Barcelona, septiembre de 2002
Hacía una hora que esperaba pacientemente al otro lado de la calle, fumando pitillo tras pitillo, bajo la exigua sombra del único árbol que había en toda la acera. Aquel barrio era tranquilo en agosto, la mayoría de comercios cerraban sus persianas, era relativamente sencillo encontrar aparcamiento y se respiraba un ambiente sosegado. Demasiado apacible para el gusto de Alcázar. Todo había cambiado mucho desde la última vez que había estado allí. Las calles estaban asfaltadas, y vio que el metro llegaba desde el centro. Podían encontrarse todavía jóvenes con aire desorientado en las plazas de cemento, matando su aburrimiento bajo el sol del mediodía, pero ya no eran los yonquis robacoches de su época, ahora eran inmigrantes, una mezcolanza de musulmanes, sudamericanos y africanos que delimitaban sus áreas de influencia tácitamente, sin molestarse. El Majestic había cerrado hacía mucho y cuando preguntó por el barrio dónde se habían metido las putas, algunos muchachos lo observaron como si fuera un extraterrestre.
—Hablas de la prehistoria, tío. Aquí las únicas putas que quedan son del Este y trabajan a domicilio —le dijo entre risitas un proxeneta, tendiéndole una tarjetita dorada que ponía «Club de masajes Paradise». Al menos, pensó Alcázar, los nombres seguían siendo igual de grandilocuentes y pretenciosos.
Cecilia no fue feliz hasta que lo conoció, a mediados de los setenta. Era lo que siempre decía, y no para que él se sintiera mejor. Así fue, realmente. Ella era una buena chica, siempre lo fue, demasiado buena para sobrevivir en un club de alterne tan miserable pese a ese nombre de Majestic, que sonaba a burla cuando se encendían las luces y se hacía evidente la moqueta quemada y sucia, los cortinajes baratos y las molduras de pega en los muebles y las puertas donde las putas cobraban a comisión. Cecilia era tan ingenua para creer que los hombres necesitan ser escuchados, que si les muestras amor se enamoran. Que la justicia es algo que está por encima de los actos que cometemos, y que tarde o temprano se acaba imponiendo. No es que fuera tonta o idealista, veía lo que sucedía, pero decidía cambiarle el color. Quizá eso fue lo que le llamó la atención de ella la primera vez. Su optimismo y su confianza en el género humano, pese a que cada noche la mitad de ese género se la follaba sin muchas contemplaciones.
—Hay que tener ojos para ver, y yo veo la tristeza dentro de la rabia, el miedo que se esconde en la violencia. Te sorprendería saber lo que se consigue con una caricia y una palabra amable. Deberías probarlo alguna vez.
Escucharla decir esas cosas en un mundo donde las putas guardaban condones en la goma de la braga, donde los chulos escondían porras extensibles en el calcetín, donde los borrachos vomitaban en los coños que eran incapaces de comerse, le pareció inaudito. No fue el amor lo que guio sus pasos la primera vez hasta aquel garito repugnante, ni fue la piedad lo que puso a Cecilia delante de sus ojos. Fueron las ganas de follar, de pasarlo bien después de un día de trabajo y remordimiento, todavía con los nudillos en carne viva y los gritos de un detenido retronando en sus oídos. Quería emborracharse hasta perder el sentido con una cabeza entre las piernas y unas manos apretándole los pezones. Y esa cabeza fue la de Cecilia, y, maldita sea, fue en verdad un jodido milagro. Algo que atravesó su alma por dentro, la certeza de que aquella mirada de ojitos tristes pero definitivos siempre le había estado buscando.
Él no la rescató a ella. Fue Cecilia la que le sacó del infierno. La que le prometió que se harían viejos juntos, que tendrían muchos hijos que cuidarían de ellos llegado el momento, que se reunirían todas las Navidades, viendo cómo año tras año se convertían en abuelos. Pero llegó el cáncer, esa burla cabrona de la vida, que juega al trilero: ¿dónde está la bolita? Y la bolita es la felicidad, que nunca se está quieta, que siempre es mentira, que desaparece entre los dedos del genio embustero. Diez años, eso le regaló la vida. Y el resto de su existencia para echarla de menos.
Cada vez más a menudo los recuerdos no eran un acto voluntario, se representaban a sí mismos como un pasado envidiable e ideal (ya no se acordaba de aquellas terribles discusiones, cuando Cecilia montaba en cólera y destrozaba todo lo que tenía a mano), intocables y ajenos. Eso, reflexionó, sólo podía significar una cosa: se estaba haciendo viejo y se sentía terriblemente solo. Buscó en el bolsillo de la americana el prospecto de la agencia de viajes y lo consultó por enésima vez. Los Cayos de Florida, clima tropical, playas y manglares, tormentas furiosas y una humedad que licuaba las ideas. Palmeras y coches viejos, tipos con panameño y mujeres con biquinis que sólo ocultaban la fecha de nacimiento. Cecilia siempre quiso comprarse un pequeño bungaló prefabricado, una barquita con fuera borda, salir a pescar al atardecer cuando el cielo ardía y beber en un pequeño porche (con un columpio verde, exigía a su sueño) una cerveza de baja graduación.
Era un misterio por qué aquella chica salida de Valdepeñas de Jaén, que el único charco que cruzó fue el del río Besós para atracar en esta orilla pútrida, soñaba con aquel lugar. Quizás las películas americanas de los años cincuenta que tanto le gustaba ver los sábados en la sesión de tarde, o esa serie que hizo que se enamorase del fantoche que interpretaba Don Johnson en Miami Vice. Alcázar le prometió que al menos la llevaría de vacaciones una vez, pero nunca cumplió su promesa. Y ahora era él el que andaba merodeando tras aquella loca idea de dejarlo todo, comprar la casita de madera, una caña de pescar y aprender inglés con acento cubano. Sí, necesitaba tomar prestadas las ilusiones de Cecilia para afrontar con un poco de entereza sus últimos años. ¿Por qué no? Todo empezaba con la chispa de la posibilidad, lo demás vendría solo, sólo tenía que dejarse llevar. Pero primero necesitaba dejar algunas cosas cerradas. No quería vivir el resto de sus días en ese paraíso mirando atrás con temor.
La espera dio su fruto. Alzó la cabeza y vio salir de la portería a la anciana. ¿Era justo considerarla como tal? Lo era si él mismo se veía como un viejo recién jubilado. Guardó el prospecto y se puso a seguirla desde la acera contraria. Tuvo que reconocer que estaba guapa; era de esas mujeres que saben aceptar el paso del tiempo con sobriedad, sin resquemores ni dramas, y el tiempo parece agradecérselo concediéndoles un declive lento y señorial. Toda una dama que en aquel barrio brillaba distorsionando la realidad. Como Cecilia. Cuando estuvo seguro de no equivocarse, cruzó la calle y se puso a su altura. Ella le miró de reojo pero no hizo ese gesto propio de las abuelitas asustadas que se aferran al monedero cuando las intercepta un desconocido. Se paró en medio de la acera, entrecerrando los ojos porque el sol le daba de frente, o tal vez observándole con interés.
—Hola, Anna —dijo el ex inspector jefe Alcázar—. Ha pasado mucho tiempo.
Y en realidad había pasado.
A Gonzalo le costó un horror levantarse de la cama. Pero la enfermera se negó a ayudarle. Tenía que hacerlo solo, dijo, solícita, igual que una madre vigilando los primeros pasos titubeantes de su retoño, con los brazos dispuestos por si se caía. Gonzalo sintió el peso del vendaje compresivo en el pecho, suspiró con hondura y dio un paso hacia la ventana, arrastrando la zapatilla, luego otro más, y así, en lo que le pareció una distancia inalcanzable, aferró el picaporte de la puerta.
El guardaespaldas que Alcázar había contratado para protegerle estaba acodado en el mostrador, charlando animadamente con una enfermera; no parecía tomarse muy en serio su trabajo. Si Atxaga aparecía por el hospital, no le costaría demasiado colarse en su habitación y ahogarlo con la almohada sin que nadie se enterase. El tipo, de aspecto rudo, más parecido a un portero de discoteca que a un policía retirado, se incorporó al verle aparecer, seguido de cerca por la enfermera. Amagó con acompañarle, pero Gonzalo le hizo una seña con la mano para que siguiera a lo suyo.
Al final del pasillo había una pequeña sala de espera con máquinas de autoservicio y un ventanal de cristal corredero que daba a un pequeño jardín interior. Era apenas un rectángulo de diez metros cuadrados desde el que se tenía una panorámica cerrada del pabellón del hospital. El techo, cubierto con una bóveda transparente, filtraba con suavidad la luz sobre las hojas de helechos y la palmera gigante plantada en medio. Se estaba fresco allí y se respiraba una humedad vegetal agradable. La enfermera ayudó a Gonzalo a sentarse en el único banco de piedra.
—Ha estado bastante bien. Ahora recobre un poco el aliento, volveré a buscarle en diez minutos.
Gonzalo se tocó el costado y asintió. Diez minutos fuera de la habitación le parecían un privilegio parecido al que se le concede a un preso en aislamiento en un patio de altos muros de la cárcel.
Pensó en lo que le había dicho Javier la tarde anterior. Se había presentado por sorpresa, sin Lola. Gonzalo estaba en el baño, apretando los dientes para lograr hacer sus necesidades sin gritar de dolor. Cuando abrió la puerta, sudoroso y descompuesto, encontró a su hijo mirando por la ventana con aire preocupado. Había dejado sobre la cama una bolsa con el pijama nuevo que ahora llevaba puesto y le había traído algunas revistas.
—No sabía lo que te gustaba, así que he traído un poco de todo.
Gonzalo echó una ojeada rápida: ejemplares del National Geographic, de la revista Historia, y un par de libros que reconoció de su biblioteca.
Javier le preguntó cómo se encontraba sólo porque era una pregunta inevitable. Gonzalo contestó con los mismos lugares comunes e hizo alguna broma a costa de los golpes que todavía le deformaban un poco la cara, que su hijo acompañó con una risita de compromiso. Gonzalo nunca había tenido vis de cómico. Después, la conversación languideció penosamente y se sumieron en esa incomodidad mutua que les hacía zozobrar hasta que se separaban con alivio y cierta culpa. Sin embargo, en esa ocasión Javier permanecía junto a él, dándole vueltas a algo que no se terminaba de definir y que flotaba en el aire. Gonzalo esperó en silencio a que hablara, deduciendo que su hijo haría como tantas veces, concluir en puntos suspensivos aquellos conatos de comunicación que nunca germinaban, pero Javier se inclinó hacia adelante, como si hiciera un esfuerzo de voluntad para no esconderse esta vez. Y de repente le hizo una pregunta que más que formulada cayó como una granada, algo que llevaba mucho tiempo en la boca esperando para estallar.
—¿Por qué me odias, papá?
Gonzalo sintió un calor súbito, un nudo que se formaba en la garganta y que tuvo que digerir tragando saliva. Pensó en lo injusto que es cargar las culpas de algo sobre quien no tiene ninguna responsabilidad, y se sintió pobre y mezquino. Hubiera abrazado a su hijo, lo hubiese estrechado contra las costillas rotas sin emitir un solo gemido de dolor. Pero la costumbre y la vergüenza (qué estupidez frente a quien se quiere) se lo impidieron. Se limitó a estrechar con fuerza el antebrazo delgado de Javier.
—Yo no te odio, Javier, no digas eso.
—Pero tampoco me quieres, ¿verdad?
Ahora, al contemplar los claros y oscuros sobre las hojas de helecho y aspirar el aroma de la hierba recién mojada que rodeaba la palmera, se sentía mal por aquellas palabras incompletas, inexactas y escurridizas, que Javier recibió con un mohín de incomprensión. Él no le odiaba, ni le había odiado nunca. Era su hijo (lo era, se repitió forzando esa idea), poco importaba si lo había engendrado él o un desconocido en su cama; Javier le pertenecía. En la misma medida que Patricia. Lo había tenido en sus brazos desde bebé, había aprendido a acoplarse a su sueño, a su llanto, a sus noches de fiebre, lo había visto crecer pegado a sus piernas y luego irse alejando lentamente, año tras año, hacia la adolescencia. Y ahora estaba ahí, a punto de traspasar el último umbral, de convertirse en un hombre que pronto volaría solo y que sentía pavor al vacío a pesar de su arrogancia. Debería haberle dicho la verdad. Que le quería, que no importaba cuánto silencio hubiera entre ellos. Que siempre estaría a su lado, hiciera lo que hiciera, pasase lo que pasase. Que era su hijo, y que eso valía más que todas las dudas del mundo.
—¿Tú crees que el abuelo Elías se sentiría orgulloso de ti?
Aquella pregunta, cuando ya casi se estaba marchando, desconcertó a Gonzalo, y se dio cuenta de que algo le pasaba a Javier. Se estaba descoyuntando, y esa metamorfosis solitaria y necesaria le dolía y no sabía cómo escapar de su dolor.
—No lo sé —contestó con sinceridad. Había vivido toda su vida bajo la sombra de aquel fantasma llamado padre, llamado mito, y leyenda. El hijo de un héroe esforzándose por hacer valer su débil luz frente a un Sol que lo abrasaba todo. Como estos helechos que pugnaban penosamente por alcanzar los rayos que las altas hojas de la palmera les hurtaban.
Ahora pensaba de nuevo en la pregunta de su hijo. Y en la respuesta que le había dado, sin pensar.
—El orgullo de un padre es importante hasta que llegan tus propios hijos. Entonces te das cuenta de que lo que importa no es el pasado. No sé si mi padre estaría orgulloso de mí, Javier. Pero sí sé que me gustaría que tú lo estuvieras.
Su hijo movió la cabeza buscando palabras en aquel resquicio que él mismo había abierto. Lo miró con una tristeza profunda, como si lo llamase desde el fondo de un pozo tendiendo las manos para que le ayudase a salir.
—Hay algo que necesito que sepas… Quiero contártelo, sólo que no sé cómo hacerlo.
—Por el principio. Empieza por el principio.
Pero Javier se revolvió contra su propia imprudencia, arrepentido al instante de aquel rapto tan próximo a la sinceridad. El principio era algo confuso, ya no sabía cómo ni cuándo había empezado a dejar de ser lo que quería ser.
—No importa, no es nada…
—Javier…
—De verdad, no es nada… Espero que el pijama sea de tu talla. Lo he elegido yo.
Lo cierto era que el pijama le colgaba por todas partes y que el color marrón oscuro con un ribete blanco era feo. Pero no se lo hubiera quitado por nada. Había estado tan cerca, que le exasperaba la huida repentina de su hijo. Algo le había asustado, quizá la posibilidad de ser valientes y honestos el uno con el otro. Su hijo se había acercado como un pez delicado que se aproxima curioso a los dedos de un buzo, y que en el último instante algo le hace retroceder a la oscuridad de la que ha surgido.
Pero volvería. Ahora que la puerta ya estaba abierta, volvería.
¿Habían pasado los diez minutos de solaz? Miró su reloj de pulsera. Apenas habían transcurrido cinco. El tiempo se encogía y se alargaba en la mente sin ligazón con el mundo real. Le apetecía tomar un café. Podía esperar a la enfermera o podía tratar de alcanzar la corredera y regresar a la sala de espera, donde estaban las máquinas. Inspiró, contuvo el aire y obligó a su cuerpo dolorido a erguirse. En eso debía de consistir hacerse viejo, pensó, mientras daba pasitos cortos hacia la salida: el cuerpo que se convierte en el enemigo, quejoso, roto, inservible.
Le faltaba dinero. Se dio cuenta frente a la ranura de las monedas. Como cuando era un chiquillo y se quedaba contemplando el puesto de churros del mercado semanal, observando con una especie de envidia maligna los cucuruchos pringosos que los demás se llevaban. Hasta que aparecía Laura y se lo quedaba mirando con esa cara de pena que le hacía entender que no siempre se puede tener lo que se desea. Ni siquiera un cucurucho de churros. O un miserable café de máquina.
—¿Me dejas que te invite? ¿Café solo? —Sin esperar respuesta, el joven que le había hablado introdujo las monedas con rapidez y le sirvió el vasito de plástico. Repitió la operación y Gonzalo se fijó en que apretaba la tecla del té, sin leche.
—¿Qué haces aquí, Siaka? Creía que al no tener noticias mías te habías marchado a París en ese tren.
Gonzalo advirtió un secreto regocijo en la sonrisa del joven.
—No te creas que no he estado tentado de hacerlo, varias veces. Pero me enteré de lo que te había pasado, y me dije que podía esperar un poco más. ¿Pesaba mucho el camión que te pasó por encima?
Gonzalo miró el reloj que colgaba encima de la máquina. Había escuchado a la enfermera decir que volvería en diez minutos. Ya habían pasado ocho.
—He perdido el ordenador, con todos los archivos que guardaba. Cuando Atxaga me atacó perdí el conocimiento, y al despertar aquí el ordenador ya no estaba. No tengo ni idea de quién se lo llevó, ni de lo que hará con la información que contiene.
Siaka lo miró a los ojos sin pestañear.
—¿Abriste el archivo confidencial?
—No tuve tiempo.
Siaka sacó un papel doblado del bolsillo y se lo dio a Gonzalo.
—Éste es el fiscal en el que tu hermana confiaba. Tienes que ir a verle y contarle lo que está pasando.
—¿Tú no harías una copia de seguridad?
Siaka negó rotundamente.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer?
Para Siaka la respuesta era obvia.
—Tú, salir de aquí y ponerte a buscar ese ordenador. Y yo esconderme hasta que ese fiscal me llame a declarar.
—Debes de estar de broma.
No, no era ninguna broma.
—Tomamos una decisión, Gonzalo. Y yo llevo las mías hasta el final. Tú procura que no te mate ese tío, al menos hasta que se celebre el juicio. —Esbozó una mueca de humor cínico, como si le divirtiera la situación—. Y yo procuraré que no me cace la Matrioshka… Por cierto, deberías pagarte un estilista. Ese pijama es horrible.
El médico se opuso rotundamente a darle el alta. Al menos debía permanecer otra semana en observación. Salir de un coma no era curarse de un resfriado. Pero no hubo manera de hacerle cambiar de opinión. Le hicieron firmar el alta voluntaria, advirtiéndole severamente de que el centro hospitalario eludía cualquier responsabilidad si sobrevenían complicaciones. Gonzalo aceptó con resignación la monserga y recogió sus cosas sin avisar a Lola. Estaba seguro de que el desconcertado cancerbero que vigilaba la puerta avisaría a Alcázar y que éste se lo haría saber inmediatamente a su suegro.
Cuando salió por la puerta del hospital y alzó el brazo para parar un taxi, sintió que el cuerpo era una esponja blanda. Le dolía hasta el alma, pero se las apañó para subirse.
—No puedes hablar en serio.
Pero la actitud de Gonzalo no dejaba lugar a dudas. Tenía que irse de casa, al menos hasta que se resolviera aquel asunto de Atxaga. No quería atraer a aquel maníaco hacia su familia.
—Será poco tiempo. La policía lo está buscando y Alcázar también. Unos u otro darán con él.
Era una excusa inconsistente. La casa se había transformado en un búnker de cámaras de vigilancia y sensores de movimiento por todas partes. Y por si eso no bastaba, los dos hombres que charlaban amistosamente con Patricia junto a la piscina parecían sobradamente capacitados para protegerles. El inspector tenía razón: su suegro se había tomado muy en serio la seguridad de su hija y de sus nietos. La verdad era que necesitaba estar solo para centrarse en la Matrioshka. Había aprendido la lección con Atxaga y no iba a permitir que su investigación los pusiera en riesgo. Tal vez aquellos gorilas podían parar sin esfuerzo a un alfeñique como Floren Atxaga, pero él iba a tener que vérselas con tipos como Zinóviev o peores. En cuanto se supiera que el fiscal había aceptado presentar ante el juez una reapertura del caso de su hermana, nadie iba a poder parar esa bola.
¿Era ésa la verdadera razón, después de todo? Importante, sí; y fundamental, desde luego, pero no era su única motivación para alejarse de Lola por un tiempo. La conversación interrumpida con Javier le había hecho reflexionar: estaba perdiendo a su familia y no tenía nada que ver con las causas externas en las que se había visto atrapado, sino con esos dieciocho años de silencio acusador. No era capaz de perdonar y tampoco de olvidar, pero no tenía la valentía de tomar una decisión, divorciarse o decidirse a pasar página. Vivir entre esas dos aguas lo estaba ahogando. Tenía que tomar una decisión y no podía posponerla eternamente. Necesitaba alejarse para pensar, experimentar la distancia con Lola, escuchar esa soledad.
Aquella noche hizo una pequeña maleta de viaje con lo indispensable. No era necesario llevar las cosas hasta un punto sin retorno, no todavía. Lola estuvo sentada en la cama todo el tiempo que él tardó en doblar algunas camisas y unas mudas interiores. No mostró intención alguna de detenerle, no hubo reproches ni llantos. La imagen que Gonzalo se llevó de ella fue la de sus pies de uñas pintadas muy juntos, las rodillas abrazadas contra el pecho y su mirada penetrante y acusadora. Cuando él quiso acercarse para besarla, ella apartó la cara con un gesto glacial.
—Hace un mes dijiste que eras otro, que ibas a cuidar de nosotros. Me pediste que te dejase demostrar que podías hacerlo. Y ahora te largas sin más. No lo entiendo.
—Eso es precisamente lo que estoy haciendo, Lola. Cuidar de vosotros.
A Patricia y a Javier les dijo que iba a estar unos días de viaje. Su hija le preguntó mucho, como siempre, y tuvo que inventarse un montón de patrañas sobre la marcha; la chiquilla sólo se medio contentó cuando le prometió traerle algún regalo. Javier le acompañó hasta el coche, cargando con la maleta. Desde la conversación en el hospital tenía otro aire más grave y contenido.
—No es cierto que te marches de viaje, ¿verdad?
—En cierto modo sí, me voy de viaje. Pero no el viaje de costumbre que le he dicho a tu hermana.
Javier asintió, agradeciendo al menos que su padre no le mintiera a él. Era un reconocimiento tácito, y correspondió no pidiéndole explicaciones que, intuyó, no iba a darle.
—¿Cómo acabará todo esto, papá?
Para responder a esa pregunta no bastaba un esbozo, una frase al uso o una respuesta despachada a la ligera. La expresión apesadumbrada de su hijo no merecía algo así. Hubiera tenido que sentarse con él en el porche, tomarse juntos unas cervezas y fumar un pitillo con ese aire cómplice de estar vulnerando las reglas de Lola. Explicarlo todo cuando ni siquiera Gonzalo tenía claro qué explicar. ¿Qué era todo? ¿Cuándo comenzaba? ¿En el lago? ¿En la memoria de su padre? ¿En Laura? ¿En esa escena de infidelidad de la que él, su hijo, era el resultado?
—No lo sé, Javier. —Ésa era toda la sinceridad que podía permitirse—. Pero de un modo u otro, acabará.
Javier se sintió extraño en el abrazo de su padre, un poco incómodo, quizá al notar también la torpeza de Gonzalo. Les faltaba la costumbre. Su padre quería abrazarlo como a un hombre, como a un igual. Pero él prefería todavía esa calidez que le regalaba a Patricia. Se quedó en la puerta del garaje contemplando las luces rojas del coche hasta que se perdió en la curva del final de la calle. Durante unos segundos aún oyó el sonido del motor y luego volvió el silencio, roto por el ladrido histérico de un perro. Su padre tenía razón. Todo acaba, de un modo u otro.
El despacho del fiscal tenía una solemnidad sombría, un poco triste, laboriosa como su inquilino, que escuchaba a Gonzalo con aspecto concentrado y exquisita educación, utilizando la mímica de las expresiones para demostrarle su solidaridad. De fondo se escuchaba un aria de su compositor preferido, Rossini. Cuando Gonzalo terminó de exponer lo que le había llevado hasta allí, el fiscal bajó el volumen del reproductor de música.
—Lo que acaba de contarme tiene una importancia capital —musitó, como podría haberlo hecho un cartujo que viviera en clausura y que sólo tuviera referencias del exterior de tanto en tanto. Su atención se había concentrado en un pequeño calendario plegable en una esquina del escritorio. Cada mes estaba ilustrado con una lámina. La que el fiscal tenía delante simulaba la vista de un jardín desde una balaustrada de piedra tallada de forma barroca. El cielo se desgajaba en colores amarillos y azules, por encima de los tejados. Entraban ganas de contemplar el crepúsculo vaciando la mente de preocupaciones y sentirse como una materia durmiente flotando en formol. Tal vez por eso el fiscal no había cambiado de mes en el calendario y seguía teniendo a la vista la lámina de junio.
—Laura detestaba profundamente a esa gente, tanto como yo —añadió.
Gonzalo observó con atención al fiscal. Su rostro empezaba a parecerse a un cuchillo afilado. No debía de dormir lo suficiente y probablemente estaba descuidando su alimentación. Gonzalo se preguntó si estaría tomando algún tipo de ansiolítico. O tal vez sólo se refugiaba en el trabajo a todas horas, para no tener que pensar, como hacía él.
—¿Y qué va a hacer al respecto? —preguntó con una vehemencia excesiva que hizo alzar una ceja al fiscal, con una expresión que se balanceaba entre la compasión y el disgusto. Algo en sus gestos delataba un conflicto de naturaleza desconocida para Gonzalo. Con la música de Rossini de fondo, el fiscal le pareció uno de esos santos cuyos cuadros y tapices religiosos adornaban las paredes del internado donde estudió siendo crío. Esos santos de rostro atribulado, nunca feliz, que se debatían entre la fe, la creencia y la miserable imposibilidad de vivir santamente rodeados por la evidencia del mal. Esos mártires inservibles de carnes entecas cuyo sacrificio místico no servía más que para inspirar temor, una cierta repulsa y ganas de salir corriendo.
—¿Qué espera exactamente que haga, abogado? —preguntó, mirándole con unos ojos serenos, bellos, pero tristes.
—Esto significa que Laura no asesinó a Zinóviev —anotó Gonzalo.
El fiscal abrió las manos, dándole a entender que esa posibilidad debería haberle hecho sentirse mejor. Pero sólo le causaba un poco más de turbación.
—Y ese testigo de su hermana ha contactado con usted y estaría dispuesto a declarar contra la Matrioshka… ¿Me equivoco?
Gonzalo asintió. No de manera consciente, pero la afirmación del fiscal vino a confirmar que de alguna manera ya había tomado una determinación.
—¿Y por qué tengo la obscena impresión de que estoy siendo utilizado de un modo que no comprendo y para algo que no sé?
—No entiendo. Usted es funcionario del ministerio de Justicia, su obligación es intervenir.
El fiscal se envaró de repente, mirando a Gonzalo con una sombra de reprobación. Ni siquiera en aquella circunstancia perdió el dominio de sí mismo. Gonzalo pudo advertir en todo su apogeo al hombre culto y distinguido que era, su naturaleza sin ostentación, con ese sordo eco de melancolía y un orgullo de clase que le permitía evaluar, como mejor le pareciera, lo que Gonzalo acababa de contarle.
—Mi obligación, abogado, es encontrar el camino menos torticero entre la verdad y la apariencia. Poner en marcha el mecanismo de la justicia para atrapar a esa gente no será sencillo. Usted ya lo intuye, y como le dije a su hermana, a quien llegué a apreciar personalmente mucho, en derecho no basta con la verdad. Hay que probarla, demostrar su solidez contra aquellos que tratarán por todos los medios de desvirtuarla. Usarán todos los recursos de la ley, y no son pocos. Podrá usted pensar si quiere que soy timorato, que me asusta el reto, pero lo que ocurre es que yo participo en este juego porque creo en sus reglas. Pretende que muerda lo que quizá no podré digerir, y estoy dispuesto a hacerlo… Con pruebas concluyentes. Tráigame esos archivos de los que habla, sustente su acusación con una base jurídica sólida y le escucharé. No voy a dejar que destrocen mi carrera ni que acosen a mi familia si no estoy seguro de que valdrá la pena. Cuando usted me muestre que tengo base para enfrentarme a la legión de abogados que se me vendrá encima, a mí y al juez de instrucción, no lo dude, lo haré. Entretanto, buenos días.
Gonzalo abandonó el despacho con la impresión de que se había comportado como un necio, insultando con sus dudas a un hombre bueno. Todo el mundo esperaba algo de él. Pero nadie le había preguntado si se sentía capaz de soportar ese peso, se lo habían echado sobre los hombros sin más.
Tenía que dar con el ordenador o todo el trabajo de Laura se convertiría en mera especulación.
Cuando dos horas después entró con aire fatigado en su propio despacho, Luisa lo recibió como si hubiera visto a un fantasma. Saltó de detrás de su mesa para cogerle la muleta de la que Gonzalo aún necesitaba valerse y le dio un abrazo que le hizo castañetear los dientes de dolor.
—Tú, como los músicos del Titanic, ¿no es cierto?
—No te entiendo.
Luisa abarcó con los brazos el despacho. Ni un papel sobre la mesa, ni un timbrazo de teléfono. Un silencio total y un orden meticuloso que delataba el exceso de tiempo de su ayudante, que se había entretenido ordenando el caos de ocho años de actividad. Se acabó, decían aquellos brazos.
—Has vuelto para hundirte con el barco. ¿Cuál va a ser nuestra última melodía?
—Que se jodan —dijo Gonzalo a modo de absurdo desagravio.
—No la conozco, pero suena bien.
Gonzalo se dejó caer en su silla y examinó con aire circunspecto aquel orden, que era la antesala del cierre. Pensó que ya había perdido, incluso antes de empezar realmente a pelear. Habían bastado unas palabras dichas de manera instintiva, un desafío temerario a su suegro para que el viejo pusiera en marcha el engranaje que iba a asfixiarlo. Nadie iba a contratarle en aquella ciudad. Y lo curioso del caso era que no le importaba realmente. Más allá de la confusión y de la ansiedad que le causaba el presente, estaba convencido de que saldría adelante. No sabía cómo, ni cuándo, ni qué tendría que dejar atrás, pero lo iba a conseguir.
—¿Conseguir qué? Hablas como el rey de las mareas.
Gonzalo se sonrojó al darse cuenta de que había estado poniéndole voz a su inquietud.
Luisa dejó dos sobres encima de la mesa.
—El de la derecha es el dosier sobre Alcázar que me pediste. Lo que puede saberse, ahí lo tienes. Carrera, ascensos, detenciones por malos tratos… Desde que ingresó en la Policía Armada en 1965 su carrera ha sido meteórica. En parte auspiciada por su padre, Ramón Alcázar Suñer. ¿No te suena ese nombre?
—¿Debería?
—Es de Mieres. ¿No es ése el pueblo de tu padre? Más o menos son de la misma quinta, y teniendo en cuenta que Mieres no es Calcuta, es probable que se conocieran.
Gonzalo jamás había oído ese nombre. Según el detallado expediente de Luisa, el padre de Alcázar fue un alto gerifalte de la policía política de Franco hasta que se jubiló en 1966 con el cargo de comisario. Sus métodos eran conocidos por su brutalidad y su falta de escrúpulos, lo que le daba unos resultados muy positivos, gracias a los que era muy valorado por las autoridades de la época.
—Agárrate, que vienen curvas. El tal Ramón estaba muy bien conectado con uno de los ministros de Franco, el de Justicia en el año 63. ¿Adivinas quién era? Fulgencio Arras…
—Coño, el abuelo de Lola.
—Eso es, el padre de tu suegro. Agustín y Ramón se frecuentaban. La relación entre la familia de tu suegro y la del inspector Alcázar viene de esos años. Bajo mano, ese inspector ha estado haciendo (y cobrando) todo tipo de trabajos para el viejo.
—¿Un policía corrupto?
—Eso depende de si tú consideras a tu suegro un abogado corrupto —dijo Luisa, torciendo el gesto con picardía—: todo lo que sale en ese expediente es legal.
Gonzalo intuyó la segunda parte de la afirmación.
—¿Y qué hay de lo que no sale?
—Habladurías, chismorreos, leyendas. El inspector es tan admirado por unos como odiado por otros. En su juventud tenía fama de ser tan duro como su padre, supongo que el cachorro quería estar a la altura. Palizas a detenidos, torturas, casos que se cerraron forzando confesiones y manipulando pruebas. Otros dicen que no era muy distinto a cualquier otro en esa época, incluso que tuvo fuertes enfrentamientos y problemas disciplinarios por tratar de parar ese tipo de prácticas. Algo cambió en 1972, conoció a una prostituta, Cecilia no sé qué, se casó con ella y parece ser que operó un cambio importante en el carácter del inspector. Pero en 1983 murió de cáncer. Desde entonces, corría el rumor de que Alcázar cobraba sobornos por hacer la vista gorda… Hay quien dice que se ha montado un buen colchón y que ahora que se ha jubilado va a vivir a lo grande. Pero otros agentes me han contado que su trabajo en la unidad especial de la que formaba parte tu hermana fue modélico. Decenas de detenciones, muchas operaciones llevadas a cabo con éxito y un más que merecido respeto… Entre sus investigaciones destacadas está la que llevó a cabo en 1968 sobre la desaparición de tu padre. Deberías echarle un vistazo: es detallada, para nada superficial, y muy profesional. No sé qué clase de policía era, pero se tomó muy en serio el asunto. En definitiva, se trata de un personaje, me parece, de luces y sombras.
«¿Y quién no?», se preguntó Gonzalo observando una fotografía tipo DNI del inspector, cuando todavía era joven pero ya mostraba una galopante alopecia y el inicio de su consolidado mostacho. La mirada inteligente, con un punto de socarronería, como si no se tomara muy en serio a sí mismo.
—¿Algo más?
—Vive en un pequeño apartamento en el centro del barrio chino, tiene un perro ciego que se llama Lukas, suele ir al videoclub un par de veces a la semana (aburrido, nada de porno, sólo pelis del Oeste), le gusta la pesca en la escollera y sus vecinos dicen que pone la música demasiado alta; al parecer le gustan los boleros. El tipo del supermercado que hay debajo de su casa dice que no compra demasiadas bebidas, y no se le conocen vicios, lo cual no significa, desde luego, que no los tenga. A lo mejor son las colecciones de chapas —rio Luisa.
A lo mejor, pero a Gonzalo le dio que no era ésa la clase de aficiones que atraería a alguien como Alcázar. Cerró la carpeta y se concentró en el sobre de la izquierda. Miró a Luisa y ésta asintió.
—La cinta de seguridad que me pediste del día que te agredieron. No te voy a explicar lo que he tenido que hacer para conseguirla, pero me debes una.
—¿La has visto ya?
Luisa negó parapetándose tras los brazos cruzados.
—No me van los espectáculos gore.
A Gonzalo no le hacía tampoco ninguna gracia volver a vivir lo sucedido en el aparcamiento. Pero en esa cinta tenía que haber quedado grabado lo que había pasado con el ordenador.
Las cintas digitalizadas eran un jeroglífico. Casi le resultaba más sencillo desentrañar la escritura demótica de la piedra de Rosetta que entender cómo funcionaba el maldito reproductor. De modo que tuvo que pedirle ayuda a Luisa. Con la paciencia de los jóvenes que deben enseñar a sus mayores, su ayudante le explicó cómo poner en marcha la grabación, cómo acelerar o retardar la imagen con la rueda de proyección, cómo detenerla y cómo obtener impresiones de imágenes.
La agresión de Atxaga había sido muy rápida. Su atacante había llegado diez minutos antes, había bajado andando por la rampa del aparcamiento y había ido comprobando las matrículas y los modelos hasta dar con el suyo. En ese momento, calculó Gonzalo, él había terminado ya la reunión con Agustín, había pasado por su despacho y debía de estar hablando con Luisa sobre la vecina del apartamento contiguo. Luego había bajado por el ascensor.
A continuación aparecía en el encuadre el propio Gonzalo. Se contempló a sí mismo con una cierta compasión, como quien ha visto una película anteriormente y sabe que en esa escena el protagonista las va a pasar canutas. Un pobre hombre con aspecto de oficinista cansado, meditabundo, agobiado por los quehaceres diarios. Arrastraba los pies con los hombros caídos, como si la bolsa del ordenador que golpeaba contra el muslo cargase un yunque.
Atxaga apareció por detrás, le dijo algo, Gonzalo se volvió y el marido maltratador le asestó un golpe con algo que llevaba en la mano derecha. Después de repasar la cinta atentamente contó no menos de doce golpes, patadas y puñetazos en menos de un minuto, amén de apuñalarlo repetidamente. A Gonzalo se le revolvió el estómago al revivir aquello. La escena sin sonido resultaba mucho más terrible y violenta. Él estaba tirado en el suelo, entre las ruedas del todoterreno y Atxaga le golpeaba con una rabia demencial, como si hubiese estado acumulando pacientemente todo aquel odio en la cárcel y ahora lo descargase a borbotones. ¿Cuánto se puede tardar en matar a un ser humano corpulento a golpes? Un segundo, horas. El tiempo no pasa, se queda estático. Lo más angustioso de aquella secuencia era la indefensión, el ensañamiento, esa impresión de asco y angustia que sentía en los documentales donde las hienas se abalanzaban sobre la presa malherida para destrozarla sin compasión.
La violencia, en cualquiera de sus formas, sumía a Gonzalo en un estado de pánico que lo paralizaba. Alcázar le había dicho en el hospital que la intención de Atxaga era, ni más ni menos, asesinarlo. A juzgar por la tremenda paliza resultaba obvio, y lo habría conseguido de no ser por los focos del coche que estaba aparcado justo en la plaza de enfrente y que de repente se encendieron y empezaron a emitir ráfagas con un parpadeo histérico. Aunque no podía escuchar el sonido, Gonzalo dedujo que el ocupante también utilizó el claxon para pedir auxilio. Por suerte, la combinación de ambos surgió efecto y Atxaga huyó.
Y entonces salió una mujer de aquel coche y corrió a auxiliarlo.
Luisa y Gonzalo se miraron con incredulidad.
—¿Ésa no es la pelirroja del balcón de al lado, la fotógrafa?
Era ella. Tania. El rostro en la imagen congelada era un muro de piedra y la mirada de Gonzalo resbalaba sobre ella como la sombra del sol al ponerse. No la alteraba, sólo la hacía cambiar de color.
La bombilla roja del cuarto oscuro parpadeó un par de veces. Eso significaba que estaban llamando a la puerta. Tania se lavó las manos en la pileta y echó un vistazo rápido a la última serie de fotografías que se estaban revelando. Tendría que esperar unos minutos para poder verlas con nitidez. Salió del cuarto y se encontró a su madre.
—Tenemos que hablar. —Anna Ajmátova sólo hablaba en ruso cuando algo le preocupaba seriamente. Tania la escuchó, sorprendida, y tardó unas décimas de segundo en volver al campo semántico de su infancia.
—¿Qué ocurre? —preguntó en la misma lengua, que le sonó extraña y oxidada.
Anna Ajmátova se alisó con calma los pliegues de la falda, observando el desorden en el pequeño cuarto de su hija. Se preguntó qué había hecho mal para que Tania no se planteara, siquiera, vaciar de vez en cuando los ceniceros que había por todas partes.
—Gonzalo Gil.
Tania sintió un pinchazo en el estómago, pero supo disimularlo.
—No sé de qué me hablas —respondió, sin inmutarse.
Anna no la creyó. Las palabras tenían una consistencia en el momento de ser dichas, pero perdían densidad después, y cuanto más se alejaban del momento en que fueron pronunciadas más gaseosas se volvían. Lanzó un suspiro exasperado.
—¿Qué pretendes acercándote a él? Teníamos un acuerdo. Me lo prometiste.
Tania sintió un suave zumbido en la nuca. Eran las alas de su mariposa tatuada. Querían salir volando.
—Te digo que no sé de qué me hablas, mamá.
La anciana miró de reojo a Tania, que fumaba junto a las obras escogidas de Gorki. Ya había desistido hacía mucho de convencer a su hija de que, puesto que no podía dejar aquel vicio pernicioso, no lo hiciera al menos cerca de sus queridos libros. Se preguntaba a menudo qué pensaría de ella Martin, aquel inglés pelirrojo y asustadizo como un pájaro enjaulado. Ninguno de ellos habría imaginado la única vez que estuvieron juntos en una cama que podrían traer al mundo a alguien tan vivo y tan hermoso.
—Te rogué que no te acercaras a él. ¿Por qué eres tan testaruda?
Tania comprendió que no tenía sentido seguir mintiendo.
—Si yo no hubiese estado allí, ese hombre lo habría matado a golpes.
La anciana se quitó sus gafas de carey y las limpió con un paño. Siguió mirando los cristales aun después de que éstos quedaran impolutos, sin decidirse a disfrazar con ellos sus ojillos enterrados en gruesos pliegues.
—La cuestión es que ese hombre ya tiene una vida, y es la suya. Y ni tú ni yo tenemos derecho a inmiscuirnos en ella.
—Vive engañado.
—No. Hace mucho decidió olvidar, y tiene todo el derecho a hacerlo. Ojalá Laura hubiera hecho otro tanto.
Tania expiró con fuerza el humo del cigarrillo, buscó con la mirada un cenicero y al no encontrarlo utilizó el cuenco de la mano para verter la ceniza. Pensó fugazmente en las fotografías que se estaban revelando. Ya debían de tener su forma nítida, desvelando todos sus secretos.
—¿Cómo te has enterado de que lo he visto?
La anciana no contestó. Se quedó mirando a su hija con un gesto de ensimismamiento que le arrugaba los labios y le agrietaba el carmín. Pensó en Alcázar, que la había abordado en la calle apenas hacía una hora y la había saludado con naturalidad, como si fueran amigos íntimos y no hubieran pasado treinta y cinco años desde la última vez que se vieron. La había invitado a dar un paseo por el barrio, le había contado anécdotas de sus calles, como si estuvieran de turismo, y de repente se había detenido y la había mirado con aquellos ojos que Anna casi había logrado olvidar después de tantos años. Y entonces le habló de la cinta, y lo que significaba que su hija apareciera en ella. ¿Lo comprendía? ¿Comprendía la insensatez que había cometido esa irresponsable?
Sí, Anna lo comprendía perfectamente, pero la ingenua de su hija no.
—No tienes ni idea de lo que acabas de despertar, Tania.