9

Tomsk. Estribaciones de Siberia Occidental,

principios de marzo de 1933

Estaban exhaustos tras una larga travesía entre la nieve blanda, que en algunos tramos se hundía hasta las rodillas. Llevaban varios días de marcha a pie atravesando bosques fantasmagóricos, remontando colinas sucias o ciénagas, y continuamente azuzados por los guardias y sus ayudantes. Elías sostenía en brazos a la pequeña Anna. La niña estaba muy pálida, tiritaba todo el tiempo y aunque su madre se esforzaba en darle todo el calor, su viejo chal no era suficiente. Metida dentro de su abrigo respiraba algo mejor. Irina estaba demasiado cansada para cargar con ella, aunque se negaba a reconocerlo. Y aun así, le cantaba canciones, le hablaba con mimo, inventaba para ella historias de animales mitológicos, mostrándole cualquier cosa que pudiera hacer de aquel viaje al horror una aventura soportable para la pequeña.

Pero incluso ella palideció al contemplar el inmenso complejo que se extendía sobre la ribera helada del río, donde por fin los hicieron detenerse. Habían llegado a Tomsk, el centro neurálgico donde se concentraban todos los deportados antes de su redistribución por los campos de Siberia. Los precarios barracones de madera y las torres de vigilancia se divisaban desde la ribera derecha del río Tom. Al otro lado se extendía la ciudad y más allá las cuencas mineras. Los deportados eran miles, y seguían llegando sin cesar. Escuadrones de guardias a caballo empujaban con sus monturas las columnas de presos, dirigiéndoles como el río hacia la embocadura de empalizadas y alambre de espino del campo.

Elías contempló aquel espectáculo dantesco con su único ojo.

—¿Qué locura es ésta? —Enormes gabarras de carga estaban arribando a los muelles provisionales y centenares de personas eran obligadas a introducirse por las escotillas y bajo los toldos. El francés Claude negó, apesadumbrado.

—Es importante que nos mantengamos juntos. Por lo que he escuchado a los guardias, las autoridades no estaban preparadas para esto. Somos demasiados, no hay intendencia y ya ha habido graves tumultos. Parece ser que anoche hubo una matanza. Van a mandarnos río arriba, hacia otros campos en la confluencia con el Obi.

Irina lo miró consternada. Todos ellos tenían un aspecto fantasmagórico, pero el frío y el miedo eran muy reales.

—Eso no puede ser. Más allá del Obi no hay nada.

Claude se encogió de hombros, contemplándola con sus grandes ojos que sin carne en las mejillas se habían vuelto burbujas negras y saltonas.

—Pues ahí van a arrojarnos, a la nada.

Elías se negaba a aceptarlo. Como muchos, todavía pensaba que su situación se debía a un terrible error y que, en alguna oficina del Kremlin, alguien lo estaría solucionando. Y como él otros muchos rebuscaban entre sus esperanzas para no sucumbir a la desesperación. Los había que tenían hijos o hermanos en el Ejército Rojo, incluso en la propia policía; éstos eran los que se mostraban más arrogantes, y con ellos los guardias parecían contenerse, por si acaso. Otros se amparaban en una inocencia sin dudas, madres con hijos pequeños, amas de casa u obreros de las fábricas que sólo habían cometido minúsculas faltas: faltar al trabajo, dejar un comentario irónico escrito en un baño público, o simplemente salir a la calle olvidando el pasaporte interior. También había una inmensa mayoría de campesinos que habían entrado ilegalmente en Moscú o en Leningrado huyendo de las hambrunas de las zonas rurales. Se mostraban resignados a su suerte, confiando que no sería demasiado cruel. Esperaban que los devolverían a sus lugares de procedencia, allí esperarían un tiempo antes de volver a intentar entrar en una gran ciudad, tal vez con mejor suerte.

Al adentrarse en el campo de Tomsk consiguieron mantenerse juntos. La gabarra que les servía de refugio estaba atestada, no se podía respirar, pero los guardias no les permitían alejarse y mucho menos acercarse a los puentes que conectaban con la ciudad.

A lo largo de aquellos días Elías vio varias veces a Ígor Stern merodeando en el campamento. Cada vez se hacía más fuerte y su horda de secuaces más cruel. Ígor solía pasearse por las gabarras y los barracones con un cayado de abedul con la punta redonda y dura. Golpeaba a los rezagados, como un pastor impaciente que se esforzaba en mantener el rebaño junto. Elías sentía que una rabia profunda le ahogaba y más de una vez había fantaseado con la idea de arrastrarse una noche sobre la nieve, entrar en la tienda que los guardias le habían cedido y rebanarle el cuello mientras dormía.

Sabía que no podría hacerlo, Ígor era intocable, pero la sola idea de imaginarlo le proporcionaba unos instantes de calma. Con todo, lo que más le dolía era ver corriendo detrás de él como perros falderos a sus antiguos camaradas. Michael y Martin se habían convertido en sus corifeos. Iban de un lado a otro en la retaguardia de la columna, desvalijando a los que se quedaban atrás y corriendo con su botín a entregarlo a Ígor o a alguno de sus lugartenientes. Aquello sublevaba a Elías hasta la náusea. Una mañana trató de acercarse a ellos, hacerles entrar en razón, pero Claude le hizo ver que era inútil.

—Yo ya lo he intentado. Michael, en especial, es el peor. Ya sabes lo que ocurre con los conversos: ahogan su culpa y sus remordimientos con un exceso de crueldad. Está convencido de que sólo sobrevivirá al lado de Ígor, y sinceramente, no le falta razón. Tiene más posibilidades de salir de esto con vida que cualquiera de nosotros.

—¿A qué precio?

Claude le miró como si fuese un loco o un niño que no comprendía lo que veía ante sus propias narices.

—Al que sea preciso, Elías. Uno sólo puede arrepentirse de sus actos si tiene una vida que llenar con remordimientos. Y para eso, hay que salir de aquí.

Elías se fijó en una anciana. Estaba tan débil que apenas podía sostenerse en pie cuando se levantó para acercarse a la precaria letrina que otros presos habían cavado con sus propias manos en la nieve dura. Tener un poco de intimidad era un lujo impensable, pero un grupo de mujeres rodeó a la anciana protegiéndola de las miradas con sus cuerpos mientras esta hacía sus necesidades. No, Claude no tenía razón, y en realidad su cinismo era sólo otra forma de escudo con el que protegerse. La dignidad era importante, todavía era lo único que les permitiría dormir el resto de sus noches si alguna vez salían de allí con vida. Si se observaba atentamente aquella masa en movimiento, podía ver pequeños gestos en medio de tanta exasperación que le hacían creer que no se había perdido la piedad ni el sentido de lo humano.

Aún quedaba gente que se agrupaba por afinidades, amistades viejas o nuevas, intereses comunes. Se daban calor unos a otros con los abrigos o las escasas mantas andrajosas, compartían el poco petróleo, la leña y comida, aunque nunca era suficiente. Las personas aún lo eran, les unía la miseria y se ahogaba la angustia cantando viejas canciones que bajo las estrellas y al calor de las lumbres tenían para él, joven extranjero, un sentido misterioso y mágico. Lo heroico era sobrevivir sin dejarse arrastrar por lo evidente, seguir teniendo esperanzas, un gesto con el otro, un resquicio de decencia al que aferrarse.

—¿Y qué hay de Martin? —dijo señalando al joven inglés pelirrojo que andaba tras Michael con la mirada perdida y una expresión culpable en el rostro.

Claude tosió con una tos cavernosa y escupió un grumo oscuro de sangre. Últimamente la fiebre había vuelto y cada vez era más alta. Una mirada de sospecha e ironía se dibujó en sus ojos.

—Martin está enamorado de Michael… Vamos, no pongas esa cara de sorpresa. ¿De verdad no te habías dado cuenta? Los cogieron con los pantalones bajados en la residencia del Gobierno. La sodomía es un pecado capital, también en la dictadura del proletariado. La libertad es cosa de hombres, amigo, no de mujeres o afeminados. Por eso los mandaron aquí. Además, nuestro amigo pelirrojo es demasiado débil, tiene alma de efebo griego, y lo único que puede hacer es convertirse en la sombra de Michael. Irá al fondo del infierno si él se lo pide.

Elías nunca se había permitido juzgar si los hombres le atraían o no.

—¿A qué viene esa sonrisa? —le preguntó Claude.

Elías le palmeó el hombro.

—Incluso en los peores lugares puede encontrarse el alivio de las cosas hermosas. Eso decía mi padre.

—¿Qué puede haber de hermoso en una tierra que te odia?

—Según parece, aquí es donde Martin ha encontrado al amor de su vida.

Volvía a nevar pero la mayoría de la gente no corría. No había toldos ni lonas bajo los que protegerse. La mayoría permanecían quietos, como estatuas de barro que se deshacían lentamente.

El reparto de la comida era el momento más terrible del día en Tomsk. Azuzados por el hambre y la sed, los seres humanos se olvidaban de su condición y se transformaban en una turba salvaje por hacerse con un pedazo de pan de los que los guardias lanzaban desde lejos. Se mordía, se pateaba, se golpeaba y se pisoteaba por conseguir comida. Los más débiles no tenían ninguna posibilidad: ancianos y niños pequeños dependían del cuidado de algún familiar o de la caridad de quien quisiera apiadarse de ellos. Elías y Claude formaban un buen equipo y habían desarrollado una técnica: cuando intuían que iba a producirse el reparto no se dejaban llevar por el nerviosismo histérico que minutos antes recorría como una corriente a los prisioneros. Con calma, se posicionaban lo más cerca del reparto, como un binomio compenetrado. Y cuando llegaba el momento se lanzaban en un ataque combinado eficaz.

Elías era grande, había recuperado las fuerzas con bastante rapidez, y su fama a raíz del episodio con Ígor le había granjeado cierto temor que él potenciaba quitándose la venda del ojo hundido. Esa cuenca vacía mirando desde la oscuridad echaba atrás a los más timoratos. Además no tenía problemas en usar brazos y piernas para abrirse paso. Bloqueados los rivales, Claude, que era mucho más rápido, se lanzaba a una carrera ágil, saltaba literalmente sobre los cuerpos de la turba y como si de un jugador de rugby se tratara, blocaba la comida en el aire. Con suerte, algunos días lograban algo de comer para ellos y para Irina y su hija. Otras debían compartir el hambre sin más. El reparto no era equitativo y nadie esperaba que lo fuese. Las pocas mujeres, minoría absoluta entre los prisioneros, no dudaban en ofrecer sus cuerpos a los guardias o a otros presos sin escrúpulos. Ya habían empezado las violaciones y los abusos, pero nadie tenía tiempo de ocuparse de ello.

Ígor y otros de su jaez robaban sin contemplaciones lo que les apetecía a los demás. Stern incluso había establecido un eficaz mercado negro con los pertrechos robados, al que debían recurrir los más débiles para lograr sobrevivir. Todo era canjeable y tenía su precio estipulado, el cuerpo, el trabajo, los objetos personales. Elías había visto con horror a un anciano arrancarse los dientes de oro para comprar un pan que no podría después comer pero que serviría para alimentar a sus nietos. Otros entregaban sus papeles de identificación ya inservibles, libros, joyas familiares, mantas, ropa… Lo que fuera. A veces para nada. No había a quién reclamar si Ígor decidía caprichosamente quedarse con el pago sin dar lo estipulado.

En medio de aquel caos, Michael se había erigido como un eficaz administrador de las cuentas de su nuevo amo. Pronto se hizo tristemente famosa su pequeña figura de anchas y fuertes piernas recorriendo el campo. Con su libreta bajo el brazo anotaba los ingresos, los sobornos que habían de pagarse a los guardias, las deudas que debían cobrarse en forma de palizas o puñaladas detrás de los barracones, normalmente al caer la noche, o los nombres de las personas que por alguna razón pudieran ser del interés de Ígor: delatores, gente dispuesta a servirle, y también potenciales enemigos que debían ser eliminados antes de alcanzar una preeminencia peligrosa. Martin, su sombra como había dicho Claude, se limitaba a acompañarle, cada vez más demacrado y taciturno, todo lo contrario que Michael, desaforado y colérico, siempre dispuesto a mostrarse violento, especialmente cuando se sentía observado por Ígor o alguno de sus lugartenientes.

Aquella mañana, Elías se disponía al combate por los suministros junto a Claude cuando vio acercarse a Ígor. El preso caminaba como un mariscal que observa las líneas enemigas antes de lanzar a sus hombres al ataque. Con calma y esa clase de sonrisa que tienen los que saben en su mano los hilos del destino. A corta distancia le seguían Michael y el pelirrojo, Martin.

Ígor Stern se sentía feliz. Todo hombre lo es cuando siente que ocupa su lugar en el mundo, y aquél era el suyo: el caos, la fuerza bruta del instinto por encima de las cadenas de la civilización. Por primera vez en toda su vida se sabía libre. Libre de ser lo que era sin miedo ni freno; pero no tenía nada que ver con los demás presos comunes, tampoco con aquellas pulgas que se le habían subido al lomo desde el primer día, Martin y Michael. No se contentaba con sobrevivir y dar rienda suelta a sus instintos. Pensaba, se tomaba su tiempo, y se preguntaba cómo utilizar aquella oportunidad única. Nunca podría ser un boyardo zarista, eso estaba claro, tampoco oficial de la guardia roja o casarse con una princesa en el exilio. Su sangre estaba emponzoñada, no era azul, era roja y púrpura, pero ¿por qué no podía soñar con una dacha en el Balatón? ¿Por qué no imaginarse en uno de aquellos coches a motor que ya empezaban a circular por las calles de las grandes ciudades?

Tal vez, si hacía las cosas bien, podría un día vestir levita, envejecer junto a un fuego rodeado de nietos y perros mansos, en un palacio de los antiguos zares, leer todos aquellos libros que se escribían, dictarle a un amanuense sus experiencias, codearse con altos funcionarios, quizá con el mismísimo Stalin, ir a la ópera y ser recibido en audiencia privada por la Orlova, mientras su imperio crecía por generación espontánea. En las guerras la mayoría de los hombres sufren y mueren. Pero unos pocos saben ver en ese sufrimiento una oportunidad, y ¿acaso no era aquella una guerra? Tenerlo todo. Eso le atraía. Riqueza, poder, y tiempo para disfrutar de ello. Dejar atrás, para siempre, su pasado de carretero judío. Hacerse viejo, de repente, era una posibilidad, cumplir años y prosperar, él, que siempre tuvo claro que sería pasto de los gusanos antes de los treinta y que moriría en una zanja fría de cualquier miserable pueblucho de una puñalada por la espalda.

Observó la marea vacilante de cuerpos que avanzaban y retrocedían como las olas, estrellándose contra el farallón que formaba el destacamento de soldados que repartía la comida. Se les notaba el agobio de verse rodeados por una turba hambrienta, eran soldados demasiado jóvenes. Tenían miedo y armas de fuego. Una mala combinación.

Y entonces descubrió entre la masa grisácea el abrigo verde caqui del español del vagón al que le había vaciado un ojo. Sonrió con una especie de placer eléctrico. Los retos le excitaban. No había vuelto a verlo desde la salida de Moscú y pensó que habría muerto. Algo dentro de Ígor se alegró de que no fuera así. Se dio la vuelta y le dijo a Michael que se acercara.

—¿Ése no es vuestro amigo, el ingeniero español?

Michael vio a Elías junto a Claude. Ambos le miraban con dureza desde la distancia. Michael asintió.

—¿Por qué está aquí?

Michael miró a su alrededor. ¿Por qué estaban allí todos ellos? Por las minas de uranio, por las explotaciones mineras, por la locura de unos burócratas que necesitaban ingentes cantidades de mano de obra esclava para colonizar Siberia. La excusa para haberlos encadenado a aquella tierra miserable era lo de menos.

—Escribió cartas a su padre criticando a Stalin y el sistema comunista.

Ígor negó irónicamente con la cabeza. Aquella patria era maravillosa. Podías violar, matar, robar, mientras no lo hicieras con ánimo político. Pero escribir una palabra podía ser peor que todo eso. Un chiste sobre la madre de Stalin era equiparable a una violación: diez años de condena. Las palabras eran en aquellos tiempos extraños un mar de cristales rotos sobre los que algunos hombres caminaban con los pies desnudos. Lo más seguro era el silencio. Y aun así, seguían existiendo ingenuos e idiotas que las utilizaban asumiendo el riesgo.

—Ve a decirle que quiero hablar con él, esta noche.

Michael asintió con la mirada baja, abochornado. Como un perro fantasmal se acercó a sus antiguos camaradas. Ígor Stern se refociló en el aire pesado de la mañana. Se sabía el dueño del mundo.

Elías vio acercarse a Michael. Claude lo sujetó por el codo.

—Mantén la calma, Elías —le susurró.

Los tres amigos quedaron frente a frente. Apenas habían pasado unas semanas desde que se reían juntos en un compartimento del tren que los traía a la Unión Soviética cargados de proyectos y ahora se observaban con desconfianza y odio. Ya no quedaba rastro de lo que habían sido.

—¿Cómo puedes hacer algo así? —le espetó sin preámbulos Elías.

Michael le sostuvo la mirada sin pestañear.

—Ha sido fácil —dijo con cinismo—. Cuestión de cálculo. Es la mayor probabilidad de éxito. Una fórmula para despejar la incógnita, es lo que hacemos los matemáticos. Una vez tomada la decisión ya no es necesario pensar en las otras opciones posibles.

—Eres un canalla —gruñó Claude. Michael soltó una carcajada sincera. Arqueó una ceja y miró divertido al francés.

—Al estilo de Shakespeare, ¿eh? Un villano en toda regla, necesario para que el héroe brille al final del drama. Quién soy yo, ¿Otelo…? —Su rostro se endureció repentinamente—. Esto no es una jodida obra de teatro. Es la puta vida real, ¿entiendes? Así que guardaos vuestros reproches para cuando los hagiógrafos escriban vuestras biografías póstumas: «Yo conocí a Michael, el traidor». Ya nos juzgará el tiempo. Ahora lo hacen los vivos. —Y se volvió hacia Elías.

—Stern quiere verte esta noche en su tienda.

Elías apretó los puños. Se había levantado la venda del ojo y el bubón le daba un aspecto terrorífico.

—Ve a decirle a tu amo que este perro no tiene cadena.

Michael no se amilanó.

—Continuáis sin entenderlo. Aquí no hay elecciones. Si no vas voluntariamente, vendrá a buscarte. Y no será amable, ni contigo… ni con ellas. —Michael señalaba a Irina.

Estaba abriéndose paso con Anna en brazos hacia un cercado de madera donde un soldado custodiaba una recua de caballos que piafaban llenando el aire de vapores. Irina le dijo algo que desde lejos Elías no pudo escuchar. El guardia soltó una carcajada, alzó el tablón de la empalizada y le permitió acercarse a los caballos. Irina pegó la cara de la niña a los ollares de los brutos para calentarla con sus respiraciones, como si de una terma se tratase. Luego, el guardia gritó algo, Irina dejó a la niña en el suelo y el guardia metió las sucias manos en la blusa y le sacó un pecho antes de llevarla a la parte trasera del cercado. Elías apartó la mirada, avergonzado.

—Todo es susceptible de empeorar, Elías. No lo olvides; esta noche —le advirtió Michael, alejándose.

Ígor contemplaba inmóvil la noche desde la entrada de la tienda. Sus ojos petrificados en la oscuridad observaban en silencio, olfateando el aire, atento a los gemidos que le llegaban de lejos y que de repente se transformaban en un chillido agónico que ponía los pelos de punta. Sin embargo, él no se inmutaba. Quizá la falta de límites en la oscuridad le causaba un efecto sedante. Por momentos parecía triste, con esa tristeza que emana de la absoluta soledad, pero el juego de sombras y luces de la lámpara de petróleo creaba una pantomima de expresiones que variaban a cada momento, del enfado a la calma y viceversa.

Al cabo de un minuto se volvió hacia Elías y le clavó una mirada inquietante. El joven procuraba mantenerse entero, pero sintió que aquel asesino podía degollarle cuando quisiera. No estaban solos en la tienda. Un par de presos de la confianza de Ígor se apretujaban entre mantas al fondo. Uno de ellos roía un pedazo de carne en salazón sin lograr arrancar del todo el bocado. Michael y Martin habían acompañado a Elías hasta la tienda, pero no habían entrado. No tenían derecho.

—¿Cómo está el ojo? —preguntó Ígor. Utilizó un tono de voz amable, como si él no hubiese tenido nada que ver. Elías hervía por dentro, pero el instinto de supervivencia y el temor eran más poderosos que la rabia.

—Me las arreglo.

Ígor asintió. Dio una vuelta alrededor de él, husmeando como un merodeador que teme una trampa al acercarse a una carroña en medio de la nieve.

—Un ojo no es algo imprescindible. Todavía te queda el otro, al menos por ahora. —Posó la mano sobre el hombro de Elías y dejó que resbalara a lo largo del abrigo—. Sigo queriendo tu abrigo. Es un buen trato: un ojo por una prenda de ropa que podrás robarle a cualquier otro.

La tienda era como un pequeño almacén donde se acumulaba todo tipo de cosas, maletas, ropa, comida, cigarrillos. Ígor vestía un viejo jersey de lana gris y un mullido abrigo de piel de mujer. No necesitaba el de Elías para nada.

—Es una cuestión de principios, ¿entiendes? —dijo Ígor, intuyendo lo que estaba pensando. Se acercó hacia un rincón de la tienda y rebuscó entre los cachivaches hasta encontrar lo que quería: un libro con las tapas rotas.

—Le quité este librito a un joven. Me llamó la atención que estuviera tan absorto en su lectura bajo la ventisca, como si nada le importase más que estas palabras, ni siquiera morirse de frío, así que me dije: debe de ser importante. Cuando le pedí que me lo entregara se resistió mucho, peleó como tú peleaste por ese abrigo astroso. ¿No es absurdo? Aferrarnos a cosas que no nos pertenecen; ni siquiera nuestra vida es nuestra, pero al menos deberíamos intentar conservarla. —Ígor balanceaba la cabeza, como si de verdad le costara entender esa clase de apego. Alargó el brazo y, como un mono amaestrado, uno de sus hombres le tendió una cantimplora. Apestaba a vodka. Ígor dio un largo trago y se secó con la manga del abrigo.

—¡Es sólo un maldito libro, el muy idiota se dejó matar por unas pocas palabras! —Se burló el preso que estaba mordisqueando el pedazo de carne seca. El otro le secundó con una blasfemia que Elías no acabó de entender. Ígor hojeó el libro con una sonrisa irónica.

—Quién sabe, tal vez la felicidad sea el punto intermedio entre la verdad y el deseo. ¿Qué opinas? —le preguntó a Elías, y rápidamente sonrió, como si él mismo no se tomara muy en serio la cuestión—. ¿Entiendes por qué quiero tu abrigo? Un lobo siberiano toma lo que quiere y no da explicaciones.

Se hizo un silencio tan tenso que lo único que podía escucharse era el batir de la lona de la tienda con el viento de la noche.

—Nunca he visto a un lobo siberiano. Pero, por lo que yo sé, son depredadores que jamás buscan un enfrentamiento directo si no están seguros de vencer. También las cabras y los mulos saben dar coces y partir espaldas.

Los lugartenientes de Ígor se alzaron amenazantes, pero éste los detuvo con un gesto de sorpresa y de sincera admiración. Hubiera dado mucho por tener entre los suyos a aquel tipo terco en lugar de esas putillas extranjeras, el patizambo y el pelirrojo maricón. Siempre había despreciado a los serviles y a los cobardes y admirado a los que miraban como aquel joven, como si no tuviera nada que perder, luchando por controlar el miedo que lo atenazaba en aquel momento. Pero sabía que Elías no se plegaría a él, lo llevaba dentro, esa llama que pocos hombres mantienen viva. Y era una lástima.

—¿Qué crees que pasará cuando nos trasladen río arriba, sin guardias, sin comida y sin refugio posible? Allí no hay nada, excepto yo. No tendrás dónde esconderte, no habrá clavos a los que agarrarse, ni esperanzas, ni posibilidades. Sólo estaremos la isla, el río, la estepa y yo.

Ígor atrapó con un gesto brusco de sus grandes manos el rostro de Elías y le arrancó la venda que protegía la cuenca vacía de su ojo. Acercó tanto la boca que pareció que iba a arrancarle la nariz de un mordisco.

—Conserva este ojo, amigo mío. Quiero que contemples por ti mismo cómo se derrumba el mundo a tu alrededor. Conozco a los de tu clase. Os creéis mejores, pensáis que no sucumbiréis al horror y os aferráis a las pequeñas cosas, como ese estúpido al que le he cortado las manos para arrancarle el libro. Gestos inútiles, créeme. No hay héroes en el infierno, y es ahí adonde vamos.

Ígor soltó despacio el rostro compungido de Elías. Acercó el libro a la linterna de petróleo y dejó que la llama cobrase vida lamiendo sus páginas.

—No voy a quitarte el abrigo. Esperaré aquí sentado a que vengas a suplicarme que lo acepte. Y cuando lo haga, lo utilizaré como sudario para enterrarte. Y me lo agradecerás.

Antes de entrar en la cabaña que les servía de refugio, Elías vomitó. Un sudor helado le recorría todo el cuerpo y tuvo que apretar con fuerza las manos para que dejaran de temblar.

Irina había salido de la cabaña. La luna llena le daba a su rostro un aire espectral que se confundía con la nieve. Elías se incorporó, avergonzado, pero ella hizo como si no viera el charco pardusco de vómito en el suelo, y tampoco se fijó en la mancha húmeda que se había formado alrededor de la bragueta. Le sonreía, y esa sonrisa era como un fuego al que correr a protegerse.

—No es tan fácil acabar conmigo —dijo Elías. Necesitaba llenarse los pulmones con el aire frío, apartarse de toda aquella inmundicia.

Ella no hizo caso de aquel exceso juvenil de arrogancia. Elías no tenía que demostrarle nada, pero a veces los hombres necesitaban creer que ya no eran niños asustados.

—Sé que me has visto esta mañana en el cercado con el guardia. He notado el modo en que me mirabas.

Elías la miró largamente sin decir nada.

—No soy ninguna puta —se justificó Irina, con una brutalidad para consigo misma innecesaria.

Elías se sonrojó.

—No deberías hablar así, Irina. Ni siquiera aquí.

Ella lo miró fijamente a los ojos.

—No tengas miedo. Son mis palabras, no las tuyas. Tú sólo eres el eco.

Había algo en aquel joven que le recordaba a su marido, y eso la asustaba y la atraía a partes iguales. Idealistas estúpidos, capaces de perderlo todo por una simple cuestión de orgullo. Hombres secos por fuera y ríos bulliciosos por dentro, nerviosos, resistentes pero tozudos y difíciles de domar. Se llamaba Víktor. En la ficha de detención constaba que era profesor de piano en el conservatorio departamental. Era todo pasión, y eso significaba que era un hombre libre, porque no temía a la vida. Irina tenía grabada su sonrisa de perplejidad cuando vinieron a detenerle, como si se tratase de una broma. Así era él, un ingenuo que vestía con colores vivos y alegres, que lo miraba todo como un niño asombrado. El adalid de las grandes utopías que nunca llegaban pero que siempre estaban en camino. Un ruso judío que leía a Schopenhauer, que recitaba a Maupassant, a Rimbaud, a Verlaine, que pasaba horas estudiando a Barbusse, a los simbolistas franceses y a los expresionistas alemanes.

Como todos los soñadores, también su esposo se convenció de que la gran Rusia era la del teatro, la música y la literatura. Nunca se le habría ocurrido pensar que los hombres y las mujeres pudieran ser tan necios, tan viles y crueles como podían serlo en cualquier parte. Le encantaba el hipersensible verbo andaluz de Lorca. Lo prefería a Mayakovski, siempre tan contundente y prosaico. «A uno siempre le amarga el propio vino», decía, medio en broma, medio en serio. Decía que Lorca padecía con gran dignidad esa larga enfermedad de estar vivo. Por eso fusilaron a Víktor: quería curarse de esa agonía, negarse a aceptar que el único remedio era la aceptación resignada de que los molinos siempre serán más fuertes que la mano que trataba de vencerlos. Su marido murió como todos los visionarios, convencido de que lo único que podía salvar al Hombre era la confraternidad de los pueblos y no su destino épico. Decir eso, escribirlo y propagarlo, fue una traición intolerable.

A ella la habían condenado a tres años por colaboración. ¿Cómo podía no colaborar en la vida de su esposo? Al pie de su orden de detención escribieron que su hija tenía «padre desconocido». Una humillación más, una negación que le arrebataba cualquier pasado de dignidad. Anna apenas estaba aprendiendo a balbucear algunas palabras cuando se lo llevaron. Era una niña tímida que empezaba a tantear el mundo con unos bracitos llenos de dudas, su voz podría ser la de un polluelo tiritando de frío y su padre era el único que sabía calmarla. Víktor amaba a su hija con devoción, pero cuando ella creciera, cuando Irina ya no estuviese, los que lo mataron le contarían que su padre no fue nadie, la convencerían de que su madre fue una puta que la engendró en cualquier camastro con un desconocido sin amor. Como había hecho con el guardia, abrirse de piernas a cambio de un poco de calor para ella. Cuando el soldado la volteó, Irina se encontró con los ojos de su hija, podía verla entre las patas de los caballos, sus ojitos pequeños e incrédulos. Y mientras el guardia gruñía embistiéndola, Irina sonreía y le decía a su pequeña que no llorase, que sólo era un juego. Ésa era la condena que no podía soportar.

—Teóricamente deberían haberla apartado de mí y entregarla a un orfanato. Pero no fue así. Esa irregularidad fue lo único que pareció preocupar al instructor que firmó mi orden de deportación. Es el problema de los burócratas: se niegan a mirar a las personas, sus rostros, su pelo, su piel. No dejan de buscarlas en esos papeles ridículos, y ni siquiera se dan cuenta de que no están ahí. De que las tienen delante. Aquello que los hace despreciables no es lo que hacen, es la manera de hacerlo, su asqueroso andamiaje de palabras y conceptos absurdos que justifica y limpia su conciencia. Lo que permite que tras sus mesas y sus informes se transformen en matarifes.

Contempló largamente a Elías y se acercó a él. Resultaba increíble percibir bajo una gruesa capa de podredumbre y suciedad ese rastro de una existencia anterior. Podía notar a través de sus poros y de su cabello un aroma de jabón modesto, y algo de romero en el cuello. Víktor tenía su misma voz: era firme como un camino sin veredas, pero al mismo tiempo no exigía nada, ni tan solo certidumbres o seguridades. Era una voz que expresaba su ser, del mismo modo que un pájaro no se pregunta para qué tiene alas; las despliega y vuela. Veía en su ojo sano esa misma locura insensata de su esposo, que a pesar de todo, valía la pena mantenerse firme y digno. Confiaba en los ideales y se entregaría a ellos, y acabarían sacrificando su vida por algo tan estúpido como un abrigo.

—Cuidas de mí y de mi hija, te preocupas de nosotras y haces que conciba esperanzas. He visto cómo me miras, sé lo que empiezas a sentir.

Elías se sonrojó, pero Irina le obligó a mirarla alzándole la barbilla con los dedos.

—Me obligas a sentirme viva, pero te harás matar por un guardia, o por cualquier preso como ese Ígor: por un abrigo, por un mendrugo de pan, por una afrenta que ya no podrás resistir. Tú podrás irte con tu honor y tu valentía y tu vano orgullo, pero yo me quedaré sola, y tendré que seguir viviendo para cuidar de mi hija. Tendré que soportar que un guardia me manosee, que unos ojos como los tuyos me juzguen, tendré que arrastrarme y sentirme sucia.

Estaba llorando. Elías se acercó, tocó aquellas lágrimas y sintió que hervían. No había en aquel llanto patetismo ni autocompasión. Sólo la vida escapándose despacio, como si pidiera disculpas por las molestias de ser tan evidente.

—No soy una puta.

Elías ahogó sus palabras en besos.

—No lo eres.

—Di mi nombre —le suplicó ella—. Ayúdame a existir.

Y Elías lo susurró a la noche.

—Irina.

Se amaron de pie, con el anhelo de los desesperados. Fuera de ellos, bajo aquella noche, la civilización era barbarie, pero hicieron retroceder a la muerte hasta convertirla en una sombra irreal.