7

Barcelona, 12 de julio de 2002

Era un macho viejo, pero aun en cautividad conservaba el aura de fuerza que debió de convertirlo en el jefe de una poderosa manada cuando recorría kilómetros y kilómetros de su territorio de caza. Una mampara transparente de algo menos de dos metros de altura separaba su habitáculo de los visitantes, que a aquella hora eran escasos. A pesar de la advertencia en varios idiomas prohibiendo lanzar cosas o comida, el foso que bordeaba la isla artificial del lobo rebosaba de basura, latas de refrescos, pedazos de fruta y envoltorios de helados. Gonzalo vio incluso una zapatilla reseca. A la derecha del recinto había un panel explicativo: el gran lobo gris podía llegar a los 85 kilos de peso y sus dominios abarcaban buena parte de Europa, de Eurasia y de Norteamérica, tenía unos poderosos dientes con los que triturar a sus presas, y su hábitat natural eran las zonas frías, de ahí su pelaje gris en el lomo y el pecho y muy blanco en las patas. El rey de las estepas, donde nada podía vivir sin un verdadero instinto de supervivencia.

Sin embargo, los tiempos de gloria de aquel lobo parecían cosa del pasado. Estaba tumbado con el hocico entre las patas delanteras a la entrada de la gruta construida como madriguera. El pelaje blanco y gris estaba sucio y se le caía a manojos, era la época de la muda y pese al termostato que procuraba mantener la temperatura baja en el habitáculo, un lobo siberiano nunca podría adaptarse al calor húmedo de una ciudad mediterránea. Ladeó su gruesa cabeza con las orejas hacia atrás y lanzó un prolongado bostezo. En otro tiempo, pensó Gonzalo, aquel bostezo habría ido acompañado de un largo y profundo aullido que habría hecho estremecer de miedo a las bestias de los bosques. Pero los años de cautividad habían minado el orgullo de aquellos ojos casi blancos que le observaban con indiferencia. No quedaba nada de instinto, sólo sumisión y tristeza.

Gonzalo lo observaba esperando algo. Le habría gustado que aquel animal recobrase esa mirada feroz, ver, al menos una vez, su cuerpo erguido sobre la rocalla hecha de cartón y piedra, aullando, reclamando la herencia de sus ancestros. Desafiante, libre, a pesar de todo. Pero lo único que hacía era quedarse quieto, tumbado, lamiéndose las patas. Al cabo de unos minutos, el lobo se alzó pesadamente sobre las patas delanteras, se sacudió como lo haría cualquier chucho callejero bajo la lluvia y se arrastró (aquélla era la expresión) hasta lo más oscuro de la gruta.

«Ese lobo, —pensó—, soy yo. Un lobo amansado». Desde que había vuelto a la casa del lago no dejaba de darle vueltas a aquella idea loca, sin ningún sentido, impropia de él. Y sin embargo no se la sacudía de la cabeza.

—Perdone, señor. Vamos a cerrar.

Gonzalo miró de reojo al empleado del zoológico y asintió.

Aquella noche no tenía ganas de volver a casa y enfrentarse a la rutina. Se sentía extraño, como si algo empujara para salir a la superficie y no estuviera seguro de poder controlarlo. Nadie sabía que seguía pagando la renta de un pequeño apartamento en la Barceloneta que alquiló hacía un año, cuando estuvo a punto de separarse. Lola ni siquiera se imaginaba lo cerca que habían estado de la ruptura. Gonzalo superó aquel momento, pero decidió conservar aquel espacio que era exclusivamente suyo. A veces iba allí, no muy a menudo, cuando necesitaba estar solo.

El edificio disponía de portería, a cargo de un tipo bajito y calvo del que Gonzalo ni siquiera sabía el nombre. Cada vez que iba al apartamento se lo quitaba de encima con un saludo rápido. Subió en el ascensor con la espalda apoyada en la pared forrada de madera que necesitaba una capa de barniz. Un pequeño espejo le devolvía su reflejo: ojeras, el nudo de la corbata flojo, el pelo revuelto y la comisura de los labios caída, la piel destensada.

La imagen desolada de un espacio vacío le saludó sin familiaridad. No había más mueble que una mesa de madera, dos sillas y un equipo de música y vídeo en el suelo de parqué oscuro. Un montón de discos compactos, un cenicero, una botella de agua mineral y un par de piezas de fruta en una pequeña nevera. En el extremo opuesto, un somier y un colchón todavía con la funda de plástico. Libros en el suelo. Tres bombillas colgaban de los cables del techo donde deberían ir colocados los halógenos. No había cortinas y desde la ventana corredera que accedía a la terraza se veía el Palau de Mar. El ruido de la ciudad era un zumbido lejano. Las luces palpitaban como un corazón que funcionaba lentamente, en reposo. Dejó la bolsa con la cena en la pieza de mármol de la cocina y bebió agua directamente del grifo. Apestaba a cloro. Colocó un compacto y encendió el aparato con el volumen bajo. La voz rota de Aretha Franklin le dijo que no era buen momento para estar solo. Pero la soledad no le hacía daño, nunca le molestó.

Abrió la corredera y se asomó a la ventana. No corría el aire y la humedad que venía del mar se volvía pegajosa. La soledad, la música de fondo, aquel espacio que no compartía con nadie le permitía fingir que todavía tenía veinte años, que todo estaba por hacer. Por eso iba comprando los muebles poco a poco, imaginando qué aspecto tendría el apartamento cuando lo terminase. No tenía prisa en ir alimentando esa ficción de independencia perdida. Aquél era su espacio, el único reducto que no había rendido. Durante unas horas, aquí podía ser quien quisiera. No necesitaba que fuese real, le bastaba con creer que era posible.

Su casa, su verdadero hogar, no estaba muy lejos. Aquella distancia, a diez minutos en coche, era una metáfora. Todo un mundo. Lola ya habría cenado, tal vez estaba medio adormilada en el sofá leyendo una de esas novelas de viajes con heroínas femeninas que tanto la apasionaban, esperando que él la llamase para decirle que la reunión con su padre había terminado, que la asociación con el bufete de su suegro era un hecho. Patricia estaría durmiendo en su cuarto con un ojo abierto, atenta al sonido de las llaves en la cerradura y al tecleo que anulaba la alarma para saltar de la cama y correr a meterse en la suya. Javier estaría frente al ordenador, metido en una de esas interminables conversaciones de chat.

Llamaron a la puerta. Unos nudillos golpearon con suavidad, dos veces. Gonzalo no esperaba visitas, nadie iba nunca allí. De eso se trataba. Los nudillos volvieron a repicar en la puerta, esta vez de un modo más insistente. La luz del vestíbulo estaba encendida. Gonzalo percibió una sombra moviéndose bajo la rendija de la puerta. Al abrir se encontró al portero con una caja de cartón de pequeñas dimensiones entre los brazos.

—Le traía este paquete. Acaban de entregarlo en la portería.

Gonzalo miró con desconfianza al portero. Nadie conocía la dirección de este apartamento y no eran, en todo caso, horas de reparto. El portero comprendió su desconcierto.

—Lo ha traído un chico negro, ha insistido en que debía entregárselo urgentemente y en mano. —Omitió que el negro, un joven apuesto y bien vestido, le había dado una generosa propina, en dólares, para asegurarse de que cumplía el encargo.

Gonzalo observó la caja.

—Debe de tratarse de una confusión.

El portero le señaló el nombre escrito con rotulador. Su nombre.

Gonzalo le dio las gracias, cogió el paquete y cerró la puerta borrando la expresión expectante del portero. Fue a la cocina con la caja, la dejó sobre el mármol y abrió la nevera. Se sirvió un generoso vaso de zumo de piña y se sentó, observando atentamente el paquete. Por fin se decidió a abrirlo. En el interior había un pequeño ordenador portátil. Huellas pringosas habían quedado impresas en las teclas más utilizadas. Su mirada se deslizó hacia una fotografía, al fondo de la caja. Estaba quemada parcialmente, pero al parecer quien le había prendido fuego lo había pensado mejor y había apagado la llama antes de que los daños fueran irreparables.

—Joder… —murmuró, al reconocer la imagen.

Se distinguían unos grandes abetos negros, el lago helado y la casa a poca distancia. Su casa. Laura sonreía embutida en un forro polar, cubierta hasta las cejas. En los brazos sostenía a su hijo con la cara embozada en una bufanda, el pelo revuelto le cubría la frente y unos grandes ojos miraban a través del flequillo como quien espía tras los pliegues de una cortina. La parte quemada estaba irreconocible, sólo se adivinaba un brazo y una mano que estrechaba la del niño. Una mano de pulidas uñas blancas y dedos fuertes, como el brazo. Un brazo y una mano negra.

Le dio la vuelta a la fotografía. En mayúsculas había escrita una palabra. MATRIOSHKA. Gonzalo observó el ordenador, lo encendió y cuando en la pantalla apareció la solicitud de contraseña introdujo, intuitivamente, la palabra. La pantalla se desbloqueó, mostrando una serie de iconos sobre un fondo de pantalla que era la imagen de Laura, Luis y su hijo Roberto con una playa de fondo y un cartel clavado en el margen de una carretera donde podía leerse «Argelès de la Marenda». Un viaje de vacaciones por el sur de Francia donde parecían felices. ¿Aquel ordenador era de Laura?

Abrió el primer icono y una hoja de Excel se extendió, mostrando un maremágnum de cifras y códigos. Gonzalo no entendía muy bien de qué se trataba, pero daba la impresión de que era un exhaustivo registro de transferencias bancarias, números de cuenta y siglas que podían significar nombres ¿de personas, de empresas? Varias veces aparecía marcado en negrita el apunte ZV. ¿Zinóviev? Los siguientes iconos eran del mismo estilo, aparecían puertos de toda Europa y lo que podían ser nombres de barcos de transporte de contenedores alemanes, ingleses, franceses, holandeses, españoles. Se indicaban las fechas de arribada, el puerto de origen (muchos de África y de América Central, pero también algunos de Canadá y de Rusia). Junto a cada acotación había una lista de nombres y un número. Assam, Miriam, Bodski, Remedios, Matthew, Jérôme, Louise, Siaka, Pedro, Paula, Nicole… y así hasta un centenar largo. Los números que les acompañaban eran casi todos de una cifra, y algunos, los menos, de dos. La cifra más alta era 15, la más baja 2.

Uno de los iconos decía «confidencial». Gonzalo intentó abrirlo pero estaba protegido y requería de contraseña. Al intentar una al azar, «Laura», la pestaña le advirtió que podía probar dos veces más antes de bloquear automáticamente el archivo. Gonzalo desistió y probó con una carpeta de fotografías. En casi todas aparecía Zinóviev. Tomadas de lejos con un potente objetivo, a veces solo, otras acompañado, varias veces con un chico alto, un negro bien vestido y apuesto. Gonzalo volvió a la imagen medio quemada. ¿Era suya la mano que sujetaba a Roberto? ¿Era el mismo que acababa de entregarle al portero el ordenador?

Observó durante mucho tiempo el rostro tatuado de Zinóviev. Según el inspector Alcázar, Laura había matado a ese hombre, pero ¿cómo podía haberlo hecho del modo que el policía le había dicho? No le había disparado, sino que lo había reducido, lo había llevado a una nave abandonada, lo había colgado de una viga con sus esposas y lo había torturado con crueldad, probablemente durante horas. Viendo el aspecto de fiereza de ese animal, su corpulencia y sus casi dos metros de altura parecía más que improbable que su hermana hubiera podido hacer algo así. Se requería mucha fuerza física para dominar a ese hombre y manejarlo como un pelele, y sin duda se habría resistido con ferocidad. El forense había dicho que no encontraron rastros de piel o de sangre que no fuera suya en Laura. Cuando Luis le preguntó si creía que su hermana había matado y torturado a ese hombre dijo instintivamente que no. Ahora estaba casi seguro.

De repente resultaba más que obvio lo que significaba toda aquella información en el ordenador: la investigación de Laura, la razón por la que había perdido a su hijo y a su esposo, lo que la había tenido obsesionada todo ese tiempo… Entonces, aquellos nombres y aquellos números…

Abrió la siguiente carpeta de fotografías.

Sintió una arcada y casi vomitó el zumo de piña sobre el teclado. Había cientos de fotografías de niños, algunos muy pequeños, casi bebés, con terribles daños. Muchas fotografías eran de una pornografía tan explícita que entraban ganas de arrojarse por la ventana.

—Santo Dios, Laura… ¿Cómo pudiste soportar todo esto tú sola?

Cerró la carpeta lleno de náuseas y se asomó a la ventana. Los dedos le temblaban cuando encendió un pitillo. Se lo había prometido a Lola, pero qué coño podía importar eso ahora. Inspiró con fuerza y sintió que el llanto le subía hasta la garganta. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo podía existir tanta maldad? No era un ingenuo, era abogado, conocía las entretelas de la miseria humana, sus mezquindades, pero aquello… aquello sobrepasaba todo lo imaginable. Inspiró con fuerza mirando hacia la noche. Pacífica, tranquila y suave. Una pareja se estaba besando en el capó de un coche, se reían, se volvían a besar. Gonzalo tuvo ganas de gritarles que corrieran, que huyeran tan lejos y tan rápido como pudieran antes de que la maldad les alcanzase. ¿Cómo podía Laura haber seguido viendo el mundo después de bajar a ese infierno?

Tardó más de una hora en volver al ordenador. Estuvo buceando sin brújula, abriendo archivos, carpetas, y una vez más probó con el que ponía «confidencial». Esta vez utilizó la contraseña «Roberto», pero la pestaña volvió a aparecer, advirtiéndole de que sólo le quedaba un intento. Decidió no agotarlo inútilmente.

¿Qué debía hacer con todo eso? Ir a la policía, sin duda. Pensó en llamar inmediatamente al inspector Alcázar, él sabría qué hacer. El caso de Laura y Zinóviev estaba archivado, pero no tendría más remedio que reabrirlo a la vista de aquellas pruebas y ordenar una investigación a fondo. Cogió el teléfono, pero algo le detuvo, una pregunta que zumbaba desde el primer momento en su cabeza. ¿Por qué le habían enviado a él el ordenador de su hermana? ¿Por qué?

La respuesta estaba allí, seguro. En aquel archivo que no podía abrirse. La palabra clave tenía que estar en alguna parte. Era absurdo que quien se lo había hecho llegar le permitiera el acceso al ordenador, a las fotografías pornográficas de los niños, a toda aquella información, y sin embargo le negase la entrada a este archivo. Volvió a la caja que le había traído el portero. Entre las lengüetas vio el pico de una tarjeta de color gris con el ribete de un hotel de cinco estrellas. Se le aceleró el pulso al cogerla, quizá estaba la contraseña de ese archivo que no podía abrir.

Pero no se trataba de eso, sino de una advertencia lacónica:

«Si le hablas a alguien de esto, tú y yo estamos muertos, créeme».

Había una dirección escrita, donde el anónimo le citaba para dentro de tres días, a una hora concreta, con la amenaza de que si no aparecía o si avisaba a la policía, desaparecería para siempre.

Al llegar a casa unas horas después, la casa que compartía con Lola y con los niños, Gonzalo entró en la habitación de su hija pequeña y se sentó a mirarla dormir. Olía tan bien y su rostro parecía tan confiado, era tan feliz, tan frágil. Pensó en las noches que Laura debió de pasar a los pies de la cama de su pequeño, viéndolo dormir, confiado, seguro, protegido, imaginó el desgarro que debía de sentir al acariciar su carita dormida, después de haber visto a todos esos pequeños. Y luego, cuando él ya no estaba, debía de seguir sentándose en su cama vacía, acariciando la almohada, las sábanas, su pijama.

Gonzalo lloró. Lloró en silencio como no había llorado en su vida.

Aquella noche cruzó la frontera invisible que le separaba de Lola y se estrechó contra ella, se acopló a sus piernas flexionadas, pasó el brazo sobre su cintura y le dijo que la quería. Lola no le oyó, pero lo hizo su cuerpo, que se pegó al tacto de Gonzalo, extraño y complacido.

Por la mañana parecía otro, quería ser otro. Lola y Patricia se dieron cuenta, cada una a su manera, de que algo era distinto, y ese cambio, la voluntad al menos, las sorprendió por igual, con una duda feliz. Gonzalo se había levantado antes que ellas y había preparado el desayuno que, por la falta de costumbre, era excesivo, continental. Zumos, tostadas, café, cereales, incluso se había atrevido a preparar la receta de macedonia de Laura, un remiendo que echó a perder buena parte de la fruta. La cortina de la cocina estaba abierta, como si hubiese pretendido que la luz del jardín fuera testigo de aquella declaración de intenciones. El florero que decoraba la mesa molestaba y ocupaba sitio innecesariamente, pero Lola agradeció el detalle, sin importar que Gonzalo no supiera que por las mañanas ella apenas tomaba un café doble y que Patricia era alérgica al zumo de pomelo.

Cuando Gonzalo se acercó a darle los buenos días, besándola en los labios, sintió un estremecimiento de dicha y en la misma medida de culpa. Que Patricia se echase a sus brazos como si todavía tuviese cuatro años no fue una novedad, pero sí lo fue la renovada devoción con la que Gonzalo la miró aquella mañana. Se sentaron a la mesa con una excitación distinta, Gonzalo estaba parlanchín, ingenioso a su manera, siempre un poco parca y torpe, pero lo que contaba era su voluntad de salir del anquilosamiento de aquellos últimos tiempos. Lola lo contemplaba sin atreverse a asomarse demasiado a aquella alegría esforzada, temiendo que el aspaviento no durara. Y al mismo tiempo se preguntaba a qué venía aquella puesta en escena y esa necesidad que demostraba Gonzalo de acariciarle la mano por encima de la mesa, de mirarla a los ojos o de hacerle carantoñas a Patricia. Calculó mal la causa.

—¿Qué celebramos? ¿La fusión de tu bufete con el de mi padre?

La expresión de Gonzalo se contrajo una décima de segundo y se tradujo en un exceso de mantequilla en la punta del cuchillo.

—Todavía no; no quiero precipitarme en tomar una decisión tan importante.

En agradecimiento a aquel derroche de esfuerzo, Lola estaba dispuesta a pasar por alto las flaquezas de Gonzalo aquella mañana, pero su respuesta la desconcertó.

—No hay otra posibilidad, pensé que ya estaba todo decidido.

Gonzalo percibió la expectación altiva de sus palabras, pero esta vez pudo soportarla.

—No puedo decidir tirar por la borda ocho años de lucha para sobrevivir como abogado independiente a la ligera, Lola. —Utilizó medidamente un tono disuasorio que la instó a no seguir por ese camino y estropear lo que tan bien había empezado.

Pero la sombra ya estaba otra vez allí, entre ellos. Aún no se hizo evidente del todo, y si el ambiente festivo se mantuvo fue por el parloteo inagotable de Patricia, que excitada por aquel instante que intuía especial, comprendió de algún modo que era su turno para mantenerlo vivo. Sus padres aceptaron tácitamente corresponder a su esfuerzo, rieron, charlaron de las cosas que importan, las cotidianas, y procuraron darle un término agradable al desayuno.

—¿Dónde está el anacoreta de la familia? Anoche no lo vi en su cama —preguntó hacia el final Gonzalo. No disimuló un cierto timbre irónico que molestó a Lola, siempre atenta al duelo sordo que Gonzalo mantenía con su primogénito. Cada vez que su esposo atacaba a Javier ella sentía el ataque como propio.

—Le he dado permiso para dormir en casa de un amigo.

—¿Qué amigo? Tiene diecisiete años y lo lógico es que venga a dormir a casa. Seguro que se ha pasado toda la noche estudiando. —Formuló su descreimiento en términos amistosos pero Lola captó el menosprecio paternal. Las palabras, con su promiscuidad, creaban estados de ánimo, y Gonzalo era especialista en estropearlos. Cuando recogieron los platos, flotaba en la cocina el ambiente de un contraataque que había sido iniciado con vigor y esperanzas de reconquista pero que había fracasado rotundamente, dejando un vacío triste y descorazonador.

—Esta noche han vuelto a aparecer las pintadas en el muro. Los vecinos empiezan a inquietarse; a nadie le gusta que haya un psicópata rondando por el barrio, y yo empiezo a estar alarmada también —dijo Lola con un tono seco, como si Gonzalo fuese el autor de las mismas.

Gonzalo comprendió inmediatamente aquella mirada de advertencia. Hasta ahora no le había prestado atención verdadera a las amenazas, había estado demasiado ocupado con la muerte de Laura, además había adoptado una posición comedida para no asustar a su familia, quitándole hierro al asunto, aunque cuando aparecieron las primeras pintadas decidió comprar el viejo revólver que escondía en el garaje, lejos del alcance de sus hijos. Lola no sabía que aquello estaba en su casa, no lo habría permitido. Gonzalo no pensaba utilizarlo, ni siquiera sabría apuntar, era una medida preventiva, pero con eso no bastaba. Tenía que hacer algo al respecto.

Miranda Acebedo debió de ser muy guapa en su tiempo. Un bellezón cobrizo que hacía las delicias de los turistas que viajaban a Cuba en busca de mujeres como ella. Las paredes del modesto salón estaban forradas con recuerdos de su época de cabaretera en las salas de fiesta de los hoteles de lujo. Bailaba moderadamente bien, sobre todo la cumbia, que no era cubana, pero eso a los turistas no les importaba, con tal de que moviera las rotundas caderas como ellos esperaban que lo hiciera, bajo aquellas faldas de volantes tan diminutas como sus sujetadores de lentejuelas. Una vez la escuchó cantar el pianista Bebo Valdés y dijo de ella que tenía talento. Pero el talento no es nada sin la suerte que debe acompañarlo.

—Ser puta es mejor que ser pordiosera —le dijo la primera vez que Gonzalo la vio en su despacho, hacía de eso un año y medio. Se presentó con un ojo morado y un brazo escayolado. Sus amigos le habían escrito palabras de consuelo en el yeso y dibujado corazones y caricaturas, pero la habían dejado sola ante el hombre que juró ante Dios amarla y protegerla cuando se casó en La Habana y que empezó a maltratarla apenas aterrizaron en Barcelona.

Miranda quería divorciarse y arrancarle todo lo que pudiera a su marido, Floren Atxaga. «Que pague por cada día de infierno», fue su sentencia. Gonzalo tuvo que esforzarse en que denunciara los malos tratos, sólo así podría librarse de él y tener opciones de quedarse con el piso donde, mal que bien, había criado a sus dos hijos, los bastardos mestizos, como los bautizó Atxaga. Él mismo la acompañó a comisaría, la asesoró durante todo el proceso y tras un largo pleito logró, además del divorcio y de la casa, una condena de cuatro años de prisión por agresión, violación y malos tratos psicológicos. Miranda le estuvo tan agradecida que le preparó un buen postre a base de plátanos caramelizados y batata, y al final de la comida se ofreció para bailar para él. Gonzalo aceptó los plátanos pero prefirió marcharse antes de que el baile se convirtiera en una jaula.

Nada quedaba de aquella Miranda que le recibió en la puerta, envuelta en una bata de boatiné de colores desvaídos.

—No debieron darle ese permiso; tenían que saber que se escaparía —afirmó ella, como si le doliera lo obvio.

Gonzalo no dijo nada. La vida siempre dejaba de ser lo que se esperaba si se esperaba demasiado de ella. Miranda había tenido mala suerte, le tocó el cabrón del lote.

—¿Ha venido por aquí?

Ella negó, aterrada por esa posibilidad.

—La policía ha pasado a verme un par de veces y me han dado un número de teléfono… Como si pudiera protegerme de ese cerdo con eso —dijo señalando la tarjeta de la Oficina de Atención a la Víctima pegada en la nevera con un imán.

—¿Y se le ocurre dónde puede andar?

—Buscando por ahí alguna ingenua que caiga en su trampa.

—¿Bares de alterne, bingos?

Miranda sonrió como si se dispusiera a ladrar.

—No, no. Floren es de los de misa en domingo. No juega ni siquiera a las damas, no bebe, y desde luego, no va de putas. Hasta las zorras se reirían de su ridícula polla inservible. Todo amabilidad y sonrisa, y una apariencia de perrillo abandonado que rompía el alma. Y así se mantuvo hasta que nos casamos y vinimos aquí. Empezó a meterse con mis amistades cubanas, luego empezó a criticar esa manía mía (así la llamaba) de leer libros a todas horas para dármelas de intelectual (ya ve usted, que yo sólo leo novelas de quiosco) y dejarlo en ridículo, a él que no tenía estudios (como si yo fuese ingeniera nuclear), y luego con mi otra manía de canturrear todo el día (como si me burlase de él). La primera vez que me pegó fue porque no se le puso dura. La segunda porque no se le puso suficientemente dura. La tercera porque me quedé embarazada. La cuarta ya no hubo ninguna excusa. Eso sí, los domingos a misa y luego a comer pollos asados a casa de los suegros con la mejor cara, aunque a veces los morados eran tan grandes que ni siquiera podían disimularse con maquillaje.

—¿Qué parroquia solía frecuentar?

—Una del barrio, aquí cerca. La de Nuestra Señora de Lourdes.

Gonzalo torció el cuello hacia el salón. Despanzurrado sobre el sofá, un adolescente de color mostaza miraba la televisión con aire aburrido. Debía de tener unos quince años, el hijo mayor de Miranda. Si Floren Atxaga aparecía por allí, no parecía muy dispuesto a defenderla.

—No creo que se deje ver. Sabe que la policía lo está buscando, pero si se acerca por el barrio no dude en llamarme, a cualquier hora.

Gonzalo se fijó en el rasguño que tenía detrás de la oreja. Un arañazo feo y reciente. También adivinó un color azulado en el hombro cuando al moverse se le abrió la bata.

—¿Sale con alguien ahora, Miranda?

Ella se cubrió el hombro con rapidez.

—Con un buen chico. Si aparece ese mamarracho de Floren, le dará lo suyo. Una mujer necesita estar protegida, ¿verdad?

Gonzalo sintió un pesar resignado. La mala suerte era la vocación de algunas personas. Hay errores con los que hay que cargar para siempre. Eso es lo que vio en la mirada de la mujer, y miedo, tristeza y lástima; no orgullo, ni amor.

—¿Me llamará si su exmarido intenta contactar con usted?

Ella dijo que sí, pero Gonzalo sabía que no lo haría. Y también sabía que algún día, si alguien no lo remediaba pronto, el cuerpecito de Miranda caería desde el balcón sobre el reluciente capó de un coche aparcado en la calle. De la mano de cualquier Atxaga de los que andan merodeando por el mundo a la caza de su presa.

Pensó en el ordenador portátil de Laura, y una vez más sopesó la idea de llevárselo a Alcázar. En el mundo había demasiados lobos y él era sólo un cordero, pese a su insistencia en querer ser lo contrario. Aquello le sobrepasaba, era un simple abogado de derecho civil, su única incursión en el terreno penal le había obligado a comprarse un revólver oxidado cuando se sintió amenazado por aquel monaguillo de misa que torturaba a su mujer. Si no era capaz de controlar esta situación, ¿cómo iba a enfrentarse a esa ola gigante que se había llevado por delante a su hermana? Estuvo tentado de llamar al inspector, pero la advertencia que había encontrado en la caja lo disuadió. Podía esperar tres días, se dijo, con el teléfono en la mano, conocer a quien le había traído el ordenador y luego tomar una decisión. Entretanto, pondría en conocimiento de la policía las amenazas de Atxaga y llamaría a una compañía de seguridad para que instalasen cámaras en el perímetro. Lola estaría más tranquila y él recuperaría un poco la sensación de que podía enfrentarse a esta amenaza.

En lugar de llamar a Alcázar, marcó el número de Lola. Quería decirle que lo del desayuno no había sido un espejismo: iba a ocuparse del asunto de las pintadas, las protegería y no permitiría que les pasase nada.

—¿Ha vuelto Javier? —preguntó antes de colgar. Lola dijo que no, y Gonzalo notó cierta ansiedad en su voz.

La habitación era decente, lo más que podía decirse. Apenas había sitio para una cama de matrimonio, que crujió al sentarse en el borde. La colcha de color magenta estaba descolorida y tenía manchas de lejía. Por debajo de la almohada asomaba el dobladillo de la sábana. El larguero de madera de la ventana encajaba mal, al abrirlo ocupaba la parte de la pared donde colgaba el televisor. No había nada que ver, excepto un nudo de tuberías de cemento con cagadas de palomas. Encendió la luz del baño, y el fluorescente zumbó como un moscardón atrapado. El lavamanos, con un solo grifo y la maneta de latón, goteaba dejando una marca de óxido junto al desagüe. Una pastilla de jabón sin el precinto colgaba en un rincón del pie de ducha. El sanitario tenía la tapa abierta y cuando se oía la cañería bajando desde las plantas superiores la boya se mecía.

Volvió a la cama. Se quitó las zapatillas sin desanudarlas y se tumbó con las manos detrás de la nuca, contemplando el techo. El olor del desodorante le acarició la nariz. Se preguntó cuántas personas habían estado antes en esa cama, tal vez unas horas antes, escondidos del mundo, furtivos, como delincuentes. Sin duda, había estado en sitios mejores.

—Un lugar un poco extraño para vernos.

—¿No te gustan las vistas? Son espectaculares.

Carlos se había quitado la camisa y la había dejado en el respaldo de una silla. Estaba contando los billetes que Javier le había entregado.

—No es mucho, necesito más.

—Es todo lo que he podido conseguir. No soy tu cajero automático.

Carlos frunció el ceño, decepcionado. Fue a decir algo, pero lo pensó mejor. Se tumbó junto a Javier y lo besó en los labios. Javier se deshizo de él con un gesto de repulsa. Carlos lo observó con actitud tranquila y despectiva. Como si pudiera leer sus pensamientos y se burlara de ellos.

—¿A qué viene esa cara?

Sus ojos dañaban a Javier, como si le hicieran pequeñas incisiones en la piel. De repente, Carlos se le ofrecía en toda su zafiedad: un buscavidas, y todo en él le resultó mezquino y desgarrador. Le pareció un tipo interesante cuando lo conoció, hacía cinco meses. Vino a sentarse a su lado aquella noche en un bar de ambiente. Al principio no dijo nada, ni siquiera le miró. Pidió una bebida sin alcohol y se quedó observando la pista de baile. «Me llamo Carlos», dijo volviéndose hacia él, con unos cuantos cacahuetes en la mano que movía como si jugara a los dados y aquella sonrisa llena de promesas. Un tipo de mundo, sin ocupaciones, sin restricciones morales, un alma libre que tomaba lo que quería cuando quería y luego continuaba su camino. Eso le pareció. Había comprendido demasiado tarde su error de apreciación.

No fue casualidad que Carlos fuera a sentarse a su lado en la barra. Lo eligió previamente, nada más entrar en el bar. Le bastó una mirada para saber que él era su víctima. «Es tu primera vez, ¿verdad?», le preguntó, posando la palma caliente de la mano cerca de su ingle. Aquella mano y su mirada sin nada dentro deberían haberle puesto sobre aviso, pero la cabeza le ardía. Una hora después estaba acurrucado en la parte trasera de su Ford gris, practicando su primera felación mientras sonaba música de Depeche Mode; nunca imaginó que el sabor de un pene duro fuese tan dulce, pese a haberlo imaginado todo mil veces en la soledad. Y después, sentir el aliento fuerte de Carlos rozando su vello púbico y la enorme explosión de placer y culpa al eyacularle en la boca, fue su condena. Desde entonces, Carlos lo tenía comiendo en la palma de la mano como un gorrioncillo indefenso. Cuando él lo llamaba, Javier acudía, a cualquier hora, en cualquier lugar con tal de estar unos minutos a su lado. A veces, Carlos ni siquiera se presentaba, y cuando volvían a verse o él lo llamaba, no se molestaba en darle una explicación.

Poco a poco, Javier había dejado de lado cualquier cosa que no fuera la obsesión por él. Era enfermizo, lo sabía, pero no podía evitarlo. Su presencia le trastornaba, no lograba sacudirse su influencia a pesar de saber que sólo le estaba utilizando. Al poco tiempo, empezó a pedirle dinero. Cada vez más, a veces le suplicaba y otras se lo exigía con la amenaza, más o menos velada, de abandonarle. Por eso le había ayudado a encontrar el trabajo en la agencia de su madre. Ahora se daba cuenta de que eso, acercarse a su familia, era lo que había estado buscando desde el principio.

—No soy idiota, ¿sabes? Puede que sea más joven que tú, que esté enamorado y que prefiera no ver ciertas cosas. Pero no soy estúpido.

—No te entiendo.

—Me entiendes perfectamente. ¿A qué juegas con mi madre?

—No juego a nada. Tú no lo entenderías.

—¿Qué tengo que entender? ¿Que te la quieres follar? Sé lo que vi en la agencia; tu jueguecito con la máscara y la sonrisa tonta de mi madre. Os conozco a los dos.

La mirada de Carlos se tornó translúcida. Hizo un mohín divertido y soltó una carcajada.

—¿Estás celoso de tu propia madre? Esto resulta un poco morboso, ¿no te parece? No quiero nada con tu madre. De acuerdo, acepto un poco de tonteo, es mi jefa, y es atractiva. Pero no pienso seducirla, ni nada por el estilo.

—¿Eso es lo que se supone que hiciste conmigo? ¿Seducirme?

Carlos negó con la cabeza. A veces le costaba creer que todavía existieran personas como Javier, tan naif, tan convencido de que el mundo giraba en torno a su ombligo con sus dudas existenciales, sus complejos y tantas memeces que le rondaban por la cabeza. Cuando estaban juntos, observaba su piel impoluta y le parecía estar haciendo el amor a una escultura yacente de mármol. Otras veces era como hundir el puño en un tarro de mantequilla blanda y maleable.

—Nadie te empujó a entrar en aquel bar, lo hiciste porque sabías lo que ibas a encontrar. Viniste a mi coche por tu propio pie, y nadie te violó, ¿verdad? Tampoco las otras veces. Si no recuerdo mal, te dije que no te hicieras ilusiones conmigo. Mira, me da igual si me crees o no, pero yo no quiero follarme a tu madre. Necesito la pasta y el trabajo, eso es todo. Aunque deberías verla cuando está conmigo. Se ríe, rejuvenece, es como si saliera esa Lola que existe de verdad en su interior.

—No necesito que me expliques cómo es mi madre. Hace tres meses que la conoces, y yo llevo toda la vida con ella.

—Te equivocas. No tienes ni idea de cómo es.

A Carlos le costaba reprimir la tentación de darle una lección, una de ésas que él había recibido sin pedir de pequeño. Pero no estaba allí para eso. Sacó una papelina de cocaína y la puso sobre un pequeño cristal que guardaba en el bolsillo del pantalón. Preparó dos rayas y aspiró una.

—Oye, no nos vemos mucho últimamente, y ¿vamos a perder el tiempo discutiendo como un matrimonio de viejos cascarrabias? Si no quieres verme más, dilo. Me largaré y nunca volverás a saber de mí, te lo juro.

El silencio de Javier le hizo sonreír. Seguiría allí, pegado a él hasta que lo dejase seco. Conocía bien a sus presas. Sabía elegirlas. Le tendió el cristal y le hizo esnifar su raya. Javier se dejó caer sobre la almohada con la mirada vidriosa, perdida. Uno sabe cuándo camina hacia la destrucción, pero no tiene voluntad para impedirlo. Carlos le desabrochó la bragueta y le besó el ombligo, rozándolo con su perilla.

—Estamos aquí, ahora. El pasado es algo que ya ha sucedido. El futuro no existe. Sólo está el momento. Y es nuestro.

Javier sorbió por la nariz y los ojos se volvieron acuosos. Sabía cómo era Carlos, sabía que debía impedir que se acercase a su madre, destruiría su familia, les haría daño a todos ellos. Ya se lo estaba haciendo, era como la carcoma en la madera, sólo visible cuando ya era plaga. Si pudiera hablar con su padre, contárselo todo. Si pudiera encontrar la manera de hacerlo. Necesitaba decirle que no le culpaba por dejar que se hiriese la pierna al saltar juntos de aquel peñasco cuando era un crío y quedarse cojo. Lo que contaba fue que lo hicieron, saltaron juntos. Quería decirle que necesitaba volver a saltar con él, a donde fuese. Juntos, otra vez.

Pero las palabras, como los pensamientos, se le ahogaron en la garganta con un largo gemido al notar el aliento caliente de Carlos sobre su glande.