6

Moscú, principios de febrero de 1933

El ruido del motor de hélice era ensordecedor. Media docena de hombres empujaban a cada lado de las alas mientras el piloto viraba 180 grados sobre la explanada helada. La nieve formaba remolinos a su alrededor. «Un Spad siglo XIII de fabricación francesa, de 1918», dedujo Elías. Podía reconocerlo sólo por el sonido del motor de empuje. Un modelo anticuado, poco eficiente frente a los Camel ingleses o los Fokker alemanes, pero un hermoso aparato, sin duda. Una vez había visto uno de aquellos biplanos sobrevolando a baja altura los cielos grises de Mieres. El servicio postal de la compañía minera había comprado algunos tras la Gran Guerra en Europa, y una vez al mes aquel aparato aparecía entre las torres de los pozos mineros cargado de sacas y paquetes para aterrizar en el pequeño aeródromo detrás del complejo minero.

Su padre y los demás dejaban lo que estaban haciendo durante unos minutos para saludar con las gorras en alto el vuelo rasante del piloto, que mecía las alas a modo de reconocimiento. Los chiquillos corrían detrás de la cola en cuanto tomaba tierra, como si se hubiera posado sobre los tejados negros de hollín de sus casuchas un auténtico dragón. Todos admiraban a aquel piloto con el que Elías jamás llegó a hablar, y no sólo porque en aquel vuelo llegaban sus exiguas pagas, sino porque lo que más envidiaba un minero era a alguien capaz de despegarse del suelo. También él había soñado con ser uno de esos exploradores de las nubes, ver el mundo desde lo alto, atravesar veloz las columnas de carbón, escuchar desde lejos los zumbidos de los barrenos que reventaban la montaña. Por eso había decidido estudiar ingeniería. No para construir puentes, que es lo que terminaría haciendo. Sino para surcarlos en el aire.

—¡Muévete!

El golpe del fusil en los riñones le hizo trastabillar hasta el estribo del camión. Subió a la caja sin lona y se sentó en uno de los huecos libres. Volvió la cabeza hacia la explanada. El Spad se elevó titubeando como un pájaro lanzado por primera vez del nido, luego se estabilizó y se perdió ganando altura por encima de los potentes reflectores del aeródromo. Los sueños y la infancia de Elías le parecieron tan lejos como aquel avión perdiéndose en la noche de Moscú.

—¿A dónde nos llevan? —preguntó con nerviosismo la mujer que hicieron sentarse a su lado. Elías la miró de reojo haciéndole sitio en el banco, aunque la caja del camión ya estaba atestada y los guardias no paraban de hacer subir a más hombres, mujeres y a algunos niños. La mujer estrechaba sus delicados dedos con fuerza hasta hacer empalidecer los nudillos. Tenía aire de profesora de primaria, debía de ser severa con los alumnos díscolos, y delicada con los más aplicados. Ahora, toda su seguridad se había esfumado.

Preguntarse por qué razón estaba allí, como los demás, era inútil. La mayoría de los ocupantes del camión militar compartían la misma mirada de incertidumbre, una mezcla de estupor e incredulidad. Nadie le había dicho nada. Después de firmar su declaración dijeron que iban a devolverlo sin contemplaciones a la frontera por «actividades contrarrevolucionarias y antibolcheviques».

¿Qué habría sido de Michael y de su inseparable amigo Martin? ¿Y de Claude? Por extraño que pudiera parecer no les guardaba rencor. Sólo le embargaba una profunda tristeza; a fin de cuentas, él había firmado una sarta de mentiras a cambio de un vaso de agua, pero no tendría que cargar con el peso de la traición ni de calumniar a nadie, excepto a sí mismo. A ellos los habían golpeado quizá durante días enteros, les habían obligado a delatarle y tendrían que arrastrar ese peso el resto de sus vidas. ¿Cómo podrían volver a creer jamás en causa alguna? Le hubiera gustado verlos una última vez, mirarles a los ojos, despedirse con un abrazo, tal vez no cálido, ni sanador, pero suficiente para seguir con sus vidas.

La idea de que iban a deportarlo casi le alegró. Sin embargo, se dio cuenta de que algo no encajaba al observar los rostros compungidos de sus compañeros de desdicha y el modo en que las madres abrazaban a sus hijos para protegerlos del frío cortante que azotaba la caja descubierta del camión. El vehículo arrancó dando una sacudida que zarandeó a todos los ocupantes y encaró a toda velocidad una carretera paralela al río Moscova rumbo hacia la oscuridad.

—Nos llevan a dar un bonito paseo bajo la luz de la luna. Cortesía de la OGPU —anunció con voz sarcástica un anciano.

Ígor Stern no tenía miedo. Se había inmunizado a los nueve años, cuando una unidad de cosacos le arrancó la piel a tiras a su padre en Sebastopol. Durante horas lo oyó gritar mientras la piel se le desprendía de los músculos y le colgaba en las pantorrillas como jirones de una vieja camisa. Uno de los cosacos lo roció de gasolina y obligó a Ígor a prenderle fuego con una antorcha. Lo hizo sin dudar y durante varios minutos contempló fascinado cómo la tea humana en que se convirtió su padre se revolvía en la nieve iluminando la noche.

Después de aquello, todo había sido mucho más sencillo en su vida.

Que ahora fueran a fusilarlo no era nada extraordinario. Era el propio Stalin quien había dicho «si alguien viene a nosotros con una espada, por la espada morirá. Tales son los cimientos de la tierra rusa». Él había vivido sus veinte años como sólo viven los lobos: libre, salvaje, tomando por la fuerza lo que el destino le negaba. Matar, morir, disfrutar, padecer, amar y odiar era lo que podía esperarse de la existencia. No era un cobarde, ni suplicaría por su vida como había visto a los que le habían precedido en el paredón de la cárcel. Algunos se habían cagado encima y su mierda dejaba un rastro en la nieve pisoteada. De no haber estado con las manos amarradas, el propio Ígor los habría atravesado con una bayoneta. Odiaba a los débiles. Condenado a muerte. ¿No lo estaban acaso todos los vivos?

Mientras esperaba su turno (los fusilamientos eran por parejas), Ígor tarareaba una canción que había hecho popular la gran Orlova, la musa del cine y la danza. Si de algo debía quejarse, era de no haber podido disfrutar de esa clase de placeres. Aunque afirmaba sin rubor, como Lenin, que no entendía nada de arte, sentía algo especial cuando veía una obra de teatro o escuchaba una orquesta. Como las fieras, también él intuía un poder que no era posible domeñar en las expresiones que nacían del interior del alma humana. A veces se burlaba de su suerte, preguntándose si también podría haber sido un líder como Stalin de haber caído en manos de los popes en vez de ir a parar a una banda de mercenarios. ¿Qué habría pasado si hubiese podido desarrollar esa hermosa voz que todos decían que poseía? ¿Podría haber cantado en la Gran Ópera de Moscú? ¿Podría haber sido quizás amante de la Orlova? Podría. Pero lo más fácil era aceptar que su canto sonaba mejor en la soledad de la noche, como un lobo aullando bajo aquella preciosa luna que alumbraba el paredón manchado de sesos. Cuando le tocó el turno avanzó por su propio pie. No necesitó que le animaran a hacerlo con la punta de las bayonetas como a su compañero de ejecución, un maldito georgiano, llorón. ¿También había llorado cuando violaba y mataba a niñas y mujeres? Seguramente, no. Entonces debía de mostrarse feroz, como un perro rabioso.

—Compórtate, maricón, o yo mismo te arrancaré la yugular de un mordisco antes de que esos mierdas te metan un tiro en el pecho —le gruñó con rabia.

¿A cuántos había matado Ígor? ¿Por qué razones? Qué importaba eso ahora. Robos, violaciones, asesinatos. Cientos de peleas que atestiguaban sus cicatrices por todo el cuerpo, años de correccionales y cárceles que le habían dejado la piel sembrada de tatuajes, una por cada año en prisión. No podía esperarse una larga vida, pero sí una vida satisfecha. Que se fueran a tomar por el culo la piedad y la clemencia, Dios y los ángeles. En la vida sólo existía el momento. Y el suyo tocaba a su fin. ¿Por qué no disparaban de una vez? Estaba harto de escuchar los lamentos del jodido georgiano. Hacía frío y estaba a punto de volver a nevar. El jefe del pelotón no había dado la orden de apuntar. Seis fusiles contra dos pechos, era fácil concentrar los disparos a poco que mantuvieran el pulso firme y no cerraran los ojos al efectuar la descarga. Ígor los miraba con odio. «Niños, —pensó—, reclutas que tienen un miedo atroz».

—¡Se me está enfriando el culo, camarada!

El jefe del pelotón, un sargento veterano, le lanzó una mirada de desprecio y a continuación lo ignoró para concentrarse en el tipo del chubasquero negro que le mostraba un papel. Ígor intuyó algo extraño. Conocía a los de la GULAG, la policía de deportaciones. Con esos cabrones había que andarse con cuidado. Podían rajarle el pellejo incluso a un lagarto como él y arrancarle aullidos de dolor. Después de unos minutos de deliberación, el sargento de los fusileros les ordenó posición de descanso. El carcelero checheno se acercó y se encaró a dos centímetros del rostro de Ígor.

—Tienes suerte, cerdo judío. Pero me temo que los desgraciados con los que te encuentres en adelante no van a tenerla.

Ígor le mostró sus dientes podridos.

—Si pudiera te arrancaría la lengua, lo sabes, ¿verdad?

El sargento soltó una carcajada furibunda. Y sin contemplaciones le dio un tremendo cabezazo que le abrió una brecha en la ceja.

—¡Sacad a toda esta morralla de aquí! Metedlos en los camiones, deprisa.

Después de tres horas de marcha y sin nada que lo hiciera prever, el camión se detuvo poco antes del alba, en medio de la nada, rodeado por una espesa bruma que subía desde la ribera del río. A lado y lado se alzaban grandes bosques de abedules. Elías pensó que iban a fusilarlos en aquel lugar, y lo mismo creyeron los demás, que empezaron a removerse inquietos y a murmurar. Cuando se abrió el portón y los guardias les hicieron bajar, los murmullos se convirtieron en gritos y ataques de histeria. En un momento se formó un alboroto tremendo. Los guardias pugnaban por hacer bajar a la gente y éstos se negaban, aferrándose unos a otros entre lamentos. Era absurdo, pensó de repente, Elías.

—Quizá sólo nos han expulsado de la ciudad —murmuró alguien. Aquel razonamiento era débil e improvisado, pero les daba una esperanza. Las esperanzas más frágiles se convierten en increíbles cuando no hay otra cosa a la que aferrarse. Los obligaron a formar en fila india. A la explanada habían llegado antes otros camiones, y todavía seguían apareciendo más faros entre las lindes del bosque. Elías comprobó con asombro que había centenares de personas en su misma situación. Aquélla era una operación a gran escala. Poco a poco la columna formó varios cientos de metros, y a una señal se pusieron en marcha como un disciplinado ejército, flanqueado por guardias armados. Al poco aparecieron los raíles de una vía de tren y las luces de posición de un vagón de carga. Y luego otro, y aún otro, hasta una docena. En la cabecera, la locomotora soltaba vapor de agua como un purasangre impaciente. Paradójicamente, se escucharon muchas voces de alivio: aquel tren siniestro significaba que, fuese a donde fuese, el viaje no había llegado a su fin. Sólo acababa de comenzar.

—Al este —murmuró un chico joven que caminaba junto a Elías. Tenía un brazo en cabestrillo y la cara terriblemente deformada por golpes todavía recientes.

—¿Qué quieres decir?

El muchacho señaló el cauce del río y luego la vía paralela y el sentido de marcha de la locomotora. Se llamaba Anatoli y era geógrafo. De Leningrado. La resignación era patente en su mirada.

—Siberia, tal vez Kazajistán. Pero vamos a las estepas.

El joven miró especulativamente con su párpado abultado el pesado abrigo de Elías.

—Más vale que conserves bien ese tabardo. Créeme, te va a hacer falta.

Poco a poco el horizonte iba adoptando una tonalidad de gris acero que contrastaba con el largo convoy de vagones de madera. Los guardias, exasperados por una repentina prisa, como si todo debiera consumarse antes de que llegase el alba, trataban de dirigir a la muchedumbre hacia los vagones. La noche estaba llena de acentos diferentes, de quejas, de excusas, de súplicas, de insultos y de amenazas. Pero una tras otra aquellas voces eran acalladas e introducidas a la fuerza por los oscuros portones asignados.

Dentro del vagón el aire era asfixiante. El suelo estaba cubierto con paja podrida. Decenas de personas se apiñaban cerca de las estrechas rendijas de madera, custodiando con codicia aquellos resquicios por los que podía respirarse el aire frío del exterior. Empujado por los que iban subiendo detrás, Elías se vio arrastrado hacia el fondo. Se preguntó a cuántos más iban a meter en el vagón, apenas tenía espacio para moverse, no podía eludir la respiración de la gente que le rodeaba echándole el aliento a dos centímetros de su cara. Como pudo encajonó su cuerpo de lado para tener un poco de libertad de movimientos en los brazos. Ocurría algo muy extraño; aunque el espacio era cada vez más reducido, las personas que estaban al fondo se negaban a seguir avanzando, dejando una tercera parte del vagón libre.

—¡Avanzad o nos asfixiaremos! —gritó en su precario ruso.

Nadie le obedeció. A trompicones, haciendo uso de los codos, logró acercarse a aquella muralla humana para ver qué sucedía. La gente que le rodeaba volvía la cara o miraba al suelo, asustada, incluso los había que preferían retroceder y quedar comprimidos por la masa.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué no ocupáis todo el vagón?

Contra las paredes de madera, media docena de hombres descansaban tranquilamente, incluso algunos fumaban con las piernas estiradas. Uno de ellos se había tumbado cuan largo era con un saco a modo de almohada.

—No te metas con ellos. Son presos comunes, asesinos, violadores, mala gente —le advirtió una anciana, al ver la expresión de enojo de Elías.

Uno de aquellos hombres tenía el rostro cruzado por múltiples cicatrices y todo tipo de tatuajes. Jugueteaba en cuclillas con un pedazo de madera puntiaguda que había arrancado de la pared y le daba filo con un clavo oxidado. Elías advirtió un asomo de hilaridad en sus ojos, como si el miedo de los demás le divirtiera.

—Deberíais apretaros un poco —le dijo Elías con firmeza—. Tenemos que compartir el espacio.

Ígor Stern posó sobre Elías su penetrante mirada. El rictus expresaba una potencia feroz y la ausencia de dudas.

—Aquí los derechos se conquistan, no se regalan. ¿Quieres más espacio? Ven a pelear por él —le retó entre las risas de otros reclusos.

Elías era fuerte, probablemente más que aquel tipo de aspecto amenazante. Pero sabía que la fuerza bruta no tenía nada que ver con la preeminencia en aquel mundo al que acababan de arrojarle. Su orgullo le decía que debía traspasar aquella línea invisible en la paja podrida, y que al entrar en aquel reino inventado por esa media docena de reclusos los demás le seguirían. Eran más, ¿qué podían hacer unos pocos matones contra aquella masa desesperada? Y sin embargo no se movió, intuyendo que los demás no iban a seguirle. Ésa era la fuerza que allí importaba, la del temor. Quien lograba inspirarlo era quien tenía el mando. Siempre había sido así y siempre lo sería. Unos pocos dotados de especial crueldad dominaban a la masa sumisa.

Ígor sopesaba con los párpados entrecerrados a aquel joven que apenas sabía hablar ruso. Se le daba bien calibrar a la gente, así había logrado sobrevivir, sabiendo contra quién se enfrentaba, sin menospreciar a sus rivales. Otros, muchos otros, habían cometido ese fatal error, incluso frente a él mismo. Ellos estaban muertos y él seguía con vida. Decidió poner a prueba la determinación del joven.

—Me gusta tu abrigo.

Elías sintió un miedo paralizante que se acrecentó al ver cómo la gente a su alrededor se hacía pequeña, apretujándose los unos contra los otros como hacían las ovejas cuando intuían el ataque de los lobos. Giraban la cara con la absurda creencia de que si ellos no veían el peligro, el peligro no los vería a ellos. Si alguien se quedaba aislado y fuera del grupo compacto de la masa, era la pieza expiatoria. Y Elías sintió esa soledad a su alrededor.

—Ven a cogerlo —dijo, sin ser consciente de las palabras y sin una determinación detrás que pudiera sostenerlas. Eran palabras surgidas de su interior, de un tiempo de niñez en las minas, cuando el capataz ordenaba las tareas del día y otros críos trataban de ganarle el puesto arrastrando las vagonetas para no tener que entrar en los túneles de ventilación, que eran insalubres y peligrosos. Era común que los capataces y los mineros más antiguos jalearan las peleas entre los críos para hacerse con uno de aquellos sitios en la superficie del pozo, hacían apuestas y formaban un círculo que era un cerco de cuerpos vociferantes a su alrededor, empujándole a pelear. Elías sentía siempre la carga del temor, su repugnancia hacia la violencia le hacía temblar de miedo y de rabia. Pero nunca cedió su sitio.

Ígor se rozó la mejilla descarnada con la astilla punzante. Agachó la cabeza entre los hombros y soltó una risita que le obligó a convulsionar el cuerpo. Poco a poco esa risa se fue acrecentando hasta convertirse en una carcajada. Le gustaba el mimo, la tragedia de la vida, interpretar todos sus papeles. Sí, además de tener buena voz, siempre fue un buen figurante, se ponía una máscara u otra según le convenía a las circunstancias o le apetecía a su estado de ánimo. Qué buen actor se había perdido la madre Rusia, solía decir de sí mismo, qué gran histrión. Se enderezó como un coloso que emergiera de las profundidades y se recostó en la pared, observando a Elías con una actitud de fingido apaciguamiento. Éste comprobó que había calibrado mal al preso. De pie era casi tan alto como él, y por su manera de mover la astilla, sabía utilizar un arma blanca mucho mejor de lo que jamás aprendería a hacer Elías.

—El cachorro quiere poner a prueba sus dientes. Piensa que está preparado para la pelea.

El séquito de hienas le rio la gracia como un coro inquietante. Sólo esperaban que Ígor diera el primer golpe para abalanzarse sobre él. Todavía estaban celebrando su suerte; unas horas antes en las celdas rezaban a sus madres, los que las habían conocido, mientras se escuchaban con una monotonía paralizante las descargas de fusilería en el patio de la prisión. Rezaban los que creían en Dios y rezaban los que no creían. Con ira o con pesar repasaban los últimos instantes de sus vidas, alguno de ellos pensaba que no había sido mala, la mayoría sólo veían la fosa abrazándoles antes de que la tierra se helase. Y ahora, el milagro se había obrado. Les habían soltado, como una jauría impaciente en medio de un rebaño. Todos para ellos. Un sueño.

¿Aquel oponente era valiente o estúpido?, se preguntó Ígor, sopesando qué posibilidades tenía de vencerle. Había conocido toda clase de hombres y de la mayoría no había aprendido demasiado. Los valientes le gustaban cuando su valentía no era locura o estupidez suicida, sino una fuerza que les impedía ser otra cosa que ellos mismos, incluso aunque se perjudicaran. ¿Cuántas palizas y cicatrices guardaba su cuerpo por no haber obedecido a un guardia o por no rehuir una pelea aunque tuviera las de perder? Despreciaba a los dúctiles, esas alimañas que se plegaban siempre del lado del viento y que nunca se quebraban del todo. Lameculos, chivatos, delatores, débiles con el fuerte, crueles con el débil. Almas de carcelero. No, lo único que contaba, la única cosa que merecía su respeto era la voluntad de ser uno mismo: poco le importaba si ángel o demonio; ser fiel a la naturaleza propia, hasta las últimas consecuencias. ¿Lo era aquel joven? ¿O sólo era un bravucón atrapado en la trampa de su vano e inoportuno orgullo? Podría haberle dado el abrigo sin chistar, y eso no le habría salvado. Luego le habría exigido las botas, y así hubiera seguido hasta dejarlo desnudo, e incluso, probablemente lo habría rajado con su punzón de madera para dar ejemplo a aquella masa acobardada.

No podía permitir que nadie le usurpara el puesto, no ante aquellos lobos que le acompañaban y que todavía se preguntaban si podían ser dueños de la manada. El caso era que aquel joven le gustaba. Su modo de mirarle, sin odio, sin disimular su temor, pero con las piernas abiertas y las rodillas un poco flexionadas, dispuesto a pelear por su abrigo, que en aquel instante era la metáfora de todo lo que tenía, y que no se iba a dejar arrebatar sin más. Podía dejarlo estar, por ahora. Habría otros momentos y otras piezas más fáciles de cobrar. Incluso, se dijo, podía adoptarlo en la manada. Pero supo que eso no era posible, lo vio en su expresión. Era decente, y esa idea casi le hizo soltar otra carcajada: decente. Miles de hombres decentes remaban en las barcazas del infierno, lamentándose por su decencia perdida.

Ni siquiera le ordenó a su mano moverse. Su mente no necesitaba pensar. Actuaba sin preguntas y sin dudas cuando se imponía el instinto a su gusto por los razonamientos. En una fracción de segundo, Ígor Stern, el hijo de un carretero judío desollado vivo por una partida de cosacos, salvó la distancia que le separaba de Elías Gil, el hijo ingeniero de un sindicalista minero, promesa de un mañana mejor para los suyos, y le atravesó el ojo derecho con la punta afilada del madero. Podría haber profundizado más, empujar con violencia la astilla, romperle el nervio óptico y abrirse camino hasta su sorprendido cerebro, pero no lo hizo. Permitió que retrocediera gritando de dolor con el palo clavado y que cayera hacia atrás convulsionándose, sin espacio para encontrar el suelo.

—He dicho que me gusta tu abrigo —repitió secamente Ígor. «Coge lo que quieras hasta que alguien te lo impida». Ése era su lema. Se inclinó sobre la cara sangrante de Elías y le arrebató con violencia el abrigo sin que nadie se lo impidiera. Tiró de una manga y de la otra.

—¡¡No!! —gritó Elías, aferrándose con una furia inusitada a su prenda.

Ígor se detuvo, perplejo. Y antes de que su sorpresa se convirtiese en rabia, notó en la nariz el puntapié de la bota de Elías y enseguida supo, por el crujido, que aquel loco le acababa de partir el tabique nasal. Aturdido, se incorporó, se palpó la cara y contempló, estupefacto, las yemas de los dedos manchados de sangre. Excitados por la pelea, la jauría que le rodeaba se abalanzó sobre la presa caída. Elías gemía, taladrado por el insoportable dolor en el ojo, pero aferraba con brazos y piernas su abrigo.

Como un milagro que sólo puede suceder entre los seres humanos, dúctiles y cambiantes, la masa heterogénea de rostros y vidas anónimas se abrió, pero esta vez no para escapar, sino para volver a cerrarse sobre el desdichado joven y su abrigo. Manos y brazos lo ocultaron de la fiereza de los lobos, protegiéndolo en el centro del rebaño. Qué extraña paradoja es que las ovejas de pronto formen y cierren filas para plantar cara a los lobos. Éstos, desconcertados, prefirieron retroceder hasta su círculo seguro. Gruñendo con el lomo erizado, pero hacia atrás, paso a paso.

Durante los días y las noches siguientes, Elías vivió en una frontera de fiebre y ensoñaciones, sin ser muy consciente de nada. A veces despertaba y veía el rostro de una mujer observándole, con gesto preocupado, escuchaba su voz como un murmullo de océano cuyas palabras no le penetraban. Luego volvía a sumirse en una oscuridad tumultuosa, preñada de imágenes y pensamientos imposibles de encadenar con lógica. Su cuerpo se abandonaba y su mente hervía como la lava antes de petrificarse para siempre. Cuando recuperaba el conocimiento sentía el hormigueo de la infección en el ojo bajo la venda mugrienta, la pestilencia de la herida, la carne pudriéndose y los golpes y gritos de los guardias.

La mujer seguía junto a él y le obligaba a beber, acercándole un cuenco de sopa que en realidad sólo era agua hervida. Luego le hacía engullir migajas de pan helado después de reblandecerlas con su propia boca, alimentándolo con paciencia como hacen los niños con los gorriones moribundos. Y entretanto, el viaje continuaba, el infinito engullía a los seres humanos convirtiéndolos en partículas pequeñas, insignificantes, no muy distintas a los copos de nieve cayendo impasiblemente sobre los árboles.

Elías despertó en una noche preñada de estrellas, tan cercanas que podía alzar los dedos temblorosos y tocarlas como si fuesen la decoración extraordinaria de una bóveda. La cabeza le pesaba y todo su cuerpo era pura gelatina, había perdido peso y una barba áspera le había nacido bajo la cuenca de los ojos.

—Bienvenido al mundo.

Era la voz de la mujer que había estado cuidándole. Tenía la camisa parcialmente abierta y sus pechos cálidos rozaban con su aroma el rostro de Elías mientras le levantaba la venda y con el dedo índice palpaba el ojo vaciado como si volviera a dibujarlo para devolverlo al sitio del que se lo habían arrebatado.

—La infección de tu herida ha mejorado, pero no vas a recuperar ese bonito ojo verde. Imagina que a partir de ahora verás las cosas como en un guiño.

—¿Dónde estamos?

—En alguna parte de ningún sitio, entre Moscú y Tomsk.

Elías se palpó el vendaje con un estremecimiento. La imagen de Ígor clavándole la astilla en el ojo derecho y la lucha por su abrigo, que todavía conservaba, le parecieron una cosa de otro tiempo, y sin embargo había ocurrido apenas hacía diez días. Junto a la mujer había un hombre de pie, cubierto con una manta de la que sólo eran visibles las manos buscando el calor débil de las llamas de una hoguera. La mano izquierda estaba envuelta en un sucio harapo y le faltaban dos dedos. Elías se incorporó con dificultad ayudándose del codo y se concentró en el perfil del joven.

—No pongas esa cara. Deberías ver tu propio aspecto.

—¡¿Claude?! ¿Eres tú?

El joven destapó la cabeza y durante unos segundos se midieron en silencio.

—Será mejor que os deje solos. —La mujer se incorporó y se alejó hacia un grupo de gente que se arracimaba en torno a otra hoguera. Las había por todas partes en una larga extensión de terreno, cientos de pequeños núcleos de calor en torno a los que se movían sombras. El tren se había detenido en medio de la llanura.

Claude le ofreció a Elías una diminuta patata asada. Aquel gesto llevaba implícitas todas las excusas que no iba a pronunciar en voz alta.

—Es todo un lujo, la mitad de mi ración, no la desprecies.

Elías aceptó el tubérculo. Durante unos minutos Claude se quedó mirando cómo lo mordía con paciencia.

—Fue Michael. Él fue el primero en firmar contra ti, luego lo hizo Martin… —dijo, al fin, contemplando las llamas azuladas y sin calor de la lumbre, como si hablara para sí mismo.

—¿Qué te ha pasado en la mano?

El francés alzó el puño amputado como un trofeo del que ya no se sentía orgulloso.

—Yo firmé el último —respondió, lacónico.

Elías desvió la mirada hacia lo que sucedía fuera del cerco de luz de la hoguera. Pese a toda aquella gente acampada, el silencio era sobrecogedor, como si estuvieran solos.

—¿Y qué ha sido de Michael y de Martin?

—Nuestros amigos se han revelado como dos supervivientes natos. No han tardado en unirse a la banda de Ígor, el preso que te hizo eso. Son sus putillas; en cuanto el cabrón ese les silba, ellos acuden como perrillos falderos.

Elías sacudió la cabeza. Le costaba creer que sus antiguos compañeros pudieran mostrarse tan dóciles, en especial Michael, el escocés.

—Ésta es la tierra de los prodigios —dijo Claude con amargura—: los campesinos pueden ser zares. Están trayendo a más prisioneros. No sé de dónde narices los sacan: «la patria socialista» parece un vivero inagotable de culpables —remachó, escudriñando lo que sucedía en la oscuridad.

Elías no respondió. No tenía ánimos todavía para soportar las diatribas de Claude. Buscó con la mirada a la mujer entre las hogueras hasta que la localizó. Tenía en brazos a una niña pequeña, de apenas dos años.

—¿Quién es?

—Se llama Irina. Dicen que era cirujana en un hospital de Kiel. Si no he perdido la mano ha sido gracias a ella. Tú también le debes la vida, no se ha separado de ti ni un momento en todos estos días.

Elías la observó desde la distancia. Era una andrajosa, como todos ellos, vestía harapos y ropa de hombre que le holgaba por todas partes, estaba sucia y humillada, y su piel destilaba el tono macilento de la enfermedad tísica. Pero desprendía una luz propia y digna, como un sol con su esfera ajena a lo demás.

—¿Y la niña?

—Anna. Es su hija.

—¿Y qué hay del padre?

Claude se encogió de hombros.

—No habla de él.

Las miradas de Irina y Elías se cruzaron un instante. En la expresión de ella había una determinación tan feroz como triste.

Antes del amanecer, los guardias, secundados por una horda de presos comunes, empezaron a azuzar a la gente para devolverla a los vagones. Tumbado de bruces en la nieve, Elías despertó con el peso de los copos de nieve acumulándose sobre las hombreras del abrigo y la espalda. La humedad le traspasaba las botas y los calcetines y la ventisca le acuchillaba la cara. Se sentía todavía muy débil y al intentar incorporarse se mareó. La gente estaba levantando la acampada de la noche y no había rastro de Irina. Claude también había desaparecido. Los guardias estaban reclutando a algunos hombres para acarrear fardos desde un galpón hasta el tren. Uno de ellos le dio un puntapié.

—¡A trabajar!

El saco que le asignaron pesaba demasiado, de modo que tenía que arrastrarlo entre las traviesas de la vía como si tirase de un muerto. Estaba débil, la herida infectada le había hecho enfebrecer y aquel peso era enorme. Arrastró el saco dos, tres metros hasta que cayó entre los raíles cubiertos de nieve. Se puso en pie, volvió a tirar del saco y de nuevo trastabilló. Al cabo de quince largos minutos, se dio por vencido. Estaba tan agotado que pese a las increpaciones y las patadas de los guardias, no se movió. Prefería quedarse quieto y esperar que la nieve se convirtiera en su sudario como ya había ocurrido con otros.

Allí tumbado, añoró cosas que ya había olvidado: el viejo calor de una vida que parecía tan lejos que era como si nunca hubiera existido, la imagen de su padre sentado en un sillón de grandes orejas leyendo en voz alta a Chéjov, la silueta intermitente de su madre frente a la lumbre… Sólo unas pocas semanas atrás era un joven que ansiaba devorar la vida, paseaba por las calles de Madrid, iba a cafeterías, a mítines, al cine, tenía amigos que le querían, planes de futuro, todos confiaban en que él podía vencer al destino, romper el círculo de pobreza que había aprisionado a su familia durante generaciones. Todos los ahorros de sus padres, de sus primos y de sus tíos habían servido para que él estudiase, y se prometió estar a la altura de sus esfuerzos.

Pero la suerte había dejado de mimarle. Iba a morirse de un modo absurdo e inesperado en una tierra que ni siquiera había tenido tiempo de conocer. Aunque la hubiera conocido de antemano no habría sido capaz de comprender la enormidad de lo que significaban las distancias de semejante vastedad. Lo que él creía inmensidad sólo era el vestíbulo de un espacio infinito.

A pesar de esa certeza, no se sentía mal. Lo que contemplaba a su alrededor era tan hermoso que no podía ser real: la naturaleza insobornable hacía su voluntad con los hombres, y a él no le quedaba sino dejar de forcejear contra esa evidencia. Estaba amaneciendo en medio de la nada, los árboles desnudos se adivinaban entre la niebla y los cuervos descansaban sobre el tejado del galpón. A su derecha, un río discurría serenamente paralelo a las vías del tren, y más allá se adivinaban bosques sin fin.

Y entonces lo vio: un enorme alce, hermoso y distante, surgió de entre la niebla y se detuvo a pocos metros, vigilando de reojo a Elías con su gran órbita de oscuridad líquida, dueño del tiempo y rey de su reino, como si quisiera anticipar las intenciones del hombre tendido. ¡Era una aparición! Elías hubiera querido tener fuerzas para acercarse despacio y atreverse a tocarlo.

De repente, un impacto atronó en el aire, y luego otro, y aún otro más. Elías hundió el rostro en la nieve, protegiéndose la cabeza con las manos. Cuando alzó la vista vio cómo aquel animal majestuoso retrocedía con los ojos desorbitados, las patas delanteras se le doblaron y cayó muerto. Los guardias le disparaban todavía con sus fusiles, entre risas de feria, y continuaron haciéndolo un buen rato después de que el animal yaciera abatido. Cuando volvió el silencio, todo se había muerto. Los cuervos se alejaron graznando, la ventisca dejó de batirse, incluso el río pareció quedarse quieto. Lo único que se movía era el reguero de sangre que brotaba de la nariz y la boca del alce, remansada sobre la nieve blanda.

Elías se puso a llorar como un niño.

El pitido irritante del tren anunció que estaba listo para reemprender la marcha. Un guardia conminó a Elías a levantarse, pero éste no reaccionó. El guardia le tanteó con la punta de la bota, calibrando lo que le quedaba de vida, y con un encogimiento de hombros se dispuso a dejarle como si fuera carroña. A Elías no le importaba quedarse allí, mirando los ojos convertidos en barro petrificado del alce y la sangre que bebía la nieve. Eso era mejor que seguir con tanto sufrimiento para morir sólo un día después, unos metros más allá.

—No les des esa satisfacción. Quieren que nos muramos sin tener que mancharse las manos. ¿Qué clase de verdugo es el que no quiere hacer su trabajo?

Unas viejas botas agujereadas y sin cordones se habían detenido a escasos centímetros de su nariz. Entre brumas, Elías vio unas piernas que se flexionaban y una mano de dedos delicados, extrañamente limpios, que le rozaron el pelo rígido y congelado. Era ella, Irina.

—Si quieren acabar contigo, tendrán que hacer mucho más que esto.

La mirada vacilante de Elías se posó sobre aquellos grandes ojos grises que lo contemplaban de modo penetrante y significativo: «arriba», le decían. Aceptó aquella mano sabiendo que quien se la tendía era también un náufrago que lo único que podía ofrecerle era la promesa de hundirse juntos.