieron en la isla de Názino, en el invierno de 1933. Creo que tu padre y mi abuela se enamoraron, pero eso mi madre no puede saberlo. Allí pasaron cosas terribles, Gonzalo. Cosas que ya no tienen que ver contigo ni conmigo.
—¿Qué cosas?
—Antes te he dicho que no es bueno para ninguno de los dos remover esto. Es peligroso para los dos.
—Un poco tarde para eso.
Tania le quitó el anuario y volvió a las páginas de los años de la guerra contra los nazis. En una de ellas, se detuvo.
—¿Ves a ese coronel que está junto a tu padre con uniforme de la NKVD? Es Beria, llegó a ser la mano derecha de Stalin y el jefe más poderoso de su policía secreta. Fue el jefe directo de tu padre durante años. Ahora fíjate en este otro, el que está detrás de ellos, vestido como un industrial americano de los años cuarenta.
—¿Quién es?
Tania cerró el anuario e inspiró con fuerza.
—Él es la razón por la que Laura está muerta, el causante de todo tu dolor, el de tu familia y el de la mía. Durante años me vi forzada a llamarle «abuelo». ¿No es curioso? No conocí a mi verdadero abuelo, y si las cosas hubiesen sido distintas en Názino, podría haberlo sido tu padre. Pero fue ese hombre quien asumió el papel: se llama Ígor Stern.