21

Argelès, Francia, febrero-septiembre de 1939

El cielo tenía un color gris ceniza, pero todavía no había empezado a llover. El mar, del mismo tono invernal, estaba revuelto y grandes olas entraban hasta muy adentro en la playa.

El oficial francés había ordenado reunir a los prisioneros recién llegados. Era un capitán de la Guardia Móvil con aires de petimetre, imbuido de su misión, que creía fundamental. Durante quince largos minutos dio un sermón más propio de un párroco tonsurado que de un militar. Escoltado por un pelotón, el capitán alternó consejos de prudencia y moderación con amenazas si se alteraba el orden o trataban de escapar. Era, dijo, una persona dialogante, pero inflexible en cuanto a la disciplina del campo: las normas eran sagradas, y debían prevalecer sobre cualquier circunstancia como garantía del orden. Porque, a fin de cuentas, añadió, todos eran seres civilizados y esperaba que se comportasen como tales durante su estancia en el campo, que, aseguró, era transitoria.

Elías escuchaba fatigado el discurso de aquel pequeño remiendo de Robespierre. Ningún campo de prisioneros podía ser transitorio. Para los miles de refugiados que llegaban cada día desde la frontera aquel campo sería permanente el resto de sus vidas. Nunca lo olvidarían. Él y Esperanza habían llegado al paso de Cerbère con las primeras remesas de refugiados a principios de febrero, mientras las tropas franquistas ocupaban Cataluña y el ejército republicano se deshacía como un azucarillo. Miles de civiles, mujeres, ancianos y niños, mezclados con soldados que, en muchos casos, abandonaban uniformes y armas, se apiñaron en la frontera durante semanas esperando la autorización para pasar a suelo francés, donde se creían a salvo.

Los soldados argelinos habían separado a los hombres de las mujeres y de los niños, provocando escenas de desesperación y graves tumultos que los spahys argelinos resolvían a golpes de culata. Los hombres, o cualquiera que tuviera cuerpo o altura para parecerlo (fuesen chicos de doce o de quince años), iban a ser trasladados a un campo provisional frente a la playa. Las mujeres y los niños serían distribuidos en diversos centros de acogida del departamento de los Pirineos Orientales y en campos próximos separados por las rieras naturales y las alambradas en un frente que se extendía cinco hectáreas a lo largo de la costa.

Elías y Esperanza apenas tuvieron tiempo de despedirse, ahorrando palabras para concentrar todos sus sentimientos en una mirada interrogante y angustiosa. Él le sonrió, aparentando tranquilidad. Volverían a reunirse, muy pronto. No iba a permitir que le pasara lo mismo dos veces, perder lo que más quería.

Desde la frontera hasta aquella playa de pescadores en Argelès no había un largo camino en distancia. Y sin embargo, la marcha había empezado mucho antes, en diciembre de 1938, cuando la evidencia de la derrota ya no podía esconderse; cada uno de aquellos hombres y mujeres había recorrido aquellos pocos kilómetros finales masticando lentamente la evidencia de que para ellos sus vidas habían terminado tal y como las conocían hasta entonces. Las imágenes de aquella retirada se habían quedado cosidas en sus miradas desubicadas, perdidas: casas vacías con sus muebles, las sábanas en las camas, a veces incluso el desayuno, intacto en la cocina. Los campos sin labrar, las herramientas abandonadas deprisa y corriendo, los libros del colegio en las escuelas cerradas, las pizarras con las últimas frases escritas con tiza, «primera declinación del latín: Rosa, Rosae…».

Y tras la larga columna de refugiados cargando mantas, colchones, sillas, cosas que tarde o temprano eran abandonadas porque retrasaban la marcha y se revelaban inútiles, las campanas de las iglesias en los pueblos, las banderas del bando nacional, las pintadas en las tapias y las pancartas en los ayuntamientos ocupados: «Arriba España, arriba el Fascio». Aquellos tampones con las esfinges de Franco, de Hitler y de Mussolini les acompañaban como una burla, seguidos día y noche por el zumbido de la aviación alemana, que a veces les ametrallaba y que otras simplemente se divertía haciendo pasadas a ras de las cabezas provocando desbandadas pavorosas, como un gigante que pisa un hormiguero por placer. Y las hormigas, ellos, volvían a la carretera y lentamente reemprendían la terrible procesión hacia la frontera.

Eso era la derrota. El silencio colectivo, consciente, mortuorio. Todos sabían que era un silencio que se ceñía sobre aquella tierra para siempre jamás. En los caminos hacia Francia, la gente se despojaba de toda identidad, las veredas se llenaban de carnés hechos trizas comunistas, cenetistas, socialistas o catalanistas, pero también partidas de nacimiento, cédulas de identidad, cartillas militares. Ya no eran españoles, ni vascos, ni catalanes, ni republicanos. Se convirtieron en una masa supersticiosa, cansada y desquiciada, presa de rumores a veces ciertos y a veces disparatados que hablaban de matanzas en la zona ocupada y que advertían de la proximidad de las tropas expedicionarias italianas o moras. Entonces, azuzados por ese pavor, la masa quieta se enfurecía, se desesperaba y forzaba los pasos de frontera, enfrentándose a los gendarmes a golpes. Muchos, demasiados, murieron de una bala o una bayoneta extranjera cuando ya se sentían a salvo.

Elías hubiera preferido quedarse en España, cruzar las líneas hasta Madrid, cuando todavía resistía como una isla que inspiraba la compasión épica de Europa, pero también la indiferencia burocrática de sus Gobiernos. Sin embargo, ya se escuchaban los tiroteos a las afueras de Barcelona mientras organizaba la destrucción o el traslado de miles de documentos concernientes al SIM, cuando recibió aquel telegrama escueto, burocrático y sin posibilidad de respuesta llegado de Moscú:

Se le ordena desplazarse a la frontera camuflado entre la población. Se le encomienda la tarea de organizar a los camaradas en el campo de Argelès y velar por la moral y los principios del Partido, a la espera de nuevas órdenes.

Firmado. Coronel Orlov.

El supuesto campo a donde fue trasladado Elías no era en realidad más que una extensión baldía de varios kilómetros de alambrada levantado frente al mar, azotado durante días por la tramontana que lanzaba la arena sobre los pellejos como una plaga de mosquitos de dientes aserrados. Allí no había nada, excepto pulgas, piojos, hambre y la miseria y precariedad que traían como equipaje. El perímetro interior de la alambrada estaba custodiado por el 24.º Regimiento de Tiradores Senegaleses, pero aquellos negros taciturnos de gorro rojo, armados con fusiles vetustos y bayonetas de la grande guerre, no estaban preparados para semejante avalancha humana. Como en Názino, Elías los contemplaba y descubría detrás de su violencia racista algo de miedo, de pavor y de exasperación. ¿Qué pasaría si aquellos miles de seres se rebelaban? ¿Quién les impediría desparramarse por el sur de Francia como una plaga de langostas hambrientas? Como si lo sospecharan, los senegaleses se aplicaban con rabia, con arrogancia y asco en mantener el orden preestablecido.

En aquel maremágnum, la realidad no estaba a la altura de las ilusiones de los prisioneros; esperaban un recibimiento cálido, como héroes, hermanados con el Gobierno del Frente Nacional y sus camaradas franceses contra la amenaza, inminente ya, del nazismo, y en lugar de eso habían encontrado una pocilga, miradas torticeras, desconfianza, malos tratos y penurias. Sólo la solidaridad de algunos vecinos del pequeño pueblo de Argelès y de las zonas colindantes paliaba un poco la situación, pero muy pronto aquellas gentes tranquilas se vieron sobrepasadas por la ingente riada humana.

A pesar del caos y de la insuficiencia de las instalaciones, muy pronto empezó a organizarse una cierta vida. Una parte de las iniciativas nacía de organismos internacionales, incluso de las propias autoridades francesas que, agobiadas ante la dimensión de la hecatombe, habían pedido auxilio a la Cruz Roja. Se intentaba dar asistencia a los niños más pequeños, algunos habían perdido a sus padres en el caos y lograban reunificarse las familias. Se instauraron diferentes dispensarios, reclutando de entre los prisioneros a personal médico. Viejos maestros rurales aunaron esfuerzos con profesores universitarios y catedráticos para organizar algo parecido a una escuela donde se daban nociones de francés a payeses que apenas sabían chapurrear algo el castellano, aferrados hasta entonces a su lengua de siempre, el catalán, o se afanaban en recuperar en lo posible el calendario escolar para los más pequeños. Los internos no tardaron en agruparse por gremios, por filiaciones, por parentesco o vecindad, organizando peonadas que debían construir su campo, como en Názino, sólo que aquí sí había herramientas para cavar las letrinas, levantar postes y alambradas, y bidones enteros con polvo desinfectante cuyo olor se volvía insoportable a ciertas horas.

Aunque las reuniones políticas estaban prohibidas, Elías había alcanzado un acuerdo con otros grupos, sobre todo controlados por la CNT, para dar mítines, organizar sentadas de protesta y huelgas de brazos caídos en reclamo de unas mejores condiciones. Aunque pequeños, habían obtenido algunos éxitos: los camiones de la Guardia Móvil tenían por costumbre repartir el pan lanzándolo a la turba como si fueran animales, disfrutando del espectáculo de ver cómo las personas se sacaban los ojos por aquel pan enmohecido. Un día, cuando los camiones entraron, la gente, aunque famélica, les dio la espalda. Nadie respondió a las imprecaciones de los guardias, ni hubo tumultos ni aglomeraciones. Bajo un silencio tenso, rodeados por miles de rostros enmudecidos pero rabiosos, los hombres de Elías, con la ayuda de algunos brigadistas austríacos y yugoslavos bien disciplinados, exigieron a los gendarmes que se les permitiera encargarse del reparto. Milagrosamente, se formaron largas y ordenadas filas y cada uno recibió una porción. Desde entonces, los camiones traían el pan troceado y se procedía a un reparto digno. Se organizó, además, un sistema de correos con la ayuda de habitantes amigos de Argelès que proporcionaban sellos y papel y que sacaban las cartas del campo.

En pocas semanas ya resultaban visibles desde la carretera de la estación las hileras de barracas de madera con forma de triángulo que los lugareños apodaban «de estilo español». Alguien, con ese humor satírico propio de los españoles, había claveteado entre la inmundicia un cartel: «Bienvenidos a Argelès, el hotel más lujoso de la costa francesa con vistas al mar».

Por otra parte, se repetían las mismas fracturas que en parte habían conducido a la derrota en Cataluña: como en 1937, los anarquistas volvían a enfrentarse a los comunistas, los trotskistas del POUM a los estalinistas del PSUC, sólo que ahora no podían hacerlo a tiros, sino a través de subterfugios, creando pequeñas fronteras dentro del propio campo, comités que excluían a los demás, iniciativas que fragmentaban, cuando no torpedeaban, las de los contrarios. Aquellas luchas intestinas exasperaban a menudo a los civiles, a quienes lo único que les interesaba era reunirse con sus familiares, curar sus heridas, descansar y no pensar en el pasado ni en el futuro.

El Gobierno francés acababa de reconocer la legitimidad del Gobierno de Burgos y al general Franco como jefe del Estado. Ya no existía una república, por mucho que algunos políticos se empeñaran en defender el Gobierno en el exilio, y que colgaran la bandera tricolor en las casetas. Aquella bandera deshilachada no era más que una idea perdida para siempre en la inmensa mayoría de los corazones. Se habían desbaratado tantas ilusiones, abriendo de golpe los ojos a la cruda realidad, que no quedaba más remedio que aceptar algunas de aquellas verdades, y no todo el mundo estaba dispuesto a hacerlo.

Sin embargo, todo aquello no desanimó a Elías. Sus órdenes eran claras. Debía vencer aquel pesimismo, reagrupar a los camaradas que pudiera encontrar y organizarlos a espaldas de la dirección militar y policial que controlaba los abastos, las medicinas, la educación de los niños y, en definitiva, cuanto sucedía en aquellas barracas. Salvar lo que se pueda, mantener la idea de que, de un momento a otro, Europa iba a entrar en guerra y que Francia iba a iniciar la reconquista en suelo español con la ayuda de aquellos soldados, ahora derrotados, pero que debían mantenerse con la moral alta, pues su experiencia iba a ser vital llegado el momento. Ésa era su tarea principal y a ella se aplicaba con una fuerza y una vitalidad renovadas, daba charlas, iba de grupo en grupo, escuchaba, aprendía y procuraba estar informado de todo cuanto era de su competencia. En poco tiempo tuvo bajo su control lo más parecido al SIM supervisando las actividades y la vida de buena parte del campo y lo dirigía con la fría eficacia que ya había demostrado en Barcelona.

Uno de los problemas que urgía resolver era el de los delatores. Corría el rumor de que había espías en el campo, agentes franquistas que, haciéndose pasar por prisioneros, recorrían las barracas con unas listas secretas de nombres destacados. Cada vez que localizaban a alguien de interés, al poco aparecía la guardia senegalesa y se lo llevaban del campo, probablemente con destino a la frontera, donde era entregado a la Guardia Civil. Elías se propuso acabar con aquellos infiltrados. Cuando se sospechaba de alguno, un grupo de hombres se las apañaba para arrastrarlo por la noche y en silencio hasta una de las conejeras, pequeños habitáculos cavados en la arena con un toldo encima para resistir la virulencia de la tramontana; en aquellos agujeros, duplicidad pedestre de las antiguas checas, el sujeto era interrogado. No era poco habitual que, a la mañana siguiente, apareciera un cadáver junto al detritus que devolvía la marea.

Otra plaga, tan dañina como la de los delatores, ocupaba la atención de Elías: incluso allí, entre los vencidos, una parte de los hombres aspiraba a vivir y medrar a costa de la otra mitad. Ladrones, extorsionadores, aprovechados de toda clase emergían como las ratas royendo lo que quedaba. En la zona de paso paralela a la playa se había establecido una especie de lugar de trueque donde podía comprarse y venderse de todo, lo llamaban el barrio chino, en recuerdo de las calles de Barcelona, incluso habían montado una tienda que hacía las veces de prostíbulo, más o menos tolerado por las autoridades del campo. Casi todo lo que era robado iba a parar allí, y si alguien reconocía como suyo un reloj o una joya, lo más que podía conseguir protestando era recibir una paliza. Elías no podía combatir a los aprovechados del mercado negro (los gendarmes y los senegaleses eran quienes más se beneficiaban de aquel intercambio injusto, donde un paquete de cigarrillos franceses podía costar un anillo de oro), pero sí sabía hacerse respetar. Cada cierto tiempo, hacía una requisa en el barrio chino, y si alguien protestaba más de la cuenta o se le enfrentaba, aparecía con una mano rota o con un par de dedos amputados. Y cuando eso sucedía, todo el mundo comprendía quién era el causante y guardaba un silencio que en ocasiones era cómplice pero que a menudo sólo estaba inspirado por el temor. Si alguien afiliado al Partido Comunista o al PSUC era robado, no tenía más que denunciar el caso ante Elías.

En pocos meses disponía de una eficaz policía interna, formada por jóvenes entusiastas que habían oído hablar de él y que lo admiraban con un fervor estúpido que, aunque le hacía enrojecer, le resultaba útil. Eran sus ojos, sus oídos y su brazo ejecutor. A veces no podía evitar el paralelismo con Ígor Stern y su jauría y sentía que se había convertido en todo cuanto odiaba.

—No es lo mismo —le discutió una noche Esperanza—. Tus intenciones son muy distintas.

A lo largo de la alambrada que separaba el campo de los hombres del de las mujeres se establecieron zonas controladas por jóvenes afines que las cortaban permitiendo que las familias separadas pudieran permanecer juntas durante unas horas por las noches. Elías hacía uso de aquellas toperas para encontrarse con Esperanza. La distancia física la unía más a ella, paradójicamente. Rodeado sólo de hombres y de suciedad, acariciarla por las noches, hacer el amor en silencio o charlar de las cosas que harían al salir de allí se le antojaba lo único humano que podía sucederle.

—¿Mis intenciones? Me ordenaron venir aquí y organizar a los nuestros, pero es como vaciar ese mar oscuro con un cubo lleno de agujeros. Al final las intenciones se convierten en actos, y no soy muy distinto a Stern en ellos: violencia para imponer lo que quiero.

—Lo que quiere el Partido —matizó Esperanza.

Elías suspiró con frustración.

—El Partido, la causa… Otra forma de poder, de control. A eso se reduce todo, en cualquier parte.

—Sólo peleamos por nuestra dignidad, Elías. Esto no es Názino, tú no eres Stern… Y yo no soy Irina.

—¿Cómo puedes estar tan segura? Tú no estuviste allí. No importa la geografía ni el idioma que se hable, ni las causas por las que unos y otros nos tratamos como perros. Da igual la forma, Esperanza. El fondo es el mismo odio, el mismo desprecio por la vida de los semejantes.

No se había olvidado de Irina y de Anna, Esperanza se dio cuenta. Había encontrado en el bolsillo de sus pantalones el medallón con su fotografía, bastante estropeada por culpa del salitre y la humedad. El rostro de aquella mujer se iba desfigurando, y en ello Esperanza vio una buena señal. Le agotaba luchar contra el recuerdo de un fantasma, pero ella contaba con la ventaja de su cuerpo, de sus manos, de su corazón pegado al de Elías para borrar definitivamente aquella sombra. Abrazó a su esposo cubierto con un capote de miliciano y examinó su rostro perfilado por la luna. Elías tenía apenas veintiocho años, pero se veía cansado y viejo. Había visto ya tanto horror que no le quedaba nada dentro. ¿Dónde estaban los ideales de una sociedad mejor y más justa que le había inculcado desde chiquillo su padre? Muertos, sufrimiento, confabulaciones, luchas por el poder, y la mitad de sus años huyendo o encerrado, luchando como un cimarrón por cada gramo de existencia.

Eso era lo que le quedaba. Sólo necesitaba echarle un vistazo para darse cuenta de que estaba padeciendo uno de sus ataques: los terribles dolores de cabeza y aquellas punzadas en el ojo que le hacían enloquecer. Tenía pesadillas con Anna y con Irina, volvían las imágenes atroces de Názino, las cosas que había hecho allí para sobrevivir, los horrores que había visto, y se confundían con lo que le tocaba vivir ahora, aquí, en Argelès. Nada podía calmarlo, no podía conseguir para él láudano ni alcohol suficientes y lo único que lograba contener sus raptos desaforados de ira era escapar al mar, buscar un rincón de intimidad con la esperanza de que el dolor no le hiciera estallar la cabeza. Así que lo tomó de la mano y lo llevó hasta la orilla. Allí se sentaron y ella lo acunó como un niño pequeño, acariciándole el pelo y meciéndolo hasta que notó su respiración más pausada, su corazón que lentamente volvía a latir con normalidad.

Elías le besó los dedos. Sin ella, habría enloquecido hacía mucho, se habría hecho asesinar por los guardias que vigilaban la alambrada.

Un panadero del pueblo afiliado al PCF, llamado Pierre, era el enlace de Elías fuera del campo con las autoridades del Partido. Pierre (nunca supo su verdadero nombre) le pasaba las consignas y órdenes que debía seguir. Aunque tenía una apariencia bonachona, típica de los catalanes del norte, Elías no dudaba de que era un agente de la NKVD.

De tanto en tanto, el panadero le pasaba un nombre escrito en un papel y una fecha. Si el papel era rojo, el nombre escrito debía desaparecer. Trotskistas del POUM, seguidores de Andreu Nin, sospechosos de ser agentes franquistas, la guerra continuaba disfrazada de asesinato. Si el papel era azul, el nombre tenía suerte: Elías debía organizar su huida del campo. Su tanto por ciento de fugas con éxito era asombroso. El campo se hizo menos permeable con el paso de los meses, las alambradas se hicieron dobles y triples y tanto la guardia interior como la exterior, a cargo de los odiosos «moros», hacían cada vez más difícil escapar, pero Elías siempre conseguía «entregar el paquete» en la fecha acordada. A veces de forma temeraria, y otras de modo discreto, paso a paso, fue tejiendo su red, retrocediendo cuando temía ser descubierto, avanzando cuando la situación era propicia, hasta alcanzar su propósito: antes de que llegara el invierno, había sacado de Argelès a más de cuarenta personas.

Aquella mañana, el papel que Pierre le entregó era rojo. Cuando Elías vio el nombre no dio crédito. Pierre, el panadero, se encogió de hombros y le ofreció un Gauloise.

—Sé lo mismo que tú. Órdenes.

Tristán era un joven lleno de vida. Elías lo había tomado bajo su protección cuando lo trajeron del campo de Saint Cyprien. Todavía lucía con orgullo su cazadora de piloto y le explicó a Elías que había librado el último combate contra la fuerza aérea franquista sobre el aeródromo de Vilajuïga, en una misión suicida para proteger el convoy con las obras de arte que partieron de Figueres rumbo a Ginebra. El avión del joven piloto fue tocado en un ala a pocos kilómetros de la frontera y consiguió estrellarse en suelo francés. En el incendio del aparato, el muchacho perdió la mano derecha.

—Pero siempre podré decir que yo salvé Las Meninas —decía con orgullo, mostrando su muñón gangrenado. Tenía sólo diecisiete años.

Tristán no era un embustero, ni un cantamañanas. Se contaban cientos de historias como aquéllas. Muchas eran verosímiles, y eran múltiples los ejemplos de abnegación; pero otras de las que se contaban eran puras falacias en boca de cobardes convertidos en héroes por simple mor de las palabras, farsantes que buscaban un trato de favor entre los demás prisioneros, fantasiosos, embusteros patológicos. No era el caso de aquel muchacho apuesto, orgulloso y valiente que una y otra vez burlaba la vigilancia de los spahys argelinos que hacían batidas en los alrededores del campo para capturar a los prófugos.

Tristán no tenía intención de escaparse. Se escabullía por las noches y regresaba al amanecer oliendo a mujer y a vino, a menudo traía cigarrillos y comida fresca que sus enamoradas le regalaban a cambio de la promesa de volver. Elías le advertía contra esas escapadas, pero el joven se desentendía con esa alegría de quien ha estado a punto de morir demasiado pronto y que está dispuesto a vivir como si fuese su último día.

—Lo único que lamento es que con una sola mano no puedo demostrar todas mis dotes de amante. —Se reía de sí mismo, mostrando el muñón, que a veces, en medio del jolgorio, a Elías le ensombrecía el humor. Aquel muchacho le recordaba demasiado a Claude, y quizá por eso le tenía tanto cariño.

Se preocupaba por él, pero tenía otras cosas en la cabeza de las que ocuparse, y no se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Hasta que aquella noche, mientras examinaba el papel rojo que Pierre le había entregado, uno de sus hombres apareció en la conejera. Elías sabía lo que eso significaba, se envolvió en el viejo capote militar y salió.

La iluminación en el campo era prácticamente inexistente y eran muy pocos los que se aventuraban en la oscuridad más septentrional de la playa. Las bombas de agua dulce se estropeaban con asiduidad y el agua de la capa freática, salada, se mezclaba con la potable, causando diarreas a todo el mundo. La estampa de hombres corriendo al mar con los calzones bajados para desahogarse en aquel lado de la playa era habitual, y en otras circunstancias habría resultado cómica. Pero nadie tenía paciencia ni humor para la estupidez. La disentería, la deshidratación y la diarrea estaban diezmando el campo. Al amanecer, cuando subía la marea, aquellos grumos de excremento eran devueltos a la arena, como si hasta el mar rechazase a aquellos desgraciados. Aquella noche, la fragancia intensa de los excrementos se mitigaba un poco con la brisa marina.

Mientras se acercaba, Elías vio un semicírculo de piernas que estaban pateando algo con saña. A juzgar por los gritos ahogados, que se confundían con el oleaje, ese bulto era un hombre.

—¿Por qué lo habéis traído aquí?

—Por maricón. Estaba dándose por el culo con uno, que se nos ha escapado.

—¿Y por eso le estáis dando esta paliza?

Su ayudante escupió con desprecio.

—El que lo estaba montando era un negro de la guardia, uno de esos cabrones senegaleses que vigilan el campo.

Elías frunció involuntariamente el ceño.

—El negro no lo estaba violando. Era consentido.

Podría haber reconocido cierta simpatía, incluso compasión, si aquel individuo al que estaban dando una paliza hubiera sido forzado. Esos cerdos senegaleses, no era la primera vez, también en el campo de las mujeres. Abusaban de ellas, y de los hombres, aunque la gente prefería no hablar de eso. Pero que uno de los suyos estuviera rompiéndole el culo a uno de esos cabrones que los humillaban y maltrataban a diario no podía consentirse.

Aunque se tratara de Tristán. El joven estaba desnudo, hecho un ovillo, rebozado de arena y sangre. Lo habían dejado medio muerto. Elías sintió ganas de gritar y de devolverles aquellos golpes, pero se contuvo. Todos ellos, y él el primero, acumulaban demasiada rabia, demasiada ira que necesitaba escapar por alguna parte o iba a volverlos locos a todos.

—¡Levantadlo!

Tristán ladeó la cabeza sin fuerza. Elías lo agarró por el mentón y le alzó el rostro para verlo mejor. El joven le devolvió la mirada enajenado, boquiabierto, con hilos de saliva descolgándosele de la boca, mezclada con sangre y con arena. Sus ojos perdidos parecían haber perdido la razón. No quedaba ni rastro de su hermoso y alegre rostro.

—¿Por qué? —Alcanzó a murmurar.

Elías palideció. Le mostró el papel rojo.

Cogió al muchacho en brazos y se lo llevó a su tienda. El resto de la noche no se despegó de él. Tristán tiritaba y su cara, convertida en un sarmiento, se negaba a mirar a Elías, hundiéndose en la manta preñada de piojos. Antes del alba, el chico empezó a respirar con mucha dificultad, como un fuelle roto, luego empezó a vomitar gruesos perdigones de sangre. Aquello duró un par de horas, durante las que Elías no dejó de secarle la sangre y ponerle un paño húmedo en los labios. Tardó mucho tiempo en darse cuenta de que el joven se le había muerto entre los brazos.

Acercó el papel rojo a la llama de una vela y estuvo mirando mucho rato cómo se convertía en nada.

Al llegar la mañana aparecieron los senegaleses. Entre ellos iba el pedófilo, buscando con la mirada entre los presos a los que le habían atacado la noche anterior. Tenía una marca de cuchillo superficial en el cuello. Cuando descubrió el cuerpo de Tristán lo miró como se mira un despojo apenas conocido. Alzó sus grandes ojos hacia Elías y le sonrió con desprecio.

—Tú serás mi puta.

Elías no había dormido, su cara estaba desencajada y su cuerpo temblaba de debilidad. Miró de reojo el cuerpo de Tristán mientras lo envolvían en la manta con restos de sangre. Le habían ordenado matar a aquel joven y no sabía por qué. Tal vez porque era un chivato de los guardias, quizá por algo que nunca llegaría a averiguar. Y había cumplido la orden.

Así debía terminar todo, en silencio. Pero lentamente se quitó el parche sucio que tapaba su úlcera seca y miró fijamente al guardia senegalés.

—Voy a cortarte en pedazos y desparramaré cada parte de tu cuerpo por todo el puto campo, negro de mierda.

El negro no entendía el español, o tal vez no le convino entenderlo, como a sus compañeros, que, pese a ir armados, estaban en inferioridad. Cualquier gesto, por mínimo que fuera, y no saldrían vivos de aquella conejera, ninguno de ellos. Sostuvo la mirada de Elías y algo en esa úlcera le hizo estremecerse de dolor. Ni un batallón de bayonetas iba a impedir que aquel tuerto cumpliera su amenaza.

—Podrían haberte matado allí mismo —le recriminó con voz muy suave Esperanza. Elías le había contado lo sucedido entre llantos convulsos. Era la primera vez que Esperanza lo veía llorar de ese modo y el corazón se le oprimía confuso y dolorido en el pecho.

—Yo he matado a ese chico.

—Lo ha matado esta maldita guerra.

No era cierto. Él era el responsable, como lo era de las muertes que habían pasado por sus manos en Barcelona, como lo fue la de Irina. Cada muerte encontraba una justificación en los demás: sobrevivir, la guerra, la necesidad de mantener el orden y la disciplina. Pero la única verdad es que cada una de aquellas muertes había sido una decisión suya, personal.

La noche estaba oscura, pero poco a poco el viento empujó las nubes y apareció una luna pálida que dio consistencia a sus sombras anudadas. Algunas mujeres se acuclillaban furtivamente en la orilla para cagarse encima, avejentadas, robadas sus vidas y su dignidad… ¿Por qué todo aquello? Por el mañana, se decía, por esa fe inquebrantable de que cuanto hacía significaba algo, un futuro mejor para ellos, para sus hijos y sus nietos. Y quizá fuera cierto. Quizá él sólo era una gota de entre un millón, como aquel mar oscuro que les cerraba el paso, donde los seres humanos eran obligados a aflojarse como alimañas. Una gota sumada a otro millón de gotas en muchas otras partes del mundo, en aquel mismo instante. Pero en este momento, la noche era un hoy sin mañana.

Dos meses después, un grupo de hombres encontró una mano flotando entre desperdicios. Al día siguiente encontraron una pierna a varios kilómetros, en el campo de las mujeres, y durante los días siguientes aparecieron restos por todas partes, incluso en la iglesia del pueblo, de un soldado negro. Sin embargo, nadie daba con la cabeza. Hasta que una mañana, cuando el cielo alboreaba anunciando un día fantástico, azul y luminoso, apareció empalada frente al barracón de la guardia senegalesa con un letrero clavado en la frente: «Allez, allez, salope!».

Como el polvo que se asienta después de un pisotón, la vida y la muerte se fueron haciendo rutina. Gracias a la ayuda de organizaciones establecidas en Perpiñán, se pudo normalizar en cierta manera la llegada de productos de primera necesidad, alimentos, ropa, productos de higiene y lo que para muchos era primordial, correo desde España, desde otras partes de Francia; algunos llegaban con giros de dinero y se estableció una mesa donde podían cambiarse la moneda republicana por francos (a precios desorbitados). Por primera vez, los internos en el campo no se sintieron aislados, les llegaban noticias de la virulenta discusión que su situación suscitaba en la prensa y en la opinión pública, lo que forzó a las autoridades a ciertas mejoras. Se instalaron centros de acogida a cargo de la Cruz Roja suiza en algunos puntos, entre ellos una maternidad donde las mujeres podían permanecer con sus bebés recién nacidos hasta que se les consideraba con suficiente fuerza para volver al régimen común; se instaló parte de un deficitario sistema de iluminación, barracones más consistentes y canalizaciones y letrinas, siempre insuficientes para más de 90.000 personas, que hicieron la vida algo más llevadera.

La resiliencia y la capacidad de adaptarse a todo iban venciendo, poco a poco, al desánimo de los primeros meses. Y parte de la resiliencia era el silencio. La estrategia del silencio contra la evidencia de lo inevitable. Se veía deambular por el campo a mujeres enajenadas con un bebé de meses muerto en brazos y se miraba para otro lado, llegaba la camioneta que transportaba a los más graves a la vieja caserna de Perpiñán habilitada como hospital y nadie quería ir allí, porque sabían que era, en realidad, poco menos que una morgue donde la gente sólo iba a morir. ¿A dónde fueron todos aquellos muertos, anónimos? Nunca se sabría, algunos enterrados cerca de sus seres queridos, otros arrojados al mar con algo anudado al cuello, muchos en los barcos hospital de Port-Vendres… Y otros, la mayoría, dispersos en el aire, como aquellas nubes de polvo que iban y venían sobre las hogueras.

Y al mismo tiempo, nacían nuevos bebés, y salían adelante, había parejas que se encontraban tras meses de separación, reconciliaciones familiares que de la desdicha hacían cicatriz y soldadura, nuevos enamoramientos, amistades que durarían lustros. Los escritores, los actores, los músicos se las apañaban para organizar recitales, obras de teatro, coros que salvaban durante unas horas la monotonía enloquecedora. Y todo ocurría a la vez, mezclándose como la arena y el inevitable mar.

Paradójicamente, a medida que las infraestructuras del campo se hacían más estables, la ilusión de su estadía temporal se esfumaba.

—Están empezando a trasladar a la gente a otros campos. El prefecto es fascista declarado, y ha ordenado repatriaciones forzosas, sobre todo de mujeres y niños, aunque también hay muchos que aceptan voluntariamente el ofrecimiento de «clemencia» de Franco y deciden regresar.

—¿Y quién puede culparlos?

Pierre se encogió de hombros. Estaban cada uno a un lado de la alambrada, vigilados de cerca por un argelino a caballo que Pierre había sobornado con unos pocos francos. El panadero le pasó a través de la alambrada unos cigarrillos a Elías, que no tenía dónde esconder. A finales de agosto el calor era insufrible y los hombres andaban sin camisa, en pantalones cortos o en calzoncillos.

—He oído que han mandado a alguien nuevo, un policía que viene expresamente de Madrid con orden de volver a España con media docena de nombres. Tú estás en esa lista.

—¿Quién es?

—No lo sé, pero parece más eficaz que los que han mandado hasta ahora. Deberías esconderte unos días.

Elías sonrió. Sí, podía hundirse en el fondo del mar un par de días.

—Me alegra que te lo tomes con humor, pero no es cosa de risa. Si te deportan ya sabes lo que te espera. Juicio sumarísimo y pelotón de fusilamiento. Hay gente aquí fuera que hará lo posible para que ese fascista te cace. No han olvidado lo del senegalés.

—No sé de qué me hablas.

El 23 de agosto el mundo se despertó con una bomba que sacudió todos los cimientos de Europa. Alemania y la Unión Soviética firmaron un tratado de no agresión. Pocos días después, el ejército alemán invadía Polonia por el oeste y el ejército soviético hacía lo propio por el este. Aquello sólo podía significar una cosa: el 7 de septiembre, Francia y Gran Bretaña declaraban la guerra a Alemania.

En los campos se desató una cacería a gran escala de elementos comunistas o considerados extremistas, y el PCF fue declarado ilegal. Los comunistas españoles, cansados de luchar en España contra las tropas fascistas, veían desconcertados cómo Stalin firmaba una alianza con su mayor enemigo. Abatidos, resignados, intentaban encontrarle un sentido a lo que para el resto de republicanos era un acto de traición. Elías también estaba confuso, pero consideraba que la jugada de Stalin era lógica: las potencias europeas no iban a ayudar a la Unión Soviética en caso de agresión nazi, de modo que el Vohz trataba de ganar tiempo para preparar al país para la guerra y de paso alejaba la frontera con los alemanes a costa de los enfurecidos polacos. Pero cierto o falso, aquel argumento no calmaba los ánimos, ni siquiera de sus camaradas.

Dos días después de decretarse la movilización general en Francia, un pelotón de gendarmes se presentó en la conejera de Elías. Junto a otros comunistas, fue detenido y llevado en presencia del comandante del campo, fuertemente escoltado.

Le hicieron esperar en el vestíbulo; cada cinco minutos se abría la puerta del comandante y un gendarme gritaba un nombre. A los pocos minutos, el llamado salía con los grilletes a la espalda y el rostro lívido. Nadie decía una palabra. La consigna era guardar silencio, y bajo ningún concepto delatar a los compañeros. Elías, como la mayoría de camaradas con responsabilidades militares o políticas, se había hecho con una identidad falsa gracias a la ayuda de Pierre. Cuando escuchó el nombre de Aurelio Gallart, nacido en Getafe, alzó la cabeza con resignación.

El comandante era un oficial aguerrido que no tenía nada que ver con aquel capitán plúmbeo que recibía a los recién llegados a principios de febrero. A la derecha de la mesa había una pila de fichas con fotografías y huellas dactilares. Estaban escritas en español y habían sido configuradas por la policía de Franco. Un oficial las cotejaba con las que la gendarmería tenía en su poder, más pedestres.

—Diga su nombre y fecha de nacimiento.

—Aurelio Gallart, nacido en Getafe, de Manuela y Ricardo, seis de noviembre de 1911.

El comandante cogió una de las fichas de la derecha.

—Según la policía española usted se llama Elías Gil Villa, nacido en Mieres, de Martín y Rocío, el doce de mayo de 1912.

El comandante alzó la vista y escrutó la fotografía, cotejándola con el rostro impasible de Elías. Había cambiado, y mucho, desde aquella imagen que no sabía cómo había obtenido la policía española, pero que era de una época muy lejana, de su etapa de estudiante en la Universidad de Ingeniería en Madrid, más o menos de 1930.

—Su rango era el de teniente del SIM, responsable del área de Barcelona en 1937.

—No tengo ni idea de qué es eso del SIM. Soy ingeniero de minas, y a eso me dediqué hasta que me vi forzado a cruzar la frontera.

El comandante dejó la ficha sobre la mesa y cruzó sus dedos gordezuelos.

—Ahora lo veremos.

Alzó la barbilla, y un gendarme lo trasladó a un despacho que había tras una puerta. Allí lo recibió una luz oscura y un olor a archivos y papeles viejos que se corrompían lentamente.

Detrás de la mesa había un hombre vestido de paisano que escribía algo. Pero lo primero que llamó la atención de Elías fue el sombrero, de buena factura, que descansaba junto a su codo derecho. La puerta que comunicaba los dos despachos permanecía abierta. El hombre alzó la vista, oculta tras unas gruesas gafas, e intercambió una mirada con el comandante francés. Luego remontó la fisonomía rígida de Elías. Ambos se miraron durante un largo minuto.

Elías Gil sintió que le abandonaban todas sus fuerzas. Aquel policía franquista era Ramón Alcázar Suñer.

También él había cambiado mucho desde aquella noche en Sant Celoni. Ahora no había miedo en su mirada, sino un cálculo frío y la apostura de quien ha sobrevivido para convertirse en alguien poderoso. Se había dejado crecer un bigotito fino, muy a la moda, y lucía una bonita aguja de oro en su corbata de seda. Había ganado peso, y aunque parecía más viejo y cansado, en cierto modo había mejorado.

Ramón Alcázar se reclinó en la silla y se pasó la mano por el pelo engominado, peinado cuidadosamente hacia atrás, dejando a la vista una frente amplia y despejada. Elías se dio cuenta de que lo había reconocido inmediatamente y que en aquel instante estaban desfilando por su mente las imágenes de la checa de la calle Muntaner, el terror que pasó al pensar que aquella noche de 1938 iban a fusilarlo. Ramón Alcázar juntó los índices y lo señaló como si le apuntase con una pistola. Esbozó una frágil sonrisa, que ni el gendarme que custodiaba a Elías ni el comandante al otro lado de la puerta percibieron. Una sonrisa sólo dedicada a su amigo de la infancia. Se puso en pie y pasó por su lado sin mirarle.

Durante unos minutos estuvo hablando con el comandante en voz baja. Elías no se volvió, pero pudo escuchar las palabras de desconcierto del comandante, sus protestas y cómo daba un puñetazo en la mesa. Ramón Alcázar Suñer no perdió la calma.

—Le digo, comandante, que este hombre no es Elías Gil. Apuesto a que su identidad es tan falsa como la de los otros, pero no es el hombre que yo he venido a buscar. Lo que haga con ese que está ahí, no es cosa que competa al Gobierno de España.

Elías sintió que le temblaban las rodillas. Un nudo de emociones encontradas le subió a la garganta obligándole a respirar con la boca abierta. Ramón Alcázar Suñer volvió a su despacho y apenas le lanzó una mirada de fingido desprecio. Ocupó su sitio detrás de la mesa, concentrándose en lo que estaba escribiendo.

—Llévese a esa basura de aquí —dijo, sin alzar la vista.

Aunque la actitud de aquel policía español lo había desconcertado, el comandante no dio su brazo a torcer. Ordenó el traslado de Elías al castillo penal de Colliure. Mientras esperaba para subir al autobús, vio acercarse a Pierre. Se las había apañado para ser el único que servía pan a la guardia y eso le permitía ir y venir sin levantar sospechas.

Apenas pasó por su lado, fingiendo dirigirse a uno de los guardias que custodiaban a Elías.

Desde la ventana del autobús, Elías contempló por última vez las alambradas triples de Argelès y se angustió pensando en Esperanza. ¿Sabría ella que lo habían detenido y que iban a llevarlo a Colliure? Su esposa había aceptado integrarse en las compañías de voluntarios destinadas a cubrir la mano de obra que dejaban vacantes las levas en las fábricas y el campo. Desde hacía dos semanas trabajaba en una fábrica de Le Boulou, bajo estrecha vigilancia. ¿Volverían a verse? ¿Cómo, cuándo, dónde?

El autobús se puso en marcha lentamente tomando la carretera llena de agujeros que una brigada de refugiados estaba cubriendo con grava. Al pasar junto a ellos, muchos dejaban de trabajar y alzaban el puño en señal de reconocimiento. Un guardia argelino a caballo le sonrió cruelmente con su boca sin dientes y se pasó el pulgar por la garganta a modo de tajo. El frío había vuelto a Argelès y la tramontana azotaba con virulencia la ropa de los refugiados colgada entre las barracas; unos niños desharrapados se entretenían buscando colillas entre la arena. El mar, donde estaba prohibido ahora acercarse, parecía calmo como un sudario.

Elías buscó en el bolsillo de su chaqueta el tacto familiar y relajante del medallón con la fotografía de Irina y de Anna. Y entonces encontró un papelito doblado por la mitad.

Un papel azul.