Moscú, finales de marzo de 1934
No podía decirse que aquellas cuartillas de color amarillo fueran, propiamente, un diario. Esperanza las escribía más bien como cartas dirigidas a alguien hipotético en quien no había pensado de manera concreta cuando empezó a describir y contar las cosas que le sucedían, años atrás. A veces se le ocurría que se las dirigía a ella misma, a esa otra que a menudo «notaba» debajo de la piel, como una hermana gemela, retraída y muy distinta a ella en el fondo, con la que no podía comunicarse excepto desde aquellas cartas. A veces eran simples apuntes de las cosas cotidianas, otras eran reflexiones que parecían dictadas por esa otra, y a menudo esas misivas estaban repletas de dudas y de interrogantes sin resolver.
Pero en las últimas semanas el tono había variado, como el imaginario destinatario de su correspondencia. Ahora sabía a quién le escribía y era consciente de ser ella, y sólo ella, la dueña de sus palabras.
Me alegra ver que poco a poco vas recuperando las ganas de comer, de beber, y aun de reír. Lástima que todo avance parezca retroceder cuando acaricias ese medallón, aunque te entiendo. Ella era muy guapa y tú la querías. No sé cómo es esa clase de amor, sólo lo he leído, pero lo adivino en tu ojo sano, y me parece que incluso podría encontrarlo si me metiera por la cavidad del ojo vacío y bajase hasta tu corazón. Qué locuras se me ocurren, pensarías que estoy loca si leyeras estas cosas. ¿Te asustarías? No lo creo. Me sonreirías de ese modo lejano, y me apartarías suavemente, como haces cuando me descubres observándote mientras duermes, mientras comes, o cuando te quedas pensativo mirando la nieve desde la ventana.
Sí, te reirías si te dijese que estoy celosa de Irina, de esa mujer tan guapa que te ha robado la alegría. ¿Sabías que no le digo a Velichko todo lo que dices? No traduzco tus insultos violentos, ni esa rabia que acumulas contra los que te mandaron al gulag. Soy prudente por ti porque tú no puedes serlo. Y tampoco le hablo de tus sentimientos hacia esa mujer y su hija, esas cosas tan bonitas que te salen de dentro como si las hubiera escrito algún poeta para ti. Y no lo hago porque me atraganto de envidia, y de pena, y es todo tan confuso que por las noches paso horas llorando y no sé cuál es la raíz de mi llanto. ¿Eso es amor? Yo no lo sé, nunca me enamoré, aunque a mi edad muchas ya son madres. Pero sí sé una cosa, con absoluta certeza: yo borraré el recuerdo de Irina. Ella está muerta y yo estoy viva, y te traeré de vuelta a la orilla.
Caterina leía cada noche aquellas cartas que unas veces la hacían reír y otras la sumían en un estado de amodorramiento triste, de imposibilidad. Día tras día, mientras acudía a la academia a cuidar de Elías, sentía que ese sentimiento crecía, se hacía real en su cabeza y en su corazón. Amaba a aquel joven, y ese sentimiento no cabía en palabras que sólo los novelistas o los poetas sabían decir. Pero lo reconocía en su aliento al sentirlo cerca, en el roce de una mano que ella hacía que pareciera casual, en los sueños que tenía al pensar en él por las noches. No había dudas, se habían disipado. Y él tenía que saberlo, de una manera rotunda.
Elías podía dar cada mañana un corto paseo hasta un antiguo muelle de carga al aire libre. No le estaba permitido alejarse más allá del muro ruinoso, vigilado a cierta distancia por Srólov. No podía decirse que se hubieran hecho amigos en aquellas semanas, pero el ayudante de Velichko demostraba ser un guardián paciente y discreto, además de eficaz. Gracias a sus cuidados y a los de la joven muchacha que acudía todas las mañanas, su salud estaba mejorando rápidamente. Disponía de ropa limpia, cigarrillos, algo de vodka y comida caliente. Por ahora le habían prohibido papel y lápiz, y otra lectura que no fuera la prensa oficial.
La muchacha caminaba detrás de él, y se entretenía pisando en las huellas que Elías dejaba en la nieve. Su pie bailaba en las pisadas del joven y eso parecía hacerle gracia. Saltaba de la una a la otra entre risitas. En realidad, pese a su apariencia, casi todo el tiempo ocupada en graves tribulaciones, no era más que una niña que sólo quería seguir siéndolo un poco más. Elías había averiguado que tenía dieciséis años, era huérfana, hija única de un piloto de pruebas de la Osoaviajim que había estrellado un prototipo en el Volga y de una empleada de la fábrica de tractores de Cheliábinsk que poco después de la muerte de su marido se había colgado de una grúa. Se llamaba Caterina. Chapurreaba un poco de español porque su padre había sido durante unos meses instructor de vuelo de unos pilotos españoles enviados por la República para familiarizarse con los prototipos de caza rusos. Los españoles le caían bien, decía: eran alegres, un poco pendencieros y arriesgados. No se tomaban muy en serio nada, ni siquiera su vida. En el curso de vuelo habían muerto dos de ellos al hacer maniobras demasiado arriesgadas. Con el cambio de Gobierno en España, habían hecho regresar inmediatamente a los estudiantes, pero antes de marcharse le habían dejado de regalo la cazadora de piel con cuello de borrego que llevaba puesta aquella mañana, y un nombre nuevo: Esperanza.
—¿Por qué Esperanza?
Ella se encogió de hombros frunciendo la nariz pecosa con aire pícaro.
—Dijeron que volverían un día, y que para entonces ya tendría edad para casarme con uno de ellos. Yo era su esperanza.
—¿Alguno en particular?
—No; cualquiera. Me gustaría ir a España.
—Esperanza, entonces.
Ella le sonrió. Volvió la cabeza hacia atrás y estuvo mirando un rato el abrigo gris de Srólov, que se movía de un lado a otro como un perro encadenado sin perderlos de vista.
—Todavía no han decidido qué es lo que van a hacer contigo, ¿verdad?
Elías le dio una larga calada al pitillo que estaba fumando y alzó la cabeza por encima del muro que rodeaba la explanada. Por primera vez en los últimos tres días había dejado de nevar pero no se veía el sol por ninguna parte. Al otro lado del muro estaban las fachadas de ladrillo de otras naves industriales y de tanto en tanto la sirena de una gabarra atravesaba el aire.
—Supongo que no.
Hacía tres días que Velichko había terminado su declaración. La habían repasado juntos una docena de veces, la habían corregido, incluyendo el mayor número posible de datos, nombres de otros deportados, de los oficiales y de los guardias que recordaba. Además, el instructor había hecho gestiones con la embajada española para certificar su pertenencia al Partido Comunista Español y los antecedentes familiares. Por fin, cuando toda la documentación estuvo lista, incluido su registro en la casa de Gobierno y la falsa declaración de culpabilidad que había firmado en los calabozos antes de ser deportado, Velichko se marchó con una lacónica frase:
—Ahora veremos qué peso tiene la verdad.
A Elías había dejado de preocuparle el futuro. Pensó que aquella espera le destrozaría los nervios, pero lo único que sentía era una fría calma, algo que ya había empezado a experimentar durante los meses en la estepa, incluso antes, en Názino, desde el momento de la triste agonía de Claude. Esa calma no era resignación y tampoco cabía confundirla con la frialdad cruel y asesina de Ígor Stern. Tenía más que ver con un agujero dentro, como un disparo que sangraba en el interior de su alma y que se hacía más y más grande, un silencio oscuro, profundo, sólido. Las partes de Elías que podían sufrir, temer o incluso sentir amor estaban cercenadas, colgaban de ese silencio como miembros descoyuntados que ya no tenían ninguna utilidad. Ya no cabía la amargura ni el reproche. Comprendía que la inmensidad de lo que le había ocurrido a él le había sucedido antes a otros miles, no aquí, en la Unión Soviética, sino en cualquier rincón del mundo donde hubiese seres humanos. Y después les pasaría a otros miles, a millones quizá. Morirían sin razón, o por razones absurdas, la gente se aferraría a las banderas, a los himnos, a las trincheras. Matarían, morderían, destrozarían cuanto se interpusiera entre ellos y la vida. Y eso no era ni bueno ni malo.
Miró de reojo a Esperanza. La cazadora con el aspa le venía demasiado grande, como esa mirada que procuraba abarcarlo todo antes de tiempo. Quizá ella, los que eran como ella, inocentes aún, lograría encontrar un punto de equilibrio. Eran inteligentes aquellos aviadores españoles que la habían bautizado como Esperanza. Siempre era más fácil luchar por una cara bonita, por un corazón cálido, que por cualquier otra cosa etérea como la gloria o la patria.
Recordó con indulgencia el día en que un amigo suyo de Mieres llamado Ramón mató por error uno de los pollos de su padre. Jugaban a indios y vaqueros, su amigo siempre era el indio y él servía de comparsa. Tenía que correr de un lado a otro mientras su amigo le lanzaba unas flechas que él mismo fabricaba con junquillos y puntas de chapa aplastadas con una piedra. Una de aquellas flechas atravesó el cuello del pollo por equivocación y los dos se quedaron pasmados al ver el débil hilillo de sangre que brotaba del animal. Se miraron consternados. Ni se les había pasado por la cabeza que aquella flecha podría haberles hecho daño a ellos. Enterraron el pollo sin decir nada, y guardaron un terco y solidario silencio cuando días después su padre lo echó en falta. Ninguno de los dos cedió pese a la paliza que, estoicamente, recibieron por separado, cada uno de sus respectivos padres. Años después, Elías volvió a encontrarse a su amigo en la residencia de estudiantes de Madrid. Se había afiliado a la CEDA y eso suponía que podían matarse el uno al otro allí mismo. Pero salió a colación el asunto del pollo y la resistencia heroica de ambos para no delatar al otro.
—Pudiste decir que fui yo. Te habrías ahorrado unos buenos mamporros.
Elías asintió.
—Eras mi amigo, y eso significa que matamos los dos al pollo. Estábamos juntos. —Los dos rieron y para consternación de sus respectivos grupitos, reanudaron una vieja amistad que aún perduraba a cambio de eludir la política.
La voz de Srólov le hizo volverse sobre los talones. Esperanza contempló confundida aquel remolino de nieve sucia bajo sus tacones, como si el juego de huellas se bifurcara proponiéndole un acertijo y no supiera qué camino tomar. Junto al ayudante de Velichko había dos hombres con gruesos abrigos marrones, vestidos de civiles. No necesitaban identificarse como policías, lo llevaban escrito en la mirada. Venían a buscarle. Elías sintió un brevísimo estremecimiento. Levantó la vista y contempló un espectáculo extraordinario: una brizna de hierba, y luego otra, y otra más, giraban en el aire sobre sí mismas, elevándose hacia las alturas en un perfecto triángulo, haciendo cabriolas en el aire como si las sostuvieran hilos invisibles. Alzó una mano como si quisiera, más que atraparlas, acompañar suavemente su vuelo fuera de los muros.
—Volverás.
Elías miró a la muchacha. Se había echado el pelo hacia atrás con un movimiento tranquilo. Su mirada era impropia de una mujercita tan joven.
—O tal vez no —dijo él.
Esperanza negó con la cabeza.
—Tienes que llevarme contigo a España. He decidido que te prefiero a ti antes que a esos pilotos. Voy a casarme contigo, aunque, por supuesto, me quedaré la cazadora.
Elías hizo ademán de reírse, pero la intención se le quedó en la boca entreabierta. Ella hablaba totalmente en serio.
Uno de los policías abrió la puerta trasera del coche, una de las famosas «cornejas negras» de la OGPU, sin decir palabra. Apenas le lanzó una mirada rápida que no denotaba curiosidad alguna, hizo un gesto con la barbilla y cerró de un portazo cuando Elías se acomodó, asentando bien los pies en la alfombrilla y las manos en el asiento de tergal.
No preguntó a dónde iban. Sabía que era inútil hacerlo. El conductor tomó con rapidez una carretera que circulaba en paralelo a los embarcaderos del río. Elías reconoció algunos de los emplazamientos donde había trabajado unos meses atrás. Parecía que había pasado una década: las obras del canal continuaban a un ritmo inaudito, bajo un enjambre de miles de manos afanosas. Nada se detenía por nadie. Nada.
Aquella carretera conducía hacia la vía principal de entrada a Moscú por el oeste y desde allí se tomaba una circunvalación que enlazaba con la avenida Gorki, la plaza Roja y al Kremlin. Sin embargo, el coche tomó un ramal hacia el este. A los pocos kilómetros, tomaron otra carretera. Elías leyó en una señal direccional que se dirigían al sanatorio de Barvija, a veinte kilómetros de Moscú.
—¿Por qué me lleváis allí?
Uno de los policías le dedicó una extraña sonrisa por el retrovisor al ver su expresión de desánimo. Elías se rehízo con rapidez y sostuvo la mirada de aquel grandullón hasta obligarle a borrar aquella estúpida sonrisa de la cara.
El sanatorio estaba formado por un grupo de edificaciones que dependían directamente del hospital del Kremlin. Cada edificio era distinto, los había de ladrillos rojos con cientos de ventanas y otros de tonos grises menos expuestos, entre frondosos grupos de árboles. Una gran explanada cubierta de nieve se abría frente al bloque administrativo, donde había una gran fuente ornamental que tenía los caños secos. En líneas generales, el aire del conjunto resultaba más bien triste. Tal vez contribuía a ello el graznido de los cuervos posados en las troneras más altas. Elías no se movió hasta que los policías le abrieron la puerta. Lo encajonaron discretamente entre sus anchos hombros pero sin sujetarlo, como si fuesen una escolta más que una custodia.
El interior del edificio principal era cálido. Las paredes estaban forradas de madera y la calefacción corría bajo el suelo dejando una agradable sensación bajo la suela de los zapatos. Elías admiró asombrado el lujo del vestíbulo, comparado con la sobriedad exterior. Los altos techos, de los que colgaban gruesas lámparas que destilaban una luz limpia, creaban una impresión de ligereza que casaba bien con los suelos de mármol pulido, de un blanco absoluto. Una enorme escalera ascendía hacia las plantas superiores, pero los policías lo condujeron hasta un ascensor en el lado derecho. Subieron directamente al décimo piso, y mientras ascendían, Elías recordó que ya había hecho antes un recorrido parecido, sólo que desde los calabozos de un lugar indeterminado hasta una sala igualmente imperial, para firmar su condena a cambio de un vaso de agua.
Tal vez el final terminase siendo parecido, se dijo. Pero desde luego su actitud no iba a serlo. Ya no tenía sed.
El ascensor dio una leve sacudida y las puertas se abrieron desde fuera. Primero salió un policía, le siguió Elías y el tercero volvió a bajar sin salir del ascensor. Había un rótulo que indicaba que estaban en el área de estomatología. El policía que le acompañaba le hizo una señal, indicándole un grupo de tres personas que estaban charlando en semicírculo al final de un largo pasillo, hacia la derecha.
—Camina hacia ellos.
Sin entender de qué iba todo aquello, Elías obedeció. Notaba que el corazón le latía un poco más rápido y que la palma de las manos le sudaba, a pesar de su aparente indiferencia.
El latido se aceleró al reconocer en uno de los dos hombres al instructor Velichko. Les acompañaba una mujer de estatura media y corpulenta, de unos setenta años, que vestía un traje de chaqueta y pantalón gris bastante hombruno. El hombre que hablaba con ellos estaba de espaldas a Elías.
Velichko fue el primero en verle y le hizo un gesto con la mano para que se uniera a ellos.
—Les presento a Elías Gil.
El hombre de la chaqueta constreñida lo saludó con cierta contrariedad.
—Me has causado unos cuantos contratiempos, camarada. ¿Sabes quién soy? —dijo en un castellano limpio, con levísimo toque andaluz.
Por una vez, el único ojo de Elías se abrió con un asombro infantil que resultaba tierno y cómico al mismo tiempo. Cualquier comunista español tenía que saber necesariamente quién era José Díaz, el secretario general del PCE desde 1932. Se estrecharon la mano breve y firmemente.
Velichko se envaró, casi al borde del ataque de nervios cuando se dirigió con respeto reverente a la mujer.
—La camarada Nadezhda Krúpskaya.
La mujer le lanzó una mirada de inteligencia a través de sus gafas redondas. Tenía el pelo muy blanco y corto, y su boca había adquirido sin darse cuenta ese rictus desencantado que terminan por tener todos los que permanecen demasiado tiempo en contacto con el poder. Aquella mujer era la viuda del camarada Lenin, y pese a sus divergencias con Stalin (secreto a voces), al final de su vida era todavía una de las mujeres más importantes de la Unión Soviética.
—¿Es cierto todo lo que se afirma en ese informe?
Su voz no era suave, ni paciente. Sonaba como el ladrido de alguien que advierte que no tolerará un paso en falso ante algo tan serio. La mirada de querubín de Elías desapareció sepultado por aquella voz.
—Al menos en lo que yo me responsabilizo, lo es fielmente.
Nadezhda Krúpskaya no dejó de mirarle hasta hacerle sentir todo el peso de la historia que acumulaba en su espalda. Deportaciones, exilio, guerra, conspiraciones para alcanzar el poder, conspiraciones para no dejárselo arrebatar, a la sombra de un hombre que no siempre estuvo a su altura. Y aun así se mantuvo fiel, leal a su sueño, hasta el final.
—No somos así —murmuró lentamente.
No estaba pidiendo disculpas. Quería que Elías lo aceptase. Aquello no se lo había hecho la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, no eran los bolcheviques los que le habían enviado al gulag, no era el Partido el que le había hecho perder el ojo. No era la Revolución la que se había llevado por delante a Irina. Habían sido hombres concretos. Pero la idea debía prevalecer, mantenerse a salvo. Aquella mujer le exigía que lo entendiera.
Elías asintió. La anciana relajó los pómulos, algo que podría interpretarse como una sonrisa de la historia, pero que nunca llegaría a ser tal. Aquella expresión era lo más cerca que Elías iba a estar de una prueba de simpatía.
—El tío de Arsénievich Velichko sirvió con lealtad a mi esposo y colaboró conmigo en el plan de educación. Él me ha presentado el informe, lo he leído atentamente —no dejó traslucir el efecto devastador que le había causado—, y he llegado a una conclusión: no debe hacerse público, bajo ningún concepto.
Elías la miró con un asombro decepcionado, pero ella no se compadeció.
—Si se supiera todo esto, la primera consecuencia sería tu inmediata ejecución.
La anciana se volvió hacia José Díaz y le estrechó la mano con una afectuosidad algo más cercana.
—Tú se lo explicarás.
José Díaz achinó los ojos para reírse al tiempo que se llevaba la mano a la boca del estómago.
—Si esta úlcera no me mata, lo hará España.
La mujer le lanzó una mirada socarrona.
—O el marido celoso de alguna de las mujeres con las que te encamas.
José Díaz hizo un mohín de niño travieso y acompañó a la viuda de Lenin hasta el ascensor. Tres policías que se habían mantenido en un discreto segundo plano se ocuparon de su seguridad.
A continuación, José Díaz le hizo una seña a Elías para que se acercara.
—Necesito fumar y hace una mañana agradable. Demos un paseo por los jardines.
José Díaz era un hombre voluntarioso y apasionado, y en el fondo de sus ojos oscuros (tanto como su pelo, peinado con cierto desaire) aún podía encontrarse al chico sevillano que había empezado como panadero. Pero era capaz también de un análisis frío de la situación y tenía una capacidad organizativa fuera de lo común. La combinación de esas virtudes le había llevado al secretariado del PCE tras organizar eficientemente las huelgas contra la intentona militar del golpista Sanjurjo. Caminaba despacio, un poco inclinado hacia adelante, y Elías creyó ver en su boca una mueca de dolor al tocarse el estómago. Se detuvo frente a una escultura de bronce de Stalin en un claro entre altos abetos y le echó un vistazo pragmático.
—No es tan alto, y es un poco más grueso.
—¿Conoces a Stalin?
José Díaz dio una bocanada al pitillo sujetando la boquilla con el guante de piel negra. Lo dejó caer y lo pisó con el talón.
—Nadie conoce realmente a Stalin. Los grandes hombres se protegen en la niebla, y él lo es. —Le dio una palmadita amistosa en el hombro a la escultura y continuaron el paseo.
Al cabo de unos metros sin decir nada, José Díaz se plantó en un camino de tierra que desembocaba en un ala apartada del sanatorio, el módulo de enfermedades respiratorias. Tísicos y tuberculosos, enfermos de cáncer eran sus clientes. Todos gente adinerada o con influencias. Ningún obrero podía pagarse un tratamiento allí. El secretario del PCE observó el edificio con una tristeza indefinible, como si aquel edificio exclusivo fuese la premonición del fracaso de lo que estaban intentando construir.
—¿Tienes noticias de lo que está ocurriendo en España?
Elías negó con la cabeza.
—He estado bastante ocupado intentando mantenerme con vida.
José Díaz no era un dirigente cualquiera, pero sí era un hombre como los demás. Y no le avergonzaba serlo.
—Lo que te ha sucedido no puedo ni imaginarlo. —Le lanzó una rápida mirada al parche de su ojo vacío—. Yo no habría aguantado una semana, y sé que te ha sorprendido la respuesta de la viuda de Lenin. Digamos que el fuerte de la camarada Nadezhda no son las relaciones sociales ni la empatía… Pero está en lo cierto. No debe hacerse público el informe de Velichko.
Esperó que Elías protestase o que diese alguna muestra de desaprobación, pero el joven se limitó a apartar la cabeza y concentrarse en el acceso al edificio de infecciosos donde entraban y salían personas con batas blancas y enfermos. Aquella mirada vacía, perdida para siempre, entristeció profundamente a Díaz. Y aun así, debía hacerle comprender que lo mejor era enterrar aquel asunto.
—En España se está preparando una guerra. Nadie quiere creerlo, aunque las evidencias estén ahí, pero es inevitable que así sea. Empezó a fraguarse el mismo día en que se proclamó la República, y el mismo Alfonso XIII lo pronosticó antes de marchar al exilio: «Me voy para evitar el derramamiento de sangre española». En realidad se fue porque le echamos, pero no le faltaba parte de razón. La intentona de Sanjurjo de hace un par de años fue un calentamiento, un tanteo. Respondimos, pero ahora el Gobierno es suyo, la CEDA se apoya en la Iglesia, en los terratenientes, en los falangistas y en las mujeres de catequesis. Sólo por esa razón han consentido en el sufragio femenino. Porque los curas desde sus púlpitos alimentan el miedo ancestral, invocan a su sagrado deber de madres. Orden, Dios y patria… La vieja e incombustible España.
—Volveremos a sacarlos del poder, como ya hicimos antes.
—No es tan sencillo. Si Gil-Robles se ha guardado para sí y los suyos la cartera de ministro de la Guerra no es para democratizar el ejército. Es para colocar a sus peones en primera línea, los Mola, los Sanjurjo, los Franco. Sus generales se están preparando.
—Si lo sabéis, ¿por qué no lo evitáis antes de que sea demasiado tarde?
Un torrente de pensamientos turbios y confusos afloró en la mirada de José Díaz. Señaló un banco cubierto de nieve.
—Cada invierno nieva sobre Moscú. Las cañerías revientan, las calderas estallan y las calles se cierran. Invierno tras invierno se repite la misma situación. Cientos de partidas de obreros se dejan el alma abriendo accesos, echando sal en las aceras, reparando tuberías y tratando de acumular avituallamientos. Pero eso no evita que siga nevando. —Le mostró a Elías una mano enguantada y apretó el puño. El cuero del guante crujió—. El poder está en manos de un Gobierno reaccionario y de filofascistas. Ellos son ahora la nieve que cae sin cesar sobre nosotros, controlan todos los aparatos de represión, la prensa y el Parlamento. Han llegado legítimamente a esa situación, pero su intención es destruir el sistema que les otorgó ese poder. ¿Por qué? Porque la democracia es alternancia, y ellos no quieren compartir lo que consideran propio por derecho. ¿Crees que podemos oponer solamente el entusiasmo a ese enemigo organizado e implacable? Necesitamos reagruparnos, formar un bloque popular, ser pragmáticos con el esfuerzo, o fracasaremos. Nosotros somos ahora esos abnegados operarios que intentan controlar los daños, pero en el PCE apenas somos 15.000 afiliados. Mientras, los socialistas tienen el empeño de marchar solos, como el resto de fuerzas verdaderamente republicanas. Ninguno de nosotros, por separado, podrá vencer esa amenaza. Pero todavía no estamos preparados. Aún miramos al cielo y pensamos que se obrará el milagro y que el próximo invierno no nevará.
José Díaz exhaló una respiración larga y profunda. Como si la certeza del panorama que acababa de describir fuera realmente el escenario de algo terrible por llegar.
—Tu padre es comunista.
Elías asintió.
—Y tú lo eres. Por eso viniste aquí con nuestro apoyo. Para formarte, para adquirir conocimientos que un día te llevarían a contribuir con tu granito de arena a la construcción de un país diferente, mejor.
—Eso creía…
José Díaz le interrogó con la mirada.
—¿Eso creías? Nada ha cambiado, Elías. Si viniste a la Unión Soviética fue porque el ejemplo de tu padre en la mina te persuadió de que tenemos una responsabilidad frente a los hombres de nuestro tiempo, pero sobre todo frente a los que vendrán después de nosotros. Tu padre, como el mío, como los de miles de otros, sencillamente han decidido cambiar el mundo.
—El mundo no cambia.
—Te equivocas, muchacho. El mundo cambia continuamente, avanza sin que nada pueda pararlo, y nosotros, tú y yo, somos los engranajes minúsculos e invisibles que hacen que la rueda avance. Y si para hacerlo hemos de soportar todo lo soportable, lo hacemos. No es nuestra elección. Simplemente, no podemos hacer otra cosa sino avanzar.
Elías miró más allá del cuerpo de José Díaz. Recordó las peleas con los otros críos en la mina, la sombra de su padre levantándose cada día antes del alba; pensó en el momento en que decidió demostrarle al encargado que ya no podría seguir abusando de él, lo bien que se sintió al aplastarle la cara de un puñetazo, con la consecuencia de una paliza de parte de la policía y la expulsión de la mina. Pensó en el humo negro de las chimeneas, en los rostros fatigados y sucios de hollín, en las risas y en las canciones que se escuchaban en los pozos. La alegría era un arma contra la que los poderosos no tenían nada que hacer. Aquellas canciones de las mujeres al llevar los almuerzos a sus hombres tras una jornada de trabajo retronaban en el valle con más fuerza que una descarga de fusilería. Eso creía cuando era niño, y aún seguía creyéndolo cuando se encontraba en un cafetín de Lavapiés con su amigo Ramón, y discutían agriamente hasta el amanecer. «Lorca antes que José Antonio», proclamaba entonces con orgullo frente a la necesidad de orden que invocaba su amigo. La palabra antes que la fuerza. Ese espíritu era el que le había traído un año antes a la Unión Soviética, el mismo que había movilizado a sus jóvenes amigos Michael, Martin y Claude.
Pero ya no estaba tan seguro.
—Somos la primera gota, Elías. Anunciamos la tormenta que vendrá para llevarse todo lo viejo.
Apenas unos meses atrás, las palabras de José Díaz le habrían conmovido hasta el tuétano. Pero ahora no sentía nada, sólo el viento frío colándose entre los pliegues de su ropa prestada. Imaginaba el cuerpo de Irina atrapado en el fondo del río, que quizá permanecería allí, bajo una capa de hielo, y un día alguien encontraría en el océano, flotando como algo insólito. Esa tormenta que anunciaba con entusiasmo el secretario dejaría a los hombres y las mujeres sin padres, sin maridos, sin hijos. Todo desaparecería y con el tiempo ya no quedarían ni casas, ni calles, ni huesos. Nunca habrían existido, ni siquiera quedaría el recuerdo en el aire.
Entretanto allí estaba, se dijo, observando el rostro encarnado de un hombre que tenía sueños y pasión para llevarlos adelante.
—¿Tienes familia?
La pregunta le extrañó a José Díaz.
—Mujer y tres hijas. ¿Por qué lo preguntas?
—Ésa debe de ser una buena razón para seguir creyendo en tus palabras.
—Lo es, no hay otra mejor.
—¿De verdad crees que habrá guerra?
—Me temo que sí.
—¿Y qué pasará?
José Díaz se quedó pensativo. La acidez del estómago volvía a machacarle con fuerza.
—Lucharemos. Tal vez moriremos.
—¿Y podemos ganar?
José Díaz sonrió.
—Algún día, seguro que sí.
Elías comprendió.
—Pero no hoy. Y aun así, me pides que acepte todo lo que me ha ocurrido y que continúe como si nada hubiera sucedido.
—Así es; es exactamente lo que te pido.
Esperanza estaba sentada en un bordillo a la entrada del complejo industrial. Se entretenía dibujando formas que pretendían parecer animales pero no conseguía ni una mínima semejanza. Desde luego no iba a ganarse la vida como artista, pensó, deshaciendo los dibujos en la nieve sucia. No le importaba, a los dieciséis años poca gente sabía qué iba a ser de ella, pero no era su caso. Su único destino posible ya lo había decidido.
—¿Esa cazadora abriga de verdad?
La muchacha alzó la cabeza y miró a Elías con los ojos abiertos como los de un ciervo. Durante unas décimas de segundo, Elías Gil recordó los ojos de cuero del alce que los guardias abatieron delante de él y notó que algo se resquebrajaba por dentro. Estaba lleno de agujeros como un viejo mamparo, y a veces pensaba que nunca podría salir a flote, ya no.
Esperanza asintió y en esa mirada Elías intuyó algo distinto a su oscuridad, una promesa lejana, improbable, de que, a veces, de manera milagrosa las cosas podían salir bien, ser justas, con una justicia que no tenía que ver con las leyes y sí con la bondad. La bondad, una palabra que le habría costado pronunciar en voz alta. Y que sin embargo estaba ahí, en los ojos de Esperanza (qué cabrones aquellos pilotos con los que, si José Díaz estaba en lo cierto, lucharía pronto), en aquella mirada del alce, en la mano que le tendió Irina cuando él se dio por vencido, tumbado en los raíles de la estación camino de Siberia. La bondad existía en su padre, en los chistes cáusticos de Claude, en su manera de morir, incluso en aquel comandante que se voló la cabeza junto a un viejo que tocaba la armónica. Todo eso estaba ahí, y flotaba y se confundía con la maldad, en una lucha sin cuartel. Y él no podía quedarse contemplando esa lucha sin intervenir.
—Bueno, pues diría que es un poco excesiva para el clima mediterráneo.
—¿Qué es el Mediterráneo?
Elías tampoco lo sabía, jamás lo había visto. Y todavía no alcanzaba a entender cómo se había dejado convencer por José Díaz para aceptar un destino en la célula del Partido en Barcelona.
En realidad, el secretario no le había dejado opciones. Tras su discurso moral e ideológico se había impuesto el hombre pragmático. Con una sonrisa cáustica se lo había dejado meridianamente claro: «O aceptas el destino o te dejo a tu suerte en manos de la OGPU».
Elías había aceptado con una única y extraña condición: la muchacha que había estado cuidando de él todo aquel tiempo vendría con él.