Barcelona, marzo de 1938
Elías Gil se aupó sobre la montonera humeante y observó desde allí los destrozos de la bomba que había caído a mediodía en la esquina de Balmes con la calle de Las Cortes.
La escena era dantesca: el negro cráter del proyectil lanzado por el Savoia italiano había perforado varios metros de la calle, reventando una cañería de agua que lanzaba chorros hacia arriba como un géiser. Unos metros más allá, el camión militar cargado de explosivos que había sido alcanzado ardía, retorcido en un amasijo de hierros. Todavía seguían explotando granadas y munición, por lo que era imposible acercarse a los cuerpos despanzurrados alrededor. La deflagración había sido descomunal, las ventanas de los edificios en varias manzanas alrededor habían saltado hechas añicos y ahora formaban un mar de cristales cortantes; las farolas se habían derretido como si fueran de plastilina y los árboles arrasados o arrancados de cuajo. Algunos ardían como teas vivientes. Un autobús de línea cargado de pasajeros había sido alcanzado por la onda expansiva, estrellándose y prendiéndose fuego después. Los muertos eran incontables y los heridos gritaban, confundiéndose sus lamentos y alaridos con las sirenas del inútil servicio de defensa antiaérea. Por todas partes había restos humanos que nunca podrían ser identificados.
Bombardeos como aquél venían sucediéndose desde hacía tres días, y ya no se concentraban en la zona portuaria o industrial. Mussolini había dado la orden a sus escuadrillas de bombarderos Savoia SM-79, con base en Mallorca, de concentrarse en la población civil, y Franco no se opuso. Se atacaba el centro, las calles Entenza, Córcega, Marina, además de los populosos barrios de la Sagrera, San Gervasio o San Andrés. Se habían contabilizado ya trece ataques, en intervalos consecutivos y de manera indiscriminada. Las escenas de niños masacrados en Felipe Neri, los tranvías volcados llenos de obreros muertos, o los barcos hundidos en la dársena del puerto tenían un único objetivo: traer la guerra y el olor de la cercana derrota a la puerta de las amas de casa, de los colegios, de los comerciantes, de los niños que jugaban en las calles, de los que hacían colas en los cines o paseaban de la mano por los jardines de Horta. Nadie estaba a salvo. Absolutamente nadie, y ni el Gobierno de Negrín, refugiado en la ciudad, ni las Brigadas Internacionales, prestas a abandonar España, ni las columnas del ejército republicano, en retirada en todos los frentes, podían hacer nada para evitarlo.
La guerra estaba perdida. Sólo faltaba saber cuánto más duraría aún la agonía.
De nada valía ya la propaganda oficial, los comunicados en la prensa condenando con grandilocuencia estéril los ataques e implorando la ayuda internacional, que no iría, en el mejor de los casos, mucho más allá de unas declaraciones de condena emitidas por embajadas que ya se aprestaban a negociar con el Gobierno faccioso instalado en Burgos.
—Informan del servicio de defensa que han abatido dos aparatos italianos. Uno cayó en el Campo de la Bota y el otro se estrelló contra el mar.
—¿Han recuperado los cadáveres de los pilotos?
El ayudante de Elías era un joven vehemente, un miembro de la CNT que tras los sucesos de 1937 no había dudado en afiliarse al PSUC y en delatar a sus excompañeros de sindicato. De profesión panadero, había encontrado su verdadera vocación en el Servicio de Inteligencia Militar. Su especialidad eran los detenidos en la checa de la calle Muntaner, el Preventorio D donde el SIM había instalado su prefectura. Le llamaban «Cadena», porque era especialista en el collar eléctrico que se aplicaba en los interrogatorios a ciertos detenidos. Y él se mostraba ufano del sobrenombre.
—No. Pero tenemos a uno de los colaboradores vivo. Le hemos encontrado en una habitación del hotel Colón con un transmisor portátil y mapas de la ciudad con los objetivos señalados. Lo han trasladado a La Tamarita.
Su sonrisa de perro rabioso encrespó los nervios de Elías.
La Tamarita era un enclave principal del SIM en Barcelona. Estaba ubicado en la avenida del Doctor Andreu y la calle Císter, lejos de las miradas de los curiosos. Prácticamente todo el personal era soviético, hombres de confianza que Orlov y Gerö habían dejado al cargo antes de regresar a Moscú. El edificio podía pasar por una de esas construcciones burguesas que a principios del siglo XIX habían proliferado con la trata de esclavos en Cuba, con el café y la caña de azúcar. Los jardines que rodeaban la entrada principal estaban bien cuidados, las rosas, los claveles y los jazmines creaban una apariencia de bonhomía que sólo era contestada al acercarse a la fachada principal y descubrir las trincheras de sacos terreros que protegían ventanas y puertas. Pese a ser oficialmente teniente, Elías nunca se había puesto el uniforme militar. Su trabajo no lo requería, y tampoco hubo de mostrar su carné en el control de acceso. Todos en el SIM habían oído hablar de aquel asturiano taciturno, duro y eficiente que se identificaba con su parche negro en el ojo derecho y su expresión vacía en el único ojo sano.
El quintacolumnista capturado había pasado ya por la campana. Ese invento en forma de cajón de cemento donde se introducía a los detenidos, a veces durante horas, no más grande que un sarcófago donde era imposible mantenerse erguido y en cuyo interior se les obligaba a escuchar de manera ininterrumpida música estridente, gritos y timbrazos que terminaban por volverles locos. Había otros horrores en La Tamarita, como la silla eléctrica (la preferida del joven ayudante de Elías), donde se aplicaban descargas en los pies, en los párpados, en el ano y en los testículos, o la nevera, donde se sometía a los interrogados a duchas gélidas. Quien entraba en aquellos sótanos, que un tiempo sirvieron para albergar el servicio de la casa, tenía muy pocas posibilidades de salir con vida, y si lo conseguía, desde luego habría dejado allí su salud mental.
El detenido era un hombre joven. Estaba herido en un brazo y sangraba por una brecha que nadie se había preocupado de curar. Lo llevaron en presencia de Elías desnudo, temblaba de frío y de miedo. Sobre todo de miedo. Le habían golpeado de lo lindo con vergajos de caucho y le habían saltado varios dientes a patadas. Apenas podía sostenerse en pie y si los guardias que le sujetaban por las axilas lo soltaban, se desplomaba a peso sobre el suelo.
Al verlo, Elías se sintió asqueado, pero recordó las escenas del bombardeo, los cuerpos mutilados, los gritos de los inocentes y se enardeció. También alimentó la hoguera de su ira el recuerdo de aquella vez en que lo detuvieron en Moscú, el rostro del funcionario que le interrogó y que logró que firmara su confesión a cambio de un miserable vaso de agua.
—¿Qué tienes que decir?
El hombre se negaba a mirarle a la cara, o puede que, sencillamente, no tuviera fuerzas para sostener la cabeza en vilo. Elías lo agarró del pelo pringoso y tiró hacia arriba. Y de repente, entre el amasijo de carne machacada y sangre adivinó la luz de una mirada aterrada, una luz que se iba apagando muy despacio y que pronto se extinguiría. Y en esa luz tenue, en ese reflejo involuntario, reconoció a una persona.
Ordenó que lo trasladaran a una celda que no fuera de castigo y dio instrucciones claras de que no fuera maltratado más.
—Que lo visite un médico y alimentadlo. Cuando esté recuperado quiero interrogarlo personalmente.
Muchos minutos después de que se llevaran al detenido, Elías Gil seguía contemplando ensimismado el reguero de sangre que sus pies habían dejado en el suelo.
El coche del SIM le dejó en la puerta de casa con órdenes de recogerle a las seis de la mañana. Eran las once de la noche. Y aún trabajaría hasta la madrugada en su pequeño despacho, donde se acumulaban los expedientes del Tribunal Popular contra los Actos de Traición. La mayoría de aquellos expedientes no habían tenido ninguna garantía judicial, y Elías lo sabía. Pero aun así, los remitía sin demora al ministerio para que ratificase las órdenes de cárcel, y en no pocas ocasiones, de muerte. Era un mero formalismo que debía cumplirse; muchas veces, cuando llegaba el plácet del ministerio, las ejecuciones ya se habían llevado a cabo. ¿Cuánto duraba ya aquella sangría? Apenas había pasado un año desde que Gerö y Orlov le hicieron acusar al cónsul Antónov, pero parecían mil años. Después de aquello, enseguida se desató en Barcelona la guerra abierta contra los anarquistas, contra el POUM y contra cualquiera que se opusiera al, en boca de Gerö, esfuerzo de guerra contra el fascismo. La excusa necesaria para una purga que había descabezado todas las hidras de la oposición a las tesis estalinistas de Negrín.
Habían vencido, el PC ocupaba todos los puestos claves del ejército y del Gobierno, pero señoreaban sobre un campo de muertos y cenizas. Con la cercanía de las tropas de Franco, y ante la evidencia de que, más pronto que tarde, Barcelona iba a caer, los falangistas y colaboradores de la retaguardia proliferaban y se hacían más atrevidos. El trabajo de Elías era descubrirlos y exterminarlos. Pero no daba abasto. ¿Cuánto más habría que prolongar aquella matanza, aquel sufrimiento, antes de rendirse a la evidencia? «Hasta la última gota de sangre». Ésa era la consigna que le hacían llegar de Moscú. Hasta la última gota de sangre que no era de ellos, sino de los que día tras día veían cernirse el cielo convertido en llamas sobre sus cabezas.
Encontró a Esperanza en la cama. Todavía convalecía del reciente aborto. Estaba tendida de costado, la cabeza vuelta hacia la pared. La mirada de Elías se posó un instante en su cuerpo joven, cuya cadera y muslos se perfilaban bajo la manta.
—¿Duermes?
Esperanza giró el cuello y lo miró con una especie de serenidad indiferente en la que se había instalado desde que había tenido la hemorragia. «El niño no ha cuajado», fue la explicación del médico que la atendió. Y esa expresión cayó sobre ambos como un rayo que partía en dos el mismo tronco. No había cuajado, no había querido agarrarse a esa matriz que le prometía una existencia, había preferido retirarse antes de ser algo más que una promesa inconclusa. Elías había visto el feto de cinco meses, casi formado, casi un bebé entero. Con el corazón, con los pulmones, con la boquita amoratada. «Mejor así, —pensaba ahora—. ¿Para qué nacer en este mundo? ¿Para terminar como los niños de Felipe Neri?». Tanto esfuerzo para que una bomba con ruido de serpentina desgajara sus ilusiones y las de sus padres.
Nunca le había dicho lo que pensaba a Esperanza, ni el alivio triste que sintió cuando la comadrona envolvió en un paño al bebé y se lo llevó a no sabía dónde. Ella le habría arrancado el único ojo que le quedaba con las uñas, lo habría despreciado para siempre. Con razón. El médico la consoló, le dijo que era fuerte (fue el niño quien no mostró la voluntad necesaria para prosperar), que tendría tantos vástagos como deseara o pudiera soportar. Cuestión de tiempo. Pero el tiempo pasaba, y ella, su pequeña rusa, no se recuperaba. Prefería quedarse postrada en la cama, apretando ese vientre que ya no escondía sino una imposibilidad.
Elías se había planteado mandarla a Moscú. Las cosas empeoraban en las calles, y no tardaría en producirse la desbandada y entonces todo sería más difícil. Pero existía otra razón por la que, en ocasiones, deseaba librarse de ella. No estaba seguro de amarla ni de haber hecho bien al traerla consigo y casarse con ella. Había creído que el amor que ella le demostraba bastaría por los dos y que, con el tiempo (siempre esa promesa incierta que nunca se cumplía), Esperanza le haría olvidarse de Názino, de Irina y de Anna, de lo que había hecho para seguir con vida. Pensó que podría lograrlo cuando ella reía y le hacía reír, cuando hacían el amor de un modo que quería serlo todo y no dejar espacios al pasado, sólo al presente. Había disfrutado de aquellos primeros meses, y el pasado parecía remotísimo aunque estuviera a la vuelta de la esquina.
Cuando llegó la noticia del embarazo, Elías tuvo miedo, no un miedo como el que había experimentado en Siberia. Éste era nuevo, palpitaba bajo la palma de su mano cada vez que tocaba el vientre creciente de Esperanza. Tenía miedo al futuro, a la posibilidad de ser feliz, se sentía un fraude, alguien que no merecería nunca esa posibilidad. El aborto de Esperanza lo liberó de ese miedo, le confirmó lo que ya sabía, que nunca sería premiado con la paz ni el descanso.
Tras aquello se entregó con feroz entusiasmo al trabajo. Un entusiasmo que no tenía nada que ver con esas alimañas cazadoras que tenía por ayudantes, ni con la zafiedad robótica de los funcionarios a su servicio. Su fervor era frío, metódico, exhaustivo e implacable. Y eso era lo que lo que le hacía temible. Eran famosas en todas las checas de Barcelona y Madrid aquellas largas noches de interrogatorios en los que el teniente Gil, «el Cíclope», como ya empezaban a llamarle unos y otros, se paseaba arriba y abajo abriendo y cerrando sistemáticamente el medallón que guardaba en el bolsillo. Nadie sabía exactamente a quién pertenecía aquel retrato de una mujer joven con su hija en brazos que Elías contemplaba con distancia, antes de concentrar su único ojo vitriólico en el interrogado. Se decía que eran su madre y una hermana que murieron en la revuelta de Asturias en 1934, otros especulaban con una amante y una hija ilegítima, pero nunca se supo la verdad. Elías no hablaba jamás de su pasado ni de su vida. En realidad, no hablaba de nada que no tuviera que ver con la tarea encomendada.
Fue por aquella época cuando empezó a tener las terribles migrañas que le taladraban el cerebro y le hacían sentir cada fibra de sus articulaciones como si fueran de arena. Los especialistas del ejército le confirmaron que el nervio óptico de su ojo perdido nunca curó bien, pese a los esfuerzos de Irina y sus cataplasmas, y que esos dolores, intermitentes pero devastadores, debería arrastrarlos de por vida. Cuando ocurría uno de esos ataques, el dolor le bullía desde dentro y se arrojaba como una ola de fuego sobre su cuenca vacía, como si el ojo perdido quisiera volver a construirse, a mirar y ver desde la cavidad oscura. Odiaba entonces más que nunca a Ígor Stern, y en su ausencia a cuantos tuviera alrededor, Esperanza incluida.
Preferentemente ella era el objeto de su ira durante aquellos episodios, le gritaba que no hiciera el mínimo ruido, la forzaba a quedarse quieta durante horas, a oscuras, la insultaba en ruso, la forzaba a veces con brutalidad, como si las imágenes de Siberia, de aquel lobo que quiso llevarse a Anna, fueran reales de nuevo. Desvariaba, enloquecía, rompía cuanto encontraba a su paso (muebles, botellas, libros…, también hombres y mujeres). Sólo el alcohol, cada vez en mayores dosis, y un medicamento a base de láudano, lograban calmarlo unas horas, dejándole en un estado de postración que en los tiempos y los acontecimientos de la guerra no podía permitirse.
Y cuando esa ola pasaba, comprobaba desolado cuánta destrucción había causado. Le pedía disculpas a Esperanza, y su mujer, apenada pero firmemente aferrada al amor que le tenía, le prometía que nunca, pasase lo que pasase, lo dejaría, ni le temería.
—No eres tú. Son ellas, ellas te están destruyendo —decía, señalando con rencor la imagen en el medallón de Irina y su hija Anna.
A veces pasaba semanas sin aparecer por casa, sobre todo después de uno de esos episodios. Se avergonzaba de sí mismo, se hundía en su despacho del edificio de la calle Muntaner, donde el SIM tenía instalada la prefectura, trabajaba hasta el agotamiento para no pensar. Y cuanto más sucio y vacío se sentía, más eludía a Esperanza y más se sumía en ese pozo que, pensaba, era el lugar que le correspondía.
Como muchos de sus hombres, a quienes el trabajo de carnicero se les hacía duro, escondía la añoranza en alguno de los garitos del barrio de la Barceloneta donde todavía se toleraba la prostitución; Elías frecuentaba el Gat Negre, un tugurio en la calle de la Sal regentado por una mujerona que habría hecho la delicia de Rubens, entrada en años y carne, una catalana de Lérida que tenía hechuras de mujer cordobesa, morena, pelo larguísimo y lengua afilada que gobernaba con mano firme a media docena de desdichadas que trabajaban para su casa. Desde los bombardeos por mar de principios de año, buena parte del barrio había sido evacuado, pero las lánguidas odaliscas del Gat Negre se habían negado a marchar. Deambulaban por las calles al llegar la noche, y entre sacos terreros, edificios derruidos y montañas de escombros y cascotes se ofrecían como reinas de la nada, con sus vestidos manchados de polvo, desgarrados y zurcidos, mostrando sus muslos y sus escotes de pieles mates, negándose a aceptar el final de los tiempos.
Elías no iba allí por el sexo, ni por la bebida. La regenta del Gat Negre tenía algo mucho más valioso para él: información. Aquella mujer gruesa era una comunista perspicaz y convencida que él mismo había reclutado para el servicio clandestino de información.
—Los hombres son más proclives a confesarse en el altar de un coño que en el de un cura —decía con un deje barriobajero del todo impostado. Y era cierto que, después del coito, los hombres más rudos lloraban como niños entre los muslos sudorosos de las mucamas y que por una promesa de placer podía venderse la República. Los hombres están solos ante el vientre de una mujer que sepa amarlos, no sirven de nada las cinchas, las pistolas o las banderas. Un hombre desnudo es, ante una mujer desnuda, una patria sin fronteras.
Por esa misma razón, muchos de ellos habían ido a parar directamente de los camastros del Gat Negre al barco prisión Villa de Madrid o al Uruguay, a veces sin tiempo para vestirse y tapar sus vergüenzas.
—Aquí beben todos —dijo la mujerona, señalando su entrepierna—. Fascistas italianos, nazis, falangistas, monárquicos, personal de misa los domingos, curas, y también anarquistas, comunistas o socialistas. Todos calman su sed y todos piden ser escuchados.
Elías solía tolerar ciertas cosas, necesarias a cambio del servicio que aquella gran puta le prestaba. Tráfico de morfina, de pasaportes, mercado negro y cupones de guerra. Sabía que la regenta estaba preparando una provisión de fondos que enviaría a Francia si las cosas, como parecía, empeoraban. No la detendría, ni la acusaría de desertora. Cada cual debía sobrevivir a su manera.
—Ya corre la voz de que Uribarri ha escapado a Francia con un montón de millones y mucha documentación comprometida.
Elías no lo desmintió. Hasta febrero de aquel año, Manuel Uribarri había sido jefe del SIM. Antiguo socialista jefe de milicias, apenas se había mantenido en el cargo tres meses antes de huir con una fortuna en joyas y dinero. El nuevo jefe era un jovencito bisoño de sólo veintidós años que había tenido algo que ver con el asesinato de Calvo Sotelo en el 36. La muerte de aquel político fue el detonante para el alzamiento franquista. Por supuesto, una excusa. Pero aquéllos de la Motorizada se lo pusieron a huevo a los golpistas.
—¿Y tú? ¿No vas a abandonar el barco con esa preciosa mujercita tuya? Apuesto a que en Moscú te esperan un montón de medallas.
—¿No sabes que el derrotismo se paga con pena de fusilamiento?
La gran puta se sentía humanizada, quizá porque había abusado aquella noche de la morfina. Sus ojos vidriosos brillaban de buen humor, y cosa poco habitual en ella, que no se entregaba a cualquiera, le había tocado un par de veces la entrepierna a Elías.
—Lo que daría yo por lamer esa oscuridad —añadió, risueña y obscena, acercando los dedos al parche de cuero del teniente.
Elías apartó sin brusquedad aquellas uñas que, en un tiempo lejano, debieron de hacer gozar más de una espalda, pero que hoy sólo inspiraban una remota repugnancia.
—¿Todavía guardas salvoconductos de la zona rebelde?
La regenta le miró con una mirada borrascosa y turbia. Por un lado temió una trampa. ¿Quizá había ido demasiado lejos con el teniente? ¿Sería verdad eso que decían, que no tenía corazón porque se lo arrancó un lobo en Siberia? Y por otro, intuyó, arriesgada, muy arriesgada, una posibilidad.
—Con los tampones y sellos oficiales. También tengo pasaportes: portugueses, franceses, ingleses y americanos… Ya lo sabes: yo guardo todas las llaves que puedan abrir una puerta. ¿Por qué lo preguntas?
En todas partes, en cualquier tiempo de desgracia, las personas así afloraban. Como las setas venenosas después de la lluvia otoñal. Carroñeros, hienas, buitres, supervivientes, gente que en circunstancias normales jamás destacaría (¿a qué se habría dedicado aquella matrona antes de la guerra?), pero que llegado el caos, encontraban el modo de apañárselas mejor que sus congéneres. En Názino, Elías había sido uno, como lo fueron a su manera Michael y Martin, y el propio Stern.
—No son para mí.
—Yo no he dicho tal cosa.
—Tú no. Pero tu mirada, sí.
—¿Y me vas a arrancar los ojos por eso?
—No me tientes.
No bromeaba, y ella se dio cuenta. Se apartó un poco y aunque sus movimientos adquirieron la placidez cadenciosa de la droga, su piel había palidecido ligeramente.
—Dime lo que necesitas.
—Salvoconductos y documentación para dos personas adultas y un niño de un año. Te daré los nombres y apellidos y las fotografías que deben constar.
—¿Para cuándo los necesitas?
—Para ya.
El chalé de la calle Muntaner era mejor que La Tamarita, lo que sólo significaba que no era mucho peor. Las celdas ocupaban la planta baja, el sótano y el garaje. Eran cubículos muy estrechos, pintados con colores estridentes, y el piso tenía una inclinación del veinte o el treinta por ciento, como el banco de cemento que hacía las veces de catre, con lo que era literalmente imposible mantenerse en pie. Además, el suelo estaba erizado de ladrillos salientes y a los detenidos se les ordenaba descalzarse. El único hueco posible donde permanecer de pie estaba junto a la trampilla de la puerta, desde donde, cada cinco minutos, aparecían los ojos escrutadores de un guardia. Olía a excrementos y a suciedad y sólo respirar era una amenaza de enfermedades y repulsión.
Por alguna razón, el quintacolumnista que había sido detenido en el hotel Colón estuvo allí poco más de media hora, antes de ser arrastrado fuera y esposado a la espalda. Los guardias lo trataron con firmeza pero, cumpliendo las órdenes de aquel oficial del SIM, nadie había vuelto a ponerle una mano encima. Le habían dado ropa que no era nueva, pero estaba razonablemente limpia. Ropa de un muerto, pensó al ceñirse el cinturón que le venía grande. Un médico le había desinfectado la herida del brazo y se la había cosido con eficacia pero sin miramientos. Mientras lo hacía, no dejaba de repetir que aquélla era una pérdida de tiempo lastimosa. «Total, para acabar tirado en la cuneta de la carretera de la Arrabassada esta noche con un tiro en la nuca», se dijo como quien habla del tiempo.
Decir que no le importaba morir era una mentira que estaba dispuesto a creerse. Sabía perfectamente lo que se jugaba cuando decidió unirse a la célula de Falange en la retaguardia y pasar los avisos a la aviación italiana a través de los comunicadores que les habían hecho llegar por los medios más peregrinos. Sí, la muerte estaba allí, era una opción. Pero hasta ahora no había sido una realidad. Ocurría como cuando veía a un viandante atropellado por un carro de caballos, por un coche o bajo las ruedas de un tranvía. La muerte era una posibilidad, pero que, milagrosamente, siempre le ocurría a los demás. Otros colegas habían caído en manos del SIM, pero él lo achacaba a la impericia o la torpeza, a diferencia de él, que sabía protegerse.
Él era extremadamente cuidadoso, tenía formación militar, y su corta experiencia en la Guardia Civil (donde había ingresado en 1935, tras los sucesos de Asturias) le daba una ventaja. Así se había convencido de que lo inevitable pasaría de largo. Hasta que vio caer de una patada la puerta de su habitación en el hotel Colón y a un conserje enfurecido señalándole con dedo acusador. Ni siquiera tuvo tiempo de deshacerse del equipo de transmisiones o de lanzar un mensaje en clave para alertar a los demás. Porque había otros como él, por todas partes, en los barrios, en las escuelas, incluso en la policía. Sólo tenían que aguantar un poco más, les animaban desde Burgos. Un poco más.
Y ahora, mientras lo subían por una escalera hacia el piso superior, no dejaba de pensar, entre sudores, en lo que iban a hacerle. ¿Cuánto iba a resistir el dolor y el tormento antes de delatar a los otros? Sólo esperaba aguantar hasta que se hubieran puesto a salvo. Porque hablaría. No le cabía ninguna duda. Sólo rezaba para que no hubieran dado con la masía donde se escondían su mujer y su hijo, cerca de Sant Celoni. Se los había llevado allí, a más de cuarenta kilómetros de Barcelona, para mantenerlos al margen y para no tener que escuchar a cada momento los reproches de su esposa. Ella no lo entendía, que pusiera en riesgo sus vidas por un ideal, como no quiso entender que aceptara ese puesto de brigada en la Guardia Civil; él, que tenía los estudios de Ingeniería, que podía dedicarse a construir puentes y caminos.
Mientras subía los últimos escalones del piso, con la luz de un potente foco cegándole, se preguntó si realmente todo lo que iba a pasar valía la pena. Y no tuvo valor para afirmarlo, ni siquiera tímidamente. Ojalá no hubiera conocido a José Antonio Primo de Rivera en aquel mitin del Palace que dio en Madrid en 1931, ni hubiera dejado que sus amigos de la universidad (burgueses católicos, gente que nada tenía que ver con el pasado minero de su familia) le sedujeran con sus bonitas sonrisas, y sus bonitos trajes, y sus bonitas ideas de que el fascismo, después de todo, sólo aspiraba a la felicidad del hombre. Hombres como ellos. Patria y orden no eran más que palabras huecas ahora, tan huecas como el sonido de los pasos inciertos que le llevaban a la tortura. Sintió que las tripas se le deshacían y rogó a Dios que al menos le permitiera mantener la decencia de no cagarse encima y convertirse en motivo de escarnio para aquellos hombres.
Con la cabeza inclinada sobre un expediente, en el que para su horror vio inscrito su verdadero nombre, Ramón Alcázar Suñer, el oficial del SIM fumaba un pitillo, con el pulgar apoyado en la sien y la orla de humo girando en tirabuzones azulados hacia el techo desportillado. Cuando lo consideró oportuno, alzó la cabeza y estuvo examinándole un buen rato sin pronunciar palabra. Hasta que aplastó el pitillo en un cenicero de vidrio verdoso y ordenó a los guardias que los dejaran solos.
—No sabía que te habías casado.
Aquella afirmación dicha de modo casi cordial sorprendió a Ramón Alcázar.
—Aquí dice que tienes un niño.
No contestó, empeñado en mantenerse erguido, aunque con el mentón rozando el pecho y los ojos clavados en el suelo.
—Ramón, mírame. ¿No me reconoces? Soy yo, Elías.
Boquiabierto, Ramón Alcázar buscó en el rostro de aquel hombre una conexión con un nombre que se le antojaba imposible. Adelantó la barbilla como un búho, incapaz de creer lo que había estado todo el tiempo ahí, pero que no había sido capaz de ver por culpa del pavor. A la sorpresa inicial secundó una brizna de esperanza, la idea descabellada de que esa vieja amistad de la infancia podía ser su tabla de salvación. Pero enseguida reparó en la frialdad de Elías, que le observaba sin curiosidad, serenamente, sin atisbo de calor.
—Siéntate.
Ramón obedeció, sentándose frente a él con la espalda un poco encorvada sobre el estómago, sin dejar de mirar a su antiguo amigo. ¿Podría salvarle aquel encuentro? Ramón lo dudaba. Quizá Elías esperaba debilitarle con un fingido afecto, evitarle las torturas a cambio de una confesión rápida que le llevaría indefectiblemente al cadalso.
—Has cambiado —se atrevió a decir.
—¿No lo hemos hecho todos?
Ramón asintió lentamente. Nunca habría imaginado esta situación. Pero estaba inmerso en ella, no podía cerrar los ojos y esperar que al abrirlos hubiera desaparecido.
—No alarguemos esto más de lo necesario, te lo suplico. No te diré nada, así que puedes ordenar que me fusilen ya; por los viejos tiempos.
—He oído que ingresaste como brigada en la Guardia Civil y que tu padre fue secretario de Fanjul.
—Has oído bien.
Elías frunció el ceño.
—Deberías haberte quedado allí, Ramón.
—Era aquí donde me necesitaban.
Elías le tendió un montón de fotografías que se desparramaron sobre la mesa. Eran los rostros numerados de las víctimas del bombardeo en la calle Balmes. Hombres, mujeres y niños que no lo parecían.
—¿Para esto?
Ramón apartó el rostro asqueado.
—No era mi intención causar esas muertes. Mi lucha es con los militares.
—¿Y qué creías que iba a pasar lanzando bombas de quinientos kilos en el centro de una ciudad?
—No fue lo que me dijeron. Yo debía indicar dónde estaban las baterías antiaéreas, y es lo que hice.
—¿Y no tienes ninguna responsabilidad en todas estas muertes? ¿Es eso lo que pretendes decirme?
Ramón lanzó una mirada furibunda al vacío.
—¿Y qué me dices tú de los ajusticiamientos en las checas, de las monjas asesinadas en Vallvidrera, de los asesinados que cada noche aparecen en las cercanías de Barcelona?
—No estamos pesando nuestras conciencias en una balanza. No todos los muertos son iguales, no todos tienen la misma razón.
—¿Qué puede importarles a los muertos si tenían razón o no?
—Tú tienes tu culpa y yo la mía. Pero ahora tú estás en esa silla y yo detrás de esta mesa. Eso te hace culpable y a mí inocente. Mañana, o dentro de un año, podría ser al revés. Y eso no cambiaría lo que hemos hecho, Ramón.
—No te recordaba tan cínico.
—Sólo intento comprender cómo hemos llegado a esto. Se suponía que íbamos a vivir nuestras vidas, a construir puentes y carreteras, a tener familias y a hacernos viejos rodeados de nietos.
—Los ideales están por encima de las consideraciones personales. Nos ha tocado este tiempo y hemos tomado nuestras decisiones. Poco importa si lo hemos hecho en conciencia o nos hemos dejado arrastrar por las circunstancias.
—¿Los ideales? Dime una cosa: si pudieras salvar la vida ahora, si yo te asegurase que puedo protegeros a ti y a tu familia a cambio de esos ideales, ¿renunciarías a ellos? ¿Los cambiarías?… Piensa bien la respuesta antes de contestarme, Ramón. Piensa en una muerte que no será rápida, ya has visto los ingenios del sótano, piensa en el sufrimiento. Y si con ello no hay suficiente, cuenta los años perdidos, el futuro que no existirá, las cosas que ya no harás con tu esposa, con tu hijo… ¿Pueden darte la vida los ideales? ¡Y cuáles son esos ideales! Los de unos militares que se sienten agraviados, parásitos, egoístas y frívolos, los de unos políticos incompetentes, demagogos e incapaces, que juegan con nuestras vidas como si fueran gigantes aburridos que patean las diminutas e insignificantes figurillas que somos. Los ideales te harán mártir. Pero ya hay demasiados. Nadie te recordará. Nadie.
—Sin ideales sólo somos mercenarios, cuerpos sin alma, despojos que se mecen al viento.
—No has contestado a mi pregunta, Ramón.
Ramón Alcázar Suñer pensó en su esposa y en su hijo, escondidos y asustados en una masía, ocultos a la vista y al trato con los payeses, pues temían ser delatados. Le estarían esperando con el corazón en un puño, con los nervios desatados. Su mujer le gritaría insensateces, le llamaría bisoño, loco, imprudente, le acusaría de egoísta por poner sus vidas en peligro. Ramón se enfurecería, y se negaría a reconocer que la presencia lloricona de su hijo de un año le ponía nervioso, que las paredes se le caían encima y que le hervía la sangre cuando escuchaba los partes del frente en la radio sin que él hiciera nada más que permanecer oculto. Los ideales eran sólo un disfraz, lo habían sido desde el principio.
Conocía lo suficiente del mundo para saber que los hombres no cambian, si no es para peor, que las buenas intenciones siembran el camino del infierno y que los tiempos heroicos son para los cobardes que desprecian una vida vivida a lo largo de muchos años. Dios, la patria, la familia, el orden, palabras grandes, palabras entusiastas que no valían un disparo en la boca. Farsas, sahumerios, indecencias que arrastraban los corazones a esta locura. Sí, todo eso lo sabía, y como le recriminaba su esposa (que no tenía nada de matriarca espartana), la única lealtad que se debía era para consigo mismo y su familia. Y sin embargo… Los ideales era lo único que tenía.
—Ya es demasiado tarde para nosotros, ¿no te parece? Hemos ido demasiado lejos, hemos entregado de más para reconocer que ambos estamos equivocados… Si tengo que morirme, pues que sea pronto. No pienso colaborar contigo.
Elías observó a su antiguo amigo con calma. A pesar de su voluntad manifiesta, era como un pajarillo frágil y vulnerable atrapado entre sus dedos. La verbalización de aquel pensamiento era sólo la esperanza de animarse, de armarse con un valor que no poseía. Elías sabía que no resistiría un solo día de torturas, que bastaría la simple mención del lugar donde se escondían su mujer y su hijo (por supuesto, ya lo había averiguado) para verle caer roto por las tibias. La voluntad de los mártires no es morir en la hoguera, sino confiarse al milagro de una epifanía, ser salvados por obra divina en el último instante. Pero todos morían abrasados, gritando de dolor, cagándose encima. Sólo el tiempo enterraba su flaqueza y los convertía en falso ejemplo. A pocos hombres había visto afrontar el sacrificio con serenidad, y aun éstos murieron con un destello de duda en sus pupilas dilatadas. Pensó en Martin y en Michael, y en Claude y en aquel oficial de guardia que se disparó en la cabeza. Cada uno de ellos tomaba sus decisiones. Y no hacían mejor el mundo. El mundo no les tenía en cuenta.
La tierra tembló un minuto y algunos libros que se posaban en los estantes cayeron al suelo. Los cristales de la ventana vibraron con fuerza, aunque no llegaron a estallar. Elías se acercó a la ventana y apartó la cortina. Una inmensa columna de humo se elevaba entre las manzanas de edificios de la calle Entenza. Pequeños fogonazos que dejaban unas nubes rosadas se elevaban en el cielo con demasiado espacio entre sí, como unos raquíticos fuegos artificiales. Eran las baterías antiaéreas, que de ningún modo podían alcanzar a las escuadrillas de bombarderos que volaban a más de cinco mil metros y que dejaban caer anárquicamente sus racimos de metralla. Como una coreografía tenebrosa se intercalaba el sonido de los motores de hélice con las sirenas de bomberos y las explosiones.
Desde la distancia, desde ahí arriba, el asesinato era cuestión de precisión, como un juego: acertar en un patio interior, reventar una torre donde ondeaba la bandera republicana, hacer saltar por los aires las jaulas del zoológico. Una vez, muchos años atrás, Elías soñó ser uno de ellos. Ahora, mientras el resplandor de las explosiones convertía Barcelona en una muñeca a merced del capricho de aquellos aviadores, se alegraba de no ser uno de ellos. Prefería ver la muerte de cerca, tocarla y olerla, para no olvidarla jamás.
Por el este aparecieron dos Mosca republicanos que habían logrado despegar de El Prat. Quizá se habían formado en la academia de Moscú y uno de ellos era el que le regaló su cazadora a Caterina y la bautizó como Esperanza. Ojalá no fuera el que pilotaba el aparato que entró en barrena y se estrelló contra la escollera del puerto dejando tras de sí una estela de humo negro. Pensó entonces en que desde la azotea de su casa tenía una vista privilegiada sobre el frente marítimo. Esperanza habría visto caer el avión haciendo desesperadas cabriolas. La imaginó abrazando su cazadora y llorando en silencio.
—Tienes razón —dijo, volviéndose hacia Ramón—. Tenemos que elegir algo por lo que luchar, y pensar que eso es lo más justo, por más que la supuesta justicia sólo sirva para acallar nuestros actos. Aunque lo que hagamos no sirva para nada, debemos hacerlo.
La mirada de Elías atravesó a Ramón, provocándole un escalofrío. Fue hasta la puerta y ordenó entrar a los guardias.
—Lleváoslo abajo y encerradlo en la celda de incomunicados. Borrad su registro del libro de detenciones.
Ramón sabía lo que eso significaba. No iban a someterlo a juicio. Simplemente, iban a ejecutarlo.
Llegó la noche y con ella todos los horrores que se consumaban. Poca gente era ajusticiada a la luz del día, como si incluso los asesinos y los verdugos fueran conscientes de su culpa y pretendieran ocultarla. La noche era el territorio de los muertos, de la gente que se caía de las azoteas, de los gritos en los sótanos, de los disparos en los callejones y las puñaladas en los portales. También de los paseos en coche hasta la carretera de la Rovira o de las Aguas, los focos de un coche alumbrando los taludes, las frentes apoyadas en la roca, las manos atadas a la espalda.
La noche sembraba la tierra de cadáveres que un camión recogía por las mañanas para llenar depósitos de cuerpos con números y etiquetas que se exponían unos días, una feria macabra donde padres, madres, hijos e hijas buscaban la suerte de su rifa, apretando los dientes para no encontrarla. Y el mundo se iba colmando de cinismo y de cantos revolucionarios a un lado y de plegarias a media voz en el otro. Pero la mayoría de los hombres, como Ramón, sólo esperaban en silencio, atrofiado el pensamiento ya, encallado en aquella inevitable obviedad, inconcebible, sin embargo, que no podía pasarles a ellos. Con los ojos oblicuos, hundidos en aros azulones, atrozmente atentos al sonido de una balda, de unos pasos, de una orden llegada desde el otro lado de la puerta, ladrada por una sombra.
—¡Afuera!
Y entonces se hacía imperativo reunir toda la energía para forzar a las piernas a avanzar, apretar el esfínter y cerrar la garganta. Eso era lo más parecido a la dignidad, no hacer proclamas de última hora. Sólo calmar el torbellino de la mente lo justo para concebir el pensamiento dedicado a su esposa, a su hijo. Musitar un perdóname, dirigido a no se sabe quién, un te quiero muy breve, un esbozo de sonrisa que busca reconfortar en esa soledad tan absoluta, mientras le hacían cruzar el patio empedrado y los hombres le apartaban la mirada. Culpables, culpables todos. ¿Por qué de noche? ¿Por qué así, con esta cobardía, pese a las fanfarronadas del guardia que le metió de un empellón en el coche que le esperaba? «Dale recuerdos de mis huevos a tu Cristo Salvador». También ese guardia estaba asustado de sí mismo, de su animalidad, se lo notó en el modo que le temblaba el cigarrillo en la boca, en el odio sin razón que vio en sus pupilas. «Pronto me tocará a mí, lo sé». Eso le decían.
El coche, conducido por un hombre joven, su nuca lo era, al menos, y dos guardias de custodia encaró una carretera incierta. Le taparon la cabeza y le hicieron tumbarse boca abajo en el asiento trasero. Iban a hurtarle también esto, una última vista a la noche, a las estrellas, la posibilidad de inventarse un lugar mágico, algo después de la zanja, ahí arriba, en el cielo. No, para él sólo estaba el hedor de la capucha y el pestazo del tejido del asiento. Y en algún momento, cuando uno de los guardias encendió un pitillo y bajó la ventanilla, también el olor de pinos, de bosques lejos de la ciudad, la resina, la noche batiendo los campos, fermentando hasta la primavera. El coche tardó mucho en detenerse, pero la noción del tiempo era engañosa en sus circunstancias. Se agarraba a cada minuto, respiraba consciente de cada respiración, de cada dolor en su cuerpo, de cada detalle, como el picor de la franela de la capucha en las mejillas. «Va a ser ahora», pensó cuando lo sacaron fuera y lo empujaron, diciéndole que caminase. Por la espalda, con la cara tapada y las manos anudadas a la espalda.
Pero no sucedía nada. Escuchó el ruido de los neumáticos en la grava y estuvo seguro de que la luz de los faros había sido sustituida por la lechosa luna. Escuchó. La noche, el silencio, y el llanto de una mujer, desesperado, cercano. Su esposa. Sintió sus manos nerviosas acariciándole por encima de la tela, como si quisiera devolverle las facciones, entre hipidos, incluso sintió su boca besando el burdo tejido. Una mano firme le quitó las esposas y él mismo se arrancó de cuajo la capucha y respiró como si emergiera del océano. Pero sólo estaba el firmamento preñado de estrellas, y el relieve del Montseny al fondo, con las luces salpicadas de Sant Celoni cerca de la vía. Se abrazó a su esposa, que se derramaba en lamentos, como si no creyera que era él. Ramón vio a su hijo, de pie, junto a un coche con los faros apagados pero el motor en marcha. La mano que lo sostenía lo liberó y el chiquillo correteó torpemente hasta las piernas de su padre.
Elías Gil encendió un pitillo y se apoyó en el capó. Los hombres que debían llevar a Ramón hasta la línea del frente y ayudarles a pasar al otro lado eran de confianza: mercenarios, estraperlistas, contrabandistas a sueldo de la regenta. Le entregó los papeles a Ramón sin decir una palabra, sin mirarle apenas.
—Más vale que os deis prisa. Os queda un largo trecho… Y una cosa más, Ramón. No vuelvas, hasta que todo acabe. Ya has cubierto tu cuota de héroe.
Miró a la mujer y al chico. Nunca sabrían que su padre había estado dispuesto a sacrificarlos por nada. Recordarían aquella noche como algo heroico, lo contarían a sus nietos y se sentirían orgullosos de Ramón Alcázar Suñer.
—¿Por qué, Elías?
Elías Gil se encogió de hombros, aplastó el cigarrillo bajo la suela y se dirigió a su coche. Cada hombre tomaba sus decisiones. Cada decisión contaba. Él lo sabía bien.
El recuerdo de Irina y de Anna estaba allí para recordárselo cada día.