8

El calor era insoportable, pesaba como algo sólido en la habitación. El cristal abatible de la ventana vibraba cada vez que pasaba cerca un camión de gran tonelaje por la carretera nacional. Y lo hacían cada cinco minutos. Al otro lado del motel se veía una gasolinera y un par de prostitutas sentadas en sillas plegables de lona. Una de ellas iba sin bragas y se abría de piernas cada vez que un turismo se acercaba a repostar. La otra hablaba por el teléfono móvil y se abanicaba con una revista. Llevaba un vestido tan embutido que resultaba complicado imaginarse cómo podía respirar. «Los negros no tenéis calor, ¿verdad, Copito de Nieve?», le preguntó en una ocasión Zinóviev. Así le bautizó cuando lo vio la primera vez. Entonces Siaka no sabía que existieran los gorilas albinos. Años después, cuando vio a aquel animal en el zoológico de Barcelona tras una mampara de cristal, sintió una empatía absoluta con el gorila. También él se ganaba la vida siendo un espectáculo de feria.

Siaka abrió la boca, como si quisiera tragarse el aire que lanzaban las aspas del ventilador. Se tumbó en el suelo con chancletas y bermudas tejanas; el torso desnudo brillaba con el sudor. En el costado derecho tenía varias marcas de heridas antiguas. Puñaladas y disparos. Dio un trago de un botellín de agua abierto y dejó que un hilillo fresco le resbalara por la barbilla.

La primera vez que alguien lo vendió fue por algo menos de tres mil dólares. Siaka tenía seis años y el vendedor fue su padre. Se lo entregó en un sucio galpón a uno de los señores de la guerra de la región, un angoleño de treinta años que estaba reclutando una milicia. Aquel tipo lo tuvo encerrado una semana entera en una caseta de chapa y cartones. Cada vez que se abría la puerta y veía sus botas manchadas de barro seco, Siaka se encogía como un cachorro. Palizas, más palizas, más palizas. Sin razón aparente: sólo para ablandar al pulpo. Luego vinieron las drogas, los abusos, y le obligaron a pelear en un corral contra otro chiquillo tan asustado como él, alguien de alguna región al otro lado del lago, como gallos con espolones mortíferos en las manos. Peleó, vaya si peleó, y no se contuvo cuando el oponente trató de escaparse del corral, huyendo de él con el brazo roto por tres sitios. Le aplastó la cabeza con una piedra más pesada que él, sin saber de dónde salía aquella fiereza, aquel grito animal. Hasta que todo terminó, y aquel hombre lo alzó en brazos y, mostrando sus manos ensangrentadas a la jauría hilarante que les rodeaba, le llamó «hijo mío».

Miró la hora. El tren hacia París salía en tres horas. Desde allí tomaría un avión hasta Fráncfort. Y luego volaría a África y se perdería para siempre. Eso si no aparecía antes de la hora el hermano de Laura. Había hecho una apuesta consigo mismo, y estaba seguro de que iba a ganarla. El abogado no iba a presentarse.

La segunda vez que lo vendieron, tenía once años. Pero ya no era un niño. Ése se había muerto, o eso creyó él aquellos años en la selva y en el desierto, en los campamentos de entrenamiento y en las largas semanas de travesías cargando como un esclavo armas, municiones y drogas. Matar era más fácil que morir. Pero morir era más fácil que seguir con vida. Él lo notó muy pronto: que el corazón ya no le latía, y que el miedo desaparecía cuando se trasladaba a la mirada de los otros, los que estaban en el punto de mira de su fusil o bajo el filo de su machete. Zinóviev pagó por él dos cajas de kaláshnikov, tres de municiones y otra de granadas de fabricación rusa. Le divertía, dijo, su fiereza, como la de los perros de pelea que tanto le gustaban, pero sobre todo le gustaba su cara, aniñada pese a todo, su cuerpo fibroso de niño hombre. Iba a llevárselo a otra guerra, con otras armas, le contó. A Europa. Allí le enseñarían otra clase de habilidades, cosas que en un chiquillo de once años tan bien parecido serían apreciadas por una clientela exigente con sus perversiones. Siaka se encogió de hombros: todos los infiernos se parecen. Tanto daba arder en uno que en otro. Pero se equivocaba. Siempre podía descenderse un escalón más abajo. Y él lo comprobó con creces.

Se acercó a la ventana y miró por el cristal sucio. Sólo quedaba la puta del móvil junto a la gasolinera. Seguía hablando por teléfono y seguía abanicándose con la revista. La que iba sin bragas había desaparecido y su silla servía para que la primera apoyara los pies. Se había quitado los zapatos de tacón. Era triste ver aquellos pies desnudos y los zapatos tirados en la gravilla del aparcamiento. Y entonces vio a Gonzalo bajar de su todoterreno junto a un surtidor de gasolina y quedarse quieto, como un niño desorientado, mirando a lado y lado de la carretera, secándose el sudor con un pañuelo. La puta le dijo alguna procacidad y él cruzó la calle con pasos lastimosos. Después de todo, quizá Laura tenía razón cuando decía que su hermano era, con mucho, el hombre más valiente que había conocido.

Cinco minutos después estaban frente a frente en la habitación, estudiándose con recelo. Gonzalo lanzó una mirada de reojo a la bolsa de equipaje a medio hacer sobre la cama. Llevaba colgando del hombro una bolsa de mano con el ordenador portátil. Siaka movió lentamente la cabeza y examinó a Gonzalo. Llevaba semanas observándole, pero al tenerlo tan cerca le parecía la antítesis de su hermana. Todo en él inspiraba formalidad, como si pisara de puntillas, con aquel traje que resultaba incómodo para el calor y el nudo de la corbata ceñido al cuello sin mostrar ni un botón de la camisa. Las gafas graduadas le daban un aire despistado. Su rutina era ordenada, era de esa clase de gente para quien las cosas debían resolverse adecuadamente, cada libro en su balda, cada disco en su funda, cada camisa en su percha. Cada muerto y cada vivo en su sitio. Apostó a que era de los que ordenaban las latas de conserva de la alacena por etiquetas y colores y que no tenía ningún secreto ni vicio. Nunca le gustaron las personas sin vicios, le hacían sospechar. No parecía gran cosa, a pesar de la opinión de la subinspectora.

—¿Has estudiado el contenido del ordenador?

—Una parte… ¿Quién eres?

Una pregunta difícil de responder, pensó Siaka.

—¿No has visto mi nombre y mi foto en los ficheros?

—Hay muchos nombres y muchas fotografías en esos ficheros.

Demasiados, pensó Siaka. ¿Cuántos en todo el mundo, millones, unos cientos de miles? Él era uno más. «Estás vivo, eres joven, muy joven pese a tu mirada. Saldrás adelante». Así lo convenció Laura para colocarse un micrófono dentro de la ropa y grabar las conversaciones con Zinóviev. Unas pocas palabras amables, una Coca-Cola en una cafetería frente al mar en un pueblo de la costa y la promesa de que su vida, pese a todo lo pasado, no había hecho más que empezar. Sólo necesitaba eso, una mirada limpia que no le catalogase como un demonio. «Nunca olvides una cosa, Siaka. Tú no eres lo que otros te obligaron a hacer. Ellos son las aberraciones, no tú».

—Colaboraba con tu hermana en la investigación que ella llevaba. Era su confidente.

¿Sólo eso? No, era algo más. Le gustaba aquella mujer, y le gustó aún más el pequeño Roberto el día que se conocieron en un parque. Menudo espectáculo debieron ofrecer a los viejos que daban de comer a las palomas: un joven negro y un niño paseando de la mano bajo la atenta vigilancia, aunque algo distante, de aquella guapa mujer. Al principio, a Siaka le costaba entender lo que Roberto le decía, pero sabía interpretar sus gestos de niño: correr detrás de un balón y chutarlo con torpeza, coger un berrinche porque su madre no quería comprarle un helado, quedarse dormido en sus brazos de negro como si aquello fuera lo más natural del mundo. Llegó a querer a aquel pequeño como a un hermano, dos niños comunes, uno dentro de un joven asustado, el otro dentro de un rostro peculiar. Dos ángeles vagando en un mundo incomprensible para ellos, pero cuyos peligros se estrellaban contra la mirada fiera de Laura. Ella les protegía, ella les regalaba la ficción de normalidad.

—¿Su confidente?

—La Matrioshka. Yo era uno de ellos.

Después de pasar una tarde agradable con Laura y con su hijo, fingiendo ser una familia normal, Siaka regresaba al tugurio donde Zinóviev montaba sus fiestas, y la realidad le daba un buen puñetazo en el estómago. Cada vez le costaba más calmar a las chiquillas nigerianas que lloriqueaban mientras él las vestía como fulanas occidentales para entregarlas a clientes depravados. Niñas como lo había sido él, como era el pequeño Roberto. Zinóviev ya no le pedía que se acostase con nadie, salvo contadas excepciones. Desde los dieciséis años, se le consideraba demasiado mayor para los gustos de su clientela. A partir de entonces había sido su mascota, como la que lucían los sátrapas antiguos para dárselas de sofisticados y exóticos. Él se encargaba de trasladar a las niñas, de comprobar que estuvieran en perfecto estado de revista antes de hacer la presentación en salones a veces de un lujo desmedido y otras en tugurios apestosos o en sótanos de fábricas. Siaka era el golpe de efecto de Zinóviev, su cuerpo musculoso y su alta estatura imponían tanto como sus rasgos chatos y su pelo ensortijado. Un eunuco, el guardián del harén.

—El día que Zinóviev mató a Roberto yo estaba allí. Conduje el coche hasta el lago, vi cómo lo ahogaba. Yo era su mano derecha, su lugarteniente.

Laura tuvo paciencia con él, supo esperar sin presionarle, sin amenazas que sólo habrían servido para que Siaka se escapase, dejando atrás todo lo que sabía, y sabía mucho. En realidad, lo sabía todo: los ogros se debilitan cuando se han comido a todos sus enemigos, se vuelven incautos, confiados. Un papel olvidado en una mesa con nombres, una libreta con números de cuenta, itinerarios de barcos y camiones entre las sábanas después de una noche de orgía. Incluso confidencias a altas horas, cuando hasta los monstruos sueñan con ser personas apacibles.

Siaka había acumulado aquella información durante años, pacientemente, día tras día. Nadie sabía más de la Matrioshka que él, ni siquiera la propia Matrioshka, si es que aquella figura enigmática a la que se refería con temor Zinóviev existía realmente. Lo había hecho sin una intención determinada, movido por el mero instinto, como cuando le enviaban a masacrar un poblado a los once años, drogado hasta las cejas, y se aseguraba de que le vieran ensañarse con los cadáveres fingiendo ser más fiero que nadie. «Lo haré —le dijo a Laura un día, sin más, mientras Roberto correteaba detrás de unas palomas que jugaban a dejarse atrapar para escapar en el último instante—. Te ayudaré a acabar con esos cabrones; con todos ellos, empezando por Zinóviev». Pocas semanas después, el niño estaba muerto. A Siaka le costaba entender por qué le afectó tanto la muerte del chiquillo. Habían muerto muchos otros en su camino, los había visto por todas partes a lo largo de su corta vida y nunca sintió aquellas pérdidas como propias. Pero con aquel niño fue distinto.

—Ese niño ha sido lo más parecido a una familia normal que he tenido. —Y permitió que Zinóviev lo matara. El ruso estaba muerto, y eso hacía el mundo un poco mejor, más respirable. Pero era un consuelo pobre.

Gonzalo sentía un torbellino de voces en la cabeza. La voz de su hermana, la voz de su infancia, llamándole cuando se perdía en el bosque. La voz de su madre cantando en ruso, la voz inventada de su padre que ya no podía recordar, diciéndole que lo que importa es que los hijos puedan sentirse orgullosos de sus padres. Estaba asustado y confuso.

—¿Por qué me cuentas estas cosas? ¿Por qué me has mandado el ordenador? La policía es la que se debería encargar de esto.

Siaka soltó una risita maligna y dolorosa.

—Supongo que has intentado abrir el archivo confidencial.

Gonzalo asintió. Dos veces, quedaba una oportunidad.

—En ese archivo tu hermana guardaba el organigrama de la Matrioshka, los nombres de sus dirigentes en todo el mundo, los canales que utilizan para blanquear el dinero que obtienen con sus actividades ilegales, paraísos fiscales, bancos, empresas, y también una larga lista de funcionarios que trabajan para ellos, y no pocos son abogados, fiscales, jueces y policías. Zinóviev era un simple encargado. Teóricamente se dedicaba a la importación y exportación de material deportivo. Pero en realidad era un sicario de la organización con base en Rusia y ramificaciones en media Europa que Laura investigaba desde hacía años. Se dedican a todo tipo de negocios ilegales, pero sus mayores ingresos los obtienen de la prostitución infantil. Niños y niñas de todas partes, cuanto más pequeños, mejor, ya has visto parte de ese material. La policía no se preocupa por los casos cerrados. Y con la muerte de Zinóviev y de Laura, les cuadran las cuentas. Tú eres abogado. Ya deberías saberlo.

Gonzalo se removió inquieto. Abogado, sí, pero un abogado mediocre, que se dedicaba a la jurisdicción civil y que tenía el estómago demasiado débil para ciertas cosas, que nunca quiso entrar en esa clase de vicisitudes, y que jamás entendió por qué su hermana abandonó todo para hundirse en esta ponzoña.

—¿Qué es lo que quieres de mí?

—No se trata de lo que quiero yo, sino de lo que querría tu hermana.

Le prometió que daría con el escondite de Roberto y que lo rescataría. Le pidió que confiara en él, no podían echar al traste años de paciente espera. Cuando Zinóviev apareció con el niño y le dijo que subiera al coche, Siaka intentó avisarla mandándole una sola palabra: el lago. Pero ella llegó tarde. Siaka nunca olvidaría lo que le dijo, fuera de sí, ni el terrible odio que vio en su mirada. Cuando supo que se había suicidado fue a su apartamento. Estaba asustado, y temía que la policía encontrase algo que pudiera relacionarlo con ella. No temía a la policía, sino a la Matrioshka. Encontró el ordenador escondido detrás de un armario y aquella fotografía que se hicieron los tres una tarde en la que Laura le llevó a conocer la casa donde se crio, y se lo llevó todo.

Estaba convencido de que eran ellos los que se habían quitado de encima a Zinóviev. Se había vuelto díscolo y demasiado exuberante, llamaba la atención con sus peleas de perros, sus palizas y sus desvaríos. Y nadie le había ordenado secuestrar, y mucho menos matar, a Roberto. Lo debieron preparar todo para que las pruebas recayeran sobre Laura: las esposas y la foto clavada en el pecho con una pistola de clavos que luego la policía encontró en su casa. Que ella se suicidara era algo que nadie había previsto, pero les ahorraba trabajo. Dos pájaros de un tiro.

Conocía los métodos de esa gente y conocía a Laura. Ella nunca hubiera podido hacerle aquello a Zinóviev, por mucho que lo odiara. Habían sido profesionales, estaba convencido. El modo de despellejarlo, los testículos amputados… Y si lo encontraban a él, le harían lo mismo. Siaka podía delatar a los confidentes de la policía, sacar a la luz los nombres de los clientes, mostrar los vídeos grabados con imágenes que harían vomitar hasta el alma a la opinión pública, que ya no podría seguir fingiendo que la cosa no iba con ellos. Y le había prometido a Laura que llegaría hasta el final, por Roberto, por él mismo, si ella no le abandonaba. Laura le prometió que no lo haría. Pero se había suicidado, dejándole solo.

En lugar de escapar una vez liberado de su compromiso de empezar una nueva vida lejos de todo, le había entregado el ordenador a aquel desconocido y estaba allí, dudando si tomar el tren hacia París. ¿Por qué? Por aquella conversación, aquella tarde en el lago de la fotografía. Hacía ya tres años que conocía a Laura y que colaboraba con ella. Había visto crecer en aquel tiempo a Roberto, incluso una vez ella le invitó a su casa y le presentó a Luis, su marido. Pero nunca, hasta aquella tarde, le había hablado de su propia vida, de su padre, de los recuerdos que encerraban aquellas paredes. Buenos recuerdos, a pesar de que al evocarlos Laura pareciera triste por momentos.

Ésa fue la primera vez que oyó hablar del abogado, Laura le enseñó sus nombres grabados en la pasarela del arroyo, le mostró los lugares donde jugaban a aviadores, le contó cómo eran las esculturas de nieve y hielo que su hermano hacía en invierno. Estaba orgullosa de él, y al mismo tiempo, dolida por su lejanía. «Si alguna vez me pasara algo, búscale. Gonzalo siempre sabe hacer que las cosas encajen en su sitio. Él te ayudará».

A Siaka ya no le importaba lo que pudieran hacerle. Lo peor ya se lo habían hecho, se lo habían robado todo. Pero aún le quedaban arrestos para una última entrada triunfal, sólo que esta vez en una sala de juicios, con cámaras y taquígrafos. El último gran número de Copito de Nieve antes de esfumarse en la niebla para siempre. Y aquel hombre cuya valentía, pese a los elogios de Laura, él no veía por ninguna parte, era su única esperanza de redención.

—Te daré todo el material que aún tengo, las pruebas, las grabaciones, los registros, nombres… Y la contraseña de ese archivo confidencial, pero sólo lo haré cuando esté seguro de que llegarás hasta el final, con todas sus consecuencias. Eso es lo que Laura hubiera querido.

Gonzalo se movió con dificultad, tocándose el costado.

—No te lo voy a negar. Esto me sobrepasa.

Siaka se secó con la palma una gota de sudor que le corría por el cogote. Si alguien pudiera leerle el futuro en aquel instante, le diría que era tan negro como su piel.

—Mi tren sale dentro de treinta minutos. Y no estoy dispuesto a perderlo por nada. Necesito una respuesta, ahora. Pero quiero advertirte de algo. Puede que sientas la tentación de hacer esto porque creas que se lo debes a tu hermana; si es así te equivocas. Eso del amor fraternal es muy bonito. Pero no tienes ni idea de con quién te la estás jugando. No irán sólo a por ti o a por mí. Irán a por tu familia, a por tus hijos, como hizo Zinóviev con Roberto. Si lo haces, tiene que ser por ti mismo, ¿me entiendes?

—No puedo manejar esto solo. Tenemos que acudir a la policía.

El joven se negó en redondo. Si había logrado llegar con vida hasta el día de hoy era porque Laura había mantenido su palabra de no desvelar a nadie su identidad.

—Nada de policía. Tu hermana confiaba en un fiscal, te daré su nombre, pero nada más, hasta que vea que de verdad va en serio.

Gonzalo se quedó pensativo durante unos segundos.

—Conozco a alguien que nos ayudará. El inspector jefe Alcázar. Trabajaba con mi hermana.

Siaka tensó los músculos de la cara al oír aquel nombre.

—No sé qué tipo de policía es ahora, pero sí sé de qué clase era hace treinta y cinco años.

—¿A qué te refieres?

Siaka frunció el ceño con recelo.

—¿En serio no lo sabes?

—¿Qué es lo que tengo que saber?

—Tu hermana me contó que vuestro padre desapareció en 1967…

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Pues que ese tío con el que ella trabajaba, su jefe, fue el encargado de la investigación.

Gonzalo no podía recordarlo porque era apenas un niño, pero la primera vez que vio a Alcázar fue en 1967. El entonces subinspector Alberto Alcázar iba vestido con una camisa ligera de verano de color claro; una gota de sudor salía del peluquín castaño que utilizaba y le partía la frente por la mitad. Estaba apoyado en la barra bebiendo un refresco y fumando un cigarrillo Rex con filtro. El padre de Gonzalo bajaba todos los lunes de primero de mes al pueblo para cargar provisiones. En aquellos años, el almacén de abastos de Rita era la única tienda que vendía al por mayor en el pueblo. Podía encontrarse de todo, desde herramientas para el campo, cal viva, aceite a granel o fusibles para los plomos del contador y velas para las largas noches en las que se iba el suministro eléctrico, cosa que ocurría a menudo. Elías Gil cargaba el viejo Renault hasta los topes y Gonzalo tenía que soportar entre las piernas y en la nariz el olor de los sacos de cebollas durante todo el camino de vuelta al lago. Las imágenes se habían perdido pero no el olor. Gonzalo detestaba sin saber la razón el olor de las cebollas.

Aquella mañana hacía calor, el ventilador del local estaba estropeado. Alcázar lanzaba miradas hacia Elías, que estaba negociando con el tendero el precio de unas bujías de recambio. Sus miradas se encontraron una vez, y Alcázar encogió el mostacho como si oliera una pestilencia. Se acercaba la verbena de San Juan y Elías quería que su esposa, Esperanza, y su hija, Laura, estuvieran guapas para el baile que los vecinos organizaban todos los años a orillas del lago. Fue hasta la barra y escogió unas cintas de seda de distintos colores de un frasco de cristal. El frasco estaba junto al codo de Alcázar, que apenas se movió un milímetro. Lo justo para que su padre alzara la cabeza y tras observarle unos segundos le pidiera amablemente que se apartase para poder abrirlo. Alcázar estuvo mirándole un buen rato, con algo que se parecía a una sonrisa pero que sólo era una manera de enseñarle los dientes.

Elías desvió prudentemente la mirada de su único ojo, aunque por la manera de tensar el cuello y los hombros se notaba que le costaba hacerlo. Tenía ya cincuenta y seis años, el pelo canoso le raleaba por los costados y la coronilla, y su ojo sano estaba casi enterrado bajo un pliegue de párpado carnoso y una ceja espesa y blanca. Alcázar tendría no más de treinta años, era casi tan alto como Elías y también corpulento, pero su presencia no era tan rotunda, ni siquiera con el abultamiento de la cartuchera en la parte interior del pantalón. Elías era muy capaz de romperle la tráquea con una mano antes de que al policía se le ocurriera echar mano de su pistola. Corrían leyendas al respecto, cosas ocurridas en los años cuarenta y cincuenta, cuando Elías se dedicaba a pasar presos políticos y gente que huía del régimen a través de los pasos del Pirineo.

—Mi padre te manda recuerdos, Gil.

Elías escogió una cinta rosa púrpura para su mujer y otra dorada con ribetes para Laura. Se las dio a Gonzalo y le hizo una señal para que le esperase en el coche. Antes de salir del colmado, Gonzalo pudo escuchar la voz de su padre, aquel tono grueso que amenazaba tormenta. Pero, por supuesto, no lo recordaba:

—No sé quién eres y no sé quién es tu padre. Pero no me gusta tu tono.

Alcázar soltó una risita contenida, como ese sonido que hacen las cadenas en un puente levadizo. Un ris-ras amenazante. Algunos clientes que merodeaban en la zona de los estantes procuraron esfumarse.

—Mi padre es el inspector Ramón Alcázar Suñer. Creo que en el pasado tuvisteis vuestros más y vuestros menos.

Elías asintió.

—Tu padre era un buen hombre. Creo que lo sigue siendo.

Alcázar se encogió de hombros.

—Eso pregúntaselo a los rojos como tú que ha mandado al trullo y que ha quitado de en medio.

—Conmigo se portó bien. Es lo que cuenta.

—Tal vez, pero él ya está jubilado, y aunque nunca entendí por qué protegía a alguien como tú, eso se ha acabado. Yo no soy mi padre, y no te he dado permiso para tutearme. Para ti soy el subinspector Alcázar. ¿Estamos?

Elías casi sintió ganas de echarse a reír. El intento de ser duro de Alcázar era tan patético como desagradable el olor de la colonia Floïd que usaba. Se preguntó durante unos segundos qué opinión tendría Ramón Alcázar de su vástago. No muy buena, imaginó. Los tiempos eran otros y los hijos se reblandecían al compás de esos tiempos.

—Claro, discúlpeme.

—Subinspector.

Elías Gil dejó que Alcázar viera en su ojo el brillo irónico.

—Perdón, subinspector.

Exactamente veinte días después de aquel primer encuentro, mientras todavía retronaban aislados los últimos petardos de la verbena de San Juan, Elías desapareció sin dejar rastro.

Como los lobos a los corderos. Eso había dicho su madre en el entierro de Laura cuando Gonzalo le preguntó si conocía a Alcázar. Ahora comprendía lo que quiso decir y la razón por la que su madre no quiso volver a hablar con Laura cuando ingresó en la policía. No fue sólo aquel artículo donde su hermana desmontaba el mito de su padre, acusándole de haberles abandonado cuando eran niños, y no asesinado por la policía de Franco, como siempre sostuvo Esperanza. Lo que su madre nunca le perdonó a su hija fue que se pusiera bajo las órdenes del hombre que, según ella, dificultó aquella investigación para ocultar el crimen.

Alcázar había accedido a recibirle en su pequeño despacho en la última planta de un edificio que albergaba los servicios regionales de la Policía Judicial. No era exactamente una comisaría al uso, sino más bien un centro de mando desde donde se coordinaban las diferentes brigadas y servicios centrales. Gonzalo vio algunos uniformes, pero pocos. De no ser por las fundas con pistola y las esposas en los cinturones, la mayoría de aquellos policías podrían haber pasado por eficientes trabajadores de una empresa cualquiera. Muchos eran bastante jóvenes y se respiraba un ambiente de actividad efervescente. El despacho del todavía inspector jefe era luminoso. Un gran ventanal se asomaba a la calle y la luz se perfilaba entre las lamas de una cortina veneciana. El mobiliario era poco lujoso, de premontaje metálico de tonos grises, pero el sillón negro y las fotografías y diplomas de las paredes le daban un aire cálido. Sentado frente a Alcázar, Gonzalo tuvo tiempo de observar aquellos marcos mientras el inspector servía café en vasos de plástico. Alcázar había tenido una carrera larga, próspera y reconocida. Una carrera que en unas semanas tocaba a su fin, como atestiguaban las dos cajas de embalaje en un rincón.

—Demasiado para mí. Lo de tu hermana ha sido la última gota que necesitaba para decidirme. Me jubilo, ya no tengo nada que hacer aquí. —Alcázar empujó hacia Gonzalo un vaso humeante y encendió un pitillo—. ¿Quién te ha dicho que yo llevé la investigación de tu padre? ¿Ha sido Esperanza?

Gonzalo dudó. Había ido a ver al inspector en busca de respuestas, no para contestar sus preguntas.

—¿Por qué no me lo dijo usted cuando vino a mi casa?

—Tu hermana y yo teníamos un trato. Cuando se sentó en esa misma silla en la que estás tú, le pregunté si sabía quién era yo. Por supuesto, yo había leído ese artículo que había escrito. Me dijo que sabía perfectamente quién era yo, y que por eso venía a verme. Si ella hubiese sabido que todo eso que tu madre hizo correr durante años era cierto, que yo maté a Elías Gil y oculté las pruebas, nunca me habría pedido que la aceptase en mi unidad, ¿no te parece? He hecho bastantes cosas de las que no me siento orgulloso, pero jamás he matado a nadie. ¿Odiaba a tu padre? No especialmente. Por supuesto, lo tenía vigilado. Él era el pez gordo, el disidente, el sindicalista, y yo un joven ambicioso, pero cada vez que quise meterle mano, alguien me paraba.

—¿Insinúa que mi padre estaba protegido por la policía? ¿Que era un colaborador?

Alcázar lo sacó de esa suposición.

—Te aseguro que tu padre era un hombre de convicciones más que firmes; y en el fondo, reconozco que eso era de admirar. Sé que durante los años cincuenta y a principios de los sesenta lo detuvieron varias veces, y que no se lo hicieron pasar bien. Nunca se quebró, yo lo sabría: el registro de colaboradores era muy extenso, te sorprendería conocer algunos nombres, pero el suyo nunca apareció. No, no era un chivato. A finales de los sesenta las cosas ya no eran como al principio, los comunistas ya no eran nuestra prioridad. El Gobierno se había poblado de tecnócratas; la colaboración con Estados Unidos y un cierto despegue económico habían cambiado las prioridades; digamos que el pragmatismo se impuso sobre la ideología. Por supuesto se perseguía cualquier disidencia, pero nuestro objetivo empezó a centrarse en las universidades y en las actividades de los separatistas vascos, ETA empezaba a dar demasiados quebraderos de cabeza y nosotros éramos pocos. Además, tu padre era un trabajador modélico en la serrería del valle, los informes que nos pasaba el director eran inocuos, ningún conflicto laboral, ninguna algarada. Si hacía algo, pasar a algunos jóvenes a Francia, guardar en casa octavillas para los sindicatos estudiantiles o de la UGT, lo hacía de modo que nosotros no nos enterábamos. Nunca pude atraparlo, era más listo que yo, ésa es la verdad. Lo que yo te puedo decir, Gonzalo, es lo que tu madre nunca quiso aceptar: tu padre os abandonó. Un buen día, sin más, decidió que no podía seguir soportando aquella vida anodina y se marchó. Nunca supimos con certeza a dónde fue, ni qué desencadenó su decisión. Su rastro se perdió sin más, como el de tantos otros. Y Dios sabrá dónde fue a parar. Ésa es la única verdad.

No, no era la verdad. Pero era lo que aquel abogado quería escuchar, y después de tantos años unas cuantas mentiras más no podían hacer más daño del que ya habían hecho.

—Laura y yo hicimos un pacto. Si no se puede olvidar el pasado, al menos se puede aparcar cuando estorba. Y si tropezamos de vez en cuando con él, nos ponemos otra vez en pie y lo esquivamos para seguir adelante.

Para Gonzalo no era tan sencillo. Y estaba convencido de que tampoco lo fue para su hermana. Para ellos el recuerdo de su padre era demasiado grande, demasiado omnipresente. Estaba confuso y no sabía qué pensar. Su madre sostenía que la policía mató a su padre, Laura escribió aquel artículo con la tesis que ahora avalaba Alcázar, quizá interesadamente. Pero tenía razón: su hermana nunca hubiera trabajado con el asesino de su padre, debía de tener pruebas fehacientes de ello. Entonces, ¿por qué cuando Gonzalo leyó aquel artículo se puso decididamente del lado de su madre? Quizá porque no era capaz de soportar la alternativa: que su padre, esa imagen que Gonzalo había ido moldeando de él para ser admirada, lo hubiese abandonado por puro egoísmo cuando sólo era un niño.

Pero no era aquélla la razón por la que había acudido a ver al inspector, sino para sondearlo.

—¿Sigue pensando que mi hermana mató a Zinóviev?

El mostacho de Alcázar se elevó al fruncir la nariz con una leve alarma. Intuía una forma inconexa de coacción en la mirada aumentada por las lentes del abogado. Alcázar se conocía todos los trucos de los letrados, y cuando eran hábiles nunca preguntaban o insinuaban algo si no tenían la respuesta o la certeza de antemano. La cuestión era si aquel abogado era o no de esa clase.

—No lo pienso yo; lo confirman todas las pruebas.

Gonzalo formó con los dedos de ambas manos una pirámide hueca, con los codos apoyados en la mesa y la cabeza echada hacia adelante, como si en aquel hueco entre sus manos estuviera el orden plausible de algo que el inspector no acertaba a descubrir. Gonzalo tenía una vez más la sensación de que aquella debilidad suya, no saber mentir, era ahora más peligrosa que nunca. Teniendo presentes las advertencias de Siaka se aventuró en un terreno, el especulativo, que era propiedad de su suegro y donde Gonzalo se sentía en desventaja.

—¿Y si le dijera que tengo pruebas de que Laura no mató a ese hombre?

Aquello no era cierto, no del todo. Sólo una intuición que no había desarrollado, sin ningún sustento práctico, aún no. Pero consiguió imprimirle carácter de verdad, a juzgar por la expresión un tanto desconcertada del inspector. «Bien, Gonzalo, estás aprendiendo aprisa», se aplaudió a sí mismo.

—Te respondería que me digas qué pruebas son ésas y reabriría el caso.

—Pero usted se va a jubilar en dos semanas. Ha dicho que está harto de todo esto.

Alcázar adoptó una posición distante y severa. Si hasta ese momento había permanecido distendido en el sillón, ahora su espalda se irguió, haciendo crujir el cuero del respaldo, como si crujiera en realidad la maquinaria de su cerebro, que se puso a trabajar a toda máquina.

—¿Por qué no me dices qué pretendes exactamente?

¿Qué pretendía? Ni él mismo lo sabía, quizá descargar un poco del peso que Siaka había volcado sobre sus hombros. Había entrado a ciegas en un sendero que bordeaba continuamente el abismo, y lo único de que podía valerse para no dar un pie en falso era su instinto.

—Creo que puedo demostrar que todo ha sido un montaje de la Matrioshka para hacerla parecer culpable de ese asesinato.

La moderada expectación hasta ese momento del inspector se detuvo en seco. Su rostro se ensombreció.

—¿Dónde has oído ese nombre?

—Mi hermana tenía un colaborador, alguien dentro de la organización que le pasaba información, ¿no lo sabía?

Alcázar lo miró fijamente. Sus ojos habían dejado de latir, cosidos a las cuencas, como si de repente se hubieran convertido en los ojos de un busto.

—Esa información es reservada. ¿Cómo lo has averiguado?

Gonzalo odiaba los juegos de cartas, esas partidas a las que a veces le invitaba su suegro para hacer de mero comparsa ante sus amigotes del club social. No existía ninguna lógica en aquellos duelos de trileros, las partidas no se resolvían con una mano sino con las miradas. ¿Quién sabía qué? ¿Quién iba de farol? ¿Quién tenía la mejor mano?

Hasta que no había visto las imágenes del ordenador de Laura no entendió por qué razón decidió hacerse policía. Comprendía los motivos que le había dado Luis para que ella decidiera involucrarse en aquel mundo de sordidez y tristeza; Laura nunca tuvo vocación de ser testigo de su propia vida, ciertamente, siempre necesitó ser protagonista, tener el control de las riendas. Pero podría haberse inclinado por otras formas de enfrentarse a esa lacra, incluso sin abandonar su carrera. Gonzalo se sorprendió tanto como Luis cuando optó por la policía, no tenía madera para ese tipo de trabajo, pensaban todos, sin entender que el hábito no hace al monje. Pero al descubrir aquella palabra detrás de la fotografía quemada con la que había accedido a su ordenador lo comprendió. La Matrioshka es un juego de apariencias donde sólo existe una verdad, y en contra de esa apariencia, la verdad y sus reflejos son idénticos, pero eso no significa que sean la misma cosa. Los ojos creen lo que ven, la primera muñeca. Si se tiene paciencia se accede a la segunda, un poco más pequeña, pero idéntica, y así paulatinamente, tres, cuatro muñecas más van apareciendo. Cuanto más pequeñas, más ocultas y más ciertas. Hasta llegar a la última, apenas del tamaño del dedo índice. Esa miniatura, trabajosamente pintada hasta en el más mínimo detalle para asemejarse a la mayor, es el embrión, la razón única de ese juego de apariencias. Es en ese núcleo donde nace todo, donde el artesano pone todo su empeño y su intención. Y sólo cuando todas están abiertas, alineadas por tamaños, se descubre que lo idéntico es diferente, un mero camino para llegar a ese secreto último.

Complicado. Sencillo. Gonzalo apostó que fue Laura la que bautizó como ese juego de apariencias la operación contra la red de prostitución infantil. Un guiño al pasado, a su verdadera razón para entrar en este juego, que ahora lo retaba a él. «¿Dónde estoy, Gonzalo?». Lejos, había pensado en la casa del lago al recordar sus juegos del escondite. Ahora comprendía que no era así. Laura nunca se ocultaba demasiado, siempre permanecía cerca para que él pudiera encontrarla sin dificultad porque sabía que le asustaba la soledad. Sólo tenía que ver, mirar, desenroscar una por una las apariencias de verdad para llegar a la verdadera Matrioshka. Todo es idéntico, todo es distinto. Un juego, sólo era eso, un juego, con sus reglas.

«No lo sabe, —pensó al mirar la expresión grave del inspector—. No sabe que Siaka existe. Laura no se lo dijo».

—Voy a pedir formalmente que se reabra el caso.

Alcázar se acarició el cráneo. Una profunda arruga se le dibujó en la nuca, por encima del cuello de la camisa. Trataba de mantener la calma, y era esa misma contención en sus movimientos la que denotaba su nerviosismo. Por un momento, Gonzalo tuvo un déjà vu de la entrevista que había mantenido con su excuñado el día que le dijo que Laura había muerto.

—No lo hagas, Gonzalo. No te metas en esto, no vale la pena. Entrégame esas pruebas, dime quién es el confidente y yo me ocuparé. Tú tienes una familia y una vida por delante; ni siquiera deberías estar aquí, te has visto empujado por accidente. Pero yo se lo debo a Laura, era mi compañera.

Gonzalo se quitó las gafas. A veces le gustaba este mundo de volúmenes indefinidos donde, contra lo que todo el mundo pensaba, podía ver mejor porque era inútil mirar. Así aparecía ahora el rostro borroso de Alcázar, sólo una forma desdibujada y gruesa, un olor de café y pitillos. Y una respiración agitada.

—Yo también se lo debo, inspector. Laura era su compañera, pero era mi hermana.

Gonzalo volvió a colocarse las gafas. Allí estaba todo de nuevo licuándose, volviendo con rapidez furtiva a su apariencia de normalidad. Pero ya era tarde. Se puso en pie dispuesto a marcharse, y entonces recordó que quedaba otra pregunta por hacerle al inspector, que en dos semanas dejaría de serlo.

—Después del funeral, usted fue a ver a mi madre, ¿verdad? Fue usted quien la convenció para que vendiera a mi suegro la finca del lago.

Alcázar se levantó a su vez. Había recuperado su pose habitual, pero algo ligeramente distinto vibraba en él. No era una amenaza, tal vez una cierta resignación, como la que siente quien ha hecho cuanto puede para evitar una desgracia y no se siente obligado a más.

—Según tengo entendido, no sólo se la ha vendido a tu suegro. Ahora sois socios, de modo que tú también te beneficias.

En realidad eso no era cierto aún. Gonzalo no había firmado todavía ese acuerdo.

—¿Por qué ha intercedido a favor de Agustín González?

Alcázar movió con lentitud sus pesados párpados. La paga de jubilación era una risa, así que tenía que buscarse la vida. De vez en cuando se daba una vuelta por los despachos de abogados, fisgoneaba un poco y dejaba caer por aquí y por allá tarjetas de visita. Siempre había algún trabajo del que podía encargarse alguien que conocía el juego.

—Tu suegro y yo coincidimos algunas veces en el pasado, él en su papel de abogado y yo en el de policía. No siempre convergieron nuestros intereses, pero siempre hubo buena relación. Me puso en antecedentes y le ofrecí mis servicios.

—¿Sabe que usted era el jefe de mi hermana?

Alcázar sonrió, preguntándose si la bisoñez de Gonzalo era auténtica o impostada.

—¿Hay algo en esta ciudad que no sepa Agustín González?

Gonzalo adivinó en los ojos de Alcázar un arañazo profundo, y de repente le acometió la idea de que aquel hombre podía ser muchos otros. Y no todos amables.

—¿Cómo convenció a mi madre? ¿Qué le dijo? Mi madre le odia, jamás aceptaría algo que venga de usted, a no ser que exista una poderosa razón.

Alcázar se mordisqueó el mostacho con el labio inferior. ¿Era el pasado una poderosa razón para una anciana de ochenta y seis años? Sin duda, como lo era el miedo a perder el amor incondicional del único hijo que le quedaba y morir sola.

—Eso deberías preguntárselo a ella.

Apenas alcanzada la calle, Gonzalo llamó a Siaka. Tardó dos tonos en descolgar.

—Veo que has perdido ese tren a París.

—Habrá otros, puedo esperar un poco más, supongo. Yo he tomado mi decisión. ¿Tú has tomado la tuya?

—Lo haré.

—¿Estás completamente seguro? No hay marcha atrás, abogado.

Gonzalo notó cómo el sudor le empañaba la palma de la mano. No, claro que no estaba seguro. Pensó en Javier, aquel día en el risco, antes de saltar al vacío. En el miedo de su hijo, en su inseguridad que desapareció cuando él lo cogió de la mano. Pero ¿quién se la sostenía a Gonzalo ahora?

—Sí. Estoy seguro.

—Como quieras… ¿Tienes un papel a mano? Te daré la contraseña del archivo confidencial.

Gonzalo buscó un papel y un bolígrafo en su maletín. Se apoyó en el techo de un coche aparcado con el teléfono atrapado entre el hombro y la oreja.

El bolígrafo se quedó quieto y el teléfono se le cayó al suelo. No necesitaba apuntar la contraseña, la conocía de memoria: cinco letras, mayúsculas: IRINA. Mecánicamente buscó en el bolsillo el portarretratos que había encontrado en la cazadora de aviador de su madre. Frotó con los dedos aquellas letras garabateadas hacía tanto tiempo, no del todo legibles, pero que tanto habían afectado a Esperanza cuando le mostró el retrato descompuesto de aquella mujer y de la niña que sostenía en brazos.

La voz de Siaka se escuchaba a través del auricular del teléfono en el suelo.

—Abogado, ¿sigues ahí?

Gonzalo recogió el teléfono.

—Te llamaré luego.

Veinte minutos después entró en el despacho de Agustín González sin hacer caso de las airadas protestas de la secretaria. Su suegro estaba al teléfono y le miró sorprendido. Le hizo un gesto a su secretaria y ésta salió. Durante un largo minuto, Gonzalo permaneció en pie, declinando la muda invitación para que tomara asiento. Cuando terminó la llamada, Agustín González cruzó los dedos sobre la mesa.

—Habrá alguna razón de peso para que irrumpas de esta manera en mi despacho.

—No voy a vender la propiedad.

—¿Cómo dices?

—Lo que has oído. No vendo y voy a plantear un recurso contra la firma de la venta del setenta y cinco por ciento de mi madre. Tengo razones para pensar que ha firmado bajo coacción.

Agustín González no salía de su asombro. Miró a Gonzalo como si su yerno estuviese chalado.

—¿Y te vas a denunciar a ti mismo? Por lo que yo sé eres tú quien la ha convencido.

—No juegues conmigo, Agustín. Sé que mandaste a ese inspector que te hace trabajitos para que la convenciera. No sé cómo lo hizo, pero demostraré que se aprovechó de su superioridad, recurriré al estado mental de mi madre, si es necesario.

—Pero ¿se puede saber qué te pasa? Teníamos un acuerdo.

—Tú no lo entenderías. Podría sentarme aquí delante de ti y explicártelo durante horas, y seguirías sin entenderlo.

—Supongo que sabes lo que eso significa.

—Lo sé perfectamente. No habrá fusión, y no puedo decir que lo lamente. Hablaré con Lola, tendremos que replantear nuestras opciones, pero saldremos adelante.

Agustín dio un puñetazo feroz en la mesa.

—¡¿Con quién te crees que estás hablando?! El proyecto se llevará adelante, contigo o sin ti, ¿lo entiendes? Venderás esa mierda de propiedad o te destrozaré por entero.

Gonzalo parpadeó, como si se le hubiese metido una pestaña en el ojo. Su seguridad se tambaleaba.

—Te guste o no, soy el esposo de tu hija y el padre de tus nietos. Si vas a por mí, también irás a por ellos.

—No seas necio. Ellos son mi familia. Tú, no.

Gonzalo tragó saliva y se irguió.

—Haz lo que creas oportuno. La finca del lago no se vende.

Salió del despacho de su suegro con una ligereza en los hombros que hacía tiempo que no sentía. Miró de reojo a la secretaria de Agustín González y vio un fósil clavado a una mesa de madera, un insecto sin vida en las carnes fofas y la expresión amargada. Había estado muy cerca, pensó. Muy cerca. Cruzó el pasillo con agilidad y entró en su propio despacho. Luisa escribía un memorando en el ordenador.

—El cartel del balcón, ¿dónde está?

—En el trastero. ¿Por qué?

—Vuelve a colocarlo en su sitio y haz que pinten el rótulo de nuevo. Lo quiero en letras bien grandes.

—¿Qué ha pasado?

—Que no hay fusión.

—¡Ay, Dios! Y yo que le había dicho adiós mentalmente a la cola del paro.

Gonzalo lanzó una mirada resignada a los legajos que se amontonaban en la mesa de su ayudante.

—Puede que acabemos los dos ahí, pero presentaremos batalla… Otra cosa, los geranios. Colócalos de nuevo. Me gusta que estén ahí.

—¿Como la rusa del apartamento contiguo?

Gonzalo se ruborizó.

—No seas deslenguada. Soy un hombre casado.

—Claro, y yo quería llegar virgen al matrimonio.

Alguna parte de su ayudante irradiaba una extraña satisfacción. Gonzalo no era, pese a su decisión, tan optimista. Los gestos de valentía eran, a menudo, un salto al vacío de consecuencias imprevisibles. Pero no podía negar en aquel momento que también él rozaba eso que algunos llaman felicidad.

Llamó a Lola. Ya se había enterado de la noticia, el cabrón de su suegro había sido rápido. Gonzalo dejó que se desahogara, escuchó sus lamentos, quebrados a menudo con un llanto que era más fruto de la indignación que de la tristeza. Su padre la había aleccionado convenientemente: durante diez largos minutos estuvo haciéndole chantaje emocional con el futuro de los hijos, con la casa y con todo lo que se le ocurrió. Gonzalo la dejó hablar.

—Hablaremos esta noche, Lola.

Colgó con una sensación agridulce en la garganta. Nadie dijo que la vida del lobo flaco fuese sencilla. Recogió el maletín y miró la hora. Todavía tenía tiempo de llegar a la residencia en horario de visitas. Su madre iba a contárselo todo. En primer lugar qué era lo que Alcázar sabía o había utilizado para doblegar su voluntad en caso de no vender la finca, y segundo lugar quién era Irina, la mujer del portarretratos. Y esta vez no iba a dejarla esconderse en sus marañas de silencio ni escapar a sus islotes de recuerdos.

Salió del despacho y se dirigió al ascensor.

El aparcamiento subterráneo tenía algún fluorescente fundido y dejaba la mitad de las plazas a oscuras. Gonzalo presionó el mando a distancia de su todoterreno para guiarse por el pitido de la apertura mecánica y el destello de los intermitentes. Su plaza estaba al final, entre dos gruesas columnas que cada día le obligaban a un sinfín de maniobras para encajonar el vehículo. Si hubiera firmado la venta de la finca, le habría tocado una plaza doble en la planta superior, donde aparcaban Agustín González y sus socios sin riesgo de dejarse la pintura en una columna. Mala suerte.

Abrió la puerta de atrás para dejar el maletín.

—¡Eh, hijo de puta! ¿Te acuerdas de mí?

Gonzalo apenas tuvo tiempo de girar levemente la cabeza. Un destello de sorpresa iluminó sus ojos y abrió la boca para gritar, pero no tuvo tiempo de hacerlo.

Algo pesado le golpeó en la base del cráneo. Sintió un fuerte mareo y que las cosas perdían relieve. El segundo impacto lo hizo caer de bruces al suelo. Y entonces sintió algo afilado que le penetraba hasta el pulmón, una, dos, tres veces, con saña.