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Barcelona, 15 de agosto de 2002

Entrar en el Flight era cruzar el umbral del tiempo y penetrar en una burbuja donde todo se había quedado quieto hacía mucho. En forma de caverna, el local se llenaba de una neblina azulada de humo las noches de recital. Los poetas ocasionales tenían permiso para subir al pequeño escenario enmoquetado del fondo y recitar sus versos. Sólo había una condición y en eso el tío Velichko era inflexible: los bardos tenían que recitar en ruso.

—¿Cómo está tu madre?

El tío Velichko no era el tío carnal de Tania, lo era por el derecho que le conferían más de cuarenta y cinco años de amistad con su madre. Desde que tenía uso de razón, Tania lo recordaba en su vida, siempre viejo, muy viejo, pero detenido en el tiempo, como aquel bar. Cada noche, cuando se sentaba en la barra vuelta hacia el escenario, él le servía un chupito de vodka y le hacía la misma pregunta. Y cada vez, ella le daba la misma respuesta:

—¿Por qué no cruzas la calle y se lo preguntas? —La librería de su madre estaba a menos de cien metros, pero su tío no los recorría más que dos o tres veces al año. Su madre hacía aún menos a menudo el camino inverso. Detestaba los bares y la necesidad nostálgica de Velichko de permanecer en el pasado.

Pero a ella le encantaba aquel local. Las paredes de ladrillo vivo estaban decoradas con fotografías que en su mayor parte pertenecían a los recuerdos de su tío. Imágenes recortadas de enciclopedias, recortes de periódicos viejos, retratos y pasquines guardados celosamente a lo largo de décadas. Todas hacían referencia a su tierra, no esta Rusia que decía con amargura no reconocer, sino la de los tiempos heroicos de la guerra contra los nazis. A veces, Velichko le cedía el local para hacer sus propias exposiciones, pero la condición era la misma que imponía a los aspirantes a poeta que subían a recitar en el escenario: temática rusa. A Tania le costaba agrias discusiones convencer a aquel anciano testarudo y casi sordo de que después de tantos años viviendo en España, bien podría interesarse un poco por el país que los había acogido. A regañadientes él había concedido en que «ultrajase» sus paredes (eso fue lo que dijo al ver colgadas sus fotografías) con dos docenas de instantáneas tomadas en blanco y negro de escenas cotidianas.

—No me gustan —dijo, escrutándolas con una mirada que ya las había rechazado de antemano—. Pero a la gente parece que sí, ya has vendido unas cuantas. No entiendo por qué razón compran fotografías en lugar de hacerlas.

Aquellos razonamientos eran muy típicos de él. Después de todo, seguía siendo un siberiano terco y duro como la mojama.

—Por la misma razón que compran libros o cuadros que otros han hecho, tío Vasili. Porque todo el mundo puede saber apreciarlos, pero no tener el don de crearlos.

El anciano encogió sus hombros caídos con una mueca de incomprensión, como si nunca lograse descifrar aquel misterio. Se echó la bayeta al hombro y se concentró en un vaso que estaba limpiando.

—Deberías buscarte un marido. Un buen hombre que cuide de ti —decidió, como si ésa fuera la única conclusión razonable—. Algún día tendrás que casarte. Eso de ser ave de paso en camas ajenas está bien, pero todo cansa.

Tania sonrió al recordar la enésima conversación que habían tenido sobre el asunto de su soltería y acerca de su vida sexual, demasiado promiscua para el gusto de su tío. Al menos en eso, él y su madre coincidían totalmente. A veces, parecía que se ponían de acuerdo para atosigarla con el tema.

—Estoy esperando al mirlo blanco —replicó con una burla.

—Y yo sigo esperando mi medalla al héroe soviético, pero no llegará, por mucho que espere —gruñó Velichko como un cascarrabias.

Tania nunca se lo había planteado en serio lo de casarse o vivir de manera permanente con alguien. Quizá tenía algo que ver el hecho de que siempre habían estado solas ella y su madre y que no les había ido nada mal sin hombres. No recordaba la última vez que su madre había metido a alguien en casa. No es que no hubiera tenido amantes, era y siempre fue una mujer dueña y consciente de sí misma, muy atractiva, pero procuraba ser discreta y mantenerlos alejados de su esfera íntima. En cuanto a su propia vida sentimental, Tania no sabía muy bien qué pensar. A los veinte años había tenido lo más parecido a una relación formal, y no fue con un hombre. Nunca le había hablado a su madre ni a su tío de aquella profesora de bellas artes, la liberalidad de Anna tenía sus límites y la del tío Vasili sencillamente era inexistente.

Se llamaba Ruth y era cobriza, una mezcla de antillana y europea cuyo resultado era abrumador. Era diez años mayor y sedujo a Tania, o ésta se dejó seducir, con una facilidad pasmosa. Se plantearon marcharse juntas a Holanda, pero la cosa no pasó de un tórrido y tormentoso período de vacaciones en los canales. Ruth era tan apasionada como histérica, y Tania tan terca y orgullosa como su madre, de modo que la cosa no duró. De aquel viaje, además del recuerdo de encuentros extraordinarios y peleas memorables, le había quedado el tatuaje de su mariposa en el cuello. Después de eso habían venido otros hombres y otras mujeres, pero nada que pudiera considerar serio. Tenía una extraña incapacidad para que las emociones de los demás permeabilizaran en ella, nunca veía el momento de comprometerse ni sentía la necesidad de ir más allá.

Hasta que había conocido a Gonzalo.

Sacó del bolsillo la imagen furtiva que había obtenido de él, sentado en un banco con la mirada perdida, y la estuvo contemplando un buen rato. ¿Qué veía en él? No era un hombre guapo, y tampoco podía decirse que resultara atractivo, al menos según los cánones que ella había seguido hasta entonces. Contrito, recogido en sí mismo, parecía esa clase de hombres que pasan por la vida como un accidente sin dejar nada destacable. Y sin embargo, detrás de sus gafitas y de aquella contención había algo que brillaba con fuerza, un rumor lejano en el fondo de sus ojos de un color verde desvaído. Gonzalo Gil era un misterio, como aquellas imágenes que no podía saber qué escondían antes de revelarlas. Había visto algo en él, algo que nadie podía intuir ni apreciar, como le sucedía con esas cosas que pasaban inadvertidas para los demás y que necesitaba inmortalizar en una fotografía. Le parecía uno de esos hombres encerrados en una posibilidad. Como si algo más real latiera bajo su apariencia de hombre gris. Quería saber qué se escondía detrás de esa fragilidad, a qué clase de seres mantenía encerrados en las mazmorras de su vida aparente.

La habitación estaba a oscuras y sólo brillaba un piloto rojo en la pared, sobre la puerta. Las persianas estaban echadas y por el resquicio de la puerta se colaba la luz pálida del pasillo. Notó una fuerte presión en el pecho, como si una roca le aplastase el tórax. Era Lola, su cabeza descansaba sobre él; escuchaba el latido regular de su corazón. Tenía los ojos abiertos y lo miraba como miran los gatos cuando buscan mimos. Hacía muchos años que no veía esa mirada. Notó en duermevela que le acariciaba el pelo revuelto, se lo apartaba con gestos torpes de la cara, sus dedos no eran ágiles para las caricias. Ella se incorporó sobre él y le besó castamente en los labios resecos, que apenas rozó.

—Duerme, mi vida. Estoy aquí.

¿Dónde estaban sus gafas?

Volvió a sumergirse en una oscuridad líquida, fetal.

—Debería estar muerto.

—Pero no lo está.

—Es un milagro.

La palabra milagro se coló en su conciencia como una tenaza. Despierta.

Una luz molesta se colaba entre sus pestañas. Parpadeó y abrió los ojos. Al hacerlo enseguida quiso volver a cerrarlos. La realidad en grueso entrando en su boca reseca. Quiso mover el cuello y notó el collarín ortopédico que se la sujetaba, forzándole a permanecer con la vista en el plafón de tulipa azulada del techo. Un techo bajo. Escuchó voces, hablaban en voz baja, entre susurros.

—Nadie se lo explica. Es un milagro.

Otra vez aquella palabra. Una impresión apareció entre las brumas de su cerebro. Laura estaba muerta. Él seguía vivo, al parecer. Se revolvió entre las sábanas ásperas. Quería que se fueran, que le dejasen solo. Demasiado tarde. Una enfermera le había visto despertar y ahora estaba a su lado, tomándole el pulso, o quizá sólo sujetándole la muñeca inerte con una vía en la vena.

—¿Cómo se encuentra?

Olía… ¿A qué olía? A bata almidonada, a jabón de manos aséptico, a enfermedad, y un poco a vida fuera del hospital: cerveza, tapas, pitillos. «¿Como un resucitado?». Se burló de su pensamiento. No era un moribundo, y sin embargo, aquel par de ojos de pestañas pequeñas y bolsas de cansancio le observaban como tal.

—¿Qué ha pasado?

La enfermera desvió la mirada hacia los pies de la cama. Un desconocido le observaba con los brazos cruzados sobre una camisa de manga corta que constreñía la barriga hinchada. Los botones soportaban tanta presión que tiraban del ojal amenazando con saltar por los aires. Alcázar.

—Te han dado una buena. Durante un tiempo vas a orinar Burdeos, pero has tenido suerte —dijo, moviendo su pesado mostacho de un lado a otro de la boca.

La enfermera lo corroboró. Ocho puntos de sutura en la base del cráneo, esguince de cuello, cuatro costillas rotas, hematomas por todo el cuerpo y tres puñaladas que le habían causado una hemorragia interna. Lo habían tenido que operar dos veces y había pasado momentos muy críticos en la UVI. Pero ya estaba fuera de peligro.

Gonzalo palpó debajo de la sábana. Le habían metido una vía para orinar.

Pidió agua. La enfermera le acercó a los labios tumefactos un vaso de plástico. Bebió un sorbo corto, observando a Alcázar por encima del borde plastificado.

—¿Qué hace aquí, inspector?

Alcázar le puso la mano en el antebrazo.

—Preocuparme por ti. —Parecía sincero.

Necesitaba volver a dormir. Descansar, se estaba bien en ese estado de inconsciencia.

—Volveré mañana.

Apenas oyó la voz del inspector, deshaciéndose. Asintió. O eso creyó.

El sueño cada vez se hacía menos denso y la oscuridad menos protectora. El dolor se iba haciendo constante y presente, como las imágenes de lo que había sucedido, la agresión en el aparcamiento, el rostro de Atxaga desfigurado por la rabia. Estaba recuperando las sensaciones.

—Eso es bueno —le animó el doctor que cada mañana hacía la visita—. Vuelve a la vida.

Pues la vida dolía, mucho, y los calmantes no la calmaban.

Y una mañana, mientras la enfermera le ayudaba a incorporarse en la cama colocándole un almohadón para tomar su primer desayuno (un zumo y una papilla verdosa que vomitó), su mente se despejó de repente, con un grito de alarma.

—El ordenador…

—¿Cómo dice?

Siaka, la Matrioshka, la fusión con su suegro… El ordenador… ¡Lo llevaba encima cuando Atxaga le agredió!

—¡Las cosas que llevaba el día que me atacaron! ¿Dónde están?

La enfermera titubeó, desconcertada.

—No lo sé, supongo que eso es cosa de la policía.

Cosa de Alcázar.

Aquella misma tarde el inspector volvió a visitarlo a la misma hora. Durante aquellos días se había convertido en una presencia familiar y discreta. Se sentaba en el sillón a los pies de la cama y pasaba allí quince minutos, pero no daba la impresión de que sus visitas fueran de compromiso, sino más bien un estudio de campo, un análisis detallado cuyo objeto era Gonzalo. La mayor parte del tiempo Gonzalo estaba demasiado cansado o durmiendo, pero eso no parecía molestar al inspector. Al contrario, se relajaba en el sillón, cruzaba las piernas y se limitaba a observarlo atentamente. A veces, Gonzalo se fingía dormido para no tener que enfrentarse a su escrutinio. Había algo inconcreto en aquel hombre que le desconcertaba, era como un cruce de caminos sin señales direccionales, y no tenía ni idea de a dónde se dirigían. Pero aquella tarde la necesidad de averiguar dónde había ido a parar su ordenador le obligó a mostrarse algo más comunicativo.

—No necesito ninguna niñera. No es necesario que venga cada tarde y se siente ahí como si estuviera velándome. La enfermera y el doctor dicen que estoy fuera de peligro.

Alcázar acercó su rostro al cabezal de la cama.

—No es lo que parece. —Sacó una impresión fotográfica de una cámara de seguridad y la puso a dos palmos de su cara—. La cámara del aparcamiento lo grabó todo. Éste es el tipo que te ha hecho papilla. ¿Lo reconoces? ¿Es Floren Atxaga?

Gonzalo asintió.

—Yo diría que mientras este sujeto ande por ahí, no estarás fuera de peligro.

—Miranda Acebedo, su exmujer…

—Le he puesto vigilancia, tranquilo.

Gonzalo suspiró con desasosiego. Notaba cómo el aire crujía en sus costillas, igual que un fuelle roto.

—Pero ¿no se iba a jubilar?

El mostacho gris de Alcázar se abrió como una cortina. A su modo, aquello era una sonrisa.

—Oficialmente soy un civil más. Entregué la credencial hace dos semanas, como te dije.

—Entonces, ¿qué hace aquí?

—He dejado la policía, pero no de pagar las facturas. Los viejos tenemos el vicio de no querer morirnos cuando nos jubilamos. Estos últimos meses he estado preparándome un poco la pista de aterrizaje: ahora trabajo por mi cuenta. Tu suegro me ha contratado para que me encargue de tu protección y la de tu familia.

—Qué considerado…

—No te hagas ilusiones: para el viejo eres una inversión; todavía espera convencerte de que vendas esa finca. Pero tu familia sí es su prioridad… He hablado con tu esposa.

—¿Ha hablado con Lola?

—Estabas en coma. Había que actuar con rapidez y ya me he puesto a ello. Hay dos hombres en la puerta de tu casa velando por la seguridad de tu familia. Son gente de fiar.

Gonzalo no se había tomado demasiado en serio la amenaza de las pintadas en el muro de su casa. Atxaga era la típica mierda con aspecto de pequinés. Ladraba mucho pero sólo mordía a los que le cuidaban.

Pues al jodido pequinés le habían salido dientes de pitbull en la cárcel.

Gonzalo había puesto en peligro a Lola y a los niños. Sólo pensarlo le causaba arcadas.

—Pensé que podía controlarlo.

—Pues es evidente que te equivocabas. —Alcázar le puso en antecedentes: Atxaga le había estado esperando detrás de una columna, vigilando desde hacía rato su plaza de aparcamiento. Cuando vio acercarse a Gonzalo, salió de la parte de atrás y le golpeó con una barra de hierro en la cabeza. Gonzalo perdió el conocimiento casi al instante, pero el tipo siguió pateándole y golpeándole con furia—. Te apuñaló tres veces. Sin duda, su intención era asesinarte. Por suerte, apareció alguien y logró espantarle. Una mujer; fue ella quien dio aviso a la policía.

—¿Una mujer? No recuerdo que hubiera nadie más en el aparcamiento.

—Tampoco viste a Atxaga. El caso es que la mujer se marchó antes de que llegara la patrulla, pero no es necesario su testimonio. Tenemos las grabaciones.

Gonzalo se aferró a aquella mirada que le escrutaba como si llevase dentro algo incurable.

—Las cosas que llevaba, la documentación del maletín —ensayó un embuste que resultó bastante plausible— y mi ordenador portátil con los datos de mis clientes…

Alcázar lo tranquilizó.

—Los agentes le entregaron tus cosas a Lola. No creo que falte nada, la intención de Atxaga no era robarte.

¿Le estaba mintiendo? ¿O lo que Gonzalo notaba en el inspector no era el rastro de una mentira sino una cierta superioridad mal disimulada, parecida a la de un cuidador frente a su paciente, como la enfermera que le ayudaba a comer o el médico que le alentaba para que empezara cuanto antes la recuperación? En el caso del inspector, esa condescendencia anidaba en el convencimiento de que Gonzalo era un ingenuo, acaso un ser débil que no sabe nada del verdadero mundo, del daño que pueden infligir los otros, y que de repente había recibido un curso acelerado. «¿Y tú pretendes enfrentarte a la Matrioshka? Ahora ya sabes lo que te puede pasar, lo que duele una puñalada perforando el pulmón. Bienvenido a mi realidad».

—Mientras estaba allí, unos segundos antes de perder la conciencia, pensé que iba a morir. A morir de verdad.

Alcázar se rascó el mentón con el nudillo del índice. Inspiró el aire y lo retuvo antes de dejarlo escapar lentamente, con un casi inaudible ronroneo de la bronquitis crónica que el tabaquismo le había dejado. Dentro de un tiempo, le advertía ese gato, moriría de un enfisema si seguía a su ritmo de dos cajetillas y media diarias. Pero el inspector no escuchaba a los gatos, aunque vivieran en su garganta.

—¿Es horrible, no es cierto? La certeza de morirse, el instante en que esa idea teórica que nos ronda desde que nacemos se transforma en una experiencia real e inapelable. No se puede pensar en nada más, sólo en ese pavor que paraliza cualquier otra cosa, los sentimientos por la familia, esos supuestos monólogos interiores. ¿Tu vida en un segundo? Y una mierda. Los esfínteres aflojados y poco más. No te sientas mal por eso. Nadie quiere morirse, Gonzalo.

La idea de la muerte le trajo al inspector a la memoria la agonía de Cecilia, sus últimas semanas viendo cómo, minuto a minuto, el cáncer la devoraba sin poder hacer nada por ella, excepto estar allí, viendo su expresión de pánico y de sufrimiento. Se puso en pie, dispuesto a despedirse.

—Pero esta vez has saltado el agujero. No lo olvidarás, se quedará ahí, cerca, acechando. Algunas veces vendrá a morderte, se reirá un poco de ti, te hará temblar, pero la vida te exigirá que tomes partido por ella, y lo superarás.

Gonzalo no apreció señal alguna de moralina ni de consejos. Alcázar se limitaba a contrastar su propia experiencia con la suya, sin emoción alguna.

—No deje que ese animal se acerque otra vez a mí o a mi familia.

—Tranquilo. No volverá a acercarse. Y si lo hace, lo estaré esperando.

Alcázar hizo ademán de despedirse ya, pero se detuvo, cruzando el índice sobre los labios.

—Una cosa más. Tus hijos han mencionado que vieron a un joven negro merodeando por tu casa. Un tipo bien vestido y de facciones agradables.

Gonzalo estaba seguro de que el inspector notó el cambio de su expresión. Sus mentiras o disimulos eran inexactos, como quien se esconde detrás de una cortina y permite que le asomen los pies.

—Recuerdo que Lola me lo mencionó, pero no veo la relación.

Alcázar ladeó la cabeza como si estuviera exponiendo una sospecha absurda.

—No, claro. Pero si volviera a aparecer, házmelo saber.

Lola llegó dos horas más tarde. Sin darle tiempo a desprenderse del bolso, Gonzalo la abordó, preguntándole si la policía le había entregado un ordenador portátil que estaba en el asiento trasero del coche. Lola lo pensó un poco, pero estaba casi segura de que entre las cosas que habían recuperado los agentes no había ningún ordenador.

—Creía que detestabas esos aparatos, siempre te estás quejando de que de no ser por Luisa estarías perdido en el laberinto de la informática.

Gonzalo improvisó con menos cuidado del que había puesto para tantear al inspector.

—He empezado hace poco. ¿Estás casi segura de que la policía no te lo ha devuelto o segura por completo? Piénsalo, por favor, es importante.

A Lola le pareció fuera de lugar tanta alarma por un simple ordenador portátil.

—Estoy segura del todo. No puede ser tan grave, habrás hecho copias de seguridad.

¿Las habría hecho Siaka? Esperaba que el joven fuera más despierto que él en ese campo. Esa posibilidad vino a calmarlo un poco, pero seguía preguntándose en manos de quién había caído toda la información que Laura guardaba y qué pensaba hacer con ella.

Lola venía sola al hospital. La primera vez trajo a Patricia, pero la niña sufrió una impresión tal que no pudo dejar de llorar cada vez que miraba aquel amasijo de carne que tenía la voz de su padre pero no se le parecía. Desde entonces Lola no había vuelto a llevarla. En cuanto a Javier, no había aparecido por allí ni una sola vez. Como de costumbre, Lola trató de justificarle.

—Ya sabes cómo es. Me pregunta por ti, te manda recuerdos, pero no quiere venir… Además, creo que ahora tiene la cabeza en otro sitio.

—¿En otro sitio?

—Juraría que ha conocido a una chica.

Gonzalo adivinó en los ojos de su esposa un gozo que rozaba la envidia sana, la evocación de emociones perdidas u olvidadas en los pliegues de su biografía. También ellos habían sido jóvenes enamoradizos, arriesgados y temerarios, que perdían el mundo de vista para verse cinco minutos en cualquier parte y comerse a besos, y regresar a sus casas con la ropa alborotada y un color de mejillas delator. Alargó la mano, envuelta en un esparadrapo bajo el que asomaban unos tubitos que le bombeaban suero fisiológico, y rozó las uñas esmaltadas de Lola posadas en la sábana.

—Siento todo esto —murmuró. Su voz era todavía pastosa, le costaba recobrar la entonación propia.

Lola esbozó una sonrisa, pretendía ser de comprensión, pero sólo resultó cansada.

Estaba vivo, en la puerta había un hombre con cara de pocos amigos que Alcázar había puesto de guardia por si Atxaga tenía tentaciones de volver a rematar la faena. Ella estaba bien, los niños también. Eso era lo que contaba.

—Debí tomarme el asunto de las pintadas más en serio.

—Ahora eso ya no importa.

Se miraron. Callados, con un montón de cosas hirviendo en los ojos. Reproches, súplicas, disculpas. ¿Por qué era tan difícil decirlo?

—Te quiero. ¿Lo sabes? —Los ojos de Lola brillaban.

Gonzalo tragó saliva. El ojo derecho estaba anegado de sangre, y la hinchazón del izquierdo apenas le permitía mantenerlo abierto. El ojo sanguinolento se desplomó sobre ella.

Cinco minutos. Sólo estuvo tras la puerta entornada de su dormitorio ese tiempo, dieciocho años atrás: petrificado. Sólo ojos, sólo mirada. Veía el pico de la cama, la sábana revuelta y un amasijo de pies que se entrelazaban como los filamentos de las medusas, que se encogían y se estiraban al ritmo de los gemidos. De ella, de él. Nunca quiso saber su nombre, sólo vio una porción de su espalda, musculosa, bronceada, y un glúteo blanco, de niño, en contraste con la piel firme, morena y sudorosa de sus muslos; apretando contra ella, enterrada bajo sus brazos y su cuerpo. Gimiendo. Y ese gemido seguía ahí, todavía. Ojalá pudiera arrancarlo de su cerebro, y aquel modo de mover los pies entre las sábanas. Ojalá fuese capaz de borrar esa imagen cada vez que tenía delante a su esposa. Pero no podía.

—No hemos hablado todavía de lo que pasará, ahora que el acuerdo con tu padre se ha roto.

La puerta anhelante que Lola había abierto se cerró con desilusión. De un portazo. Se echó hacia atrás y con ella huyeron sus uñas, que fueron a parar a una rodilla sensual, todavía de contorno firme, que asomaba bajo la falda de tubo.

—No hay nada que no pueda arreglarse. He hablado con mi padre, comprende la situación, y está dispuesto a esperar a que te recuperes. Le he prometido que reconsiderarás tu decisión. Que pensarás en nosotros, en el futuro de tus hijos y en nuestro bienestar.

La expresión dura, con los labios ceñidos al rostro con un suave carmín color carne, no dejaban espacio a la especulación. Gonzalo movió la mano entubada y se tocó el pecho. Su movimiento pausado era la única prueba de que seguía respirando.

—No puedo hacerlo, Lola.

—Sí puedes.

Ella no alcanzaba a comprender lo que estaba sucediendo en su interior, el derrumbe que al principio había empezado con pequeñas grietas en el revoque, pero que ahora amenazaba con ser total y definitivo.

—Necesito conservar esa casa, y necesito preservar la independencia del bufete. Para mí es importante.

—Los recuerdos no valen nada, Gonzalo. ¿No eras tú el que decía que viajan con uno como en una mochila? No necesitas atarlos a ese lugar.

—No se trata de los recuerdos, y probablemente, tampoco de esa casa, que no vale nada, efectivamente. Pero todavía sueño con ser el que era, o el que siempre esperé llegar a ser. No es tarde, aún no. No necesitamos esa casa con piscina, ni tenemos que pagar esos colegios tan caros para nuestros hijos, podemos apañarnos. Déjame que me ocupe de vosotros sin tu padre. Puedo hacerlo… Quiero hacerlo.

Lola ni siquiera le escuchaba. Se había enrocado cerrando férreamente su defensa. No entendía qué había pasado desde la muerte de la hermana de Gonzalo, qué clase de tormenta había provocado. Pero intuía los resultados, y serían desastrosos.

—¡Cómo vas a ocuparte de nosotros, Gonzalo! ¿Como te has ocupado de ese hombre que casi te mata y que ha llenado de miedo nuestras vidas? ¿Viviendo con dos hombres armados en la puerta de casa que paga mi padre? ¿Con ese inspector rondando por aquí como un pájaro de mal agüero?

La crueldad era su último y desesperado recurso. Se negaba a aceptar aquella situación sin presentar batalla. Conocía a su padre, sabía de lo que era capaz si algo se interponía en su camino, y ese estorbo era Gonzalo. Tenía que entenderlo, él no quería renunciar a lo que tuviera en la cabeza, esas alocadas y románticas ideas de dignidad, de libertad, estupideces que Esperanza, esa vieja bruja, y la loca de su hermana le habían metido en la cabeza desde chiquillo. Pero en cambio, en su egoísmo, se atrevía a imponerle a ella y a sus hijos que renunciaran a eso mismo que él no estaba dispuesto a ceder, y no era tan sencillo. Lola ya había renunciado a demasiadas cosas casándose con él contra la opinión de su padre y de su entorno social; con un hijo de comunista, con un ateo, con un muerto de hambre que no tenía donde caerse cuando lo conoció. Y no le importó soportar las humillaciones de los amigos y de su padre, pasar aquellos bochornos cuando se ponían a discutir de política; había soportado ese fuego cruzado con entereza, a veces sintiéndose sola, como cuando Gonzalo la miraba con ese desprecio desesperado de los pobres que hacen de su necesidad una virtud, como si ella, su mujer, fuera despreciable y estuviera corrompida sólo por ser rica. Todo había sido poco porque le quería, y porque con paciencia infinita, con entereza, fue tejiendo ese manto que llegó a envolverlos, que apartó a Gonzalo de la perniciosa influencia de aquellos recuerdos de un padre inventado.

Llegó a pensar que había vencido. Y no era así, ahora lo veía: uno no deja de ser lo que es aunque se disfrace de otra cosa. Dieciocho años de culpa era mucha penitencia, cada día y cada noche reprimiendo la tentación de contarle la verdad, una verdad que, de no haber nacido Javier, poco tendría de trascendental. Era joven, y los de su clase le recordaban que seguía siéndolo. No era tan divertido estar casada con «el hijo del rojo», tenía dudas, se preguntaba si no se había precipitado casándose, si no tendrían todos la razón y ella estaría equivocada. Sucumbió, tuvo una aventura que el tiempo y la certeza de que realmente amaba a aquel hombre hubiesen dejado en anécdota. Pero nació Javier, y era como si Gonzalo sintiese que no era hijo suyo, y ella sabía que era la causante de aquel duelo secreto entre su esposo y su hijo, de aquella guerra que dañaba a ambos por igual. Sí, cada noche quería contárselo, hacerle ver que los errores son aprendizaje cuando no son reincidentes, pero callaba, callaba, y ya no tenía modo de hacer venir las palabras. Por eso seguían juntos, y por eso había renunciado a tantas cosas, a ella misma. Pero no iba a permitir que aquella rebeldía estúpida y adolescente de Gonzalo arrastrase a su familia. Ya no tenían veinte años; ahora tenían dos hijos de los que ocuparse y un mundo que, le gustase o no a Gonzalo, era en el que vivían.

—No voy a cambiar de opinión, Lola. No venderé la finca del lago y no habrá fusión con tu padre.

—¿Aunque me pierdas? ¿Aunque pierdas a tus hijos y todo lo que hemos construido juntos?

Gonzalo recordó aquella historia que le contaba su madre de cómo perdió el ojo derecho su padre. Por conservar un miserable abrigo que quisieron robarle cuando era joven. A veces podemos perder lo importante por defender lo que para otros es insignificante.

Miró con tristeza a Lola.

«A ti te perdí hace dieciocho años», dijo el silencio de aquella mirada.

Los días en el hospital eran un paréntesis que mantenía a Gonzalo alejado de la realidad. Luisa lo visitaba por las mañanas y se empeñaba en traerle bombones (a Gonzalo no le gustaba el chocolate, y sobornaba con ellos al personal sanitario), se sentaba junto a la cama y le explicaba cómo iban las cosas en el bufete tras su decisión de no vender la propiedad del lago y la fusión abortada con el despacho de Agustín González.

—Por ahora, mantengo a los hunos al otro lado de la frontera, pero no sé cuánto podré resistir sin refuerzos.

—Me han dicho que podré salir de aquí en unos días, pero tardaré en volver a estar en plena forma. Las costillas rotas tardan meses en soldarse del todo.

Luisa soltó una risa divertida.

—¿Y cuándo has estado tú en forma?

Era su manera de esconder su preocupación. Pese a la renovación del rutilante cartel, los clientes llegaban con cuentagotas, y sospechaba que ello se debía en gran medida a la campaña de captación que la secretaria de Agustín González estaba haciendo. En más de una ocasión, Luisa se la había encontrado charlando con alguno de ellos, que, curiosamente, decidía al poco cancelar la relación con el bufete de Gonzalo. Su ayudante tampoco quiso preocuparle con la carta del administrador del edificio que había llegado aquella misma mañana: el contrato de alquiler vencía en tres meses y no iban a renovarlo. Las cosas se estaban poniendo casi tan negras como los moratones en el rostro de Gonzalo.

—Necesito que me hagas un favor. Quiero que me consigas la grabación de seguridad del aparcamiento.

Luisa lo miró con extrañeza.

—La policía tiene la copia y se están ocupando de estudiarla. ¿Para qué la quieres? ¿Te apetece ver cómo ese tío te patea hasta dejarte medio muerto?

—Necesito verla, es cosa mía. —No podía decirle que necesitaba saber qué había pasado con el ordenador—. ¿Puedes hacerte con ella de manera discreta? No quiero que nadie se entere.

—Conozco a alguien del centro de seguridad. Miraré qué puedo hacer.

En el lenguaje de Luisa eso significaba que lo diera por hecho.

—Y otra cosa. Intenta conseguir información sobre el inspector Alberto Alcázar, todo lo que encuentres.

Por una vez, Luisa no hizo ningún comentario gracioso. La mención del inspector la hizo ponerse muy seria.

—¿Estás metido en algún lío?

Gonzalo sonrió. Un lío era una manera muy benigna de valorar la situación en la que se había visto atrapado y sus múltiples frentes.

—No me gusta ese inspector, Gonzalo. Últimamente va mucho por el despacho de tu suegro y, no sé cómo decirlo, da miedo.

—¿Te asustarías un poco menos si te dijese que, oficialmente, ya no es policía?

Luisa no pareció sentirse mejor. Pero aun así, haría cuanto pudiera para cumplir con el encargo de su jefe.

¿Cuándo había perdido la ilusión por su trabajo? Alcázar no lo recordaba. En su inventario de justificaciones y excusas tenía la fecha marcada de la muerte de Cecilia como el principio del fin. Pero eso era engañarse y ¿a quién iba a engañar a estas alturas? La verdad era que nunca le gustó lo que hacía, y eso no significaba que durante algunos años, cuando su padre aún estaba en activo, disfrutase. Lo hizo, pero siempre de un modo inconexo e irreal, como un juego. Hasta que el juego se volvió demasiado real. ¿Añoraría las viejas rutinas? Desde luego que no.

—¿Qué hay de Atxaga?

Agustín González se había vestido para una cena de gala. Le quedaba bien el traje negro y la pajarita. Hay que nacer con ese porte que hace natural lo sofisticado, y el viejo lo tenía. Al entrar en el despacho de su casa había visto a una chica de ¿diecinueve, veinte años? No era el putón verbenero de siempre; ésta era más refinada, rasgos iraníes, cintura de avispa y busto discreto. Agustín, don Agustín, se estaba ablandando, cada vez le iba menos la excentricidad y el exceso. Se hacían viejos.

—Desaparecido del mapa, pero en cuanto asome el hocico se lo romperé.

Agustín González se estaba ajustando los gemelos, a juego con el reloj de platino. Con uno de esos relojes habría bastado para mandar a Cecilia a una de esas clínicas privadas de Estados Unidos para hacer un tratamiento, como hacían todos los ricos desahuciados. No habrían podido salvarla, pero le habrían regalado algunos meses más de vida y una agonía menos dolorosa. Eso debió de ser lo que terminó por asquear a Alcázar, no el dolor ajeno, sino el propio, y el saber que con dinero ni siquiera la muerte es igual para todos, por mucho que se empeñen los jodidos pobretones que sueñan con alguna suerte de justicia. No era verdad eso de que a cada cerdo le llega su san Martín. Ahí estaba el viejo, pactando con el Diablo, en todo su esplendor. ¿Cuántas cabronadas había hecho? Innumerables, y no pocas con su ayuda.

—Reconozco que si ese cabrón se hubiera cargado a mi yerno, me habría hecho un favor.

—¿Y qué me dices de tu hija y de tus nietos? ¿A ellos también?

—Ellos no le necesitan. Me tienen a mí. Eso es lo que hago siempre, ocuparme de todo. Y ahora tengo que encargarme de esa mierda de finca que me está dando más dolores de cabeza que la jodida migraña.

Alcázar se fijó en la fotografía colocada en el pequeño buró. En ella aparecían Agustín González y el padre del inspector. La imagen de su padre, tan joven, le causó la misma extrañeza de siempre. Los años cincuenta habían sido para ellos el Dorado, cuando podían hacer y deshacer sin cumplir más reglas que las suyas. El abogado hijo de un ministro y el comisario sin escrúpulos. A la vista estaba quién se llevó la mejor tajada del pastel. Pero era gracias a aquella fotografía que Alcázar podía tutear al viejo. Todavía recordaba las tardes en que le llevaba al canódromo con su padre para tratar sus asuntos. Guste o no, el camino está marcado.

—Hiciste un buen trabajo con la loca de mi consuegra. ¿Qué le dijiste para convencerla de que vendiera su parte?

Alcázar se mostró elusivo. Había cosas que, afortunadamente, no podía alcanzar la larga garra del viejo.

—Si su hijo insta el proceso de incapacidad de su madre, ese contrato será papel mojado, y aunque no fuera así, sin su veinticinco por ciento no puedes iniciar los trámites de obra.

Agustín González se contempló la nariz, los dientes y las mejillas frente al espejo del vestidor. No era tan imbécil como para dejarse arrastrar por esa imagen seductora, pero sí se sentía satisfecho del resultado que ofrecía. Un mundo de apariencia brillante, eso es lo que se esperaba de él, y eso era, consumado histrión, lo que sabía ofrecer mejor que nadie. Sin embargo, tal vez esta noche su aspecto seguro no bastaría, y puede que tampoco colgarse del brazo de una preciosidad como la que le esperaba en el salón, para convencer a sus clientes de que el proyecto del lago iba sobre ruedas. A esa gente, los fuegos artificiales sólo les provocaban un bostezo soporífero. No les interesaban ni el ruido ni las luces. Querían eficiencia, hechos. Y hasta ahora era lo que él les había ofrecido. Pero Alcázar tenía razón: lo cierto era que tenían un problema. Y a la gente poderosa, infinitamente más poderosa que él, los problemas les resultan tan molestos como los pliegues en una alfombra roja. Esperan que alguien los alise antes de que ellos pasen, y ése era su trabajo.

—No sé qué truco has utilizado con Esperanza, pero sácate otro de la chistera y convence a ese idiota de que venda.

—Ya no tengo más conejos.

Agustín González se ajustó la pajarita, frunciendo el ceño al advertir que la papada cada vez le colgaba más.

—Pues cázalos donde sea necesario. El tiempo se nos acaba, Alberto. Seguro que tu padre habría sabido qué hacer.

Ya había visto esa mirada en el viejo antes, ese brillo vacío que se burla de los escrúpulos, de la moral, del bien y del mal. Él era de otra pasta, estaba en ese limbo donde viven los dioses, observando con impaciencia las cuitas de los mortales. No quería ser importunado con los detalles, por escabrosos que fueran. Quería ver ese contrato encima de la mesa. A eso se refería al mencionar a su padre para azuzarlo. Pero no comprendía que los tiempos eran otros, que ellos eran también distintos. Los dioses ya no levantaban el brazo con el saludo fascista, ni se iban de cacería con el Caudillo, ni frecuentaban putas de lujo con el yernísimo. Ya no podía dejarse a los muertos tirados en una cuneta, ni arrojarlos por la ventana de una comisaría. Pero el viejo no se daba cuenta. O lo sabía, pero no le importaba una mierda.

—Te das cuenta de que nos han atrapado en una pinza, ¿verdad?

Agustín González observó su propio rostro en el espejo, ahora transfigurado.

—¿Qué quieres decir?

Alcázar acarició su mostacho. Los dioses también tenían granos en el culo. Señaló el juego de muñecas rusas pintadas a mano que Laura le había regalado. Eran hermosas, inexpresivas pero de colores muy vivos, ataviadas como campesinas, con sus pañuelos de flores. El viejo insistió mucho en comprárselas cuando las vio en su despacho. Quería tenerlas como un trofeo, como las cabezas disecadas de ciervos, jabalíes y lobos que coleccionaba en la biblioteca, cuando España era el coto privado de los de su clase.

—Si es verdad que tu yerno tiene pruebas para reabrir el caso…

Agustín González se irritó pero no alzó la voz. Nunca perdía el sentido de la escena, jamás se le iba de las manos su papel.

—No tiene nada.

—¿Y si lo tiene?

Agustín sonrió, consultando la hora en su reloj de platino. La guapa con rasgos iraníes se estaba impacientando.

—Pues se lo quitas, como sea.

—¿Como sea?

La mirada del viejo se distanció del inspector, con un rastro de sorna.

—La verdad es que echo de menos a tu padre. Con él no había que repetir las cosas.