Principios de mayo, 1933. Isla de Názino (Siberia)
Las cosas se le escapaban entre los dedos. Nada parecía real, y al mismo tiempo nada parecía más cierto. Con esa sensación de imposibilidad, Elías se abrazaba cada noche a Irina. Despacio, ella se desnudaba cuando Anna se había quedado dormida, y se tendía a su lado como una hoja que se deslizaba bajo sus brazos. Una hoja que en ocasiones temblaba y en otras parecía no pertenecerle. Amarse en silencio, rodeados de extraños tumbados al fondo de la gabarra, que fingían dormir o se daban la vuelta para regalarles un poco de intimidad, era difícil. Al amanecer, cuando despuntaba el sol aún con dudas, ella se vestía en ese mismo silencio que tanto dolía a Elías. Fuera de la noche, Irina rechazaba las caricias, cualquier gesto cariñoso aumentaba su temor nervioso, como si a medida que se acercaban a la isla de Názino no quisiera dejarse arrastrar por unas ilusiones imposibles, anticipando lo que todos callaban. En la embarcación que surcaba exasperadamente despacio el río Tom no había nada fuera de aquel desolado paisaje estéril, de aquellos islotes arenosos. Ninguna vida era posible.
Irina escondía un pequeño librito de poemas. Elías la veía a veces leyendo. De tanto en tanto levantaba la cabeza, clavando la mirada petrificada en el paisaje de las riberas del río, sumida en una distancia de la que nadie podía hacerla volver. Y con una voz de contralto recitaba aquel poema, siempre el mismo. Sin embargo, hacia el final se quedaba callada y parpadeaba, como si los últimos versos se hubieran borrado de su memoria. Entonces se tapaba la boca y la cara con las manos y se ponía a llorar. Elías trataba de consolarla, pero ella le miraba con el rabillo del ojo de un modo frío e hiriente, negándose a compartir aquel dolor que sólo le pertenecía a ella. Al cabo de una o dos noches ella volvía a acostarse en las maderas carcomidas del suelo junto a él. Se hacía un ovillo entre sus brazos y le besaba las muñecas, la palma de las manos, el pecho. Elías había aprendido que era inútil preguntarle, y se conformaba con aquel momento, inspirando su cuerpo, no por la nariz sino con los dedos, con la boca, con su propia piel. La apretaba contra sí hasta que sentía que despertaba en ella otra vez esa chispa de vida y calor que tanto necesitaba.
Durante varias semanas avanzaron entre los cascotes de hielo que se iban deshaciendo con la primavera hasta la confluencia del Tom con el Obi. Desde ese momento, la corriente vigorosa del río se abría dejando en medio de las hoces enormes islotes en los que no había nada, salvo pequeños grupos de abetos negros y una maraña de pantanos infectos. La gabarra tenía que reducir la velocidad para no embarrancar en los bajíos de arena lodosa, y rompía pequeñas crestas de espuma dejando tras de sí una hendidura que se cerraba enseguida. Y por fin, una mañana fría, la embarcación dejó de zumbar, viró hacia la orilla derecha y se detuvo junto a un viejo embarcadero abandonado. Alguien con un macabro sentido del humor había clavado en una estaca una madera que rezaba: «Bienvenidos a la isla de Názino. Disfrutad del paisaje. Será el de vuestra tumba».
Allí no había nada que ver. Názino era una pequeña y apartada isla de unos tres kilómetros de largo y poco menos de uno de ancho que se había formado en la confluencia del Obi con su afluente Názino, un territorio inhabitado con algunas agrupaciones de coníferas y amplias extensiones de aguas cenagosas que en verano se convertirían en un vivero para toda clase de insectos. Más allá de la orilla sur se adivinaba la vasta extensión de la estepa, inalcanzable.
—No pueden dejarnos aquí —murmuró Elías cuando les obligaron a desembarcar.
En total eran más de dos mil personas, vigilados por apenas una cincuentena de soldados mal pertrechados y un par de oficiales muy jóvenes. Apenas se habían levantado unos precarios barracones para la guardia, aprovechando algunas casetas de pescadores abandonadas hacía tiempo. No había barracones, ni intendencia, ni unidad médica, tampoco letrinas. Tan solo algunas tiendas de lona viejas rodeadas de alambre de espino, que todavía no se había acabado de extender. Las autoridades no se habían preocupado de levantar más que algunas torretas de vigilancia cerca de las orillas y de la zona boscosa. Nadie en su sano juicio intentaría escapar; simplemente, no había a dónde hacerlo. Tomsk quedaba a más de ochocientos kilómetros. En cuanto a Moscú, podría haber estado a la vuelta de la esquina y sería igualmente inalcanzable.
Se organizaron brigadas de prisioneros para los trabajos forzados. Debían levantar con sus propias manos la cárcel que iba a albergarlos, pero apenas había herramientas, madera o clavos. Cada una de las brigadas estaba dirigida por una especie de policía auxiliar que los guardias habían reclutado de entre los presos comunes. Cuando le llegó el turno a Elías, el oficial señaló a Ígor como su jefe. No era una elección casual. El preso le saludó irónicamente desde la lona de la que ya se había adueñado. Claude, Irina y su hija fueron destinados a otra brigada. Elías se alegró de que al menos su amigo francés pudiera estar cerca de ellas. Sabía que Claude haría lo que fuera necesario para protegerlas, aunque ésa era una débil esperanza. Nada podía hacerse sin el consentimiento de los presos como Ígor Stern y sus hombres, que desde el primer momento dejaron claro que su vida iba a convertirse en una pesadilla mucho peor de lo que había sido hasta entonces.
Elías se topaba a menudo con Michael, seguido siempre de cerca por su sombra, Martin. Procuraban evitarse mutuamente pero cuando el encuentro era inevitable, Michael le sostenía la mirada enfurecido, como si de algún modo culpase a Elías del papel que le había tocado desempeñar. Martin le sonreía con timidez culpable, incluso le hacía llegar algo de ropa o de comida cuando nadie podía verle. Sus lamentos y excusas resultaban lastimosos y encrespaban a Elías, sobre todo cuando después de escucharlo veía a su antiguo compañero golpear con saña o robar sin miramientos para complacer a Michael. Por el momento, Ígor Stern estaba demasiado ocupado organizando la rapiña e imponiendo el terror en el asentamiento para ocuparse de él. Pero cuando se cruzaban, el preso le dedicaba una sonrisa cruel para recordarle a Elías que no había olvidado el asunto que tenía pendiente.
—Sigo queriendo tu abrigo.
El tifus y la disentería no tardaron en hacer estragos. Apenas había raciones de harina y muchos la mezclaban con agua ponzoñosa e insalubre para cocerla. La gente empezaba a morir a causa de la deshidratación, las altas fiebres y el hambre, que llegó a ser atroz. Los pocos conejos y ardillas no tardaron en desaparecer; incluso las ratas que habían viajado en el interior de las gabarras se cotizaban caras. En cuanto a los pájaros, apenas sobrevolaban la isla de paso hacia latitudes menos frías y lluviosas. Las brigadas dirigidas por los presos comunes trabajaban a destajo, desbrozaban terreno, asentaban pilares y removían metros y metros cúbicos de tierra lodosa, a veces con las manos desnudas. Todo aquel esfuerzo no parecía tener sentido, como no fuese acabar con las pocas energías que les quedaban a los deportados.
Muy pronto planeaba sobre la isla un aire de locura y de enfermedad, un silencio atroz como en los patios de los manicomios, donde los fantasmas con forma humana deambulaban de un lado a otro idos, ausentes y sin esperanza.
Aunque durante las horas de trabajo cada brigada se separaba, por las noches volvían a concentrarse en las gabarras amarradas en el embarcadero. Aquél era el único cobijo del que disponían. Elías solía encontrarse allí con Irina y con su amigo francés, se reconfortaban, se contaban anécdotas, procuraban recordarse los unos a los otros que eran seres humanos, que tuvieron un pasado y que tal vez tendrían un futuro. Pero los recuerdos y las esperanzas no tardaron en convertirse en una enfermedad casi tan dañina como el tifus. Al evocar el pasado o pensar en el futuro se debilitaban para afrontar el presente. Y al final, también esos amarres desaparecieron. Su único tema de conversación fue entonces el día a día, dónde podía conseguirse una patata, dónde robar un capote, qué guardia podría ser más o menos amable o cómo esquivar los golpes de palo que les daban los lugartenientes de Ígor Stern.
Sólo Elías confiaba todavía en que aquella pesadilla se acabaría, se negaba a reconocer que aquel desbarajuste respondiera a un plan premeditado de las autoridades. No tenía ninguna lógica exterminar a las personas de aquel modo tan miserable. Después de todo, repetía obsesivamente, él era comunista, no había cometido delito alguno. Y su gran mantra era que Stalin no podía estar al corriente de aquellas barbaridades; el Gran Padre jamás las permitiría. Los primeros días, su amigo Claude le respondía con su habitual mordacidad, se enfrascaban en fuertes discusiones ideológicas y políticas, y aunque nunca llegaba la sangre al río, podían pasarse un par de días enfadados. A Elías no se le escapaba que la vehemencia de su amigo aumentaba cuando Irina estaba cerca. Como no se le escapó que al menos un par de noches, mientras ellos hacían el amor en silencio, Claude los espió a través de los párpados semicerrados, fingiendo que dormía.
En la última semana de abril, Claude empeoró alarmantemente. Su fiebre era cada vez más alta y el muñón de sus dedos amputados se había vuelto a infectar. Como los perros enfermos, rehuía estar con otros, incluso con ellos, buscaba rincones apartados y se arrebujaba de espaldas al mundo. Irina poco podía hacer sin medicamentos, sin quinina ni vendas limpias, y aun así no se separaba de su lado.
—Tienes que comer un poco —le insistía Elías, cuando su amigo rechazaba con un gesto de abandono el cacillo de sopa viscosa que les repartían una vez al día.
—¿Para qué?
—Porque te necesito a mi lado. Sin ti no lograré salir adelante.
Claude sonrió un momento, mirándole con el rabillo del ojo, y estuvo a punto de hacer un gesto burlón, pero se contuvo. Bebió un poco, pero no tardó en vomitarlo.
—¿Y qué te hace pensar que sí lo conseguirás conmigo? —dijo, con los ojos vidriosos, secándose las babas con el dorso de su mano putrefacta—. ¿Has visto este maldito lugar? Ayer vi a unos presos arrastrando hacia el bosque a una mujer. ¿Adivinas quiénes eran algunos de ellos?
Elías lo supuso. Michael se estaba convirtiendo en una siniestra celebridad. Elías y Claude habían discutido acerca de la terrible transformación del escocés. Elías no concebía que un hombre idealista, culto y trabajador, un ser civilizado, pudiera sufrir semejante metamorfosis. Claude sostenía que Michael era un psicópata tan peligroso como Ígor, sólo que las circunstancias habían sido hasta ese momento distintas para cada uno de ellos. Michael había escondido todo su desprecio bajo una pátina civilizadora y contenida, pero en aquel nuevo contexto de impunidad absoluta donde imperaba la ley del más fuerte, se había destapado todo su potencial criminal. En opinión del francés, Michael se hubiera comportado con una crueldad similar, sutil pero crueldad, al fin, como director de una fábrica, como comisario político o como simple padre de familia. Su conclusión era sombría, pero inapelable:
—A los hombres como Michael no se les puede redimir. Hay que eliminarlos. Lo vi arrastrando por los pelos como una alimaña a aquella mujer hasta las tiendas que ocupan Ígor y sus lugartenientes; los guardias no hicieron nada por interponerse en su camino. Pensé que iban a violarla, y me dije que eso no es lo peor que pueden hacerte aquí. La oí gritar durante horas. Durante horas. Intentaba taparme los oídos pero sus gritos agónicos se me colaban entre los dedos y me estallaban en la cabeza. No sólo la violaron, Elías. La trocearon. ¿Entiendes? ¡La trocearon para comérsela!
Elías le miró con un gesto de repulsión. Era la fiebre, pensó. La fiebre hacía delirar a su amigo. Y sin embargo a los pocos días se repitieron nuevos episodios de canibalismo. Cuerpos atados a las coníferas a los que les habían arrancado parte de los muslos o del abdomen, historias horribles que corrían entre los deportados que procuraban mantenerse juntos como un rebaño asustado pero del que cada amanecer faltaba alguien que aparecía al cabo de las horas, descuartizado. Los dos comandantes de la guarnición habían ahorcado ya a varios presos por sospechar que eran los culpables, pero eran oficiales jóvenes y se sentían sobrepasados por la situación.
Una imagen horrible empezó a atormentar a Elías. No se quitaba de la cabeza que Irina y Anna estaban a merced de aquellos animales.
—Por ahora ellas están a salvo —intentó calmarle Claude—. Irina es cirujana y los dos oficiales médicos la protegen porque les es de utilidad. Pero no sé por cuánto tiempo… Tienes que sacarlas de aquí, Elías. Esta locura se va a convertir en una barbaridad demencial.
—Si todo pudiera volver a empezar, si pudiera incluso borrarse lo ya borrado… —murmuró para sí.
—No seas ingenuo, Elías. Jamás se habría fijado en ti o en mí. Ambos lo sabemos. Deberíamos darle las gracias a Stalin, después de todo, ¿no crees? Al menos nos ha permitido conocerla. Nunca podríamos haber competido con su esposo… Ese poemario que tanto te inquieta que Irina lea era de su marido; conocía personalmente a Mayakovski, eran amigos. Cuando el poeta se voló la tapa de los sesos incitado por Stalin y cayó en desgracia, el marido de Irina envió un artículo a Pravda con sus últimos poemas inconclusos. Era consciente de que al hacerlo firmaba su sentencia de muerte.
Elías observó a su amigo, desconcertado. Claude escupió un esputo verdoso que se llevó la mitad de sus bronquios.
—¿Qué esperabas? —se justificó, jadeando y sonrojado. Le costaba respirar cada vez más, dejaba ir un resoplido de fuelle roto—. Yo también soy de carne y hueso.
Elías asintió con una sonrisa comprensiva. Sólo le quedaba un ojo, pero le había bastado para darse cuenta hacía semanas de que su amigo estaba también enamorado de Irina.
Los guardias habían improvisado una mesa con un tablón y dos barriles en la orilla del embarcadero para el reparto de la ración de harina. Irina estaba guardando cola bajo la atenta mirada de los guardias, que mantenían el dedo en el gatillo de sus fusiles. Estaban nerviosos y cansados; ya había habido algunos altercados en los repartos de comida y no dudaban en disparar contra la turba en cuanto se sentían amenazados. Aun así, una multitud de brazos extendidos se estiraban hacia ellos entre empujones. Elías contempló la escena con preocupación. La gente se movía como una marea e Irina apretaba contra sus piernas a Anna para evitar que se le escapase de las manos. Un soldado demasiado joven empezó a ponerse nervioso cuando, en un movimiento de avalancha, un grupo de deportados fue arrojado contra el improvisado tenderete derramando por el suelo los sacos de harina. En ese momento, la jauría hambrienta se lanzó sobre las migas espolvoreadas.
El soldado disparó contra el primer hombre que se le vino encima. En un efecto acordeón, otros soldados lo emularon, pese a que el oficial encargado del reparto ordenó a gritos que cesara el fuego. Ninguno de sus hombres, presos del pánico, le escuchó o fue capaz de obedecerle. En pocos minutos la desbandada fue generalizada. Algunos corrían hacia un bosque cercano, otros se lanzaron al río y trataron de ganar la otra orilla a nado, misión suicida e imposible, la orilla estaba demasiado lejos y el agua demasiado fría. Temiendo una fuga masiva, los soldados abrían fuego a discreción contra los que huían o los ensartaban con la bayoneta. Algunos deportados se enzarzaron con ellos en una pelea desigual, tratando de arrebatarles las armas, golpeándoles con palos, con piedras, con cualquier cosa que tuvieran a mano, incluso con las manos desnudas o a bocados.
Elías corrió hacia Irina. En medio del caos, daba vueltas sobre sí misma desconcertada, estrujando contra el pecho a Anna. La niña gritaba horrorizada. Por todas partes caían cuerpos y se escuchaban las descargas de fusilería. Elías las alcanzó abriéndose paso a puñetazos y patadas. Se abalanzó sobre ellas y las echó al suelo, protegiéndolas con su cuerpo.
—¡No os mováis! —les gritó.
Cuando cesó el eco de los últimos disparos, aquel islote estaba cubierto de cadáveres. El aire apestaba a pólvora. Incluso los soldados, que unos minutos antes se habían empeñado con saña, contemplaban el dantesco espectáculo en silencio, asustados por su propia rabia. Algunos vomitaban, otros sollozaron desconsoladamente. Aquel día murieron más de doscientos hombres, mujeres y niños. Apenas media docena de soldados cayeron también.
Y de repente, a lo lejos, un sonido musical empezó a penetrar a través de la bruma que rodeaba el río. Rodeado de muertos, un anciano tocaba la armónica, sentado en un tronco. La música brotaba con tristeza. La escena era demencial, alucinatoria, y al mismo tiempo increíble. Pero el anciano era real, el sonido de su armónica se elevaba sobre los gemidos de los heridos. Su gruesa barriga, su rostro de campesino rudo y fiero, su pelo grasiento y sus manos ensangrentadas que sujetaban la armónica eran tan ciertas como las notas que salían de sus labios.
El comandante que había ordenado a los soldados que no disparasen se acercó al viejo con el revólver en la mano, caminando como un autómata. Todos pensaron que iba a ejecutarlo. Durante un largo minuto lo estuvo observando. Luego se quitó el abrigo y cubrió con delicadeza los hombros del viejo, como si fuera su padre o su abuelo. Se sentó a su lado y mientras el anciano tocaba, el oficial, absorto, con la mirada de los dementes, echó hacia atrás la visera de la gorra con la punta del revólver, dejando que su mirada se perdiera entre los cuerpos de los muertos que habían caído, algunos en posiciones inverosímiles, de rodillas, con los ojos y la boca abiertos mirando al cielo. Con dedos temblorosos buscó en su guerrera un pitillo, lo encendió y le dio una larga calada. Apuntó a la sien su revólver y se voló los sesos.
Su cuerpo cayó de lado sobre el anciano, que por fin dejó de tocar la armónica con la cara ensangrentada. Durante un instante sus gruesos dedos de kulak titubearon sobre el cráneo destrozado del joven sin atreverse a tocarlo, pero enseguida acunó aquella cabeza contra su gruesa y blanda barriga, como si fuera un juguete roto.
Tras el primer instante de desconcierto un enjambre de manos se abalanzó sobre el oficial y el anciano, despojándolos de la ropa, las botas y cuanto pudieran tener de valor. Entre la maraña de cuerpos enfurecidos, Elías vio a Michael coger el revólver del oficial y esconderlo bajo la ropa. La horda se entregó entonces a un ritual tan antiguo como la necedad de los hombres: como bandadas de cuervos desesperados se aplicaron a despojar de cuanto poseían al resto de muertos.
—Tengo que sacaros de aquí —murmuró Elías, apretando contra su pecho a Irina y a Anna.
Claude murió dos semanas después. Agonizó toda la mañana con la cabeza inclinada sobre el hombro de Irina, acurrucado entre sus pechos. Emitía con pausas arrítmicas silbidos que simulaban la respiración mientras Irina lo rodeaba con sus brazos y lo mecía susurrándole una antigua nana al oído, como tantas veces la había visto hacer con su hija, besándole la frente hirviendo. Durante unos segundos, Claude abrió los ojos y miró el mundo como si tramase su último sarcasmo. En aquel breve parpadeo volvió a ser el mismo joven espigado y apuesto, seguro de sí mismo, con aquella alegría irónica e inteligente que siempre dejaba tras de sí un rastro de amargura.
—Deberías haberme elegido a mí —murmuró—. Soy más guapo que ese español, y desde luego no tan dramático.
Irina le devolvió una sonrisa tímida, con un afecto reprimido acarició su mejilla y asintió como si le confesara que, efectivamente, le había entregado su compañía y sus besos al hombre equivocado. No lo creía, los tres eran conscientes, pero eso no importaba. Las palabras mienten, pero la mentira puede ser el único consuelo posible.
Elías salió de la gabarra y se alejó hacia el extremo del embarcadero. Se sentó abatido cerca de la orilla y estuvo largo tiempo observando los filamentos rojizos del sol sobre la superficie del río, las brumas al otro lado que nunca se evaporaban por completo, las barcazas con la proa hundida en la playa viscosa. Pensó que los hombres eran como los árboles raquíticos que se adivinaban en la otra orilla. Nunca podrían enraizarse en una tierra arcillosa como aquélla, lucharían hasta el final para sobrevivir y alzarse hacia los rayos del sol, pero perecerían podridos, sin remedio. Se acongojó al recordar las risas de Claude, su ímpetu en aquel tren que los trajo a los cuatro a Moscú hacía ¿mil años?
La vida de su amigo resultaba un juego de fuegos artificiales, salvas en el aire coloridas, espectaculares, pero que ante la muerte se revelaban espejismos. Todo lo que Claude hubiera soñado, sus edificios proyectados, sus pensamientos, las mujeres que podría haber amado, los libros leídos, la música escuchada, las conversaciones apasionadas que habían mantenido sobre política, los éxitos y los fracasos, las alegrías y las decepciones. Todo moría aquí. Ahora. La muerte escapaba a su comprensión, su amigo iba a cruzar ese umbral solo, como lo harían todos ellos. Y de nada podrían servirle las mentiras piadosas de Irina, ni su mano estrechándole, ni todas esas teorías y la retórica religiosa sobre un Dios, un más allá. Estaba solo.
Observó una especie de perca flotando en un remolino. Buscó un palo y trató de atraerla. Se le habían caído las escamas y las cuencas de los ojos estaban vacías. Apestaba a podrida, pero serviría para la cena. Escondió el pez entre las piernas y le asaltó el temor de que alguien pudiera arrebatarle aquel pedazo pútrido. Supo en ese instante que si lograba sobrevivir, todo aquel sufrimiento le privaría para siempre de cualquier goce o felicidad posterior. Nada, excepto el dolor, le parecería real en adelante.
Irina se acercó con algo en la mano. Elías comprendió que Claude había muerto. Colocó indeciso la mano sobre su mejilla, apartándole un mechón de pelo. Ella hizo un movimiento para desembarazarse de él, pero al instante se aferró a sus dedos besando sus nudillos.
—Ha escrito esto, para ti.
Elías leyó aquel papel tiznado con una rama quemada.
No me lo quitarán todo. Mi muerte es mía.
Elías observó las marcas de las uñas que Claude había dejado impresas como garras en la piel de Irina. Se había agarrado a ella hasta el final con fiereza.
—No quiero morir aquí, no de esta manera, sin luchar —murmuró Irina.
En ráfagas pesadas llegaba hasta la orilla el olor de ramas húmedas alimentando hogueras. Debajo del telón de la niebla se adivinaban algunos cuerpos inflados que iban a la deriva. Otros se habían varado en los meandros atrapados entre las ramas de árboles caídos. Elías contempló la espesura gris que se extendía hacia el norte. La estepa era la puerta de aquella cárcel sin paredes. Miles y miles de kilómetros de absoluto silencio, de nada entre ellos y los Urales al oeste y al norte con el océano ártico. Mirar al este era casi peor. Siberia oriental y la taiga.
Pero ya lo había decidido. Iban a escapar para morir un poco más lejos. Al menos, lo harían caminando hacia alguna parte.
Martin dejó ir un gritito ahogado, como un gemido agónico. Durante los segundos siguientes, Michael notó bajo su mano la respiración agitada de su amante. No deberían agotar sus energías así, pensó, separándose de su cuerpo con el pene todavía erecto. Además era peligroso. Si Ígor les pillaba, no imaginaba lo que podría hacerles. Michael lo había visto sodomizar a otros hombres, pero una cosa era la violación y el derecho de dominio y otra muy distinta lo que Martin y él hacían cada noche. Ellos se amaban.
—¿Crees que nos llevará con él?
Michael acarició el pelo rojo de Martin.
—Nos necesita —dijo para tranquilizarle, aunque no lo creía realmente.
La idea de Ígor era dirigirse hacia el noroeste. Había encontrado en un mapa un viejo trazado de vías que pretendía enlazar las cuencas mineras de los Urales con las tierras bajas de Siberia occidental y el río Yeniséi, atravesando las estepas de Kirguistán. El proyecto se había abandonado a principios de siglo por su desmesura, pero todavía existían algunos tramos de varios kilómetros y vagonetas abandonadas, a unos pocos cientos de kilómetros, en alguna parte entre Nizhnevártovsk y Vampugol. Siguiendo ese trazado deberían dar un largo rodeo de varias semanas para vadear el Obi y luego descender hacia Tomsk.
Miles de kilómetros sin nada a la vista, sin comida, al alcance de los lobos, expuestos a morir en una ciénaga, de hambre, de sed, de frío. Sólo pensarlo era absurdo. Y sin embargo lo iban a hacer. Hacía semanas que Ígor estudiaba el mapa y acumulaba enseres, cuanto podía serle útil, ropa, calzado, los escasos víveres que podían encontrar y algunas armas de fuego robadas a los guardias asesinados. Contaba que en menos de una semana de marcha llegarían a algún poblado pequeño o encontrarían al menos alguna granja siberiana. A partir de ahí, todo sería más sencillo.
Michael contaba, además, con un as en la manga. Tenía la pistola del comandante, nadie más lo sabía, excepto Martin. Cada noche se arrastraba hasta el escondrijo donde la ocultaba, abría el tambor y contaba las cinco balas. La sexta estaba alojada en los sesos del oficial. ¿Qué podía hacerse con cinco balas? Mucho, si se sabían utilizar adecuadamente. Una de ellas estaba reservada para Ígor. Pensaba volarle la cabeza en cuanto se supieran a salvo. Odiaba atrozmente a aquel monstruo. La segunda y la tercera eran para Martin y para él si fracasaban. Ígor estaba reclutando a algunos hombres jóvenes con la promesa de llevarlos consigo. Los estúpidos no se daban cuenta de cuál era su verdadera intención. Pensaba utilizarlos como mulos de carga durante las agotadoras marchas, y cuando el hambre se volviese atroz, los usaría como ganado. Michael no iba a permitir, llegado el caso, que aquellas alimañas acabasen utilizándoles como alimento en su huida. Ígor les había obligado a él y a Martin a descuartizar a aquella pobre desgraciada, y luego les hizo probar su carne. Por más que vomitara y se llenara la boca de barro, no podía arrancarse de dentro aquel sabor repulsivo.
—Deberíamos contar con Elías —dijo Martin. Acariciaba como ausente las tres cuerdas de una balalaica rusa, aquel popular instrumento de mástil alto y cuerpo triangular. Se lo había cambiado a una joven por unas botas llenas de agujeros y fantaseaba con aprender a tocarlo un día, aunque sabía que, tarde o temprano, serviría para alimentar una hoguera.
Michael le acarició la nuca, todavía enrojecida por los mordiscos que le había dado unos minutos antes mientras copulaban con rabia. Al escocés se le encogió el corazón con un presentimiento. Martin no lo lograría, era demasiado débil, pensaba en exceso y no lograba sacudirse los escrúpulos, que allí pesaban como si les hubieran arrojado a lo profundo del río con una piedra anudada a los tobillos. Apartó ese presagio entrelazando los dedos en la cabellera revuelta de su amigo y le besó delicadamente el hombro. Ya no recordaba la primera vez que lo había visto desnudo, el primer beso. Medio año, un año. ¿Qué importancia tenía? Los días eran siglos.
—Elías nunca vendría con nosotros, Martin. Le traicionamos en la OGPU, y nos detesta por servir a Ígor. Ya has visto la manera en que nos mira. A la primera ocasión nos rajaría la garganta con los dientes. Además, nunca se separaría de esa mujer y de su hija.
En realidad, ni siquiera había intentado poner a Elías de su parte. La muerte de Claude había operado en el español un cambio de una magnitud difícilmente entendible desde la distancia. Lejos de hundirlo en la melancolía o en la desesperación, Elías había adquirido una firmeza fría, calculadora. Se había enfrentado varias veces a los guardias y había peleado con ferocidad con algunos presos que habían pretendido agredir a Irina o a su hija, Anna. Michael le había visto destrozarle la cabeza a uno de ellos con un grueso tronco, le había golpeado con saña y había seguido haciéndolo incluso mucho después de que el rostro del desgraciado no era más que un amasijo de carne deforme. Sólo se había detenido cuando Irina, acercándose con cuidado le había sujetado el brazo, y durante un instante Elías la había mirado como si no la conociera, dispuesto a aplastarla a ella también si la consideraba una amenaza. Y entonces había arrojado el tronco ensangrentado como un gato manso y se había alejado hacia la playa con su único ojo sano clavado en la bruma.
Ígor Stern también se había percatado de esa metamorfosis. Ya no le hacía gracia provocar a Elías con indirectas, «sigo esperando tu abrigo», cuando la brigada acudía al trabajo. Ahora lo amenazaba directamente, sabía dónde dañarle. Una mañana se acercó a él protegido por dos de sus hombres. Elías estaba cavando una zanja cuya utilidad no podía ser otra que la de fosa común. Hundido hasta las rodillas en el fango, sus músculos se tensaban con cada palada y los insectos revoloteaban zumbando alrededor de su cabeza sudorosa. Ígor le pidió amablemente que dejase de cavar y le escuchase. Tenía algo que proponerle.
—Me he fijado en esa mujer con la que andas a todas horas. Es siberiana, ¿verdad? Quiero que me la vendas.
Elías le miró con su único ojo con un odio compacto, pero paciente. Ya no le tenía miedo. Y sin el miedo, Ígor poco podía obtener de él.
—No puedo venderte lo que no me pertenece.
—Y también quiero a la niña. Todavía es muy pequeña, pero he oído decir que la carne de los niños es más sabrosa. Puede que primero me la folle y luego deje que estas hienas la despedacen.
Sin pensarlo, Elías cogió la pala con la que había estado cavando y lanzó un corte de siega sobre él. Apenas rozó a Ígor, pero fue suficiente aviso. Antes de poder repetir el ataque, los dos hombres que escoltaban a Ígor se le tiraron encima y lo molieron a palos. Lejos de protegerse, Elías contraatacaba como un perro rabioso y acorralado.
—Un auténtico lobo siberiano, por fin —diría después Ígor, con un orgullo absurdo, como si él fuese el creador de aquel nuevo Elías. No permitió que sus hombres lo matasen.
Se inclinó sobre él, que yacía tumbado en el fango con un pie en la cabeza, y le susurró al oído palabras de sierra entre los dientes.
—Dentro de dos noches vendrás a mi tienda. Traerás a la mujer y a la niña, limpias, bien peinadas. Irina vendrá con tu abrigo. Me las entregarás y me darás las gracias por dejarte vivo.
Aquella noche, Elías salió solo en dirección al bosque. Nadie se adentraba allí, ni siquiera los guardias, a menos que fuera a plena luz del día y perfectamente organizados. Enjambres de deportados enloquecidos vagaban entre los árboles y las altas matas haciendo todo tipo de brutalidades, como una colonia de dementes huida en masa de un manicomio que sembraba el terror. Aventurarse en aquella espesura solo era un suicidio. Pero Elías no tenía más remedio; la balsa que había estado construyendo pacientemente desde el tiroteo y la masacre de los primeros días estaba escondida en las estribaciones. Además necesitaba recuperar otra cosa.
Encontró al hombre que estaba buscando en un claro. La luna llena alumbraba su cuerpo en cuclillas y los esfuerzos y ruidos de sus tripas resonaban en la oscuridad, como gruñidos de bestias en el bosque. Sólo estaba cagando y para limpiarse utilizaba las páginas del libro de Irina. Leía una, la arrancaba de cuajo y se limpiaba el culo. Se llamaba Evgueni, tenía treinta años, aunque aparentaba muchos más, en otra vida había sido escritor en la Academia de Escritores, asiático oriundo de la Mongolia Interior. Su pecado: decir que Gorki era un maldito paniaguado y que Stalin sabía de literatura lo mismo que él de aeronáutica. La jactancia se le acabó el día que entraron en su minúsculo apartamento los hombres de Yagoda para llevárselo. Enloquecido y solitario, aquel espectro pululaba por el bosque a todas horas, semidesnudo como un salvaje, recitando poemas de Konkinshu, la antología imperial Shin de poemas japoneses recopilada en el siglo XIII por Fujiwara Teika, el único poeta digno de ser llamado tal, en su opinión. Irina le había cambiado el poemario de Mayakovski por unos pedazos de carne azulada sobre cuyo origen no había preguntado. El demente de Evgueni sólo los quería porque añoraba el papel higiénico rozando su ano. Y aquellas hojas amarillas le parecían el más sublime de los placeres.
Elías le dio una tremenda patada en la nuca sin tiempo a gritar, lo que habría alertado a los otros errantes, y Evgueni dio de bruces contra el suelo. Se volvió de lado y lo último que vio fue una enorme piedra cayendo sobre su cabeza y un ojo furioso que lo mandaba al infierno con su añorado Teika.
Volvió a la gabarra y despertó a Irina.
—Despierta a Anna, nos vamos. Ahora.
Salieron antes del alba. La balsa era precaria, apenas servía para mantener en la superficie a Anna, arropada con el abrigo de Elías. Irina y él debían permanecer con el cuerpo en el agua, aferrados con los antebrazos a los troncos. Elías había estudiado detenidamente las corrientes, y aunque era imposible enfrentarse a nado con los remolinos o pretender alcanzar la otra orilla, podían dejarse arrastrar río abajo. Si lograban mantenerse a flote durante un centenar de metros, esquivar con suerte los árboles caídos y los conos que succionaban cuanto entraba en su radio de giro, llegarían a un recodo donde el río viraba bruscamente a la izquierda en medio de un ruido ensordecedor, saltando sobre rocas y pequeños escollos. En aquel punto se formaba un meandro donde la corriente se suavizaba. A partir de allí, deberían nadar, mantenerse a flote con los restos de la balsa que se habría hecho añicos y rezar para que las fuerzas no les abandonasen antes de alcanzar un grupo de árboles que hundían sus gruesas raíces en el barranco lodoso al otro lado del río.
Lo que viniera después no valía la pena cuestionárselo. Probablemente, ni siquiera iban a sobrevivir al intento de alcanzar la orilla opuesta.
Antes de arrojarse al agua, Elías le dio el poemario a Irina. Lo había envuelto con todo el cuidado posible para protegerlo de la humedad. Irina contempló las páginas, algunas faltaban, aleatoriamente, según el capricho de los esfínteres de Evgueni. Ella lo miró con el dolor acumulado en sus ojos.
Antes de adentrarse por entero en el río, Irina buscó algo entre sus andrajos. Un pequeño paquetito, envuelto cuidadosamente. Se lo dio a Elías y le pidió que se lo guardara hasta que alcanzasen la otra orilla.
—Si me pasa algo, dáselo a Anna, y dile que su madre la quiere mucho, que hizo todo lo que pudo por sacarla adelante.
Elías no quiso discutir. Era inútil mentirse, decir que todo iría bien, que Irina podía guardarse aquel objeto envuelto, fuera lo que fuera, y dárselo más tarde a Anna. Guardó el paquete, frunció el ceño y apretó con fuerza una soga alrededor del cuerpo de Anna, que lloraba y pataleaba, aterrorizada.
—Haz que se calle o nos van a descubrir —le ordenó con frialdad a Irina. Ésta besó repetidamente la mano de su hija, mientras su cuerpo se iba hundiendo en la corriente fría y nerviosa.
—Estoy aquí, Annushka, mamá no te va a soltar.
Lentamente, la balsa empezó a derivar hacia el centro del río, y a la vez, como había previsto Elías, se escoraba hacia la derecha, lo que le forzaba a tirar con fuerza hacia abajo para que la balsa no volcase del lado de Irina. Apenas se habían alejado de la orilla cuando distinguió una silueta entre las gabarras varadas. Era Michael. Elías reconoció sus piernas abiertas y fuertes y sus hombros redondos. Les observaba con las manos en los bolsillos, con calma, casi con aire divertido. Al cabo de un momento, alzó el brazo, como si les deseara buen viaje, o como si les despidiera con un hasta pronto. Luego, dio media vuelta y desapareció sin prisas.
Supo que podrían lograrlo cuando pasaron el primer tercio del recorrido. El río bajaba con menos fuerza de la prevista y aunque la temperatura del agua le mordía las extremidades con furia, Elías podría soportar el dolor de la congelación. Intentaba darle ánimos a Irina, a la que sólo veía al otro lado de la balsa cuando el cuerpo de Anna se balanceaba anudado a la cuerda por la cintura. Elías veía sus dedos morados agarrados con desesperación al cabo del tronco. Cuando un golpe de la corriente era más brusco, la cabeza de Irina se hundía y Elías esperaba angustiosamente hasta verla emerger de nuevo, lanzando una bocanada de aire con la boca abierta y el cabello pegado a la frente. Una vez ella le sonrió. Por primera vez en semanas.
Sí, podían lograrlo. Aunque era demasiado pronto para dejarse llevar por la euforia. Luchando a cada metro por mantenerse a flote, y lograr que la balsa no volcara aplastando a la madre y hundiendo a la hija, tenían opciones; el meandro del río estaba a la vista, las raíces enlodadas de los árboles se adivinaban entre la espuma del río y las rocas, como buenos samaritanos dispuestos a tenderles una soga en cuanto se pusieran a su alcance. Pero la balsa se alejaba del meandro, montada sobre una lengua de corriente que la hacía virar como un tiovivo, cada vez más rápido.
Elías se desesperó y lanzó un aullido. ¡Estaban tan cerca! Si no lograban alcanzar aquellos árboles, el río los arrojaría como despojos un poco más abajo, inflados como esa perca podrida que había cenado el día que murió Claude. Tenía que actuar deprisa y a la desesperada, no iba a ahogarse allí, de ninguna manera. Se sumergió en el torbellino de agua y sin separarse de la panza de la balsa buceó hasta situarse junto a Irina.
—¡Hay que hacerla girar! —le gritó. Debían subirse encima y apretar hacia abajo con todas sus fuerzas. Quizás volcarían, pero era la única opción. Elías arrastró a Anna hacia ellos para hacer más peso y la balsa se levantó de costado peligrosamente.
—¡No! ¡Se va a caer! —gritó Irina al ver cómo su hija era zarandeada como una muñeca rota. La soga se había partido y los troncos se estaban desmembrando.
Pero Elías siguió empujando hacia abajo, fuera de sí. Tenían que salir de aquella corriente, tenían que virar. Desesperada, Irina empezó a golpearle y a arañarle. Iba a hacer zozobrar a su hija. Iba a matarla. Elías no sentía sus golpes ni sus gritos. Sólo que la superficie estaba un poco más cerca.
Y entonces la balsa saltó hecha añicos con un crujido inocente, como si el río se hubiese cansado de jugar con aquel barquito de papel. Elías se hundió hacia el fondo, arrastrado por Irina, que intentaba desesperadamente escalar por su cuerpo para alcanzar la superficie, donde Anna flotaba agarrada a un tronco. Les faltaba el aire y no lograban ascender. Irina estaba atrapada por el pánico y Elías no era capaz de contenerla, de decirle que se calmase o terminarían ahogándose los dos. Ella le aferraba el cuello, le arañaba desesperada.
Elías sentía que los pulmones iban a reventarle, no veía nada, estaba todo oscuro, notaba el roce de cosas pasándole cerca, ramas, algas, cuerdas y las manos violentas de Irina. Y entonces lanzó con violencia el codo hacia atrás impactando con el cuerpo blando de ella. Y volvió a manotear con fuerza hasta que se dio cuenta de que ella liberaba la presión. Justo antes de que se desprendiera de su lado, alargó la mano a tientas y logró enlazar sus cabellos. Eran como medusas. Cerró el puño para asirla y tirar de ella, pero Irina se le escapó hacia la profundidad.
Desesperado, Elías braceó hacia arriba.
Emergió y volvió a hundirse, y así dos, tres veces, empujado por la corriente, que lo zarandeó como un guiñapo, hasta que su cuerpo se estrelló de costado contra algo sólido. Una raíz caída que se elevaba desde el meandro hacia la orilla rota y enfangada como un puente. Había alcanzado los árboles, o mejor dicho, el río lo había arrojado como un vómito hacia allí.
Aferrado a la rama buscó en todas partes el rastro de Irina o de Anna. A unas pocas brazadas, atorada entre dos piedras que sobresalían como pequeños montículos erosionados, Anna se aferraba al resto de la balsa. Elías nadó hasta ella y tiró del cabo de la soga que aún tenía anudada a la cintura. Después de veinte angustiosos minutos, donde volvió a hundirse y a punto estuvo de ahogarse, logró llevar a la niña hasta la orilla.
Durante una hora esperó con ansiedad. El río devuelve lo que se lleva, le decía su padre, aficionado a la pesca, explicándole que ésa era la razón por la que había que devolver a la corriente los alevines. Volverían convertidos en peces.
Pero Irina nunca volvió de la oscuridad de sus profundidades. Lo único que Elías vio de ella fueron algunas hojas amarillas de su libro de poemas, flotando mansamente, como si los versos fueran ahora en su busca. Acusadores.