13

Moscú, enero de 1934

Vasili Arsénievich Velichko asintió en silencio, moviendo la cabeza como si alguien pudiese verle y colgó lentamente el teléfono. Durante unos segundos se quedó con la mano sobre la horquilla del auricular, pensativo. Desde la ventana de su pequeño despacho en la nave 22, podía contemplar cada mañana las obras del gran canal que se estaba construyendo para unir los ríos Volga y Moscova. Aquel proyecto le fascinaba como ingeniero, pero sobre todo le estimulaba como miembro del Partido y como moscovita. Realmente, aquel ingenio que estaba destinado a abastecer de agua a la ciudad y dar salida a los cinco mares era una obra digna de los tiempos de los faraones. «Resulta terrible y asombroso lo que pueden hacer los hombres», pensó, mientras se disponía a escribir su artículo diario para el periódico de la Osoaviajim, En Guardia.

Le costaba concentrarse lo suficiente para estar a la altura de lo que se esperaba de él. Las preocupaciones de los últimos días no le dejaban dormir y todavía no se había acostumbrado a este nuevo puesto en Túshino. Era cierto que debía sentirse agradecido, formar parte del cuerpo de instructores de la Escuela, encargarse de la formación intelectual y política de los futuros aviadores era un cargo que a los veinte años muchos ni siquiera se hubiesen atrevido a soñar. Pero él añoraba su apartamento cerca de la fortaleza del Kremlin. Por mucho que se hubiese esforzado en decorar el despacho con sus libros y algunos cuadros traídos de su anterior destino, seguía pareciéndole que el recinto de naves del aeródromo era deprimente, sobre todo cuando el sol tardaba en salir y la niebla se estancaba en la desembocadura del río.

Si además llovía como hoy, los rieles de las vagonetas en la orilla opuesta se le antojaban sombras fantasmagóricas, el sonido de las factorías y los aserradores le taladraba el cerebro, y los pitidos de las gabarras entre la niebla le traían la imagen de las embarcaciones que surcaban el averno. En ese estado de ánimo le resultaba imposible glosar las virtudes del plan quinquenal o referirse con un mínimo de credibilidad a los méritos de los miembros del Comité Central que lo habían impulsado.

Velichko sonrió con cansancio al imaginar lo que le diría su madre si pudiera escuchar sus pensamientos. «Debes de ser el único idiota que todavía se cree lo que escribe». Tal vez lo era, se dijo con un punto de presunción. Él creía y confiaba en Stalin. Sólo le había visto una vez, en el discurso de clausura de los actos del día del Trabajador del año anterior. No le había parecido un orador brillante, desde luego, sino más bien un hombre compacto, de aspecto rudo. Y aun así, había logrado enardecer a los presentes con su sola determinación. Sin embargo, no todos estaban a su altura. Corrían muchas historias poco halagüeñas sobre miembros del Partido, purgas y luchas de poder, una guerra sucia sin cuartel donde la frontera entre los amigos y los enemigos era muy difusa. Había que andarse con mil ojos para no pisar en falso.

Intentó dejar de pensar en cosas que bordeaban directamente la insensatez. Necesitaba convencerse de las bondades de lo que estaban haciendo desde el Partido: cambiar aquel enorme país para siempre. Pero sobre su cabeza gravitaba la llamada de teléfono que acababa de recibir. No sabía qué hacer; en su interior luchaban sus convicciones y la necesidad de prudencia, la valentía de un joven idealista y la autocensura de un funcionario que aspiraba a progresar en una carrera que se auguraba brillante si no cometía locuras.

Finalmente, sabiendo que no habría marcha atrás, escribió dos palabras: Óstrov Smerti. Sintió inmediatamente la tentación de arrugar el papel, mejor aún, de quemarlo para que nadie pudiera siquiera sospechar que había escrito algo semejante. Pero lo que hizo fue guardarlo en el cajón junto a su paquete de cigarrillos, los tampones de idoneidad para los reclutas y su revólver de dotación. A continuación, se puso con parsimonia la guerrera y comprobó que las insignias de los Paracaidistas de Voroshílov y la de Tirador de 1.ª clase lucían con el lustre adecuado en la pechera. Antes de salir del despacho no olvidó guardar en el bolsillo sus lentes redondas. Su madre le decía que aquellas gafas le aniñaban la expresión. Un instructor de la Osoaviajim que aspirase a más no podía dar esa impresión. Necesitaba inspirar el temor de predador que había visto en los pasillos del Comité Central, y durante un tiempo incluso había probado a dejarse bigote, pero le faltaban canas y apostura para lucirlo con sobriedad. Todo requería su tiempo.

Había dejado de llover pero eso no era necesariamente una buena noticia. El cielo se estaba despejando con rapidez, lo cual significaba que no tardaría en caer la temperatura varios grados. Probablemente antes de anochecer empezaría a nevar y las carreteras se harían impracticables. Luego esa nieve se convertiría en una dura capa de hielo sucio que lo dejaría todo en suspenso. Velichko detestaba la quietud del paisaje cuando se quedaba petrificado, los carámbanos colgando de los voladizos, los árboles tiritando, el vaho de las respiraciones a lo lejos y el crujido del hielo bajo los zapatos o las ruedas. Se alzó el cuello del tabardo y cruzó con paso decidido la pista del aeródromo, dejando a la derecha las naves dedicadas a las diferentes disciplinas que se impartían en la Escuela.

Algunos reclutas saltaban desde una torreta de madera simulando un lanzamiento desde el aire y ensayando la posición de aterrizaje. Detrás de la valla perimetral de pruebas de los planeadores, un par de instructores enseñaba a un nutrido grupo de alumnos a desmontar un rotor. No era algo infrecuente que entre los aspirantes a mecánicos y técnicos hubiese mujeres, como tampoco lo era verlas entre los aspirantes a piloto o paracaidista. «Eso es lo que queremos, —pensó Velichko, encendiendo el enésimo pitillo de la mañana—: una sociedad más justa, más igualitaria. Para eso hicimos la revolución».

Casi pudo escuchar la risotada sin dientes de su madre: «La gente se muere de hambre por culpa del plan quinquenal, pero tú fumas cigarrillos ingleses. Menudo revolucionario». Velichko quería mucho a su madre, era una buena mujer, pero no comprendía el trabajo que él estaba haciendo, la necesidad de identificar y exterminar a los enemigos del pueblo. El cáncer tenía muchas formas, saboteadores trotskistas, terratenientes, kulaks, viejos y nuevos camaradas que saboteaban los planes del Comité alejándose de la ortodoxia en beneficio propio. Resultaba agotador, y a veces Velichko dudaba, preguntándose si la represión y el terror que se vivía en el país eran necesarios, un signo de fortaleza como había proclamado Stalin, o más bien un síntoma de debilidad; la purificación de la sociedad se estaba convirtiendo en una orgía. Pero en cualquier caso estaban cambiando la historia y serían las generaciones venideras las que habrían de juzgarles. A fin de cuentas, él era un simple instructor político.

Encima de la garita que daba acceso al complejo industrial donde se fabricaban los aeroplanos había una gruesa placa de cemento con la insignia de la Osoaviajim. La estrella roja y sobre ella una hélice y un fusil que formaban un aspa. El complejo de naves era enorme, se dividía en varias secciones de fabricación y de almacenamiento, hornos y puerto propio de carga. La actividad era febril. Se dirigió a la sección de planeadores. Allí encontró sin dificultad un callejón con muelles de carga donde grandes camiones maniobraban para descargar gruesas barras de acero. A la derecha, una escalera descendía hacia una planta inferior donde se encontraba una vieja escuela de formación y oficinas cerradas desde hacía mucho tiempo. No tuvo más que empujar levemente para que la puerta cediera.

Apenas se vislumbraba el mobiliario almacenado al fondo de un largo pasillo, pilas de mesas, sillas y armarios archivadores. Las ventanas estaban demasiado altas y eran muy estrechas, apenas unos pocos tragaluces para que pudiera verse con nitidez allí. Olía a fermento de excrementos, a orines, y entre los restos de basura y bajo los tablones tirados en el suelo de losas rotas aparecían y desaparecían con inquietante rapidez las ratas. Era absurdo y jamás lo habría reconocido en público, pero Velichko sentía pavor ante aquellos bichos desde que siendo niño se había despertado con un dolor intenso en la oreja para comprobar que una rata enorme se la estaba comiendo, literalmente.

Por ensalmo advirtió el resplandor de un hachón al fondo.

—Por aquí, instructor Velichko.

La voz familiar del subalterno Srólov lo tranquilizó. Srólov era un buen hombre, un koljosiano que guardaba en un bolsillo un librito de estampas de santos y entre sus páginas un manoseado retrato de Stalin, lo que resultaba un tanto contradictorio. Srólov era leal como pueden serlo los perros vagabundos si se les muestra un poco de cariño. Velichko no era duro con él, no lo insultaba y solía invitarle de tanto en tanto a compartir confidencias con uno de sus cigarrillos y un café de por medio. Gracias a esos detalles, aquel hombretón de avanzada edad le había llamado antes que a nadie, consciente de la gravedad del asunto que se traían entre manos.

—¿Dónde está?

El subalterno señaló con el hachón la pequeña contrapuerta de hierro que descendía a un nivel inferior.

—Me ha parecido más seguro ocultarlo en los túneles que van al sistema de desagües.

Velichko asintió. Había sido una buena idea. Bajaron unos escalones metálicos y entraron en un túnel abovedado. Costaba mantenerse erguido y continuamente debían agachar la cabeza para no golpearse con las ramificaciones de tuberías. Por encima del revestimiento de ladrillos enmohecidos el suelo temblaba. Estaban justo debajo de los muelles de carga. Aquel túnel se bifurcaba cada diez metros a izquierda y derecha formando un laberinto de galerías más pequeñas. Sin la luz del hachón y a menos que se conociera bien aquel lugar, resultaba fácil perderse. Debía de hacer años que nadie bajaba allí.

Finalmente el subalterno se detuvo en uno de esos cruces, dudó un instante y viró a la derecha.

—¿Adónde coño vamos? —le preguntó Velichko a las posaderas que iban delante de él.

—Ya casi estamos.

El estrecho pasadizo desembocaba en una especie de cueva que parecía haberse quedado a medio cavar. Las paredes y el techo apenas estaban apuntalados con troncos que no parecían muy firmes, el suelo era arcilloso y supuraba humedad. Velichko le cogió el hachón al subalterno y giró sobre sí mismo iluminando la cavidad hasta que se detuvo en un abultamiento pegado a la pared. Parecían un montón de harapos apelmazados por la suciedad. De no ser por el leve movimiento al respirar y por un repentino ataque de tos, nadie hubiese reconocido debajo de esas ropas a un ser humano.

—¿Es él? —preguntó con una mezcla de asombro y disgusto.

Srólov asintió y para corroborarlo retiró la manta raída.

Un hombre, si aquel amasijo de huesos y pellejos podía tener aún esa consideración, se recogió sobre sí mismo temblando y susurrando algo ininteligible.

—¿Qué dice?

El subalterno se encogió de hombros.

—No lo sé. Balbucea, creo que desvaría. Lo he registrado pero no lleva ninguna documentación. Sólo he encontrado esto. Ha intentado morderme cuando se lo he quitado y he tenido que golpearle.

Le tendió a Velichko un diminuto medallón cerrado. Parecía de mala calidad, sin ningún valor. Lo abrió y encontró una fotografía de una mujer joven con una niña muy pequeña. La mujer tenía el porte de aristócrata rural, ese aire que Velichko detestaba en los kulaks, los antiguos propietarios agrícolas. Arrogante y dura, esa gente costaba de vencer. Podría decirse que era guapa, los ojos grises, el pelo recio y oscuro recogido en un moño alto que dejaba desnudas sus orejas y el rostro simétrico, encajado en el cuello de blonda de la camisa. La niña era hija de su madre, de eso no cabía duda. Una miniatura de la mujer, con la misma expresión atenta y firme.

—Tal vez sea su familia.

El subalterno no parecía muy convencido.

—Probablemente lo haya robado.

Velichko le dio la vuelta al medallón. Había unas letras grabadas toscamente en la superficie con una navaja. «Irina». Contempló con extrañeza al hombre, que gimió desde la oscuridad y se movió como las ratas que tanto disgustaban al instructor. Una rata enorme, pestilente y gris. Velichko se guardó el medallón.

—¿Y cómo lo has encontrado? —le preguntó a Srólov.

El subalterno desvió la mirada hacia la salida, completamente a oscuras. De repente dudaba, como si se arrepintiera de haber llevado hasta allí a su jefe, o como si no hubiese calculado que éste querría preguntarle algo tan obvio.

—Hace años trabajé en la sección de planeadores. Sabía desde entonces que estas oficinas ya no se usan y que arriba se acumula mucha madera y muebles viejos. Nadie se preocupa de ello, así que pensé que podía ir cortando esa madera poco a poco e ir sacándola. Usted sabe que el carbón se ha puesto por las nubes y uno tiene que alimentar las estufas.

—Has estado robando material del Estado, pero eso ahora no me interesa. Ve al grano.

La frialdad de Velichko desconcertó a Srólov.

—Vi a alguien esconderse, al principio pensé que era un perro, le tiré una piedra y le oí quejarse. Entonces me di cuenta de que era una persona. Lo primero que se me ocurrió fue que se trataba de uno de esos mendigos que no tienen el pasaporte interior. Intenté atraparle pero logró escabullirse, y lo perseguí hasta aquí.

—¿Y cómo sabes que es un deportado huido?

Srólov adivinó la posibilidad de redimirse ante su jefe. Se inclinó sobre el hombre, que protestó débilmente, y rasgó los jirones que le quedaban de camisa. Le pidió a su superior que acercara el hachón. En el pecho tenía grabadas dos palabras: Óstrov Smerti.

Velichko observó con los ojos muy abiertos aquel despojo humano.

«Buscad y encontraréis», decía el Evangelio. Él había encontrado sin necesidad de buscar. Pero eso, lejos de alegrarle, le inquietaba. Si lo que suponía era cierto, si aquel hombre venía de la isla de Názino y conseguía mantenerle con vida para que hablase, el futuro de Velichko cambiaría en un sentido u otro, de manera irreversible. Desde finales de mayo del año anterior venía recabando un sinfín de testimonios parciales, comentarios sin fundamento, chismes entre la milicia de lo que había sucedido en las profundidades de Siberia occidental, cerca de la confluencia del río Obi con el Nazina. Un holocausto nauseabundo con más de cuatro mil muertos en sólo tres meses. Hasta este preciso instante no había tenido la ocasión de corroborar con pruebas sus sospechas de que lo que se decía era cierto.

—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó Srólov—. Lo reglamentario sería entregarlo a la OGPU, es un fugitivo.

Velichko hizo un gesto con la mano para que le dejara pensar. Sabía de sobra cuál era el protocolo, no necesitaba que se lo recordasen. La cuestión era si estaba dispuesto a enfrentarse al poderoso jefe de la policía política, Guénrij Yagoda, y al de la GULAG, Matvéi Berman. Ellos eran los responsables de los llamados «asentamientos especiales», un ambicioso plan de deportaciones con la finalidad de trasladar a más de dos millones de personas hacia las zonas deshabitadas de Siberia y Kazajistán. Según le habían contado ambos a Stalin, la idea era convertir más de un millón de hectáreas de terreno baldío en productivo en un período no superior a los dos años. Un plan demasiado ambicioso para cubrir las necesidades de mano de obra con simples campesinos o con enemigos del pueblo.

Primero se había recurrido a vaciar las cárceles de presos comunes, pero con eso tampoco había sido suficiente. El plan quinquenal estaba causando la hambruna en el campo y los campesinos emigraban en masa a las grandes ciudades. Para impedirlo, Yagoda y Berman habían creado los pasaportes internos. Cualquier persona que no estuviera empadronada en las ciudades no podía obtenerlo, y sin ese documento no tenían derecho a permanecer en la ciudad y podían ser deportados inmediatamente. Y así se había desatado una auténtica pesadilla. Azuzados por sus superiores, los policías hacían redadas indiscriminadas, tendían sus redes como pescadores sin mientes, arrastrando todo a su paso.

Se hablaba de errores monumentales; Velichko había podido documentar ya algunos: una anciana llamada Gúseva, de Múrom, cuyo marido era un comunista de la vieja guardia, jefe de estación durante veintitrés años, había acudido a Moscú a comprar algo de pan blanco y la policía la había detenido por no llevar encima su documentación. Había desaparecido, y pese a los reclamos de su marido, apenas había obtenido respuestas confusas y excusas de las autoridades. Otro caso que había llegado a manos del instructor era el del joven Novozhílov. Operario de una fábrica de compresores, premiado en numerosas ocasiones por su productividad, miembro del comité laboral, había sido deportado sin más. Según le había contado su esposa a Velichko, lo único que había hecho fue bajar a fumar un pitillo mientras la esperaba para ir al cine. Cuando le interceptó una pareja de guardias ni siquiera le permitieron subir a buscar la documentación… La lista era interminable, y todas aquellas horribles historias tenían el mismo final, un lugar que según le habían dicho las autoridades competentes no existía. La isla de Názino.

Quizá aquel hombre con la carne descosida de los huesos y al borde del paroxismo pudiera servirle. Si es que no había perdido el juicio por completo.

—Busca un refugio seguro donde esconderlo, y que lo vea un médico de confianza. No quiero que nadie más sepa de su existencia por ahora, al menos hasta que se recupere para hablar.

El subalterno movió su pesada cabeza como un buey.

—No estoy seguro de que sea lo correcto. Deberíamos entregarle.

Velichko alzó el hachón y lo fulminó. Sus ojos, verdes y vivaces, no permitían una sombra de duda.

—Haz lo que te digo, o serás tú quien suba a una de esas gabarras rumbo a Siberia. Robar material de la Osoaviajim es un delito muy grave.

El subalterno Srólov palideció, torció la boca pero asintió.

—Se hará como dices.

Velichko se acuclilló frente al hombre que huía de la luz del hachón, enrollado sobre sí mismo como un caracol. Olía a muerto y todo su cuerpo estaba lleno de heridas y costras donde la suciedad y la sangre seca se mezclaban. Apenas tenía carne sobre los huesos y la piel estaba llena de escamas. Daba la sensación de que si se le tocaba, los dedos se impregnarían de gelatina. Trató de verle el rostro, pero el hombre se ocultaba bajo los antebrazos.

—¿Puedes entenderme? Nadie va a hacerte daño, tranquilízate. Sólo queremos ayudarte.

Mientras le hablaba con voz suave, logró retirar el antebrazo que le tapaba la cara. Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no gritar al ver aquel rostro. Tenía la cuenca del ojo derecho vacía. Sus pómulos eran dos promontorios que tensaban la piel y que apenas sostenían unas mandíbulas a las que les faltaban la mitad de los dientes. Le habían golpeado con mucha brutalidad a juzgar por las laceraciones y los hematomas. La hinchazón de la nariz denotaba que estaba rota, quizá desde hacía mucho. El ojo izquierdo, oscuro como un botón, miraba fijamente al instructor. Su expresión era la de un animal acorralado. Movía los labios partidos sin decir nada comprensible, sólo repetía algo en un tono muy bajo, como una letanía.

Cuando Velichko fue a incorporarse, el hombre reaccionó de un modo inesperado. Bajo el montón de trapos sucios extrajo con rapidez una mano retorcida y retuvo el brazo del instructor. Velichko notó cómo se le clavaban las uñas en la guerrera y sintió una repugnancia instintiva. Srólov hizo intención de golpear al hombre pero el instructor lo detuvo. La mano pareja del hombre asomó con la palma abierta, en actitud de súplica. Velichko tardó unos segundos en comprender lo que aquella mano y aquel ojo le pedían.

—¿El medallón? ¿Quieres que te devuelva el medallón? —Sacó el medallón del bolsillo y lo puso en la mano del hombre—. De acuerdo, te lo devolveré con una condición. Dime tu nombre.

El hombre cerró los dedos como un cepo y se encogió de nuevo sobre sí mismo. Retrocediendo a la oscuridad, dijo su nombre.

—Me llamo Elías Gil Villa.

Estaba viva; tenía que estarlo, se dijo, acariciando la fotografía del medallón. Era el único consuelo que le quedaba. Porque pensar en lo contrario le parecía demasiado horrible. Sentado en una silla con las manos sobre las rodillas, Elías miraba por la ventana. Encima de la mesa había un plato de caldo con legumbres que no había probado. En cambio la jarra de vino estaba casi vacía. Parpadeó nervioso y movió el cuello desentumeciendo los músculos.

—Conozco más de los campos de internamiento que cualquiera de los que estáis aquí. Sé cómo son, cómo huelen las gabarras que trasladan a los deportados. Sé a qué sabe la nieve, cómo muerden los perros de los guardias, el sonido que hacen las culatas de vuestros fusiles cuando rompen una tibia o un codo. Sí, sé mucho de vosotros.

Al instructor Velichko le sorprendía el cambio operado en el prisionero en tan solo unas semanas. Srólov había hecho bien su trabajo, pese a sus recelos y a las ganas de quitarse aquel problema de encima por la vía más expeditiva. Había obligado al prisionero a bañarse. Sin la costra de sangre reseca y de inmundicia y con una camisa limpia de algodón, aunque usada, había recuperado una cierta apariencia humana. Era mucho más joven de lo que Velichko había imaginado. Su único ojo titilaba como la llama invertida de una vela. La barba, recortada toscamente, le nacía bajo los pómulos, pero estaba limpia, perfilando sus labios con restos de tumefacción. La nariz tenía una forma extraña, con el puente hundido hacia dentro. Nunca recuperaría su forma natural.

—¿Nuestros métodos no te parecen amables? Qué lástima, pero deberías tener en cuenta que eres un deportado. No un huésped que viene de visita al Bolshói. Te detuvieron por algo, eso está claro.

Elías apretó las manos bajo las axilas. De repente tenía frío. Un frío que vivía dentro de él, que iba y venía a oleadas. Un frío paralizante.

—¿Y qué hace un español, estudiante de ingeniería, con esa palabra grabada en el pecho? ¿Cómo has llegado hasta Názino? Y lo más importante, ¿cómo lograste escapar con vida y llegar a Moscú?

Elías lo miró de lado. Ya no tenía esa expresión de pavor de la primera vez, sino una desconfianza infinita. El hueco del ojo vacío estaba sellado con un burdo parche. No contestó. De nuevo su atención se dirigió hacia la ventana. Se balanceaba levemente en la silla y movía los labios sin pronunciar sonido alguno. Velichko hizo avanzar a la muchacha que últimamente venía por las tardes a cambiar la ropa, los vendajes y a cuidar de él. Hasta ese momento, no había abierto la boca. El instructor le ordenó repetir la pregunta en español.

—Dice que no van a hacerte daño, que tienes que colaborar con ellos. Si no lo haces, te entregarán a la OGPU.

Elías miró a la muchacha con sorpresa. Al principio esbozó una sonrisa que no llegó más que a intuirse. Debía de gustarle escuchar su propio idioma, aunque fuese de una manera tan confusa y difícil como la utilizada por la chica. Alzó el rostro hasta el instructor y luego miró de reojo a Srólov, que se mantenía al margen. Lentamente, como los engranajes de las ruedas de un tren que se pone en marcha, comenzó a hablar.

La gente que no conoce la estepa suele pensar en vastas extensiones de nieve, en un paisaje blanco y transparente donde las temperaturas caen en picado en cuanto desaparece el sol. Pero eso es en invierno. En verano, después del deshielo, la estepa es un infierno caluroso y húmedo, el sudor se pega al cuerpo de manera asfixiante y atrae a las moscas y los mosquitos de las ciénagas a miles. Es desesperante, no hay modo alguno de librarse de ellos. Te martirizan día y noche, acribillan tu cuerpo, se meten en cualquier orificio, como harían con la carroña de una vaca putrefacta, sólo que no tienen la paciencia de esperar que mueras. Te devoran en vida. Y durante cientos y cientos de kilómetros no hay nada más que ciénagas, pantanos hediondos, y montañas de matojos sin una miserable baya que llevarse a la boca.

Aparece de tanto en tanto una liebre o un pájaro que ni siquiera se inmutan ante la presencia humana. Se limitan a dar un saltito o a moverse de rama para esquivar la piedra que el hombre les lanza con torpeza, sin puntería y sin fuerza. Es una tortura ver cómo la presa se burla del cazador hambriento. El horizonte hace enloquecer, como el cielo sin nubes, la misma nada que se funde en un punto de intersección a lo lejos, sin sonidos, sin casas, sin caminos. Así debía de ser la soledad de los primeros hombres sobre la Tierra. Angustiosa. La tierra es una tumba que espera con paciencia su tributo.

Elías caminaba durante horas como un autómata, cargaba sobre los hombros o los brazos a la pequeña Anna hasta que el cuerpo se le entumecía y caía de rodillas o de bruces, arrastrando consigo a la niña. A veces permanecía en un estado delirante durante minutos que parecían horas, mirando hacia el cielo, sin que nada le importase, hasta que la pequeña Anna gimoteaba o sus dedos pequeños y sucios le tocaban la cara. Entonces recuperaba una fuerza que no sabía que aún conservaba y se ponía de nuevo en marcha. Hacia adelante, sin importar a dónde iba. Para espantar el hambre pensaba. Y su único pensamiento estaba en Irina, en el río donde la había dejado ahogarse para no verse arrastrado hacia el fondo.

Pensaba en esa escena como algo difuso, ocurrido hacía mucho, ella hundiéndose hacia el fondo turbulento, él braceando hacia la superficie con los pulmones a punto de reventar. Y los versos de su librito de poemas flotando en el agua. Una noche grabó con una piedra su nombre en el medallón. Lloró mucho tiempo contemplando aquella fotografía y el cuerpo pequeño y tembloroso de Anna. La niña estaba muy débil, apenas se movía ni balbuceaba, como si un instinto primitivo la empujara a reducir su actividad al mínimo para sobrevivir. Y a pesar de ello no lo lograrían, Elías tenía plena conciencia de ello. La niña moriría antes que él, era cuestión de horas, quizá de días. Y entonces… Entonces él podría comer.

La náusea le invadía con sólo pensarlo. Pero lo pensaba. Lo sabía. Sabía que lo haría llegado el momento. Y la niña parecía intuirlo y se apartaba de él, empeñada en seguir viviendo.

Los atardeceres ardían llenando de colores escarlata el paisaje. Y cuando por milagro soplaba una brisa que espantaba la nube de mosquitos que zumbaba a su alrededor, Elías recuperaba un poco la esperanza. Una noche logró cazar un ratón con las manos. Le aplastó la cabeza con una piedra y lo despellejó con un sílex. Lo desmembró a mordiscos y lo desmenuzó hasta hacer una pasta rosada que obligó a tragar a Anna. Bebió un poco de agua en una poza natural, desesperado por la sed y pasó los dos días siguientes cagándose encima. Ni siquiera se molestaba en detenerse, los excrementos líquidos iban quedando tras él como el rastro macilento de su agonía.

La peor noche llegó después de otras noches incontables, pues el tiempo carece de sentido cuando no hay nada que hacer excepto caminar hacia ninguna parte. Había estado lloviendo durante horas y Elías había escurrido hasta la última gota de su ropa para beber y darle de beber a la pequeña. Anna empezó a tiritar con los ojos enfebrecidos, le castañeteaban los dientes de un modo que ponía los pelos de punta, con tal virulencia que de un momento a otro iban a saltarle hechos añicos. Elías la abrazó contra su regazo y trató de insuflarle calor. A la niña se le había puesto translúcida la cara y las venas bajo la piel asomaban como una hidra que se adueñaba de su expresión. Los labios exageradamente hinchados tenían un tono morado, del mismo tono que las ojeras y las manchas que le estaban saliendo en el cuello. Aquella noche iba a morir. Elías lo presentía al poner la palma de la mano en el pecho y notar cómo la cadencia de los latidos de su corazón se hacía más y más débil.

No quería que se muriera y al mismo tiempo deseaba con todas sus fuerzas que lo hiciera. Por ella, por él. Por los dos. La besó en la frente y retiró su pelo sucio del rostro, acariciándola. Pondría la mano en su nariz y su boca. No apretaría mucho, sólo la mantendría allí hasta que ella dejara de respirar con un pequeño estertor. Todo acabaría tan pronto que no se daría ni cuenta. Luego… Quiso hacerlo, pero no pudo, no todavía. Al menos no quería ser él quien decidiera. Resolvió esperar, sin moverse del pequeño saliente que había encontrado bajo una loma. No se movería más, permanecerían allí juntos y quietos el tiempo que hiciera falta.

En algún momento se quedó dormido. Sueños horribles, distorsionados, donde la conciencia y la inconsciencia se aliaban para crear una especie de parodia donde se mezclaban hechos e invenciones, Irina y su padre, Claude, señalándole con los dedos amputados e Ígor con su ojo pinchado en un palo riéndose, el centro de detención y aquel guardia que le ofrecía un enorme vaso de agua que en realidad estaba repleta de gusanos flotando en la superficie. Y aquel poema que Irina leía con los ojos llenos de algas. En el sueño Elías mataba, moría, volvía a vivir, devoraba los huesos de Anna, los vomitaba y volvía a comerlos.

Abrió el ojo y parpadeó sobre el firmamento colmado de estrellas que cambiaban cada noche de forma. Durante unos segundos no supo si seguía soñando, hasta que oyó un gruñido animal, un murmullo ronco de dientes chasqueando en el aire. Alargó la mano derecha y palpó el espacio donde debía estar el cuerpo de Anna. Quizá ya muerta, sin calor. Pero apenas rozó el pie, moviéndose, alejándose de sus dedos. Lentamente volvió la cabeza y vio a un lobo gris, no muy grande, delgado, de aspecto enfermizo, arrastrando el cuerpo inerte de la niña con los colmillos por un brazo, retrocediendo furtivamente como un zorro en un gallinero.

Elías palpó a su alrededor sin apartar la mirada del lobo, que al verse descubierto había erizado el lomo, separando las patas delanteras y echando las orejas hacia atrás. Encontró una piedra del tamaño de una granada de mano. No podía hacer nada con eso, y aun así se puso en pie. Dispuesto a pelear por Anna. ¿Por su carroña o por su vida? No importaba. No pensaba permitir que el lobo se la llevase. Nunca había visto antes un lobo, y éste no parecía en muy buen estado, ni siquiera debía de encontrarse en su hábitat natural. Parecía tan desconcertado como él, pero una piedra contra aquellos dientes amarillos no dejaban opciones. Iba a perder, lo sabía.

Alzó las manos y gritó, como si en alguna parte hubiera oído que así podía espantarse a las fieras, pero el lobo dio un paso adelante con la piel del morro retraída, gruñendo amenazadoramente. Si hubiese sido un perro habría ladrado, pero los lobos no ladran. No avisan. Atacan. De un salto, el animal cayó sobre él, derribándole. El primer mordisco buscó su yugular pero Elías logró esquivarlo a cambio de recibir sus dientes en el antebrazo. Notaba las patas del animal y sus propias piernas enzarzadas en una danza caótica; con la mano izquierda lo golpeó en el costado empuñando la piedra pero el lobo apenas lo notó.

Entonces se escuchó un disparo, el animal brincó en el aire con un gemido lastimero y saltó por encima del cuerpo de Elías, girando en redondo hacia el lugar del que había procedido el disparo. El lobo estaba herido en alguna parte, sangraba poco, pero el río carmesí que le corría por el cuarto trasero cada vez era más abundante. Sin perder la cara, retrocedió unos metros, luego dio la vuelta y se alejó en una carrera renqueante hasta perderse en la oscuridad.

Mientras Elías se incorporaba, todavía espantado, y con el antebrazo malherido pudo ver dos siluetas a sus pies. Una de ellas sostenía en vilo el revólver con el que había disparado. La otra estaba inclinada sobre la niña.

—Está viva.

—Dale un poco de agua.

Elías reconoció las voces antes que los rostros. Eran Michael y Martin.

Michael avanzó hasta Elías y lo miró sin decir nada. Con el revólver aún empuñado. No parecía él, ninguno de ellos lo parecía. El escocés había perdido toda expresión del rostro, era como un espejismo surgido de la nada que con un chasquido de los dedos desaparecería. Guardó el revólver en el pantalón y cogió el antebrazo de Elías.

—Los dientes de ese bicho cortan como sierras. Hace una semana que andamos detrás de él y siempre se nos escapa. Al menos, sé que esta vez le he acertado. No puede andar muy lejos. Quizá hoy cenemos bien. Perros domésticos convertidos en cimarrones a la caza de un lobo. El mundo está desquiciado. —Los ojos de Michael eran como un río a punto de congelarse. Sacó un cigarrillo, milagro inaudito que hizo abrir la boca de asombro a Elías, encontró una cerilla en el bolsillo y lo encendió. Le dio una larga calada y sonrió, como haría un mago que acaba de sorprender al auditorio con un truco de magia.

—¿No vas a decir nada? Te acabamos de salvar la vida.

Elías vio a Martin junto a la niña. La acurrucaba entre los brazos y le daba de beber de una cantimplora. Agua limpia y potable que resbalaba por los labios desmayados de la chiquilla. La garganta de Elías borboteó como una cañería atascada.

—¿De dónde habéis salido? —Lo preguntó como si fueran demonios salidos del infierno.

—Del mismo sitio que tú —respondió Michael. Como si Elías lo hubiese olvidado. Buscó con la mirada la presencia de Ígor Stern y de su banda. Seguramente estaba escondido, observando divertido aquella farsa.

—No está aquí —le aclaró Michael—. No andará lejos, y debe de estar bastante cabreado. Le hemos robado la mitad de las provisiones. Yo tengo el revólver que le quité al comandante, pero sólo me quedan tres balas y ellos son al menos cinco. Eso si no se han comido a alguno ya. Cuando escapamos de la isla éramos ocho. Nos acompañaba un jovencito de Kursk, un pobre desgraciado que lo único que hizo para merecer estar aquí fue acostarse con la hija de un capitán de tanques. Él fue el primero que Ígor y sus lobos devoraron. El hambre de esa jauría es inagotable, así que cuando empezaron a mirar a Martin de manera obsesiva, decidimos que era el momento de huir por nuestra cuenta. —No había ni atisbo de humor o sarcasmo en sus palabras. Relataba los hechos sin emoción alguna—. Probablemente acabemos todos muertos, pero no así.

Elías apartó la mirada, avergonzado. Michael notó algo, miró de reojo a la niña que sostenía Martin, y comprendió, pero no hizo ningún comentario. Le pasó el pitillo a Elías y le dijo que fumara. Cada uno debía sobrevivir de la mejor manera.

Dos días después encontraron al lobo. Caminaba delante de ellos a unos doscientos metros, renqueante. Visto de lejos era como un borracho al que le costaba mantener el equilibrio. Michael lanzó un grito de júbilo, pero ninguno de los tres hombres gastó energías en correr tras la presa. Sólo había que esperar. La cuarta noche el animal se desplomó. Michael sacó un cuchillo y se lo hundió en la garganta hasta el puño.

—Dicen que la carne de perro es un poco salada, pero no está mal si se asa lo suficiente. Además, todos hemos comido a estas alturas cosas peores.

Los tres hombres rieron a carcajadas. Risas histéricas, de un humor maligno y saturado de oscuridad que hizo parpadear asustada y perpleja a la niña, que gracias a los cuidados de Martin había recuperado un soplo de vida.

No estaba mal, después de todo. Desde lo alto de la cúpula celeste alguien podía ver una raquítica hoguera en medio de la inmensidad y a un grupo de humanos en torno, como si aquel lazo de luz pudiera mantenerlos a salvo. Y a pocos kilómetros, avanzando en la oscuridad, una manada de lobos que caminaban erguidos, lobos humanos que husmeaban el aire siguiendo el rastro de carne quemada. La vida debía parecer desde la lejanía algo frágil, cambiante, una sucesión de suertes y desdichas en las que sus protagonistas no tenían capacidad de incidir. Seres caóticos, no menos errantes que las estrellas fugaces, fulgores que se encendían y se apagaban al instante siguiente, sin rastro del reguero de luz que antes había alumbrado la oscuridad.

Pero los hombres no eran estrellas. Sus corazones latían. Callaban lo que les oprimía porque las palabras eran trampas y torpezas, ocultaban sus diferencias soldadas en el silencio en tanto sus vidas estuvieran en juego. Y si las miradas que se cruzaban estaban llenas de reproches, de culpas o de acusaciones, las apartaban para concentrarlas en el hipnótico movimiento de las llamas. Y al alba se ponían de nuevo en marcha asumiendo que el destino no les pertenecía pero que, a pesar de todo, no se rendirían con facilidad. Luchar era lo único que les quedaba. Sin un porqué. Contra Dios, contra la naturaleza, contra ellos mismos. Hasta caer agotados o por inanición. Y entonces, al final, todo tendría sentido.

Habían dejado atrás los restos del lobo, sus tripas ya debían de haberse disecado hacía semanas. Martin caminaba delante, junto a Elías. Se turnaban para llevar a cuestas a la niña. Era el turno de Michael, que con sus piernas cortas y fuertes parecía un enano de las minas cargando a la chiquilla sobre los hombros, varios metros tras ellos.

—Michael le ha cogido cariño a la niña —dijo Martin. Miraba hacia otra parte, aunque a nada en concreto. Sólo procuraba evitar los ojos de Elías. Desde su encuentro, era la primera vez que hablaban a solas—. Yo creo que se ha propuesto sacarla de aquí con vida porque se siente culpable, por todas las cabronadas que ha hecho desde que nos deportaron, y antes, por haber firmado esa confesión falsa en tu contra. Salvarla a ella es una especie de redención. ¿Tú crees que eso es posible, la redención? ¿Los buenos actos borran las malas acciones?

Elías dibujó una sonrisilla irónica, como si se estuviera riendo de un chiste privado o de algo que recordaba.

—Lo que yo creo, Martin, es que todo lo que hacemos queda grabado a fuego para siempre. Da igual lo que hagamos en el futuro; lo que hemos hecho aquí nos acompañará siempre. Pero yo no soy cura; a lo mejor podemos bañarnos en agua bautismal cuando salgamos de ésta y ver la luz.

Pensaba en Claude, en su gris agonía en una sucia gabarra varada en una isla de mierda. Pensaba en que sus amigos no habían hecho nada por ayudarle. Y pensaba que todos esos pensamientos no servían para nada en aquel momento.

Y entonces se obró la epifanía. No fue una brasa ardiendo, ni el agua abriéndose bajo sus pies. El milagro llegó en forma de simple y humilde poste clavado en la tierra. Un cuervo los observaba desde sus cinco metros de altura. Alzó el vuelo y fue al siguiente, clavado a cien metros, y así seguían, uno tras otro, hasta perderse a lo lejos. Aquellos postes los habían clavado otros hombres y un día llevarían la luz eléctrica, el telégrafo o el teléfono a alguna parte donde vivían otros seres humanos.

¿Cuánto tiempo había pasado? Ninguno de ellos podía saberlo. Habían arribado a las estribaciones del mundo, arrojados como náufragos que desconocían dónde estaban. Pero estaban en alguna parte. Incluso las oleadas de mosquitos dejaron de acosarles y se retiraron zumbando en sus nubes negras cuando atravesaron aquella frontera invisible, como los primeros exploradores que llegaban para instalarse en un territorio ignoto.

Pero Ígor Stern sí la cruzó, a menos de un día de distancia.

Durante un instante, Elías dejó de hablar. Sus manos se quedaron extendidas sobre la mesa, como si esperase que alguien lo rescatase. Pero allí sólo estaba aquella muchacha que se cuidaba de él, el instructor Velichko y su ayudante Srólov. Consciente del frío, del presente, retrajo los nudillos enrojecidos. Se puso en pie y dio un par de vueltas alrededor de la habitación. Se detuvo frente a un retrato en pequeñas dimensiones de Stalin con su traje de gala, abrazando a un niño georgiano. El Padre de las repúblicas socialistas soviéticas. El gran joziain, el patrón amoroso de su pueblo.

Cerró el ojo y pensó en la última noche que vio a Anna. Apartó mentalmente los mechones de la frente de la niña, rozándole la cara. Elías le pidió que se pusiera el medallón, quería ver cómo resplandecía sobre aquel pecho que había estado tantas veces a punto de dejar de respirar. La niña inclinó la cabeza sobre su hombro y por primera vez la vio esbozar algo parecido a una sonrisa. El medallón brillaba como algo limpio y hermoso sobre su piel sucia. Parecía una princesa de las novelas que leía su padre. Una auténtica princesa rusa.

—¿Has visto a muchas princesas por aquí, acaso? —le preguntó una vez Irina cuando, después de hacer el amor, él la comparó con un personaje de las novelas de Gorki.

—Sí. Cada día te veo a ti.

—¿Con ese único ojo?

Elías se quitó el parche. No sólo se lo mostró, le cogió los dedos y le permitió tocarlo.

—Con este único ojo.

Ella dejó un instante los dedos apoyados sobre aquel oscuro amasijo de carne. Notaba el bombeo de la sangre fluyendo hacia la cavidad a pesar de la ceguera.

—A veces sueño que esto terminará —le dijo, apartando la mano.

—Eso no es malo.

—Sí que lo es.

—¿Por qué dices eso?

—Porque luego despierto, y sigo aquí.

—Pero yo te sacaré de esta pesadilla. Aparecerá un aviador de correo francés, con su biplano, y nos sacará volando.

—Si algún día ese sueño se hace realidad, llévate a mi hija. Prométemelo.

Y él se lo prometió.

Se volvió hacia Velichko con el medallón de Irina en la mano.

—Venimos de alguna parte, tenemos un pasado donde fuimos felices. Eso es lo que cuenta. Con eso podemos reconstruirnos… Es lo que Irina decía. ¿Usted lo cree?