Barcelona, septiembre de 2002
Gonzalo se apoyó en la muleta y se asomó a la ventana desde donde veía el jardín. Que recordara, apenas había estado en aquella casa media docena de veces en veinte años. En otras circunstancias, debería haber considerado un lujo que su suegro lo hubiese invitado, pero sabía perfectamente que aquella no era una visita de cortesía. El salón donde se encontraban tenía un aire que pretendía ser moderno, pero que causaba el efecto de una frialdad desesperanzada. El mobiliario no estaba diseñado para resultar confortable ni acogedor, sino para despertar la admiración de las visitas, aunque lo único que provocaba en Gonzalo era una mueca de hastío. Todo estaba metódicamente distribuido. Era como vivir en una revista de decoración y él era el elemento distorsionador.
Observó los dos vasos de whisky que reposaban en el escritorio. El suyo estaba intacto; el de su suegro, vacío. Eran apenas las once de la mañana, Gonzalo imaginó que había empezado a beber mucho antes.
—¿Has leído Historia de Roma de Tito Livio o El rey Lear de Shakespeare?
Gonzalo puso cara de desconcierto. Agustín González señaló los tomos de lo alto de un estante.
—Deberías leerlos. Explican que quien aspira a retener el poder no puede mostrar flaquezas, especialmente con los que le son más próximos.
—¿Adónde quieres ir a parar?
Su suegro lo miró con indolencia, como si en realidad todo le interesara poco o nada, pero le delataba la manera abrupta de llenar su vaso y llevarlo a los labios.
—¿Sabes por qué llevo más de cuarenta años en la abogacía y nadie ha conseguido jamás atraparme en un renuncio? —Abrió las manos y abarcó las estanterías y el espacio de la biblioteca—. No porque conozca la ley mejor que otros, o porque sea mejor orador, ni siquiera más inteligente o listo que mis oponentes. Sin duda, conozco los resortes y me muevo bien en ellos, pero no es por eso por lo que he logrado hacerme un nombre. Sino porque sé anticiparme a la jugada, sé cuándo voy a ganar o perder, porque tengo las cartas en mi poder antes que los demás. No me pillarás en falso, ni tú, ni nadie. La información, los favores que se cobran, las debilidades que yo sé convertir en fortaleza. Eso es el poder, y sé administrarlo. Repito, deberías leer a Tito Livio y a Shakespeare y dejar a esos románticos atormentados rusos.
¿Estaba borracho? Probablemente, pero de ese modo civilizado y aceptable entre los de su clase.
—Un buen amigo de la fiscalía me ha dicho que hace unos días presentaste una instancia en el juzgado de guardia, junto a cierto fiscal, para reabrir el caso de tu hermana y el asesinato de Zinóviev. Según consta en tu denuncia, tienes pruebas fehacientes de su inocencia. Me gustaría saber qué pruebas son ésas.
—Esa información es reservada, se supone que nadie puede tener conocimiento hasta que se pronuncie el juez.
—Déjate de gilipolleces, Gonzalo. ¿En serio creías que no me iba a enterar? —replicó con un tono seco Agustín—. No estás llevando un caso de mierda de separación. Esto es la liga mayor. Esas empresas a las que has pedido que se investigue son accionistas mayoritarios a los que yo represento. Inversores extranjeros y respetables muy interesados en que se retire esa denuncia. Caso contrario, ambos inversores abandonarán el proyecto de ACASA y yo perderé una fortuna.
Gonzalo pensó en los documentos que le había entregado al fiscal y en la expresión de éste. Aquella ingente cantidad de información no dejaba dudas de lo que era la Matrioshka.
Aquello iba mucho más allá de la pérdida de una inversión millonaria para su suegro. Ese consorcio era un entramado de empresas legales que blanqueaban el dinero obtenido de la prostitución infantil, las drogas y todos sus asuntos ilegales. Oficinas bancarias, inmobiliarias, constructoras con sede en Londres, en Liechtenstein, en Mónaco o en las islas Mauricio. Millones de divisas que con la llegada del euro necesitaban aflorar a toda prisa para no perder valor respecto al dólar.
—No se trata sólo de la inversión que puedes perder. Ni siquiera necesitas esos millones. Es mucho más que eso, ¿verdad?
—Ya veo que lo entiendes —dijo Agustín González, apurando otro whisky.
Gonzalo negó rotundamente.
—¿Qué tengo que entender? ¿Que le haces el trabajo legal a unos criminales para que puedan blanquear su dinero?
A través de un resquicio de la mirada de su suegro, entre trago y trago, comprendió la verdad: estaba aterrado. El gran tiburón había mordido un bocado que no podía digerir. Ya no se trataba únicamente de la finca que se negaba a vender y que había paralizado el proyecto de construcción; era algo mucho peor. Estaba atrapado en las redes de la Matrioshka. Dios sabría desde cuándo hacía negocios para ellos, quizá sin saberlo, o quizá sin querer saberlo, lo que era peor. ¿No había dicho que el poder lo daba la información? Conocía los métodos de aquella gente, sabía lo que eran capaces de hacer. Lo intuyó en su mirada implorante, escondida bajo una ira falaz y embustera. Ahora lo veía en su plena dimensión: el pobre viejo, acobardado, tenía miedo de lo que pudieran hacerle: destruir su reputación, su imperio de cuarenta años, pero también (y eso le provocó una vibración de temor y compasión) a su hija y a sus nietos.
—Tienes que retirar esa denuncia y apartarte de esa gente. No es una opción, Gonzalo, no estoy negociando.
—No voy a retirar la denuncia, Agustín.
—Ya has puesto a mi hija y a mis nietos en peligro una vez. No permitiré de ninguna manera que lo hagas de nuevo, ¿me entiendes? Haré lo necesario para que así sea. Lo necesario.
Y en su mirada tenían cabida todas las posibilidades.
El viejo Lukas dormitaba en el recuadro de luz que el sol dibujaba en las baldosas. Los perros eran como las personas, o viceversa; buscaban inútilmente el calor que ya no podía calentar los huesos. Alcázar fue a la despensa y abrió una lata de carne picada, la mezcló con pienso bajo en grasa y le puso el comedero cerca del hocico. Lukas era ciego y sus ojos blancos eran como un estallido lechoso, había nacido así y lo hubieran sacrificado en la perrera si Alcázar no se hubiera encariñado con él. Después de doce años juntos, ninguno de los dos necesitaba la vista para reconocerse en la oscuridad. No todas las parejas podían decir algo así.
El perro, el fruto bastardo de husky y madre mil leches, alzó el hocico, olfateó la mano de su amo y masticó con sus dientes amarillentos y cansados. No gruñó cuando Alcázar le acarició su pesada cabeza canosa. Los perros se le daban bien, su padre era aficionado a la caza y en casa siempre rondaban podencos y galgos. Alcázar sabía cómo tratarlos y en general siempre le parecieron mucho más llevaderos que las personas. Una persona podía ser fiel, pero un perro era por encima de todo leal, y no cualquiera podía comprender la diferencia. Sólo pudo comprenderlo Cecilia.
Quizá por eso estaban solos, el viejo Lukas y el viejo Alcázar, en aquel piso de cuarenta metros cuadrados con vistas a un muro de ladrillos manchados de pinturas soeces donde todos los borrachos del barrio iban a mearse y a cagar. «Cada hombre se labra su futuro», solía decir su padre. Alcázar se había labrado el suyo, así que no se quejaba. Sólo constataba el hecho irrefutable de que, de un tiempo a esta parte, encontraba la cama demasiado grande para él solo, y que el fantasma de Cecilia que ocupó tantos años el lado derecho del colchón, últimamente lo visitaba demasiado a menudo.
Necesitaba un cambio. Pasar los últimos días de su vida tranquilamente, dejando que la melancolía se lo fuera comiendo poco a poco, sentado como un jubilado de oro en los cayos de Florida con una cerveza en la mano viendo cómo el sol tiñe de púrpura el océano.
Preparó un poco de café y puso queso fresco en una tostada de pan. Intentaba desayunar algo antes de ponerse a fumar. Se engañaba diciendo que algún día iba a ser capaz de dejarlo. Nadie deja los vicios con los que ha vivido siempre; son los vicios los que lo desechan a uno. El televisor de la cocina estaba encendido. El comisario jefe estaba dando una rueda de prensa. Alcázar subió el volumen.
El caso de Laura seguía trayendo titulares. Alcázar se fijó en los pelos blancos que le asomaban en los orificios nasales a su exsuperior. La americana era demasiado tupida para este calor y el comisario sudaba. Se le notaba inquieto.
—¡Qué hijo de puta! —dijo. De modo que lo había hecho: Gonzalo se había acercado al mismo avispero que su hermana y lo había azuzado como un niño inconsciente con un palo. Y ahora las avispas revoloteaban furiosas. El comisario terminaba de anunciar que la unidad de Delitos Monetarios acababa de poner en marcha una vasta investigación que pretendía dilucidar la relación de varias empresas con la mafia rusa. Al menos, todavía no había mencionado oficialmente a ACASA. Pero eso no significaba que no se avecinaran serios problemas que con la muerte de Laura y de Zinóviev creía haber dejado atrás. Era cuestión de tiempo que el nombre de Agustín González saltara a la palestra, y después lo harían algunos otros… Hasta que llegase su turno. Alcázar no se hacía ilusiones: él era el eslabón más débil de la cadena. El sueño de la vejez dorada en los cayos se alejaba por momentos.
Esperó que el comisario dijese algo más a preguntas de los periodistas, pero después de contestar un par de ellas acogiéndose al sobado secreto de sumario, Alcázar perdió el interés y cambió de canal. Justo en ese instante llamaron a la puerta. El timbrazo sonó repelente y el viejo Lukas lanzó un ladrido afónico que no podía asustar a nadie.
Anna Ajmátova estaba en la puerta.
—¿Has visto las noticias? —le preguntó a bocajarro la anciana.
Alcázar lamió su mostacho.
—Vaya, no has tardado mucho en aparecer… ¿Qué es eso que traes?
La anciana le tendió el envoltorio.
—Un libro; en mi tierra, cuando se visita a un amigo largamente olvidado, se le hace un regalo de cortesía.
—¿Ahora somos amigos? Eso me tranquiliza.
Anna le devolvió una mirada áspera, como si entre sus ojos y su mirada hubiera una distancia inalcanzable y entre ambas flotaran las cosas. Algo así como la mirada de un pozo.
—No deberías —replicó ella con una media sonrisa.
«Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té».
Alcázar redobló su mirada de suspicacia.
—No entiendo que a la gente le gusten estos alambiques de palabras.
—Es bueno recordar que de tanto en tanto las personas pueden ser civilizadas y un poco sofisticadas.
«¿Y a dónde te ha llevado esa creencia?», se preguntó Alcázar. Esa supuesta civilización podía ser pavorosamente descorazonadora. Las palabras, el lenguaje, le parecían una perversión que siempre encontraba el modo de enroscarse un poco más. Estuvo mirando de reojo a la anciana mientras colocaba el libro en un estante. Su apariencia era sumamente frágil, poca cosa, y a la vez muy fuerte, como si los muchos años acumulados en los huesos la hubieran endurecido. Su rostro todavía conservaba la belleza, no ya de la juventud, sino algo mucho más sutil y natural, una expresión de calma que servía de dique eficaz contra las prisas que siempre tiene el tiempo para zanjar una vida. La mayoría de la gente acumulaba los años sin ser más lúcida o más sabia, sólo más vieja. Pero ella no era como el resto de la gente.
—Por lo que yo recuerdo, cuando eras más joven no eras ni civilizada ni sofisticada.
—Entonces todavía no había leído a Proust —sonrió ella.
—Sigo sin entender una sola palabra de lo que dice —se limitó a refunfuñar Alcázar.
Anna le dirigió una mirada de reprimenda, como si fuera un niño pequeño e ignorante. Y de repente, en esa mirada, el inspector creyó recordar un matiz que le resultaba vagamente familiar y acusador, el de su propio padre, Ramón Alcázar Suñer, don Ramón a secas, como le llamaba todo el mundo en los juzgados, en las calles y en la comisaría.
—Diría que Proust afirma que cada cosa regresa a su lugar con el tiempo.
—¿A qué se refiere?
La anciana ladeó la cabeza, pasó la punta de la lengua por el labio superior, como si se esforzara en encontrar las palabras, pero finalmente desistió.
—Si no lo entiendes, yo no puedo explicártelo —respondió, mirando hacia el estante. Se había fijado en la fotografía que Alcázar conservaba junto a su padre, ambos de uniforme, el día que el hijo se graduó como policía.
Lukas se acercó a husmear bajo los volantes de la falda de la anciana. Con los años, Anna Ajmátova había aprendido a dominar la aprensión que le producían los perros, especialmente los que se parecían tanto a los lobos. Se mostró tranquila pero no acarició al animal, que volvió a tumbarse entre las baldosas que calentaba el sol. Alcázar sirvió café para los dos y se sentaron en el sofá, cada uno a un lado del reposabrazos y separados por un par de cojines bordados. Alcázar observaba el modo en que Anna daba vueltas al café, pensativa, hasta que de pronto dejó de darle vueltas a la cucharilla y alzó la cabeza con un largo suspiro y volvió a mirar la foto de Alcázar con su padre.
—La memoria es algo prodigioso. Inventa como quiere el relato de una vida, utiliza lo que le conviene y desecha lo que le estorba, y es como si nada hubiese existido… Diría que de eso habla Proust.
Alcázar no se dejó engañar por los gestos medidos, las palabras correctas, los juicios neutros. Conocía a Anna desde el verano de 1967, y sabía que cuando se lo proponía, resultaba impenetrable. Sus ojos miraban al inspector como taladros rompiendo el hormigón.
—Desde que Laura murió no he dejado de preguntarme qué papel tuviste en su muerte. Y también en la de Zinóviev.
Alcázar reaccionó con frialdad. Apenas parpadeó, y luego meneó la cabeza, negando pero sin consistencia.
—Deberíamos dejar esta conversación. Es un poco peligrosa.
—Un poco tarde para eso, inspector. Teníamos un acuerdo, y yo he cumplido mi parte todos estos años. No fui yo quien vino a buscarte, fuiste tú quien me paró por la calle el otro día, por si no lo recuerdas. No soy yo quien está removiendo la porquería con un palo.
Alcázar se echó la mano al mostacho.
—Si esto es un interrogatorio, deberías haberme advertido. Habría avisado a mi abogado.
Anna sonrió con indulgencia.
—¿A Agustín González? Después de lo que acaba de salir en televisión está acabado. Es cuestión de tiempo. Y el siguiente serás tú, supongo que lo imaginas.
—Nunca me han amenazado con tanta amabilidad.
—No te estoy amenazando. Sólo intento comprender cómo has permitido que el hijo de Elías se involucre en esto. Te advertí con Laura, y no quisiste escucharme. Y ahora permites que ese abogado se meta en este fango del que no sabrá salir.
—Te recuerdo que ha sido tu hija Tania la que se ha acercado a él. Si no la hubiese reconocido en la grabación de seguridad del aparcamiento junto a Gonzalo, no me habría acercado a ti, te lo aseguro.
—Tania no volverá a entrometerse. Ya me he ocupado de eso. Pero no has contestado a mi pregunta.
—¿Qué pregunta?
—Laura y la muerte de Zinóviev. Cuando su hermano empiece a tirar de la manta, ¿qué encontrará?
—No me gusta cómo suena eso, Anna. Yo no le haría daño a Laura, nunca; ya deberías saberlo después de lo que pasó en el lago en 1967.
La anciana cogió las tazas vacías y las llevó al fregadero. Durante unos segundos apoyó los dedos en el mármol frío. Luego desvió la mirada hacia Lukas. El viejo perro dormitaba bajo la luz listada que se colaba por la persiana. Al menos él había entrado en calor. Se volvió hacia Alcázar y lo estuvo mirando largamente, sin prisas, con una luz brillante en el fondo de la mirada. No quería hacerle daño. Pero a veces, hacer daño era inevitable. Incluso necesario. Y era una verdadera lástima.
—Ese fiscal parece muy seguro del terreno que pisa.
—Gonzalo tiene pruebas. No sé cómo las ha conseguido, pero lo sospecho. Cuando estaba en el hospital se mostraba muy preocupado por la desaparición de cierto ordenador; imagino que se trata del ordenador personal de Laura, y que quien se lo ha proporcionado es el confidente que ella tenía en la Matrioshka.
La anciana se secó las manos con un paño. Un nombre bastante ridículo de llamar a la organización.
—Tienes que encontrar a ese confidente como sea, Alcázar. O será peor, mucho peor que lo que ocurrió con el hijo de Laura.
Alcázar se percató del cambio en la oscuridad que rondaba sus ojos. Esa misma mirada que había visto aquella noche frente al cuerpo inconsciente de Elías, cuando la encontró en la orilla del lago con la camisa ensangrentada. Una mirada que era como el leve crujido del hielo antes de romperse bajo los pies.
—Sé lo que estás pensando, Anna. Y te equivocas.
—¿Y qué es lo que pienso, Alcázar? ¿Que asesinaste a Zinóviev y empujaste a Laura al suicidio para hacerla parecer culpable?
Alcázar le sostuvo la mirada.
—Deberías volver a tu librería, Anna. Quién sabe, tal vez alguien quiera que le expliques por qué ese Proust perdió el tiempo en busca del tiempo perdido.
La anciana asintió. Alcázar la acompañó hasta la puerta.
—¿Cómo es ella? —preguntó Anna, deteniéndose con la mano en el pomo.
Alcázar fingió no entender la pregunta.
—Caterina, su mujer. ¿Cómo es ahora?
—Vieja, como nosotros. Y ya no se llama Caterina. Se llama Esperanza.
—Siempre pensé que mi madre habría sido mejor esposa para Elías…
Se acercó a la mejilla del inspector y lo besó con un beso de mariposa, rápido y suave. Un gesto de afecto que parecía impropio y que desconcertó a Alcázar.
—¿A qué viene esto?
Anna Ajmátova le dedicó una última mirada.
—No hay nada malo en un poco de ternura entre solitarios, ¿no te parece?
El viejo Lukas alzó la cabeza al escuchar la puerta cerrarse. Olfateó el ambiente y notó ese olor de sudor acre de su viejo amo. Confiado, volvió a dormitar con el hocico sobre las patas.
De alguna manera los pasos de Gonzalo lo condujeron al frente marítimo. Solía acudir allí cuando necesitaba pensar. Desde que era un adolescente, le gustaba acercarse a la escollera y sentarse en una roca a contemplar el mar y a los pescadores de caña que llegaban al atardecer. Había una chica en la orilla, protegida con un pañuelo sobre los hombros. Empezaba a refrescar por las noches. El viento le revolvía el pelo, y miraba el mar quizá soñando con ser una sirena. Durante un buen rato, contempló la boya que se mecía a la entrada de la bocana. Los barcos cargueros que navegaban paralelos al horizonte avanzaban tan despacio que parecían inmóviles, el rumor de las olas siempre era el mismo, la molicie oscura de la montaña de Montjuïc muy en el extremo del litoral se asemejaba a un espejismo. No se había dado cuenta de que estaba anocheciendo y que las farolas del paseo se habían iluminado a su espalda.
Una máquina de limpieza rastrillaba la arena de la playa con potentes focos, cerca de una pareja que retozaba sin inmutarse, embebidos el uno del otro. Un latero se bebía en el banco contiguo la cerveza caliente que no había podido vender durante el día y canturreaba historias etílicas de su tierra. Dos jóvenes rateros merodeaban a la caza de turistas despistados hasta que el destello azul muy a lo lejos de un coche de policía los ahuyentó.
Un indigente de aspecto hostil se acercó a él con un cartelito taxativo colgado en el cuello: «¡Tengo hambre!». Como si exigiera su tributo. «¿Y a mí qué? ¡Que te den por el culo!», pensó Alcázar, pero su mano buscó el bolsillo y le dejó algunas monedas sueltas.
Todo pasaba al mismo tiempo a su alrededor, pero era como si no fuera con él. El mundo le parecía insoportablemente feo cuando no le daba la espalda y se concentraba en el mar que empezaba a oscurecerse. ¿Qué tiene el mar, que todos buscan en él las respuestas? La inmensidad, pensar que uno puede fundirse con ese todo y desaparecer.
Detrás de Gonzalo, apoyado en una farola con las manos en los bolsillos, el ex inspector jefe Alcázar observaba con expresión tosca y desgastada el mismo horizonte. Tenía un aspecto lamentable con la americana arrugada, barata, y la corbata con el nudo flojo. Lucía una barba de tres días que circundaba con un hormigueo discontinuo y canoso su amplio mostacho.
—Tienes a todo el mundo muy preocupado.
—¿Cómo me ha encontrado?
Alcázar buscó acomodo a su lado y se secó el cráneo afeitado con un pañuelo. Un ronchón de humedad asomaba bajo las axilas. Guardó el pañuelo y cruzó los dedos, apoyando los codos en las rodillas.
—Tu portero no es muy discreto que digamos. Eres un tipo previsible, Gonzalo; espero que Atxaga no se haya dado cuenta o se lo pondrás muy fácil.
—No necesito una niñera.
—Eso ya me lo dijiste en el hospital. Y creo que quedó claro. Sólo hago mi trabajo.
—Buscar a Atxaga y protegerme a mí, y a mi familia —salmodió Gonzalo.
—Eso es.
—¿Y qué más?
—¿A qué te refieres?
—¿Qué más hace para mi suegro? ¿Por qué usted y no cualquier otro?
Alcázar había estudiado a Gonzalo desde el principio. Habían pasado treinta y cinco años, y Gonzalo era entonces un chiquillo de cinco, callado, introvertido y demasiado serio para su edad. Sentado entre su madre y su hermana mayor en el banco de la comisaria daba la impresión de querer borrarse. Al verlo en el hospital se dio cuenta de que seguía siendo esa clase de persona que prefiere ser invisible. Lo opuesto a Laura. Resultaba increíble que fueran hijos del mismo padre y la misma madre.
—Las casualidades sólo son una apariencia en la que se escudan los que no necesitan saber más. Podrías conformarte con eso, tú también. Puede que vivieras más tranquilo.
—Es un poco tarde ya para eso.
Alcázar se mesó el mostacho, concentrándose en el crepúsculo violáceo que iba tiñendo el mar. Imaginó lo que estaría pensando en aquel momento de él Cecilia; si su esposa le esperaba en el cielo, iba a tener que usar todas sus dotes de persuasión para convencer a san Pedro, su santo preferido, de que lo dejaran entrar.
—Supongo que tienes razón. Siempre llega un momento en el que ya no se puede retroceder.
Cuando le diagnosticaron el cáncer a Cecilia ella se tomó la enfermedad sin esperanza pero sin amargura, con un tranquilo fatalismo alimentado por su fe. Su esposa se volcó como nunca en la religión, iba a misa dos o tres veces por semana, rodeándose de versículos de la Biblia, de rezos y de comuniones. Alcázar fingió aquel tiempo contagiarse de su devoción, interpretando su papel con resignación sólo para verla contenta. La acompañaba a los oficios en la iglesia del Pi, la esperaba pacientemente mientras ella se confesaba y luego, al volver a casa, no tenía inconveniente en sentarse a su lado para leerle las cartas de san Pablo a los corintios. Sentía predilección por aquella que hablaba del poder del amor, y mientras le recitaba «el amor todo lo puede, el amor no se espanta…», ella le apretaba la mano y él tenía que esconder su congoja y la rabia contra ese Dios que, a medida que avanzaba la enfermedad, ocupaba más presencia inútil en sus vidas, un Dios al que Cecilia se entregaba pero que no escuchaba sus ruegos. Cuando más lo odiaba era cuando ella se retorcía de dolor en la cama, e incapaz de levantarse ya las últimas semanas de agonía, lo invocaba entre gritos y llantos, y Él permanecía en silencio.
Hubo días en los que Cecilia se empeñó en continuar un régimen de vida que aparentaba normalidad, como si no advirtiese que día tras día la enfermedad germinaba en sus entrañas pudriéndola por dentro; aún se amaron alguna vez y el sexo adquirió una suerte de placidez, de lentitud tierna alejada de lo melodramático y del exceso de otros tiempos. Antes de morir, Cecilia le dijo que la muerte se le presentaba por las noches sin dramas, sin tensiones ni violencia. Esa visión la ayudaba a esperar con sosiego. Le pidió que rezara por ella, que no abandonase a Dios, y él se lo prometió.
Y poco después apareció Laura, como salida de otro tiempo que ya había dejado atrás. Alcázar había retomado su rutina en el trabajo sin mencionar la muerte de su esposa, pero pensaba en ella a todas horas y aquel pensamiento era un tormento continuo. Cumplía sus obligaciones con una frialdad distante; para él los seres humanos y sus problemas se habían transformado en un trasunto de su propio dolor y de su pérdida. Se volvió cínico y descreído, taciturno y cruel. Acudía por las noches a la misma iglesia y se sentaba en el último banco, alumbrado por las débiles llamitas de las velas votivas, donde porfiaba durante horas con Dios, escudriñando el rostro del Cristo que pendía sobre el altar, símbolo de una eternidad inmóvil que le angustiaba, alusión de su desdicha, de su propia muerte y de su soledad. Miraba aquel crucifijo y tenía la certeza de que estaban condenados a permanecer el uno frente al otro en silencio para siempre.
La víspera de Nochebuena, un coro de monaguillos acompañados a la guitarra por un joven seminarista ensayaba villancicos en el altar de la iglesia del Pi. Una mujer joven vino a sentarse al lado del inspector y le sacó de sus cavilaciones. Era ella, Laura. Tenía dibujada una sonrisa nerviosa en los labios cuando le dijo quién era. Alcázar se puso rígido y se quedó muy quieto, conteniendo la respiración tanto que Laura llegó a asustarse. Salieron de la iglesia y estuvieron tomando un café en la plaza de los pintores. Había bullicio de luces, gente que cargaba abetos y pesebres comprados en la feria de Santa Lucía, frente a la catedral, una alegría invernal de la que ellos eran ajenos. Hablaron, y mucho, de lo que ocurrió aquel verano de 1967. Y lo primero que les sorprendió, y les hizo reír, pese a la gravedad del asunto que trataban, fue la visión tan dispar que ambos tenían de los mismos sucesos.
Laura había conservado el recuerdo de una niña asustada que se presentó en comisaría, acompañada de su madre y de su hermano pequeño, para decir que su padre no había regresado a casa después de la verbena. Ella tenía grabada la impresión del peluquín torcido de Alcázar, la gota de sudor que le partía en dos la frente y su nariz, que entonces (ahora podía corroborar su error) le pareció enorme. También recordaba, dijo, lo que hablaron a solas en el despacho del inspector, las mangas de la camisa remangadas y su pierna apoyada en la esquina de la mesa de madera, meciendo el pie con impaciencia.
—Tenías un cordón desabrochado y me entraron ganas de inclinarme y abrochártelo, pero estaba tan asustada que no me atreví a moverme.
Recordaba, siguió enumerando, que el inspector le ofreció un vaso de agua, y que ella hubiese preferido coger uno de los pitillos que él fumaba sin parar. También dijo que se acordaba de cómo, moviendo aquel enorme mostacho (que entonces era rubio y ahora casi blanco), el inspector inclinó hacia ella su cara tanto que casi le rozó la nariz con la suya, como los esquimales, y le dijo, muy bajito: «No te creo, me estás mintiendo. Y ahora me vas a decir la verdad». Y cómo ella se azoró y se asustó tanto que se clavó las uñas en la palma de la mano hasta hacerse daño. Nunca supo cuánto tiempo estuvieron encerrados en aquel despacho, cuántas veces ella repitió la misma historia: su padre se había enfadado en uno de sus habituales ataques de rabia, había roto los muebles del cobertizo porque ella no había logrado recordar un viejo poema, había bebido y la había golpeado (ella le mostró a Alcázar los moratones y los arañazos en el brazo, la rodilla y el cuello, no demasiado exagerados, pero visibles) y luego, como hacía cada vez que eso ocurría, la había abrazado, besado y pedido perdón.
Entonces había escuchado el motor del viejo Renault desaparecer por el sendero que iba al lago, y horas después lo habían encontrado con las puertas abiertas, y vacío, junto a la orilla. En el salpicadero había una nota de su puño y letra despidiéndose de manera lacónica: «Necesito escapar de aquí. Perdonadme». ¿Cuántas veces repitió lo mismo? Una docena, puede que más. En su memoria, aquello duró horas, ella repitiendo la letanía y el inspector moviendo su zapato en el aire, leyendo aquella nota y meneando la cabeza cada vez que le decía: «No te creo». Hasta que por fin le contó la verdad, y le habló de Anna Ajmátova, aquella mujer rusa que había llegado a principios de verano para alquilar una casa contigua a la suya y que tenía una hija un poco más pequeña que su hermano Gonzalo.
—En realidad, fueron menos de quince minutos —le rectificó Alcázar. Como en 1967, seguía fumando Ducados y esta vez invitó a fumar a Laura, sonriendo con cansancio.
Ése fue, más o menos, el tiempo que ella tardó en contarle lo que había ocurrido realmente. Tenía ganas de hacerlo, de quitárselo de encima. Era una carga demasiado pesada para una niña. No necesitó asustarla, ni ser brutal. Sólo tuvo que empujarla un poco y esperar. Cuando ella dejó de convulsionarse por el llanto, la hizo volver al pasillo con su madre y con su hermano ordenándole que no dijese nada. Alcázar recordó cómo todas sus fibras se activaron al tiempo en un baile eléctrico de emoción y dudas. Era un joven inspector que hasta aquella noche no había tenido ningún caso importante del que ocuparse, medrando a la sombra de su padre, el inspector jefe de la BRIPO en Barcelona.
La desaparición de Elías Gil le venía grande a todas luces. De modo que hizo lo único que podía hacer, llamar a su padre, intuyendo el caso más importante de su carrera; necesitaba que su padre le dijera cómo debía proceder. Y entonces su padre tomó aquella decisión que cambiaría todas sus vidas para siempre. Una decisión que sólo competía a Alcázar, a Laura, a Anna Ajmátova y al propio Elías Gil.
Durante unos minutos, largos y lentos, el ex inspector jefe Alcázar permaneció con la mirada perdida en el oleaje que se estrellaba mansamente contra la escollera. El tiempo se convertía en su cabeza en una línea de acontecimientos que, a diferencia de lo que le ocurría a la mayoría de los mortales, no era recta ni sucesiva, sino curva y simultánea, un círculo que se retroalimentaba continuamente, transformando el pasado en presente y viceversa. ¿Qué era ahora? Un viejo que miraba con nostalgia cómo anochecía junto al mar, frente a un joven que creía conocer toda la verdad, como también él lo creyó una vez.
—He hecho muchas cosas en mi vida de las que no me siento muy orgulloso. Pero jamás he matado a nadie, te lo aseguro. Tu hermana Laura lo sabía.
Al volver a pensar en Laura, Alcázar veía a una mujer llena de vigor y decidida. Eran los meses previos a la Exposición Universal de Sevilla y a las Olimpiadas de Barcelona: España bullía efervescente; el dinero corría como un río inagotable; filibusteros, especuladores y mercenarios de todas partes desembarcaban dispuestos a obtener su tajada en forma de contratas públicas, construcciones de pabellones y sedes, servicios en el transporte… El país iba a dar un salto sin red bajo la atenta mirada de medio mundo, y precisamente en aquel inoportuno momento habían saltado a la luz algunos casos de prostitución y explotación infantil que dañaban esa imagen de pujanza y que los políticos deseaban enterrar definitivamente. Ordenaron a Alcázar crear una brigada especial contra el tráfico de menores y su explotación sexual, pero lo hicieron con esa imbecilidad frívola de quien desconoce la realidad, suponiendo que ésta podía doblegarse con un simple gesto displicente, sin dotarlo de verdaderos medios y sin un respaldo honesto de parte de las instituciones implicadas.
Pero Laura insistió en acompañarle, estaba cargada de buenas intenciones pero no era ingenua, conocía el mundo, había viajado y había estado desde hacía tiempo en contacto con asociaciones que combatían la lacra de la explotación infantil. Además, había algo más importante, algo que no se le escapó a Alcázar. Desde el principio, aquel afán suyo fue personal, tenía que ver con sus propios fantasmas; tenía que exorcizarlos, echarlos fuera de sí. ¿Fue por ese entusiasmo que la aceptó? Tal vez pensó que necesitaba a alguien con su empuje, alguien que pudiera convencerle de que lo que hacía, por poco que fuera, significaba más que nada, y que no podía dejar de hacerlo pese a esa sensación de inutilidad. Pero la verdadera razón, de la que nunca más volvieron a hablar tras aquel primer encuentro, fue que Alcázar sintió que se lo debía. Tenía una deuda con ella, los dos lo sabían, y él se dispuso a saldarla.
Diez años después, los dos habían cambiado en sentido opuesto. Había demasiadas cosas en juego (en esencia, una sola: dinero) y Alcázar no tardó en comprobar lo que ya sospechaba. Desde el primer momento, cuando se propuso destapar la liebre y metió el dedo en el ojo a personas que no querían ser molestadas, se sintió aislado. Sus jefes querían titulares efectistas, no escándalos. Así conoció a Agustín González (le parecía increíble llevar tantos años tratando con el viejo), un abogado que había sabido leer los tiempos que corrían y auparse en la cresta de la ola defendiendo a quien tuviera dinero para pagar sus desorbitadas minutas. El viejo fue listo, comprendió que Alcázar nunca pensó que podría derrotar a sus representados, y que la mierda tenía que seguir fluyendo; bastaba con disimular el hedor. Y no le costó convencerle de que él podría beneficiarse también de la coyuntura si sabía lo que le convenía.
Así se volvió corrupto, sin voluntad y sin oposición. Aceptando lo que le parecía inevitable. Detenía a quien podía detener, aceptaba las condecoraciones y las felicitaciones cuando cerraba un prostíbulo o desmontaba una red de tráfico de menores y, por otro lado, aceptaba también, con algo menos de náusea, las dádivas de Agustín a cambio de información privilegiada que afectaba a sus representados. Se codeaba sin disimulo con gente poderosa que tenía a bien invitarle a pasar un fin de semana en una montería cacereña o en un velero en Ibiza, rusos, azerbaiyanos y georgianos que empezaban a extender sus tentáculos sobre la costa española, desbancando a las tradicionales mafias italianas, francesas y británicas.
Fue así como conoció a Zinóviev, aquel jovenzuelo atlético y arrogante, medio loco y pederasta que llevaba el negocio de los menores. Hasta entonces, Alcázar nunca había oído hablar de la Matrioshka. Fue Laura la que le puso ese curioso nombre al complejo árbol de ramificaciones que colgaba en su despacho, en uno de cuyos vértices figuraba destacado el sicario Zinóviev. No sabían si la Matrioshka era una leyenda, una persona física que dirigía aquel complejo entramado o si era un consorcio, una idea abstracta que servía de paraguas a Zinóviev y los demás. Cuando Alcázar le preguntó directamente a Zinóviev, éste le respondió con una carcajada cruel.
—Usted preocúpese de que esa putilla suya no nos toque demasiado los cojones.
Alcázar trató de ayudarla, Dios y Cecilia sabían que lo había intentado con todas sus fuerzas. Cuando iba demasiado lejos procuraba convencerla de que se ocupara de su familia, que sopesara los riesgos, y si eso no bastaba, entonces tenía que encargarse personalmente de hacer fracasar sus redadas, conducir sus investigaciones a un punto ciego, o suplicar a Zinóviev que hablara con sus jefes para darle algunas migajas que calmaran la sed de Laura. Sin que ella lo sospechase siquiera, Alcázar le había salvado la vida en más de una ocasión. Pero fue demasiado lejos. Había conseguido un confidente, alguien de dentro de la organización.
A pesar de los esfuerzos de Alcázar, no consintió en darle su nombre. Su fuente aseguraba que había policías y otras autoridades a sueldo de la Matrioshka. Ingenuamente, ella pensaba que al no decirle más lo mantenía a salvo. Consiguió el apoyo de un fiscal joven y de un juez de la vieja guardia, alguien que detestaba por encima de todo a los corruptos. Laura empezó a obtener órdenes de registro, llegaron las detenciones, las grandes redadas, y Alcázar no sabía cómo parar aquella fuga. Empezó a comprender que el objetivo de Laura era Zinóviev, pero supo que no se iba a detener ahí. Uno por uno, iba a tachar todos los nombres que aparecían en su árbol de la oficina. ¿Y luego?… Luego llegaría hasta él.
Estaba frenética, como el cazador que huele de cerca la presa, que la sabe al alcance, renqueando. ¿Empezó a sospechar de él en los últimos tiempos? Tal vez. Por supuesto, ella ya conocía a Agustín González, y no porque fuera el suegro de su hermano (y aquello sí podría considerarse una fatal casualidad), sino porque desde que Laura ingresó en la brigada sus enfrentamientos en los juzgados fueron épicos. Una y otra vez, el bufete de Agustín González desmontaba sus investigaciones, encontraba defectos de forma, poca consistencia en las pruebas, y los detenidos de Laura salían en libertad. Lo odiaba profundamente. Agustín lo sabía, y también que no podría comprarla, de modo que cuando se puso en marcha el proyecto de ACASA, sugirió que Alcázar la tantease. Fue un terrible error. Desde ese momento, Laura empezó a distanciarse de él, como si fuera un apestado. Nunca lo acusó de nada, pero se negaba a pasarle información. Alcázar supo, poco antes de que todo se precipitara, que Laura había empezado a investigarle. Era cuestión de tiempo.
Y entonces ocurrió aquella tragedia. Zinóviev decidió actuar por su cuenta, secuestró al hijo de Laura, Roberto. Alcázar lo recordaba bien, era un niño vivaz, peculiar en su fisonomía, con los ojos pequeños, afilados como pequeños cortes en su cara redonda, un poco revoltoso y que adoraba a su madre. Alcázar no lo supo hasta que fue demasiado tarde. Fue Laura la que se lo dijo, le enseñó aquella carta zafia, un anónimo escrito a mano que la advertía de que dejase de tocar los cojones. Estaba aterrada, fuera de sí, como si de repente fuera consciente de la enormidad que había cometido, como si hasta ese momento no hubiera tenido noción de con quién se estaba metiendo. El niño debería haber vuelto a casa a los dos días. Zinóviev le juró que ésas eran las instrucciones que había recibido de la Matrioshka, y por primera vez, Alcázar le amenazó: si le ocurría algo al chiquillo y no lo devolvía inmediatamente, se las pagaría todas juntas. Zinóviev lo calmó, le dijo que no tenía que alterarse. Sólo era un aviso, y la subinspectora lo entendería. ¿Por qué lo mataron, entonces? ¿Fue un error, una equivocación? Un disparo a bocajarro no es ningún error. Quizá les vio la cara, quizá Zinóviev se sintió amenazado y decidió por su cuenta y riesgo desembarazarse de las pruebas.
Después de aquello, Laura se murió en vida. En el departamento le dieron la baja y la obligaron a someterse a un tratamiento psiquiátrico, pero ya no escuchaba a nadie, ni siquiera a su marido, aquel arquitecto de familia rica. Incluso antes de que muriera su hijo el matrimonio ya no marchaba bien. Uno no puede estar viendo todos los días el horror sin que tarde o temprano le manche. Laura necesitaba desde hacía años somníferos para dormir, y aun así, apenas descansaba. Después llegaron las anfetaminas, el alcohol. Alcázar lo había visto en otros, incluso había experimentado en carne propia cómo el mal se adueña de la mirada y lo deshace todo como la arcilla.
Unos meses después su esposo se marchó de casa, y Laura se dejó arrastrar ya sin freno hacia una vorágine destructiva. Tomaba demasiada cocaína, demasiados ansiolíticos, demasiado alcohol. Se presentaba en casa de Alcázar completamente borracha o drogada a horas intempestivas, lloraba hasta quedarse reventada en el sofá, y cuando el inspector despertaba ella ya se había marchado otra vez. Empezó a salir con tipos extraños, con cualquiera que quisiera hacerle compañía. Apenas comía, no dormía. Hasta que una noche provocó un grave altercado en un pub: estaba muy colocada y los porteros no quisieron dejarla pasar. Laura sacó el arma reglamentaria, se le escapó un disparo y no mató a nadie de milagro.
Salió huyendo y la encontraron a la mañana siguiente en su coche, sangrando por todas partes. Se había lacerado la carne, balbuceaba en estado de shock y hubo que ingresarla en la unidad psiquiátrica del Valle de Hebrón. Cuando le dieron el alta la estaban esperando los de asuntos internos, le retiraron el arma y le comunicaron que iban a abrirse cargos contra ella por el asunto del bar. Después de todo lo que había pasado, iban a expulsarla de la policía. La muerte de Zinóviev fue su epitafio.
Que se suicidara no fue más que un final melodramático, impropio en cierto sentido de Laura.
¿Impropio? Alcázar negó con la cabeza, observando a Gonzalo. El abogado se sujetaba la cabeza como si fuera a caérsele de los hombros. Le habían salido unos anillos violáceos en torno a los ojos y tenía un temblor nervioso, involuntario, en los labios. Inspiraba lástima, era más que evidente que todo aquello estaba poniendo a prueba su capacidad y que estaba a punto de desmoronarse. Y sin embargo, al suicidarse, Laura lo había metido de lleno en todo aquello, obligándole a terminar lo que ella no había podido concluir. Y a juzgar por los quebraderos de cabeza que aquel abogado le estaba trayendo, no le faltaba razón. Si alguien conocía a Gonzalo Gil era su hermana, no cabía duda.
Nunca se iba a terminar aquello, pensó. Elías, Laura, y ahora Gonzalo. Mientras siguiera con vida uno de los Gil, el pasado seguiría buscándole para morderle por las noches.
—Tienes que apartarte de todo esto, Gonzalo. Ahora.
—El viejo le ha mandado para que me presione. ¿Es eso?
Alcázar se rascó el mostacho, pensativo, y siguió hablando, como si no lo hubiera escuchado.
—El viejo tiene razón. Nunca podrás con ellos, sólo conseguirás destruirte, destruir a tu familia, como hicieron con tu hermana. Ésta no es tu guerra, nunca la ha sido. Tú eres un buen padre de familia, un abogado discreto pero honesto. Quédate con eso, consérvalo porque es muy valioso. Quédate, si quieres, con la idea de que tu padre fue un mártir y que los cabrones como yo lo matamos. Llévale flores a tu madre, escribe un libro… Pero apártate de todo esto. El viejo te pagará una buena suma por la finca, véndela. Fusiona tu bufete con el suyo, mira cómo crecen tus hijos y envejece con tu esposa, sin tener que preocuparte por el dinero o mirar atrás cada día. Sigue con tu vida, y no te sientas obligado por el recuerdo de tu hermana. Después de todo, apenas la conocías ya. Ni fue culpa tuya ni te toca a ti cerrar esta historia.
—¿Y si no lo hago? ¿Si nunca quise hacerlo, ser un padre de familia, un abogado modesto pero honrado? ¿Si decido ser fiel a mi hermana y llegar hasta el final?
—Ya te lo he dicho, te destrozarán la vida.
—No me importa —respondió Gonzalo, demasiado irreflexivamente.
Alcázar se palmeó una rodilla y se puso en pie. Casi era de noche. Los pescadores de la escollera habían encendido sus linternas y el mar se había oscurecido por completo. El exinspector sintió dolor en los riñones. Llevaba demasiado tiempo encorvado. Sacó del bolsillo una fotografía y se la puso a Gonzalo en la mano. Hubiera preferido no tener que hacerlo, pero esperaba que con eso fuera suficiente para convencerlo.
Era una imagen de Patricia, su hija pequeña.
—¿Qué significa esto?
—Sólo el principio, Gonzalo. Sólo el principio.