18

Barcelona, septiembre de 2002

Gonzalo irrumpió en su casa apremiado por un mal presagio. No recordaba que Alcázar había hecho instalar la alarma y un sonido atronador alteró a todo el mundo. En pocos segundos, Lola estaba frente a él con el rostro descompuesto, mirándole como una aparición. Introdujo el código y desconectó la alarma. Por fin, el ensordecedor sonido cesó.

—¿Qué haces aquí? Son las tres de la mañana.

—¡Patricia! ¿Dónde está?

—En su cuarto. ¿Qué ocurre?

Sin dar explicaciones, Gonzalo se lanzó escaleras arriba. En el pasillo encontró a Javier y a su hija. Se habían despertado con el ruido y ambos tenían cara de desconcierto. La somnolencia de la niña se disipó al verle, se desembarazó del abrazo protector de Javier y corrió a sus brazos. Gonzalo la estrechó con una fuerza inusitada, casi tanta que oyó a su hija quejarse gozosamente contra su pecho, pero no se despegó de él hasta que Lola, todavía en pijama, le preguntó con aspereza a qué venía aquel sobresalto. Gonzalo palpó el cuerpo de su hija como si quisiera cerciorarse de que era ella realmente. Se dio cuenta de que los estaba asustando. Sonrió nerviosamente a Javier, que lo contemplaba con una muda censura y tuvo que improvisar una justificación.

—He tenido un mal presentimiento. Quería cerciorarme de que estáis bien.

Aquello sonaba ridículo rodeados de la normalidad de la casa, alterada por su irrupción. Y de pronto se sintió un extraño en su propia casa, junto a su propia familia. No había ocurrido nada, y nada tenía por qué ocurrir, pero la amenaza de Alcázar al mostrarle la fotografía de Patricia demostraba lo frágil que era aquella seguridad. Ni sus hijos ni Lola notaban en el aire tranquilo de la casa el peligro, pero él sí lo percibía.

Javier movió lentamente la cabeza, no con conformidad, sino con una especie de condescendencia acusatoria.

—¿Y no podías esperar a mañana? Nos has dado un susto de muerte —dijo atrayendo hacia él a su hermana, reclamando su pertenencia. Gonzalo comprendió que su hijo mayor había aceptado el rol de hombre de la casa, y que su presencia allí se percibía con hostilidad. «Yo puedo cuidar de ellas», le retaba.

—Lo siento —respondió, instando a su hijo a sosegarse.

Veinte minutos más tarde apareció Alcázar.

—¿Estáis bien?

Su expresión era de verdadera preocupación. Pródigo en atenciones, evitaba mirar a Gonzalo y se concentraba en Lola y los niños. Cuando Lola dijo que era una falsa alarma, el exinspector lanzó una mirada breve, pero significativa, a Gonzalo. «Sólo es el principio y tú puedes parar esto». Intencionadamente, acarició la mejilla de Patricia.

—Tu papá se preocupa mucho por ti.

Gonzalo tembló de rabia pero logró contenerse. Lola acompañó al exinspector hasta la puerta, agradeciéndoles su presencia y disculpándose por las molestias. Alcázar se despidió enmascarado tras una sonrisa limpia, franca, que reconvino el impulso infantil de Gonzalo.

Lola le pidió a Javier que se llevara a la cama a Patricia. La niña protestó, se abrazó a su padre y lloró. Gonzalo tuvo que emplear toda su capacidad de persuasión para convencerla de que fuera con su hermano.

—¡No tienes derecho a presentarte de esta manera! —le recriminó a Gonzalo en cuanto se quedaron solos.

Gonzalo midió las palabras, lo que podía decir y lo que debía callar. Tuvo la imperiosa necesidad de contarle a Lola lo que estaba ocurriendo, pero no sabía cómo concatenar los acontecimientos y desgajarlos de lo que les afectaba a ambos. Al final se impuso la prudencia. Ésa era la mejor manera de protegerlos, permitir que al menos en parte se mantuvieran ajenos a cuanto sucedía. Alcázar se lo había advertido claramente: nada de policía, nada de huidas. Que todo continuase como era debido.

—He tenido la premonición de que Atxaga rondaba por la casa —mintió.

Lola suspiró y echó la cabeza hacia atrás, como si su mirada anhelante buscase un rincón al que escaparse.

—Mi padre ya se ocupa de eso —dijo con una crueldad medida. Al instante se contuvo, arrepentida por haber cedido a aquel impulso fácil de herirle. Pero ya estaba dicho y el eco de sus palabras vibraba en la sala.

—Tu padre… ¿Qué sabes tú de tu padre y de su ambición?

También él debería haber callado, antes que dejarse llevar por aquella pendiente de desquites sin sentido, sabiendo como sabía que sus palabras quedarían inconclusas en ese momento, una cola inquietante de puntos suspensivos a la que Lola se aferró con desconfianza.

—¿Qué pasa con él?

Esperó que Gonzalo añadiera algo más, pero él no lo hizo y ella estaba ya agotada de los perpetuos silencios de su marido. Silencios que, ahora lo sabía, podían durar años y estallar de repente, sin más. Era extraño, pero la revelación que le había hecho Gonzalo (que sabía que tuvo una aventura y que Javier no era hijo suyo) sólo la había avergonzado un momento. Ahora lo que pesaba en ella era el resquemor: la había obligado a sentirse culpable, a fingir hasta el agotamiento durante dieciocho años. Y lo sabía desde el principio…

—¿Qué clase de hombre eres tú?

Gonzalo no respondió. Su rostro se había vuelto hacia otra parte. Lola lo retó inútilmente unos segundos más. Estaba roto, definitivamente, pensó. Su relación, su matrimonio estaba acabado. Y esa certeza le trajo una especie de liberación que se imponía a la pena.

—Puedes dormir en el sofá, si quieres… Y no se te ocurra fumar en mi casa.

Vanas maldades, estúpidos y mezquinos desquites que ocultaban tantos desagravios del pasado, una maraña de sentimientos encontrados y de reproches que ya no hallaban otro modo de salir a la luz. En eso se habían convertido los dos.

Gonzalo se acostó en el sofá vestido. La oscuridad tenía distintos matices y se adivinaba el contorno de los muebles. Durante mucho rato estuvo escuchando el silencio, su eco encerrado en las cosas que le rodeaban, las discusiones, los gozos, las risas y los llantos almacenados allí, y que ya no le pertenecían. La pregunta de Lola le martilleaba en la cabeza. ¿Qué clase de hombre era él? Un hombre que quería a su familia, a pesar de todo. Y que haría lo necesario para protegerla.

Se levantó y fue al garaje. En el altillo estaban las cajas con las cosas de su madre, pero no era eso lo que buscaba. Con la ayuda de una escalera y una linterna apartó los bultos del principio y palpó con la mano extendida hasta una caja metálica oculta entre plásticos. La abrió y se puso lívido.

No estaba. El viejo revólver oxidado no estaba.

Un ruido le hizo volverse hacia la entrada. Alumbró con la linterna y vio una sombra que desaparecía.

—¿Javier? ¿Eres tú?

—La señora Márquez ha anulado su visita. Y con esta van… —Luisa consultó la agenda colocando una uña sobre la página—… Cuatro anulaciones de clientes. ¿No es maravilloso? Tú tienes todo el día libre y yo me voy a quedar sin trabajo.

Gonzalo se hundió un poco más en el sillón tras el escritorio.

—Ya llamarán otros, no te preocupes. No vas a perder tu trabajo.

Luisa buscó algún comentario irónico que hacer. Pero por una vez, la acidez de la que solía hacer gala se le quedó en la boca del estómago. En un cajón de su mesa guardaba la nota que aquella misma mañana le había pasado la secretaria de Agustín en persona. Querían que trabajase para ellos, el sueldo era mucho más alto de lo que pagaba Gonzalo y desde luego mucho mejor de lo que iba a cobrar en la cola del paro si las cosas continuaban por los mismos derroteros. Había entrado en el despacho de Gonzalo decidida a despedirse, pero al ver su expresión de derrota no encontró el modo de hacerlo.

—El viejo está apretando las tuercas bien. Me quita los clientes, me echa del bufete y quiere robarme a la mejor ayudante de toda Barcelona.

Luisa se ruborizó.

—He visto la nota en tu mesa antes de que la escondieras. Deberías aceptar, es una buena oferta.

—¿Debería hacerlo? Puede que sí, y tú deberías afeitarte y cambiarte de camisa. Si por casualidad entrase un cliente no necesitaríamos que tu suegro nos lo espantase. Lo harías tú solito. —Luisa abrió la puerta del despacho y se quedó con el pomo en la mano.

—¿Vale la pena? Perderlo todo por esa casa. No te cuestiono, sólo te pregunto.

No era la casa, o que su suegro quisiera imponerle su voluntad a base de chantajes y amenazas. Era algo superior a eso, algo que Gonzalo no podía explicar.

—Sí, vale la pena. —Le hubiera gustado imprimirle un poco más de nervio a su afirmación, pero ni siquiera él lo tenía claro. Sin embargo, para Luisa fue suficiente.

—Bueno, quizá no sea tan malo terminar poniendo cafés en un centro comercial. Hay que abrir horizontes.

Cuando se quedó solo abrió el cajón y contempló el medallón con el rostro difuso de Irina. Pensó en la conversación que había mantenido con su madre. Su padre había amado a aquella mujer desconocida, posiblemente había repetido mecánicamente miles de veces el mismo gesto que él estaba haciendo ahora, acariciar aquella superficie desgastada, aquel nombre borroso. Quizá Alcázar tenía razón. Puede que su padre no quisiera acabar sus días siendo esclavo de su personaje.

La cabeza iba a estallarle. Era como si dos caballos tiraran de él en direcciones opuestas, desmembrándole los músculos y rompiéndole los huesos. Lo que Alcázar le pedía era traicionar no sólo a Siaka o a su hermana, sino a sí mismo, que aceptase que, más allá de las ilusiones y de los ideales, él no era ningún héroe, ni estaba llamado a serlo. Era un abogado mediocre, sin trabajo, sin ambiciones, un padre de familia cuyo hijo le detestaba y cuyo matrimonio estaba roto por culpa del terco silencio. Un padre que no sabía proteger a sus hijos, que los había puesto en peligro innecesariamente. «¿Por qué, Gonzalo? ¿Por orgullo? ¿Qué pretendes demostrar? ¿A quién?». No sabía qué hacer, a quién acudir. Guardó el medallón y salió al vestíbulo.

—¿El viejo está en su despacho?

—Oye, no me dedico a espiar a la competencia.

Gonzalo no estaba de humor para los pequeños sarcasmos de Luisa. Ella se dio cuenta.

—Creo que se ha ido de viaje. Una gira asiática.

«Qué oportuno», pensó Gonzalo: saltaba el asunto de ACASA, Alcázar lo amenazaba con hacer daño a Patricia y el viejo se esfumaba. El cabrón de su suegro se llenaba la boca con sus nietos, pero no dudaba en utilizarlos para chantajearle. Y mientras, se quitaba de en medio.

Necesitaba tomar el aire.

Pero en realidad no se engañaba. Necesitaba otra cosa. En las últimas semanas se había hecho habitual de la cafetería Flight. Solía pasar por allí a última hora con la esperanza de volver a ver a Tania. Aquella pelirroja había llegado a ocupar los únicos pensamientos placenteros de aquellos días. Gonzalo no se hacía ilusiones, pero no podía evitar fantasear con ella.

Aquella tarde, Vasili lo recibió con su sonrisa discreta y le invitó a tomar café. Poco a poco habían entablado conversaciones que Gonzalo dirigía de manera bastante torpe hacia Tania, aunque el tema preferido del dueño eran todas aquellas viejas fotografías de la Gran Guerra Patria decorando las paredes. Resultaba sencillo entablar conversación con él, era de lengua rápida. Hasta 1941 había sido instructor en la Osoaviajim, la academia de la milicia. Luego fue enviado a la frontera bielorrusa y allí le sorprendió la ofensiva alemana, después de que Hitler rompiera el acuerdo e invadiera las fronteras soviéticas. Enrolado en una escuadrilla de pilotos luchó contra los nazis hasta que fue abatido cerca de la frontera polaca a los pocos días de entrar en guerra. Fue hecho prisionero y enviado a un campo militar en Polonia. Otros colegas de aquel tiempo mostraban orgullosos la condecoración de la Orden de Lenin que les concedieron. Acabada la guerra, sin embargo, Velichko fue acusado de traición. Dijeron que en realidad no fue abatido por ningún caza enemigo, sino que había intentado desertar, pero que el combustible se le acabó y por eso no pudo lograrlo. Lo condenaron doce largos años a un gulag en la frontera de Kazajistán. Y cumplió íntegramente la condena. Cuando salió, en 1957, no tenía familia que le esperase, no encontraba trabajo en ninguna parte, y nadie le quería cerca. Todos temían que la policía les relacionara con él. Todos excepto Anna Ajmátova, la madre de Tania.

Gonzalo se dio cuenta de que bajo la camisa arremangada de Velichko asomaba un número tatuado en la cara anterior del antebrazo. La piel había mudado y los años habían borrado la tinta, pero el número seguía incrustado en la carne. Se preguntó si aquello se lo habrían hecho los alemanes en el campo de prisioneros de Polonia o sus propios compatriotas en Siberia.

—¿Por qué sigue venerándoles si le traicionaron?

Velichko lo miró con tristeza. Era difícil hablar de la camaradería en el frente, del miedo que une a las personas con la misma fuerza que las separa, y de las cobardías más abyectas que son perdonadas en un arranque de heroísmo fugaz.

También lo era contener la lengua para no hablarle de Elías Gil. Pero Anna le había hecho jurar que jamás lo mencionaría. De hecho, si ella llegaba a enterarse de que Gonzalo iba por allí, se enfadaría mucho. Y Vasili ya conocía lo que Anna era capaz de hacer cuando se enfurecía. Aun así, se arriesgaba a contrariarla porque Gonzalo le recordaba mucho, demasiado, a su padre, aunque el abogado no fuera consciente de ello. Sin la vivencia, las palabras son un espejismo que se olvida fácilmente.

—El pueblo necesitaba algo en lo que creer, y esa guerra fue nuestra causa común. Lo que pasó antes y lo que pasó después es trágico y ridículo. No podré perdonar nunca a los hombres que prostituyeron ese ideal. Pero en aquellos años de guerra fuimos libres. Es algo que no puede explicarse. —El tiempo de Vasili, de Anna y de Elías ya había pasado y no le interesaba nada que no fuese un pasado que idealizaba, esas fotografías cubiertas de polvo sin necesidad de que nadie le preguntase por qué estaban allí, qué significaban.

El anciano alzó la cabeza hacia la entrada y gruñó.

—Bueno, creo que ya ha llegado quien te interesa. No necesitas darle más coba a este viejo. Ahí llega tu verdadero objetivo —dijo, apuntando a la entrada del local.

Tania Ajmátova había pactado con el cielo un intercambio de favores. Estaba radiante. Vestía una camisa holgada de color azul oscuro, a juego con la raya de los ojos y con el cordón que le colgaba en el nacimiento del pecho. Un cinturón ancho le ceñía la cintura a los tejanos ajustados. Calzaba sandalias de verano con un tacón de esparto que la elevaba muy por encima de la estatura de Gonzalo, que se sintió un poco torpe y ridículo al ponerse en pie para recibirla. Tania se sentó a su lado. El espacio era suficiente para los dos, pero ella se empeñó en acercarse demasiado, casi hasta rozarle con el codo.

—Tienes buen aspecto. Dentro de poco no quedará ni rastro de los golpes.

Instintivamente, Gonzalo se palpó el costado. Tal vez la marca de los golpes desaparecería con rapidez, pero las costillas seguían martirizándole.

—Es bonito ese tatuaje tuyo de la nuca —dijo con un exceso de frivolidad que divirtió, en apariencia, a Tania. Se inclinó de perfil para mostrárselo por completo.

—Los tatuajes tienen un sentido, son una declaración de intenciones. Me gustan las mariposas, tengo algunas más en otras partes del cuerpo —apuntó con malicia divertida.

—¿Y cuál es tu declaración de intenciones? ¿Volar, las alas, la libertad?

No era tan obvio. Más bien la transformación.

—Cuando era muy pequeña vivía en un lugar bastante aislado, en el campo, en un edificio que en los años setenta fue un lazareto para militares lisiados o con problemas mentales. No era un edificio bonito, ni siquiera por fuera. La fachada era de hormigón y casi no había ventanas. Pero a cambio, el entorno era muy hermoso, sobre todo en primavera. Rodeado de prados y con un pinar muy cerca. Cuando se terminaba el frío y la lluvia, los capullos que habían estado germinando se transformaban y como si todos despertaran el mismo día, miles de mariposas salían del pinar. El espectáculo apenas duraba unas horas pero era impresionante. Si te tumbabas en la hierba y te quedabas muy quieta, en pocos segundos centenares de ellas se posaban en todo el cuerpo, en la boca, las pestañas, los dedos, la nariz. Movían todas a la vez las alas y sentías que podían levantarte del suelo, envolverte en aquel remolino de colores y alegría y llevarte lejos de aquel horrible edificio. Pero si lograbas resistir la tentación de irte con ellas, si permanecías aún inmóvil y dejabas de respirar, entonces ocurría algo mejor: sentías que poco a poco te ibas transformando en una de ellas, que mutabas, como si tu cuerpo humano fuese el caparazón de su capullo, no tu verdadera naturaleza.

Vasili Velichko se había acercado y escuchaba con los ojos entornados. No era la primera vez que escuchaba a Tania contar aquella historia, y sin embargo lo hacía con tanta pasión que era como si la oyera por primera vez. Y aun así, negó taciturno.

—Lo que yo recuerdo del lugar del que hablas son los insufribles enjambres de mosquitos y de insectos. No había dónde protegerse de ellos, maldita sea su suerte. He visto mulas enloquecer por las picaduras y arrojarse por un barranco y hombres tan exasperados que eran capaces de emprenderla a tiros contra aquella masa negra y flotante. No recuerdo esas historias de mariposas.

Tania acarició el brazo del hombre.

—Yo también recuerdo eso, y mi madre contaba que había que salir al campo con pañuelos cubriéndose el rostro y gruesos guantes de goma con hachadas humeantes en la cola de los tiros, pero no podría tatuarme un tábano.

Velichko la miró con cariño. La memoria, se dijo, es un paisaje que cada cual elige para añorar o detestar.

—Tú nunca serás una verdadera siberiana.

Tania mudó la expresión. Apuró la cerveza y se puso en pie.

—Es muy tarde; deberíamos marcharnos ya. —Se acercó al anciano y le besó la mejilla, luego de susurrarle unas palabras en su idioma.

—¿Qué le has dicho? —le preguntó Gonzalo cuando salieron a la calle.

—Un viejo proverbio que suele repetir mi madre: Añorar el pasado es correr tras el viento.

Gonzalo metió las manos en los bolsillos del pantalón y volvió la cabeza. Tania no podía ver su expresión sombría.

—¿Tú lo crees? ¿Añorar el pasado es correr tras el viento?

—Sí, lo creo.

—Apenas recuerdo a mi padre. Sé que me llevaba a pescar al lago con el buen tiempo, lo sé porque mi madre me lo contaba con todo lujo de detalles, y me digo que es verdad, que lo recuerdo mirando el fondo del lago, contándome alguna anécdota, enseñándome a sostener la caña y a recoger el carrete con cuidado. Lo cuento como si fuese cierto, pero es un recuerdo prestado. —La imagen de Javier cuando Gonzalo le preguntó si él había cogido el revólver, enturbió su mirada—. Me pregunto si es así como los hijos recuerdan a sus padres, si mi hijo Javier pensará en mí como una invención.

Tania lo miró con ternura.

—La mirada de los hijos siempre es injusta, Gonzalo. Hasta que ellos mismos se convierten en padres.

«No sé de qué me hablas», le había dicho Javier, y él supo que le estaba mintiendo.

—¿Y qué me dices de la mirada con la que los padres juzgamos a nuestros hijos?

Tania se colgó de su brazo y se pegó a su cuerpo.

—No lo sé; yo no tengo hijos. Pero apuesto a que sea lo que sea que te inquieta, darás con la solución… Se me ocurre que a veces basta con afrontar las cosas de cara.

Qué sencillo, pensó Gonzalo. Qué tópicas las palabras. Y qué ciertas, a menudo.

De alguna manera, habían traspasado una frontera invisible sin aparente esfuerzo y ambos eran conscientes, tomándose su tiempo para resituarse. No quería pensar en nada en aquel momento, sólo dejarse llevar por esa sensación nueva. Esconderse en ella antes de volver a la realidad. Sólo unos minutos.

Llegaron frente al escaparate de la librería Karamázov. Tania buscó las llaves y las balanceó entre los dedos. Hacía un esfuerzo para recuperar un aire de inconsistencia que resultaba poco creíble. Gonzalo temió y deseó que le invitara a subir, pero Tania introdujo la llave en la cerradura y empujó el pomo hacia dentro. Encendió la luz del vestíbulo y se volvió hacia él para despedirse. Gonzalo sintió la acuciante sensación de que el presente era lo único que importaba, que fuera de aquel instante no existía el pasado ni el futuro. El corazón le latía con fuerza.

Tania le sonrió. Era como si pudiera verlo por dentro, como una radiografía.

—¿Quieres pasar?

Gonzalo no podía controlar el maldito corazón. Pum, pum, pum. Un pie quería avanzar. El otro quería salir corriendo.

—No creo que sea el mejor momento —dijo él, con una tentativa desesperada de mantenerse fuera de aquel umbral que se abría en forma de boca. «¿Cuándo es el mejor momento, Gonzalo? Puede que esperándolo, nunca llegue».

No importó qué boca partió en busca de la otra. Lo que contaba era que desearon encontrarse.

Barcelona se desdibujaba mientras amanecía. Podría haber sido cualquier lugar y no habría importado. La geografía sólo era un estado de ánimo. Gonzalo caminó por las calles que sólo le pertenecían a él a aquella hora. Encendió un pitillo y apoyó los codos en la barandilla del puente que se asomaba sobre la avenida desierta. Los semáforos cambiaban de fase con un juego inútil y ridículo. Vio un gato cruzando la calzada como un llanero solitario y a una pareja que caminaba entrelazada, cansados, felices, prometiéndose seguramente cosas que en aquel momento creían que podrían cumplir. La piel de Tania seguía pegada a la suya, en sus dedos y en sus uñas. Su perfume flotaba en la camisa, bastaba respirar con fuerza para retenerla. ¿Volvería a verla? Sin duda. Cada vez que ella se lo pidiera.

A pesar de lo que le había dicho la anciana.

Se había topado con ella al bajar la escalera del estudio, procurando no hacer ruido. Estaba sentada en una butaca, frente al mostrador. Su silueta en la oscuridad había espantado a Gonzalo. Al principio pensó que estaba dormida, con un libro abierto y las gafas sobre el regazo. Pasó por su lado con cuidado pero, cuando ya alcanzaba la puerta, oyó su voz aguda, deteniéndole como un mazazo por la espalda.

—¿Eres como tu padre, Gonzalo?

Él se había vuelto y en la oscuridad percibió los ojos de la anciana que lo miraban como miran los ojos ciegos de las estatuas. Esa clase de mirada que desnuda y de la que no puede huirse.

—Disculpe, no la entiendo.

La anciana había cerrado parsimoniosamente el libro y doblado la patilla de las gafas antes de levantarse. La débil claridad que se anunciaba tras el escaparate de la librería bordaba su perfil al cristal.

—¿Eres como Elías? Esa clase de hombres que se adueñan de los demás, los despojan de todo y luego los abandonan a su suerte. ¿Es eso lo que vas a hacer con mi hija?

Tania creció sin conocer la existencia de aquel hombre con un solo ojo, hasta que a los diez o doce años encontró los recortes que su madre guardaba en el fondo de una cómoda. Aquel hombre de constitución impresionante, con el uniforme de comisario de la NKVD y la mirada de su ojo de cíclope que parecía abarcarlo todo. Aquel ojo la asustó y la atrajo por igual desde el primer momento. Cuando le preguntó a su madre quién era, ella se enfureció, le arrebató los papeles y le dio un bofetón (la única vez que le puso la mano encima). Durante mucho tiempo no le dijo palabra de aquel hombre, ni quién era, ni por qué era para ella tan importante. Porque lo era: acechándola, veía a su madre entrar en el cuarto, coger aquellos recortes, mirarlos durante mucho rato, con mirada de viajera, lejana, como si su cuerpo volara a otro tiempo del que ella no sabía nada.

Y como ocurre con los espacios prohibidos, Tania los bordeó durante toda la adolescencia, inventando lo que no sabía: imaginaba que aquél era el padre, el verdadero padre de su madre, y no el profesor ejecutado en los años treinta por trotskista, cuya imagen presidía la cabecera de la cama, junto al retrato de la abuela Irina. Tania fantaseaba con la idea de que aquel gigante tuerto y apuesto había sido amante de la abuela Irina en la Unión Soviética, y que juntos vivieron un sinfín de historias románticas, tormentosas, apasionadas. A veces, cuando dejaba caer una de esas suposiciones alocadas, Anna la miraba y negaba con resignación.

—¿Vinimos a España para que te encontrases con él?

—Vinimos a España para construir un futuro, para no vivir en el pasado.

Vasili Velichko, el tío Vasili, como Tania le llamaba desde niña, aunque no tenían parentesco, sostenía la misma versión. Negaba saber nada de Elías Gil, y cuando ésta le interrogaba por el pasado, se ceñía a la misma historia que ya conocía: en 1934, su abuela y su padre murieron a manos de la OGPU, Anna se quedó sola con apenas tres años, y a cargo del Estado. Velichko la conoció siendo todavía una chiquilla de seis años en uno de los orfanatos que por su condición de comisario le tocó inspeccionar, cerca de Kursk; se prendó de ella y mientras pudo se ocupó de mandar dinero para que no le faltase de nada. Luego llegó la guerra y después el largo presidio en Siberia, y durante aquellos largos once años, la única persona con la que mantuvo correspondencia fue con Anna. Ella le enviaba algo de ropa, de comida. Cuando Velichko salió del gulag, ella le acogió. Pasaron unos años duros, muy duros y, hacia 1965, surgió la oportunidad de empezar una nueva vida en España. Al principio se marchó sólo él, logró abrirse camino, y años después logró traer a Tania y a su madre. Así, con trazo grueso, su tío y su madre despachaban con incomodidad veinte años de sus vidas.

Aunque nunca olvidó del todo aquel misterio, los años hicieron que Tania lo dejara enterrado en las entretelas de esas cosas que su madre nunca le contaba. Creció, se hizo mujer mientras Anna y el tío Velichko envejecían sin darse cuenta. Con la llegada de la democracia a España, Vasili montó aquel bar, el Flight, donde con dieciséis años Tania, entonces afiliada a las juventudes del PSUC, llevaba a sus amigos para deslumbrarles con aquellos retratos de la época de Stalin y con las historias de un verdadero comisario del pueblo. Para acrecentar su prestigio, hablaba con Velichko en ruso y se molestaba cuando éste se empeñaba en contestarle en español ante sus camaradas. Mientras, su madre fundó la librería Karamázov a finales de los setenta y se convirtió rápidamente en un referente de los amantes de la literatura rusa. Sin embargo, jamás consintió en que su hija y sus amigos utilizasen el local como centro de reuniones. No le interesaba la política y advertía con temores de vieja a su hija, sobre todo tras el intento de golpe de Estado de 1981, se volvió más temerosa y llegó a plantearse cerrar la librería. Por suerte, Velichko la convenció para que no lo hiciera.

Los ochenta fueron años duros en la relación de Tania con su madre; discutían a menudo, sin darse cuenta de que en el fondo eran dos gotas idénticas, el mismo genio, la misma tozudez y el mismo orgullo. Tania viajó por España, visitó Francia, y fue allí, cerca de Le Boulou, cuando a finales de 1989 dio por casualidad con una exposición fotográfica sobre los campos de refugiados republicanos que pasaron por Argelès y Saint Cyprien entre 1939 y 1942. Se cumplían cincuenta años de la apertura del campo y las asociaciones de la Memoria habían organizado una recepción para supervivientes, muchos de ellos acompañados de sus hijos o nietos. La exposición se celebró en un polideportivo municipal. Tania recordaba las largas hileras de objetos expuestos, maletas de madera, pequeños recuerdos personales, algunos muebles construidos toscamente, réplicas de las barracas, y un centenar largo de fotografías en blanco y negro, algunas cedidas por la fundación Robert Capa.

Tania no conocía nada de aquella tragedia que, según contaba un emocionado ponente, un anciano con la boina negra de las Brigadas Internacionales, arrastró hasta aquellas playas a más de cuatrocientas mil personas. Muchos asistentes, sobre todo los más ancianos, asentían y lloraban en silencio, mientras sus hijos, franceses en su mayoría, los consolaban. Tania, que ya había decidido en aquella época dedicarse a la fotografía de manera profesional, empezó a disparar su cámara, captando cuanto la rodeaba.

Y entonces se fijó en una mujer de aspecto menudo que le señalaba a un joven una fotografía, tamaño gran formato, autoría del genio húngaro-norteamericano. La mujer, muy quebrantada físicamente, con el pelo gris, recogido en un grueso moño del que se escapaban algunas hebras, estaba muy afectada. El joven la abrazaba por los hombros y le besaba con amor la cabeza. Tania pensó que aquélla era una buena imagen y quiso acercarse disimuladamente para tener un encuadre mejor. Y entonces pudo ver de cara la fotografía que había emocionado a la mujer y a su hijo: la instantánea de un hombre que trabajaba extramuros del castillo de Colliure con el torso desnudo, vigilado de cerca por un gendarme. Su torso bronceado y enflaquecido formaba un conjunto de digna miseria con las espardenyes y el pantalón rasgado atado a la cintura con un cordel. Al reparar en la presencia del fotógrafo había dejado de picar una gruesa piedra y posaba, con aire arrogante, como un cazador de safari: una mano apoyada en el mango del mazo y el pie derecho encima de la piedra, como si fuera la cabeza de la pieza cobrada. No sonreía, pero su rostro, tostado por el sol, miraba de frente con jovialidad, como si pretendiera decir: «miradme, no estoy derrotado».

Pero sin duda, lo que atraía con más fuerza de aquella instantánea era su único ojo. El derecho estaba cubierto con un sucio parche y el izquierdo miraba de frente, bajo una espesa ceja.

Tania lo reconoció al instante. Era él, el mismo hombre que aparecía en los recortes que su madre guardaba, uniformado con traje de campaña soviético, con la misma expresión, en el frente de Leningrado.

El joven y la mujer se habían reunido con otros grupos de visitantes y charlaban animadamente. Esperó el momento para aproximarse, aunque no imaginaba qué podía decirles. «Hola, mi madre lleva años coleccionando todo lo que hace referencia a ese desconocido». Por fin surgió la oportunidad de acercarse a la mujer, un instante en que el joven (era Gonzalo, ahora lo sabía) había salido a fumar un pitillo.

—Perdone, no he podido evitar ver cómo se emocionaba ante esa fotografía.

La mujer la miró largo rato, como si algo le resultara incongruente.

—Es mi esposo. El teniente Elías Gil. Estuvimos aquí, juntos, en 1939.

—¿Murió?

La mujer reconcentró la mirada, como si absorbiera la luz que la rodeaba para iluminar su propia oscuridad, titubeó, y durante unas décimas de segundo, Tania se dio cuenta de que bajo aquella apariencia de normalidad se escondía una mente atormentada.

En aquel momento apareció el joven. «Es su hijo, —pensó Tania—, tiene su misma mirada, y sin duda se le parece». La mujer se despidió con premura y fue a reunirse con él. Tania los vio hablar en voz baja, y por un instante, Gonzalo la miró con una interrogación. Tania sonrió y se alejó.

Aquella misma noche le escribió desde una terracita de Perpiñán a su madre contándole lo ocurrido. Anna nunca le contestó. Y cuando meses después Tania regresó a Barcelona, su madre no quiso saber nada de aquel asunto, que se volvió una obsesión para Tania.

Volvió a frecuentar con asiduidad el Flight, cortejando a Velichko sin entrar directamente en el tema, hasta que la ocasión se le presentó una tarde en la que su tío había colgado un retrato de Capa detrás de la barra con el lema «No pasarán». Fue la excusa perfecta para mencionar aquella exposición en Colliure y la imagen de aquel miliciano con un solo ojo. Velichko la vio venir, y aunque sentía curiosidad, trató una vez más de evitar el tema, pero Tania no le dio tregua, y por fin, después de todos aquellos años, el anciano Velichko acercó una silla a la mesa y se lo contó:

Tania oyó hablar por primera vez de Názino, y el relato de Velichko, que le mostró el informe original que él mismo envió a Stalin a través de la viuda de Lenin y del entonces secretario del PCE, la horrorizó. Era como si le estuvieran explicando una historia que sólo podía haber sucedido en una novela, en la mente enfermiza y desvariada de un escritor. Pero había nombres, testimonios, fechas, documentación que probaban que todo aquello fue cierto. Su abuela Irina y su madre, Anna, vivieron aquel infierno. Y también Elías Gil. Vasili le enseñó su testimonio y Tania lo leyó muy despacio, tomando bocanadas de aire porque a cada frase sentía que se ahogaba. Tuvo que parar, salir a fumar, volver. Allí se explicaba toda la verdad, sin tapujos.

—¿Ese hombre mató a mi abuela para sobrevivir y abandonó a mi madre?

Velichko no dijo lo contrario, pero le hizo ver que, en cierto modo, también las había mantenido con vida en Názino. Y durante muchos años, ese hombre se había preocupado de que a Anna no le faltase de nada. La había buscado por media Unión Soviética.

—Si conseguimos salir de la Unión Soviética fue gracias a él.

Tania insistió en conocerle personalmente, pero Velichko se lo quitó de la cabeza.

—Está muerto. Murió en el verano de 1967.

Vasili le contó entonces lo que ocurrió en el lago aquella verbena de San Juan. Le explicó por qué aquel policía, Alcázar, y su madre eran amigos, y la razón por la que desde ese día los tres decidieron que jamás volvería a hablarse de Elías Gil. Él había roto ese pacto porque, de los tres, era el más viejo y no viviría mucho más (una década después, Velichko continuaba llevando mal que bien el timón del Flight) y porque se lo debía a Elías. Pero aquel mismo día le hizo jurar a Tania que no mencionaría aquello, sólo cuando él muriese, ella quedaría liberada de su compromiso.

Tania lo prometió y cumplió su palabra, pero desde entonces no cejó en su empeño de investigar más sobre aquel hombre y sobre su historia.

Su vida cotidiana, los continuos viajes, las exposiciones y sus propios problemas sentimentales la alejaban de aquel pasado que su madre prefería mantener guardado. Ni siquiera le contó que a mediados de 1994 viajó hasta aquella miserable isla, donde sólo pervivía como recuerdo de lo sucedido una escueta cruz de metal oxidado con una enigmática inscripción:

Como prueba de lo inaudito para los incrédulos.

El pueblo de Názino se había trasladado a la otra orilla y Tania se hizo llevar hasta el islote con una lancha. La playa era cenagosa y sólo la habitaban nubes de insectos, apenas había vegetación y cuando le preguntó al barquero sobre lo sucedido allí, se encogió de hombros.

—Cosas del pasado.

En aquel viaje, Tania gastó dos carretes de fotografías que guardaba a buen recaudo. Aunque le costaba mantenerse fiel a su promesa, se dijo que no traicionaría al tío Velichko. Hasta que él no muriese, no le mostraría al mundo aquellas fotografías.

Pero en octubre de 2001 todo cambió. Habían pasado casi diez años desde la confesión de Velichko. Tania estaba sentada frente al televisor cuando en el noticiario hablaron del asesinato de un supuesto mafioso ruso. Se decía que la autora del crimen era una subinspectora de policía, quien habría matado al ruso en venganza por el asesinato de su hijo. Una historia truculenta, compleja para despacharla en una noticia de treinta segundos, a la que no hubiera prestado más atención de no ser porque en la imagen siguiente aparecía Alcázar, el inspector amigo de su madre, al que le habían encargado la investigación. Eso le llamó la atención, subió el volumen del televisor y escuchó en boca de aquel policía toda la historia. La subinspectora se llamaba Laura Gil y era la hija de un destacado comunista que se hizo famoso en los años cincuenta entre los exiliados franceses y que desapareció en circunstancias extrañas en 1967.

Tania corrió escaleras abajo y encontró a su madre detrás del mostrador de la librería. Estaba viendo la misma noticia en un pequeño televisor portátil. Demudada, alzó la barbilla y miró a su hija.

—Supongo que ya es hora de que hablemos —murmuró.

¿Por qué no le había hecho caso a su madre? ¿Por qué motivo había decidido por su cuenta y riesgo acercarse a Gonzalo, empezar a espiarle, a seguir sus pasos y a averiguarlo todo de él? ¿Qué esperaba conseguir? ¿Qué pretendía? Puede que al principio la moviera querer comprender los demonios que habían acompañado a su madre desde la niñez. Aquel hombre, Elías, era el culpable de que su madre cayese en manos de Ígor Stern (por fin Anna le había contado que la historia de Velichko era cierta, sólo en parte. El viejo había obviado contarle el infierno por el que su madre tuvo que pasar desde que Elías la intercambiara por su propia vida). Le enfurecía la imagen compungida y heroica de aquel día en Colliure, cuando todavía no sabía que aquella anciana y su hijo adoraban a un monstruo. Pero con el paso de los meses había sucedido algo tanto en ella como en él. Algo que la atraía, que ya no tenía que ver con la memoria ni con desagravios del pasado.

Tumbada en la cama, ya sola, acarició las sábanas arrugadas donde habían hecho el amor. Durante todo el rato él la había mirado fijamente con aquella brasa semiahogada en el fondo de su mirada, como si quisiera traspasarla, como si le pidiera auxilio para volver a ser quien permanecía en esa llama, al fondo de sí mismo.

Tania se acurrucó abrazada a la almohada que olía a él y pensó en las cicatrices y los golpes de su cuerpo que ella había besado con infinita paciencia, y revivió con una angustia vívida la escena en la que Atxaga lo golpeaba en el aparcamiento, la sensación de pérdida, la ira que le salió de las entrañas y el deseo de protegerle.

¿Era posible? ¿Se estaba enamorando de él? ¿O sólo pretendía apropiarse del fantasma de su padre?