20

Barcelona, octubre de 2002

Salir del hotel y dejarse ver era arriesgado, y Siaka lo sabía. Pero la temporada de verano ya había terminado y probablemente aquel gran crucero con bandera inglesa sería el último en atracar en Barcelona durante bastantes meses. El reguero de turistas era demasiado tentador para quedarse al margen.

Sentado en una terraza frente a las atarazanas los vio desfilar como hormiguitas incautas hacia la estatua de Colón y luego hacia las Ramblas. Resultaban cómicos, casi tiernos, con sus ridículos y extemporáneos sombreros, sus pieles pálidas y sus cámaras de fotos, siguiendo obedientemente a un guía que se hacía visible esgrimiendo en alto un paraguas cerrado. Tenía su gracia, pensó, que él los viera como extranjeros. «Después de todo, ésta es tu ciudad», se dijo, poniéndose en pie.

Había elegido a una guapa rubia de edad madura que se rezagaba contemplando los edificios. Le llamó la atención que no disparase como una loca su cámara fotográfica. Prefería ver las cosas antes que retratarlas compulsivamente.

—Bien por ti —dijo Siaka. Le gustaba observar a la gente y averiguar lo que ellos no podían ver de sí mismos. Aquella desconocida, por ejemplo: mirada inteligente pero demasiado soñadora, enamoradiza de las apariencias, de la grandilocuencia que muestran los lugares de paso, posibilidades y promesas inconcretas. Profesión liberal, tal vez abogada, recién divorciada, un viaje para cicatrizar, en busca de nuevos horizontes que sirvieran como placebo a un dolor aún no dejado atrás por completo. Activa sexualmente, fingida sonrisa, despreocupación alegre con un esfuerzo demasiado evidente.

Perfecta.

Se despidieron unas horas después, con un ligero retintín irónico en la mirada de ella. Sin duda se había dado cuenta de que Siaka le había intentado quitar la cartera mientras ella se vestía en el tocador de la habitación. Imaginó su cara al ver lo que guardaba dentro del bolso, el susto que debió de llevarse. Una placa de policía de Scotland Yard y una pequeña semiautomática del 22.

—Estoy de vacaciones, tranquilo —se despidió, dándole un beso en los labios y metiendo un billete en su bolsillo.

Estaba perdiendo facultades, se dijo el joven cuando la vio alejarse en un taxi. Ni siquiera había podido disfrutar del polvo, y eso que la habitación del hotel, alquilada por unas horas, había estado a la altura de sus gustos. Sábanas de raso, albornoz fino, licores y copas entalladas en una bandeja de plata y cortinas de cretona a juego con los muebles barrocos. Su mente y su polla estaban peleadas, iban en direcciones distintas. La llamada de Gonzalo planeaba como un mal augurio. El abogado había insistido en citarse con él en un bar no muy lejos de allí. Siaka le preguntó qué sucedía, pero Gonzalo no le había querido decir nada, excepto que había descubierto que Alcázar trabajaba para la Matrioshka.

¿Por qué no le sorprendía? El inspector Alcázar, exinspector, para ser más exactos, nunca le había parecido trigo limpio. Sospechaba desde hacía tiempo, y aunque Laura nunca se lo dijo, intuía que la subinspectora ya no se fiaba de él en los últimos tiempos. Pero eso no significaba que no le preocupase la posibilidad de que le atrapase. Se estaba volviendo paranoico, no lograba apartar la sensación de que le seguían, de que le vigilaban, y ese temor le imposibilitaba para cualquier cosa.

Humillado por la experiencia con la turista inglesa entró en la cafetería donde había quedado con Gonzalo y pidió un café largo. Aún era temprano para la cita.

Necesitaba reconsiderar sus opciones, no podía continuar con aquella tensión continua encima o iba a volverse loco.

«Debería largarme, ahora mismo».

Eso era lo que le repetía una y otra vez el instinto. «Corre, Siaka, corre».

Pensó en la policía guapa. Podría haberle denunciado a la seguridad del hotel, peor aún, podría haber sacado aquel juguete plateado y dispararle. Y en lugar de hacerlo lo había tratado como un pobre niño travieso con el que merecía la pena ser indulgente. Definitivamente, estaba bajando la guardia.

Cinco minutos después de la hora acordada, empezó a sospechar que Gonzalo no iba a presentarse. ¿Se habría rajado o simplemente se había quedado atrapado en un atasco de tráfico? Consultó con impaciencia el reloj de la pared, atento a las entradas y salidas de los clientes, volvió a hacerlo al cabo de dos minutos, de tres, de cuatro, y el tiempo no pasaba. A cada golpe del minutero en ese reloj, la voz de alarma en su cabeza crecía hasta hacerse insoportable.

De reojo observó al hombre que le miraba distraídamente acodado en la barra con un periódico. Quizá fuesen imaginaciones de Siaka, pero le había sorprendido dos veces mirándole fijamente y apartando la cara al verse descubierto. Podría ser un esbirro de Alcázar, alguien a sueldo de la Matrioshka, o simplemente un tipo que leía el diario deportivo y tomaba su café con aire aburrido. Siaka no estaba dispuesto a comprobarlo. Gonzalo se retrasaba ya quince minutos, y el abogado era puntual siempre. Se arriesgó a llamarlo por teléfono. Estaba fuera de cobertura.

«Corre, Siaka, corre», le gritaba esa voz que tantas veces había logrado mantenerle a salvo. Coge ese tren a París y olvida todo esto. ¿En qué coño estaba pensando cuando decidió dejarse atrapar en esta maraña? El miedo no le permitía perfilar con nitidez la imagen de Roberto, ni de Laura. Ellos estaban muertos y él estaba vivo. Más valía que saliera de allí ahora mismo si quería seguir estándolo.

Respiró para controlar las pulsaciones, pagó con el billete que le había metido en el bolsillo la turista inglesa (como un vulgar prostituto) y observó con atención disimulada al tipo de la barra mientras esperaba el cambio. Se relajó un poco: parecía inofensivo. Pero nunca se sabe. Zinóviev le contó una vez que existe una variedad de araña casi invisible pero que inocula un veneno paralizante que puede matar en horas.

Salió a la calle y se dirigió a la boca del metro. Un par de veces se volvió porque tenía la impresión de que le estaban siguiendo, pero sólo vio rostros de transeúntes ocupados en sus propios asuntos.

«Relájate, hombre, o te va a estallar la cabeza».

Y eso es precisamente lo que le estalló. Notó el impacto en la nuca apenas puso el primer pie en el escalón que bajaba al metro. Un calor muy intenso que se abrió paso hasta su cerebro como un puño. Trastabilló y cayó rodando escaleras abajo. Sintió un crujido en la pierna y tuvo la certeza de que se había machacado la tibia. Intentó protegerse de la caída con las manos, pero no pudo evitar el filo del último escalón, que le partió, literalmente, la crisma.

La primera ojeada en el espejo le devolvió una imagen que hubiera preferido borrar. Pero ya no era posible; aunque tapara la mitad de la visión del espejo con una mano, al apartarla, Carlos seguía tumbado en la cama, con el antebrazo bajo la almohada, mirándola como si fuera una diosa.

¿Una diosa? Lola cerró los ojos para evitar seguir contemplando su rostro con el pintalabios corrido y el rímel dibujándole lágrimas negras. Se odiaba por lo que había hecho, hubiera querido arrancarse la piel, el olor. Alargó la mano hasta la mesita y apuró lo que quedaba de whisky. Nada cambia, pensó, despreciándose. El mismo agujero vacío, la misma imposibilidad de ser otra en brazos de otro. Como hacía dieciocho años, cuando supo que estaba embarazada de Javier y que Gonzalo no era el padre.

—Esto no ha pasado —murmuró, más para sí que para aquel joven a pesar de que fuera a él a quien miraba.

Carlos alargó el brazo y acarició las vértebras de su columna; Lola se estremeció como si los dedos fueran de hielo.

—Pero lo cierto es que ha pasado, Lola. Yo te quiero, tienes que entenderlo. No es sólo un polvo; me gustas de verdad. Podríamos hacer cualquier cosa, largarnos a cualquier parte, tú y yo. Olvidar el pasado. —Lo decía y lo pensaba de verdad. Estaba dispuesto a borrar la grabación que le había hecho. Ella nunca lo sabría, lo cerca que había estado de su propia perdición. Sólo tenía que volverse hacia él y decir que sí.

Lola se puso de pie, ofreciendo su cuerpo entero al espejo, sus pechos aún firmes, sus caderas prietas, el vello del pubis todavía húmedo, el vientre liso. La visión de una mujer en plena madurez, en su mejor momento. Y sin embargo se sentía vieja y despreciable. No sabía, ni quería saber, cómo se había dejado convencer de aquella locura. Follarse al amigo de su hijo en su propia cama, en su propia casa.

Podía buscar excusas, decir que se sentía sola y que dos botellas de vino habían acallado su sentido común, permitiendo que Carlos la besara en el aparcamiento del restaurante, cediendo a sus dedos que buscaban su pecho bajo la blusa, accediendo a que su mano le buscara la vulva bajo las bragas como una adolescente excitada. Sí, podía decir que se había dejado llevar por el calor, por las ganas de vivir que cada cierto tiempo le hacían hervir la sangre. No había nada malo en ello, era una mujer atractiva que no estaba dispuesta a perderse lo que la vida pudiera ofrecerle. Sólo era un polvo con un tipo atractivo, un cuerpo musculoso, un culo prieto y el empuje de un potro que desea demostrar lo que vale. Una anécdota como otras que guardaría para las noches de invierno, para excitarse en la cama y masturbarse cuando la soledad durmiese al otro lado del colchón.

Pero la verdad era muy distinta. Había sido ella la que había dado pie a aquel juego, la que había buscado la mano de Carlos, consciente de cuanto hacía, sin remordimiento ni culpa hasta que, mientras él la penetraba, se había encontrado frente al retrato de sus hijos y su esposo, cuando eran felices, cuando soñaba que con ellos lo colmaría todo. Y fue esa visión la que la enfrentó a su fracaso, a sus mentiras, al cansancio de tanto fingimiento. Y la tristeza la llenó al comprender que su imposibilidad de ser feliz no tenía nada que ver con la falta de sexo, con el desamor o con el remordimiento de lo ocurrido dieciocho años atrás. Era ella esa imposibilidad.

Y ahora, las palabras de Carlos, sus deseos auténticos e ingenuos la hacían sentirse peor. ¡Escaparse con un casi adolescente! ¿Para qué? Tirar toda su vida por la borda, hasta cuándo, hasta que el deseo se volviera rutina, hasta que la evidencia de sus mundos tan distintos se impusiera, hasta envejecer sola y retorcida por las decisiones erróneas que ya no tenían remedio. Lo único que quería era que se fuera, arrancar literalmente las sábanas de la cama y meterlas en la lavadora, ducharse y frotarse hasta que le sangrara la piel. Y olvidar.

—Tienes que irte. Y esto no volverá a pasar, jamás. —La oscuridad de su rostro era ominosa, como si se le hubiera borrado toda expresión, como si sólo fuera un lienzo por pintar.

Durante unos segundos, Carlos esperó ver un corpúsculo de luz en ese rostro, una llama de esperanza, de agradecimiento, al menos. Pero sólo vio indiferencia, inquietud y desprecio. De repente, la presencia de la habitación de Lola se hizo omnisciente: la cama deshecha, las cortinas traspasadas por la luz, las fotos familiares, los recuerdos y los detalles de una vida en la que él no tenía cabida ni nunca la tendría. Los collares y las pulseras en el joyero de la cómoda, la alfombra a los pies sobre la que se amontonaba la ropa interior de ambos, la botella de whisky y los vasos de fondo grueso. Nada de eso le pertenecía ni le pertenecería jamás. Él era un accidente en aquel cuadro, un brochazo que se le había escapado al artista y que sería borrado sin dejar rastro tan pronto saliera por la puerta.

¡Qué pobre imbécil, pensar que con ella sería distinto! Su lugar estaba en las sombras, en las calles oscuras, en los edificios con aluminosis, entre las putas y los chulos. Pensar otra cosa era soñar. Sueños estúpidos, pájaros en la cabeza. Ahora lo comprendía, lo veía nítidamente al contemplar aquel cuerpo que sólo había sido un recipiente. Y eso le hizo temblar de rabia. Pensó en la pequeña grabadora que había dejado entre la camisa y el pantalón, pensó que durante unos minutos había logrado olvidar por qué estaba allí. Pensó que había gozado realmente con Lola, no con su hijo. Y se alegró de no haber cedido a la tentación de explicárselo todo cuando ella, en un arrebato, le había susurrado con la respiración entrecortada que le quería.

—¿Estás segura de esto? ¿De verdad quieres que me marche?

Lola lo miró con un desprecio absoluto.

—Nunca he estado más segura de algo.

Carlos se sentó en la cama y observó la puntera de sus botas sucias. El amor era algo aceptable a cambio de no darle forma y mantenerlo en el límite controlable de lo teórico. Lola no debería haber sido más que un nombre y unos apellidos, parte de un listado tedioso amontonándose en la mesa, como su hijo Javier. No eran para él nada, excepto una herramienta necesaria para su propósito. Significaban dinero. Datos, números, eficiencia y economía. Eso era lo importante. Pero había caído en la trampa de creer que podía ser diferente. Por suerte, la mirada de Lola lo había estampado contra una realidad tangible, haciéndole sentir en sus propias carnes lo que antes sólo era una bruma, un rumor lejano de gritos del que podía desentenderse cerrando la ventana. Ahora ya no era posible escaparse de la evidencia: él no era nada para ella, ni las de su clase, y nunca lo sería.

Pensó en mostrarle la grabación, chantajearla, pedirle una buena suma a cambio de guardar el secreto de su infidelidad, como había hecho con Javier. Ésa era la idea, pero ahora, pensaba con rapidez, ya no se trataba sólo de una cuestión de dinero. Sino algo más personal. Iba a hacerle pagar con creces su desprecio. Iba a darle una lección a aquella mujer arrogante que nunca en la vida podría olvidar.

Se vistió con una lentitud concentrada, haciendo que ella se sintiera incómoda. Se tomó su tiempo y ocultó la grabadora, reprimiendo las ganas de mirarla cuando se marchó.

Sabía dónde encontrar a Javier.

Había algo inquietante, una sensación a la que Javier no se atrevía a ponerle nombre. Probablemente era algo imperceptible para otros, pero notaba en la mirada de Carlos, en la audacia de sus palabras un odio enfermizo que hasta entonces no se había liberado del todo, pero que ahora, por alguna razón, se había desenmascarado por completo.

—¿Qué es eso tan urgente? ¿Y qué hacemos aquí?

Carlos daba vueltas como una fiera enjaulada. Había citado a Javier en una nave industrial abandonada de las afueras.

—Nunca me has preguntado dónde vivía, ni te has interesado por mi familia, o por lo que hago cuando no estoy contigo. —Miraba a Javier con una especie de superioridad desde la que desafiaba al mundo. Como si le demostrase que había estado en el infierno y había sobrevivido, nada le asustaba ya de los otros hombres, como si hubiera emergido de ese infierno dejando atrás su naturaleza humana, transformándose en otra cosa. Era mejor que él, lo sabía y lo mostraba.

—Bueno, pues bienvenido a mi casa.

Javier miró alrededor. Allí no había nada excepto suciedad, escombros, y al fondo, en un rincón, un pequeño colchón y un par de maletas viejas.

—¿A qué viene esto?

Pobre imbécil, pensó Carlos. Ése era el gran error que Javier había cometido, como su madre. Menospreciarle, creerse mejor por el hecho de ser algo más afortunado de lo que había sido él.

—¿Te sorprende? No deberías poner esa cara de asco. ¿Sabes cómo es el mundo fuera de tu ombligo? Yo te daré una pista: cualquier paso en falso puede condenarte, lo tienes todo, y de repente te miras las manos y ya no tienes nada. Yo podría haber sido como tú, o como cualquiera que se te parezca. Pero la suerte se me acabó, un mal padre, las drogas, los reformatorios, historias que no importan. Se puede condenar a un ser humano a lo peor, azuzarlo como a un perro y golpearlo; no importa, lo resistirá a condición de no perder la esperanza de que algún día se ponga fin a su sufrimiento. Sin esa esperanza, la inmensa mayoría sencillamente se abandonará y se apagará sin remedio. Pero unos pocos se verán liberados ante la evidencia y, sin nada que perder, no seguirán sujetos con el dogal del miedo. Incluso el torturador más cruel sabe que en un momento u otro debe mostrar clemencia.

Alzó la cabeza y cruzó con la mirada al otro lado de la nave abandonada con un punto de irrealidad.

—Yo soy de ésos.

Movió los dedos como si tuviera un secreto que transmitirle esquemáticamente y que Javier no acababa de entender. De repente se mostró desenvuelto, cortés, pero no demasiado afable.

—Ven, quiero mostrarte algo. ¿Sabías que me gusta el cine? Siempre he pensado que tengo talento para la filmación. Sobre todo para los primeros planos —dijo, enmarcando el rostro de Javier juntando los pulgares y los índices de ambas manos—. Un mundo de apariencias. Esto es lo que me gusta del cine.

—Creí que tenías algo importante que decirme —dijo Javier, que empezaba a sentirse alarmado.

—Y así es, pero nos iremos acercando despacio, con precaución. —Carlos dibujó una sonrisa extraña—. Existen dos tipos de realidades: la evidente y la que se elabora. La primera es como los sueños, aún peor, como las pesadillas; inconexa, no encuentra modo plausible de narrarse. Por eso la elaboramos, como un guión de cine, la adaptación incompleta y casi siempre embustera de la realidad evidente. Cada cual tiene suficiente con inventar su propio discurso y lo que se espera no es más que un relato imperturbable de las mismas cosas.

—No te entiendo, Carlos. ¿Por qué no me dices de una vez lo que quieres?

Carlos sacó la cámara de vídeo del bolsillo y la cruzó sobre el regazo. Puso en marcha la grabación y se la mostró a Javier. La imagen que apareció estaba tomada allí mismo, en aquella nave.

—¿Qué ves aquí?

—Una rata.

—¿Una rata?

Javier asintió, despacio.

—Una rata enorme, negra y cochambrosa.

—Yo veo otra cosa: veo a un niño tumbado en su cama, aterrado por el ruido de esa rata que correteaba al anochecer por el falso techo de madera del dormitorio. Debía de llevar allí mucho tiempo a juzgar por el ruido que hacía al moverse. A veces se escuchaban sus chillidos irritados, enloquecidos. Imagino que la soledad también enloquece a las ratas. Hasta que una tarde el padre de ese niño levantó todas las maderas con un gancho en la mano y se subió al altillo. No fue fácil dar caza a la rata, se defendía con uñas y dientes y daba unos brincos de miedo. El padre del niño la ensartó al final con el gancho y la golpeó violentamente contra el suelo… Ahí está el relato de una realidad. Una escena que puede reproducirse una y otra vez sin errores, y que hasta puede que fuera cierta. Pero lo que esa realidad no puede describir es la impresión que le causó a ese niño aterrado ver las tripas abiertas de la rata, su cola rozando la pernera del pantalón de su padre, las gotas oscuras de sangre cayendo sobre la puntera de su zapato. Tampoco puede describir con palabras la mirada del padre de aquel niño, aquella mezcla de orgullo y desprecio, cuando soltando una carcajada de borracho le arrojó esa rata muerta a la cara del chiquillo, desternillándose de risa con sus alaridos de pavor.

¿Qué podía hacer Javier con todo eso? De qué iba a servir que le explicase a Carlos que de niño tenía miedo de los ojos de los conejos encerrados en las conejeras que el abuelo Agustín tenía en la finca de Cáceres, que le miraban con odio, como si supieran que estaban allí para morir con un golpe de kárate en la nuca, y que nunca se le dio bien matarlos a la primera, como le enseñó el abuelo, y que por eso los conejos le miraban con la rabia con que los torturados miran a sus torturadores.

Y de repente, sin transición, la grabación pasaba de esa rata en la nave abandonada a una habitación luminosa. Una habitación que Javier conocía perfectamente, aunque le costó reconocer los gemidos. Nunca había escuchado a su madre teniendo un orgasmo.

Mientras las imágenes se sucedían, negó con la cabeza. No era posible que su madre le hubiera hecho eso.

—Apágalo —murmuró en estado de catatonia, pero Carlos no detuvo la grabación. Al contrario, le dio al zoom. Cuando Javier quiso apartar la cara, Carlos lo aferró con violencia por el cuello, obligándole a mirar.

—Ahora viene lo mejor, cuando me dice que le dé por el culo. ¿Es una fijación que tenéis en vuestra familia? ¿Que os rompan el culo? Seguro que tu hermana no tardará en cogerle el gusto también.

Javier se revolvió con rabia y trató de golpear el costado de Carlos, pero apenas pudo rozarlo. Era demasiado grande para él. Sin apenas esfuerzo, Carlos se deshizo de él, dándole un puntapié en la boca del estómago que lanzó a Javier contra el suelo. Lo observó retorcerse con cierta decepción, como si hubiera esperado que le sorprendiera con algo distinto.

—No es tan sencillo como levantarse de la cama en invierno y trazar un círculo en el vaho helado de la ventana para ver el paisaje fuera. Las cosas no son así cuando estás dentro de ellas, ¿verdad? —dijo sin dejar de grabar, al tiempo que le daba dos fuertes patadas en el costado—. Qué familia feliz: el hijo maricón y drogadicto ve cómo la puta de su madre es sodomizada por su querubín. ¿Qué vas a hacer, Javier? Di: ¿Qué vas a hacer?

Carlos lo pateó con saña, vertiendo en él toda la rabia acumulada desde hacía demasiado tiempo, sin dejar de filmar.

—Te diré lo que voy a hacer yo: le mandaré a tu madre este bonito recuerdo, con este regalo y con unas bonitas fotos tuyas comiendo mi polla. ¿Qué te parece? ¿Crees que le gustará? ¿Qué opinará tu papá, ese abogado soso, de su familia ideal?

—¿Por qué me haces esto? —balbuceó Javier, entre gorgojos de saliva y sangre.

La pregunta, apenas audible, tuvo el efecto de detener la furia de Carlos. Como si le sorprendiera que se lo preguntase.

Recordó una Nochebuena. Su padre llegó borracho a casa y dejó su maletín de muestras en medio del pasillo. Trabajaba como representante de una multinacional. Cortinas, tapizados, cosas de ese estilo. Según la teoría de su padre, en los bares podían hacerse clientes. Y jugar a la tragaperras, y ver el fútbol y beber hasta caerse de la barra, trasnochar, conocer putas y gente del trapicheo, meterse en timbas ilegales de póquer y apostar en el canódromo de la Meridiana. Aquella Nochebuena su madre se había vestido para la misa del gallo y estaba sentada delante del televisor esperando con las manos apretadas entre las rodillas, sin prestar atención al programa de varietés.

Carlos había estado ayudándola toda la tarde a preparar pastelitos de crema y coco. A hurtadillas había picoteado algo de la masa y su madre había hecho la vista gorda. Cuando su padre entró tambaleándose en el salón, los dulces estaban sobre platillos de hojaldre encima de la mesa, dispuestos de manera decorativa al lado del pesebre. Su padre dio un manotazo y tiró los pastelitos por toda la casa. Carlos veía sus ojos inyectados de rabia, el modo que agarró por los hombros a su madre y la sacudió, como si quisiera hacer salir a alguien que escondiera dentro a base de golpes. Carlos se interpuso entre ellos, gritándole a su padre por qué hacía aquello.

Su padre se limitó a sostenerle la mirada con una sonrisa cruel, impenetrable. Encendió un cigarrillo Rex llenándole la cara de humo y le espetó:

—«Porque puedo…». Eso fue lo que me dijo.

El recuerdo le había alejado durante unos segundos del presente. Cuando volvió a él, parpadeó sorprendido.

—¿De dónde has sacado eso?

Javier le apuntaba con el viejo revólver. Le temblaban las manos y tuvo que aferrarlo con fuerza. No sabía por qué al recibir la llamada de Carlos había decidido cogerlo. No tenía una idea clara de lo que pensaba hacer. Quizá amenazarle para que dejara de chantajearle, o tal vez algo más dramático, como suicidarse, o escenificar al menos la posibilidad delante de él. El caso era que ya no podía más.

—Tiene que acabarse; tiene que acabarse —murmuraba, con la mirada ida. Un ojo se le había cerrado por completo y la sangre que le brotaba de la nariz y de la boca lo estaba ahogando.

Carlos afiló la mirada. Apuntó con la cámara al cañón.

—No tienes huevos.

El disparo les sorprendió a ambos.

Hacía frío. Javier lo supo, no porque tuviera conciencia física de ello, sino porque su aliento se condensaba, de rodillas frente a la cara destrozada de Carlos.

Patricia iría a buscarlo a su cama como cada noche; Javier le pasaba el hombro por encima y le decía en duermevela: «Tienes que crecer, Patricia, no voy a estar siempre aquí». Y ella se dormía y su brazo pesaba como una piedra que le hubiera caído en la cadera. Aquel invierno ella iba a entrar en la banda de majorettes de la escuela. Su madre había estado reforzando los botones de charol de la guerrera azul con bonetes blancos, a juego con la falda y las botas de charol. ¡Su momento de gloria! Había pasado días y semanas ensayando con las barras malabarismos delante del espejo porque él le había dicho que si se esforzaba podría formar parte de la primera fila. El día de la prueba se le cayeron las barras al intentar pasarlas de una mano a la otra, pero eso fue lo de menos. Desde el primer momento Javier había sabido que nunca la aceptarían en la primera fila, y no tuvo valor para decírselo. Hay mentiras y traiciones que escuecen muchos años después.

Observó el cuerpo de Carlos, caído de medio lado. La inocencia puede convertirse en algo despreciable, porque te hace sentir sucio.

Se puso el revólver en el pecho y apretó el gatillo.