Barcelona, 1936-1937
El 16 de enero de 1936, Elías Gil y Caterina «Esperanza» Orlovska se casaron en unas dependencias civiles anexas al ayuntamiento de la Ciudad Condal. Él tenía veinticuatro años y ella todavía no había cumplido los dieciocho. Fue una ceremonia sobria, bajo la sombra difusa de los ausentes. El padre de Elías había muerto en la revuelta minera de octubre del 34, asesinado sumariamente cerca de Mieres con otros líderes sindicales. Elías había aterrizado en España con el tiempo justo de asistir a su entierro y comprobar sobre el terreno la feroz represión a manos de las tropas auxiliares africanas en las afueras de Oviedo. Su madre había muerto unos meses después, en la prisión de mujeres de Zaragoza.
La realidad de la que le había hablado José Díaz le había golpeado con toda su fuerza. Pero apenas había tenido tiempo para llorar a los suyos. Palabras como esfuerzo de guerra, revolución, orden en los comités, reorganización del Partido, sustituían otras como el duelo, la tristeza, la emoción o el amor. Convencido al ver los estragos en Asturias de que había que parar como fuera al Gobierno de Gil-Robles y devolver a la CEDA a las catacumbas, Elías se entregó frenéticamente al trabajo, a las reuniones, a las conspiraciones, sepultando sus sentimientos con paladas y más paladas de tierra para cubrir ese agujero que ya era inmenso y que cualquiera que se acercara lo suficiente podía adivinar en su ojo pétreo, sin vida. En aquellos últimos meses de 1935 y principios de 1936 los encuentros con personajes del Partido como Dolores Ibárruri o aquel muchacho brillante, Carrillo, se intensificaron: mítines, huelgas, boicots se mezclaban con una creciente violencia en las calles.
Volvió a ver a su amigo de la infancia, Ramón, una vez, en Madrid, poco antes de las elecciones de 1936. Se abrazaron con cariño y cenaron en una discreta posada en Aranjuez, lejos de las miradas indiscretas. Juntos hicieron un balance realista y bastante negativo de la situación. Las cosas no podían sino empeorar. Ramón había ido ascendiendo en el escalafón de la CEDA, mientras que Elías se había vuelto un militante comunista mucho más rocoso después de lo sucedido en Asturias, y tuvieron duras palabras. Hubo un instante en el que pareció que la distancia entre ambos sería insalvable, como ocurría en tantas partes, donde vecinos, amigos y hermanos empezaban a odiarse ferozmente. Pero de algún modo lograron reconducir la situación.
—Siento mucho lo que les ha pasado a tus padres.
Era sincero, y Elías lo supo.
—Pero tú estás con ellos, Ramón.
¿Iban a volver a poner en la balanza sus responsabilidades personales en todo cuanto ocurría? Elías recordó las palabras de la viuda de Lenin; «no son las ideas las que nos traicionan, sino los hombres que las llevan a cabo». ¿No estaban siendo arrastrados por una corriente de la que no era posible escapar, como en Názino?
Pese a la discreción del encuentro, dos días después Elías recibió la visita de Carrillo. Aquel muchacho de aire intelectual y decidido le dio un aviso claro: nada de componendas con el enemigo.
—No es el enemigo, es mi compañero de pupitre, mi amigo de la infancia.
Carrillo le observó con aquella distancia burocrática y un tanto hostil que ya se estaba haciendo célebre:
—Aquí no hay amigos que valgan, Elías. Hay una raya entre dos mundos, y por si no te has dado cuenta, unos están a un lado y los otros estamos al contrario.
Elías y Esperanza (ella borró su nombre original, como expresión diáfana de la persona que había decidido ser) alquilaron un pequeño apartamento en el barrio del Carmelo, un cerro pobre de casitas humildes y calles sin asfaltar. Lo amueblaron modestamente, con mobiliario que en ocasiones Elías se encontraba en la basura o que le regalaban los amigos. Esperanza lo veía llegar acarreando cerro arriba un colchón o un par de sillas y se sentía dichosa. Estaban construyendo juntos algo nuevo, su hogar, su vida, y poco a poco Elías parecía olvidar el pasado. A veces lo encontraba acariciando aquel medallón con el retrato de Irina y de Anna con la mirada perdida, pero no volvieron a hablar nunca de lo ocurrido en Názino.
—¿Me quieres?
—Eso dice este anillo.
—¿Y tú también lo dices? ¿Me quieres?
—¿Por qué iba a casarme contigo, si no?
La gente necesita amar. Aunque tenga que obligarse a hacerlo. Eso es lo que pensaba Esperanza cuando Elías la besaba fugazmente y eludía decirle que sí, que la quería. Pero ella convertiría aquella necesidad en virtud, no le importaba cuánto tardase en conseguirlo; pensaba dedicar el resto de su vida a tapar ese agujero en el alma de su esposo. Porque ella sí le amaba, desde el primer día que le vio convertido en poco menos que un despojo en la nave donde lo ocultaba Velichko. No se había preguntado desde su llegada a este país extranjero y convulso ni por un instante si había hecho lo correcto. La elección estaba hecha, y lo que contaba era que ella tenía amor suficiente por los dos.
Aquella mañana de septiembre llovía a raudales sobre una ciudad que todavía no había asimilado que estaba en guerra. En julio el general Franco había cruzado el estrecho de Gibraltar con unidades sublevadas del ejército acantonado en África. Otras unidades militares se habían alzado también en el norte y en Castilla. Pero el alzamiento había fracasado en Madrid y en Barcelona. Se vivían meses de una euforia extraña, tras las matanzas de los primeros días. Por todas partes se veían milicianos del PSUC, de la CNT, de la FAI y del POUM en las patrullas de control, mezclados con las fuerzas de seguridad que habían permanecido leales a la República. Grandes carteles propagandísticos inflamaban el ánimo de los barceloneses, y a todas horas la radio emitía partes patrióticos, canciones que exaltaban la tradición de lucha del pueblo catalán.
Imbuidos de esa mística, los ciudadanos se sentían héroes, todos ellos. Poco importaba que de vez en cuando hubiese tiroteos en las calles, ajustes de cuentas sin motivo o que los depósitos de los hospitales empezaran a rebosar de cadáveres. Era necesario convivir con ello, adaptar aquellos momentos singulares a la cotidianeidad. Había que seguir trabajando, los niños tenían que ir a la escuela, los cines debían seguir proyectando sus películas, Rebelión a bordo, Tiempos modernos; los teatros del Paralelo debían continuar con sus funciones nocturnas, los comercios tenían que ofrecer sus rebajas de temporada. Nadie quería aceptar lo inevitable. Se decía que en pocos días acabaría todo, incluso había quien se alegraba y veía en la situación una oportunidad histórica: por fin los militares reaccionarios se habían quitado la máscara y ya no había excusas para seguir postergando la purga taxativa de las fuerzas políticas de la derecha, la iglesia y el ejército. Era el momento de exterminarlos a todos, de erradicar definitivamente el cáncer golpista que afectaba a España endémicamente.
Elías Gil observaba aquella efervescencia, atento y receloso.
—Lo queramos o no, todos vamos a ser otra cosa distinta a lo que éramos antes del 18 de julio —dijo, observando un camión blindado con las siglas de la FAI estacionado en la plaza de la Catedral. Los anarquistas eran en aquel momento los que estaban mejor organizados: ya habían enviado columnas de voluntarios al frente y controlaban el mayor arsenal de armas, incluidos vehículos blindados como aquél.
Para llegar hasta allí, Elías había tenido que superar varios controles y barricadas en las Ramblas a cargo de civiles de distintos partidos o sindicatos. Cada vez había mostrado su acreditación como agregado cultural al consulado ruso, que tenía sus oficinas en la avenida del Tibidabo. Aquel documento decía que Elías trabajaba para el cónsul, Antónov-Ovséyenko, y que su labor consistía, primordialmente, en coordinar los intercambios culturales entre organismos locales y la URSS, pero no se trataba más que de un mero eufemismo. En realidad, Elías trabajaba, como casi todo el personal del consulado, bajo las órdenes del hombre que le acompañaba aquella mañana: Ernö Gerö, alias Pedro, alias Gere, alias Pierre.
Gerö tenía unos cuarenta años, nadie lo sabía con exactitud, y le gustaban los trajes caros, preferentemente los que le hacían a medida en una sastrería de la calle Ancha. Sus rasgos eran eslavos, enigmáticos y distantes. Lo único cálido en su rostro eran los labios, carnosos y con una expresión agradable. Los ojos siempre miraban de manera sesgada, una mirada sobria y una pose reservada. Hablaba un castellano correcto, un poco entrecortado, y sólo cuando se enfurecía realmente (cosa que jamás se permitía en público) desataba la lengua en su húngaro natal.
Aquel hombre, un poco más bajo que Elías y con aspecto de inspector de Hacienda, tenía como función reconocida la relación con el PSUC, el partido más próximo a las tesis de Stalin, y con su dirigente principal Joan Comorera, así como la supervisión del boletín del Partido, Treball. Pero en realidad era la mano derecha del coronel Orlov, el jefe máximo en España de la NKVD, la recién estrenada policía secreta soviética que venía a sustituir a la OGPU. Gerö se encargaba de la NKVD en Cataluña. Su misión era acabar con espías, derrotistas y con cualquier sospechoso de actividades contrarrevolucionarias. Pero sobre todo, tenía que evitar que la corriente de cambios originados desde el alzamiento militar escapase al control de los intereses de la Unión Soviética.
—El pueblo siempre tiene la razón, ¿verdad? Si ellos creen que venceremos, pues venceremos. Eso es lo que todos estos quieren oír. —Gerö señaló con desprecio un retén del POUM junto a una barrera de sacos terreros a la altura de la sede de la Telefónica, entre la Puerta del Ángel y la plaza Cataluña—. En realidad no la tiene casi nunca, porque no dispone de todos los elementos de juicio.
Elías contradecía pocas veces a su jefe. Pero Gerö no había estado en Asturias después de las matanzas de octubre de 1934. Para el húngaro, aquél era un destino más, provisional en todo caso. Después de cumplir su misión lo enviarían de vuelta al Partido Comunista Francés, de donde venía, o a cualquier otro lugar. No conocía la realidad de la gente, no entendía su odio visceral.
—El pueblo está ansioso por ejercer su derecho a la justicia directamente. Nadie ha olvidado lo que pasó hace dos años. —Pensó en su padre, fusilado por un pelotón de regulares, y en su madre, muerta por culpa de la tuberculosis en una cárcel atestada—. La gente reacciona violentamente contra el abuso del poder cuando se eleva a un extremo insoportable.
Gerö le miró con seriedad.
—El pueblo es un eufemismo, Gil, no existe tal cosa. Es pueblo cuando conviene a nuestros intereses, y deja de serlo cuando no lo hace. La demagogia, amigo mío, no es algo que deba despreciarse. ¿Quieren unos cuantos ajustes de cuentas, jugar a la guerra, saquear un poco? Bien, que lo hagan. Los soldados reclaman su derecho al botín desde la Antigüedad. A mí me encantan los correlatos históricos, pero no estamos en la Roma imperial. La ley no pertenece al pueblo, pertenece a quien lo gobierna. Y así debe ser: la primera gran victoria de una revolución es que sea sistemática, no lo olvides. Nosotros no servimos a un momento, servimos a la historia. Y para eso no pueden permitirse orgías ni represalias aleatorias. Lo primero es ganar la guerra. Y todos estos milicianos, sindicalistas y líderes locales deberían entenderlo. La libertad es un lujo que no puede concederse a la masa, no al menos en este momento. Las guerras se ganan y se pierden en la retaguardia, se requiere una disciplina, un control efectivo. Y para eso estamos nosotros aquí; tú y yo. Esto no es un juego de niños, y no vamos a consentir que lo sea, ¿de acuerdo?
Habían dejado atrás la Puerta del Ángel y con ella la antigua delimitación de la muralla romana que fue derruida en el siglo XIX para abrir el centro de la ciudad y enlazarla con la villa de Gracia y el nuevo Ensanche. No dejaba de llover, pero Gerö no apretaba el paso. Parecía que le gustaba aquella lluvia empapando su bonito traje azul oscuro. Por fin, señaló una marquesina en el cruce con la calle de las Cortes.
—Tomemos un café.
La cafetería del Coliseum estaba casi desierta. En las paredes colgaban afiches llamando al combate, campañas de escolarización para los niños, llamamientos al esfuerzo productivo. Y junto a toda aquella pamema perduraban los grandes espejos con marcos barrocos, el suelo de mármol rosado, las mesas con los finos manteles de lino y los camareros con chaleco, delantal y pajarita. En una mesa del fondo, un hombre de aspecto grueso desayunaba huevos al baño maría y se servía café en una cafetera de plata, mientras repasaba algunos documentos con aire preocupado. En la mesa contigua, tres hombres vigilaban todo el perímetro. Debajo de sus trajes eran más que evidentes las armas que portaban.
Aquel hombre era el coronel Orlov, el jefe directo de Gerö, y por tanto, también de Elías.
—Camarada coronel.
Orlov tenía aspecto cansado, probablemente no había cumplido ni cincuenta años, pero su pelo ya era plateado y las mejillas le colgaban bajo los párpados como carne apaleada. Respiraba por la nariz y mantenía la boca tercamente cerrada. Hizo un ademán con la cabeza a Gerö y enseguida se concentró en Elías. Durante unos segundos lo estuvo examinando sin dejar traslucir emoción alguna. Se concentró especialmente en el parche de cuero que le cubría el ojo.
—He oído decir que te dejaste algo más que un ojo en Siberia.
Elías no atisbó rastro alguno de ironía en las palabras del coronel. No se le ocurrió qué responder. Habían pasado casi tres años, y a pesar de que cada noche soñaba con Názino, nunca había vuelto a hablar del asunto. Lo que allí ocurrió le pertenecía sólo a él.
—¿También te dejaste tu lealtad al Partido?
—Estoy aquí, camarada coronel.
Orlov miró de reojo a Gerö y éste asintió levemente. Orlov masticó un pensamiento entre sus gruesas cejas y escupió la cáscara en forma de bufido.
—Siéntate, camarada.
Elías tomó asiento con la espalda recta sin tocar el respaldo de la silla. Gerö se quedó de pie, a su derecha. El coronel Orlov le enseñó a Elías parte del contenido de la documentación que estaba estudiando.
—Yagoda y Berman han sido destituidos y ejecutados por alta traición, supongo que ya lo sabrás. Parece ser que el informe de Velichko llegó de alguna manera a su destinatario. Por supuesto, no significa que el testimonio de unos cuantos deportados a Siberia haya sido decisivo, pero todo ha sumado, llegado el momento. Imagino que eso te satisface.
—Me limité a exponer los hechos de mi experiencia personal, camarada coronel.
—Y lograste involucrar al instructor, a su tío, que es colaborador directo de Stalin, a la viuda de Lenin y al secretario general del Partido en España. Podrían haberte fusilado por traidor, por desertor, pero el caso es que estás aquí, y me piden que utilice tus conocimientos del país. La cuestión es que no me gusta la gente que no hace lo que se supone que debe hacer. Y se supone que tú deberías haber muerto en la isla de Názino.
Elías no contestó a eso. La vida tiene un precio que puede llegar a ser muy alto, y a juzgar por la expresión del coronel Orlov, éste sabía cuánto había tenido que pagar Elías para conservarla.
Algunos atribuían al coronel la cualidad innata de conocer a los hombres de un simple vistazo. Esa falsa ilusión sobre sus dones naturales se sustentaba en su poder, un poder que supuraba todo su ser. Pero Orlov no era más que un hombre como cualquier otro. Como Yagoda, como Berman, también él vivía con el miedo en el cuerpo, terror a las purgas que se habían desatado en la URSS y que podían llevárselo por delante con un simple chasquido de labios en boca de Stalin, allá en el Kremlin. Cuanto más alto, más vértigo.
Y era en la ausencia de ese miedo donde radicaba la ventaja de Elías. A diferencia de ellos, él no aspiraba a poder alguno, no sentía aprecio por sus intereses particulares y despreciaba temerariamente su propia vida. No podían hacerle nada. Absolutamente nada.
Orlov no tardó en darse cuenta, y eso permitió que relajara un poco el cuello.
—Ella está viva. La niña está viva.
Al ver cómo el rostro de Elías se descomponía, Orlov sonrió con un punto de crueldad. A fin de cuentas, todos los hombres tienen un talón de Aquiles.
—Sabemos que se la entregaste a ese preso común, Ígor Stern.
Elías parpadeó muy despacio, como si los copos de nieve que cayeron aquella noche de 1933 todavía le pesaran entre las pestañas. Vio la silueta de Ígor moviéndose frente a las llamas de una chimenea de piedra, la mitad de su cuerpo luz y la otra mitad sombra. Ígor acariciaba el pelo de Anna como haría cualquier padre amoroso. Pero no lo era, era un maldito monstruo que todavía tenía las manos manchadas con la sangre de Michael, que yacía a un lado con el cuello rebanado. Martin agonizaba atado a la viga de la cabaña, las heces descendían entre las delgadas piernas del pelirrojo, formando un charco pestilente de mierda y sangre bajo los pies desnudos. A Elías sólo le habían dado una brutal paliza. El ojo sano contemplaba la escena atravesando una nube de sangre en la retina. Los habían sorprendido durmiendo. Estaban agotados después de tanto esfuerzo y, creyéndose a salvo, relajaron la vigilancia. Michael fue el primero que los vio entrar en la cabaña, sacó el revólver robado al oficial en Názino y disparó; mató a uno, pero los demás se abalanzaron sobre él y lo destrozaron.
—Creo que le hicieron cosas bastante dolorosas a ese amigo afeminado tuyo. Después de torturarlo delante de ti lo dieron por muerto, pero no lo está. Fue él quien le contó a la patrulla que le encontró dos días después el acuerdo al que llegaste con Ígor Stern.
¡De modo que Martin había sobrevivido!
—Lo que tu amigo pelirrojo no supo explicar es por qué razón a ti te dejaron con vida.
Elías se estremeció al recordar el aliento de Ígor cuando se acuclilló frente a él y acarició la solapa de su abrigo. Entre dientes, le recordó que seguía queriendo aquella prenda. Si Elías se lo hubiese dado voluntariamente en Názino, lo habría matado al instante. Pero no lo hizo, y esa terquedad que no era orgullo, sino locura, había desconcertado a Ígor. Por decirlo de algún modo, aquel asesino le mostraba su respeto por ello. Había demostrado tener más cojones que la mayoría de hombres que conocía. Sin embargo, dijo, había llegado la hora de tomar una decisión.
—Te propuso un intercambio. Te dejaría marchar a cambio de la vida de la niña.
—Si no hubiese aceptado, nos habría matado allí mismo a los dos.
—Tal vez, y quién sabe si no habría sido lo más honroso. Te advirtió de lo que le haría a la chiquilla si aceptabas, no la mataría en aquel instante; se divertiría con ella, y luego lo harían sus hombres. Te advirtió de que tardaría mucho tiempo en matarla, días, semanas. Y aceptaste el trato.
El coronel Orlov lo miraba fijamente.
—Nadie te está juzgando. Ya te basta tu propio juicio. Un hombre hace lo que debe hacerse, ése es mi lema.
Un lema absurdo, falaz, pensó Elías. Nadie tenía que enfrentarse a la mirada implorante de Anna cuando se marchó, dejándola en manos de aquellos animales. Él sí.
Le dio el abrigo. Se lo quitó allí mismo y se lo entregó. Él se lo puso y observó que le quedaba bien. Luego hizo una mueca de disgusto y lo arrojó al fuego. Los dos se quedaron contemplando cómo se hacía un gurruño negro que desprendía un humo dulzón.
—Detuvimos a Ígor Stern ocho días después cuando intentaba asaltar un transporte de línea. Matamos a todos sus hombres, pero a él no. Llevaba a la niña en brazos. Estaba… —Gerö buscó las palabras adecuadas, pero al no encontrarlas, prefirió omitir lo que iba a decir—… Viva. Y ahora está bajo custodia oficial.
—¿Y qué fue de Martin?
—A través de la Cruz Roja se le devolvió a su país. No queremos tener problemas con Su Majestad británica. Antes colaboró en la instrucción por el caso Názino. Declaró sin coacciones que la declaración firmada contra ti por él mismo, Michael y Claude era totalmente falsa.
—Ígor Stern…
—Eso no te compete —interrumpió el coronel Orlov, dando a entender que se había hablado demasiado de un tema que, en realidad, le interesaba poco—. Lo que debes saber es que el Partido comprende que se cometió una injusticia contigo y que no va a entrar en valorar si lo que hiciste para sobrevivir es digno o no. Ahora estás aquí y eso es lo que cuenta. Se te va a ascender a teniente.
—Yo no soy militar.
—A partir de ahora, lo eres. Se te dará carné de militancia en el partido soviético y acceso a material clasificado. Tendrás una pensión y nos ocuparemos de que a tu joven esposa no le falte de nada.
«A cambio, callarás para siempre, o cualquier día verás esa historia en los periódicos, y todo tu prestigio ganado en Asturias, esa leyenda del comunista español que regresó vivo de Siberia será destapada. Y un buen día, alguien te disparará en la cabeza en un callejón». No necesitaba que Orlov dijera las palabras. Quedaban claras en su mirada.
Gerö le estrechó el hombro amistosamente. Una señal de reconocimiento de la tribu.
—Te he estudiado a fondo, Gil, y creo que podemos confiar en ti. Estás asignado a la oficina del cónsul Antónov y tienes acceso personal a él, ¿verdad?
Elías asintió.
—Muy bien; tengo sospechas de que ese menchevique nos está traicionando. Se está poniendo de parte de ese trotskista del POUM, Andreu Nin, y eso está dificultando mucho mis acuerdos con el PSUC y con su secretario Comorera.
—Lo que queremos es que reúnas material que demuestre esa traición —intervino enojado el coronel Orlov.
—¿Y si es inocente?
—Nadie es inocente mientras yo no lo diga.
Se dio por terminada la reunión en el momento en que el coronel Orlov recibió un telegrama de mano de uno de los vigilantes que lo protegían. Eran noticias del frente de Aragón, no muy halagüeñas a juzgar por el modo en que arrugó el ceño.
Gerö le hizo una seña a Elías y éste se levantó de la mesa. Cuando salían, Elías se detuvo un momento, observó al coronel y le preguntó.
—¿Volveré a verla?
—¿A quién?
—Anna Ajmátova.
El coronel le clavó una mirada gélida.
—No sé de qué me hablas. Ocúpate de Antónov.
El cónsul Antónov-Ovséyenko fue llamado a Moscú a principios de 1937. Unos meses después fue ejecutado por alta traición. Gran parte de las pruebas que se utilizaron en su contra fueron aportadas por su secretario personal, el teniente del recién creado Servicio de Inteligencia Militar del ejército republicano, Elías Gil. Nunca se demostró que esas pruebas fueran ciertas.