4

Barcelona, 6 de julio de 2002

En el sueño, Gonzalo veía la espalda desnuda de un hombre, sus hombros y el cuerpo encorvados sobre la máquina de escribir (una Densmore con las teclas nacaradas) bajo la luz de una lamparita, tecleando con dos dedos y acumulando cigarrillo tras cigarrillo en el platillo del café. La chica de las alas tatuadas, mucho más joven, en realidad una niña, estaba de pie, tras la silla, recta como una vara, con los talones pegados, sus zapatos de charol de cordones muy juntos, las rodillas huesudas, sonrosadas, asomando un dedo por debajo de su falda a cuadros, el calcetín derecho caído sobre el tobillo con la goma floja y el izquierdo estirado en la pantorrilla. Le temblaba la voz mientras recitaba algo que en el sueño era inaudible. Era como ver una escena de televisión con el volumen apagado. Su voz se perdía sepultada por el traqueteo de la máquina de escribir y la palanca del rodillo. El hombre arrancaba las cuartillas, cada vez más furioso. En algún momento, la chica de las alas de mariposa desviaba la cara hacia la derecha y trataba de sonreír al niño que la contemplaba acuclillado en un rincón de la habitación. Ese niño era él. No podía verlo, pero sabía que estaba allí. Escuchando. Ella quería tranquilizarlo, pero su mirada estaba llena de terror.

«Tienes que concentrarte», le decía aquella mirada; él podía oírla y sabía que tenía que buscar unas palabras, encontrarlas y decirlas en voz alta, sabía que estaban ahí, en alguna parte de su cerebro, pero no daba con ellas. El hombre sujetó entonces por las muñecas a la chica. Tenía el rostro transfigurado, como si las lenguas del fuego que le consumían por dentro le estuvieran abrasando una parte, mientras la otra permanecía fría y glacial y al chocar ambas máscaras se destruyeran mutuamente dejando un borrón indeciso. Se enfureció, la alzó por los hombros como si se tratase de un alfeñique y la lanzó con violencia contra el suelo. Ella permaneció boca abajo. La nariz le sangraba y un pequeño charco manchaba el suelo. Entonces ella alargó los dedos hacia la oscuridad donde el niño que era Gonzalo se ocultaba, rozó la punta de sus zapatos y pensó que debía enseñarle a atarse los cordones. «Tienes que acordarte, di las palabras», le imploró con la mirada. Pero los pies del niño retrocedieron hasta desaparecer de nuevo en la oscuridad. Y entonces, el niño recordó las palabras y quiso decirlas. Pero no salía nada de su boca por más que se esforzara en gritar.

Gonzalo abrió los ojos y pensó que iba a morirse. No dentro de mucho tiempo o en un futuro improbable, sino ahora, en aquel preciso instante. Se puso la mano en el pecho, tratando de calmar el llanto de ese chiquillo que se asomaba, desde los sueños, cada noche al adulto en que se había convertido. Miró la hora en el despertador digital. Eran las 03.20 de la madrugada, Lola dormía en posición fetal en el extremo de la cama, en el exilio voluntario al otro lado del colchón que tomaba cada vez que discutían. Su respiración era pausada, con la boca levemente abierta, el codo derecho bajo la almohada y el izquierdo escondido entre las rodillas y el estómago. Gonzalo acarició la curva de su columna bajo el camisón. Podía contar las vértebras. Ella se removió en sueños y él apartó la mano.

Bajó a la cocina sin encender la luz, tanteando entre los muebles. Todavía no se había acostumbrado a aquella nueva geografía. En el salón trastero quedaban muchas cajas de la mudanza por abrir. Cosas que no eran estrictamente necesarias para el día a día y que Gonzalo prometía purgar en cuanto encontrara el momento de ponerse a ello. Lola solía recriminarle que padecía una versión menos grave del síndrome de Diógenes, y era cierto que muchas de aquellas cosas ya no servían, pero él se negaba a desprenderse de ellas.

En una de las cajas había escrito con rotulador «Cosas de Laura». Lola pretendía que se deshiciera de su ropa y de sus enseres personales. Encendió una lamparita y se sentó en el suelo para examinar los libros, su colección de música barroca, algunos útiles de escritorio que Luis no había querido quedarse. Algunas de aquellas cosas transpiraban el olor de su hermana, restos de perfume.

La incineración había sido triste, casi patética. «Cuesta entender por qué algunas personas viven un siglo sin esfuerzo y a otras cada minuto les cuesta una heroicidad», le había dicho Luis, y él estuvo de acuerdo. Quemar un cuerpo no era como lo había imaginado; nada que ver con la pira mortuoria de los ritos hindúes, tampoco con un barco alejándose en llamas mar adentro con el héroe dormido. Todo fue aséptico: una cámara que en nada se distinguía de los hornos de una panadería o de la sala almacén de un carnicero. Le explicaron que el ataúd sin crucifijo era completamente desintegrable, como si eso pudiera importar, la ecología, que los muertos no contaminen. Un botón elevó el ataúd hasta la boca de un horno. Otro botón lo empujó dentro, donde bullía el sonido de una caldera pero no se veían las llamas. El operario cerró la compuerta y le entregó una piedra oval. Era de un material indestructible y tenía grabado un número identificativo para evitar posibles confusiones. Cuando les entregasen las cenizas, aquel número certificaría que pertenecían a Laura. Dentro de diez mil años, cuando no existan cenizas ni restos, los hombres venideros se preguntarán dónde están los huesos de sus antepasados. Y en las excavaciones encontrarán miles, millones de piedras como éstas, pensó Gonzalo.

Durante la ceremonia había caído una tromba de agua, una de esas tormentas de verano furiosas que había destrozado las bonitas coronas de flores que Luis había pagado para que cubrieran el coche fúnebre. Gonzalo había contribuido con una corona de tulipanes (sabía que esas flores le gustaban a su hermana) con una banda dorada que rezaba: «De tu hermano y tu madre que te quieren». Pero su madre se había negado obstinadamente a acercarse al féretro abierto expuesto en la sala de velatorio para despedirse de ella. Con su vestido negro de luto permaneció estática y ausente durante todo el funeral y cuando Luis se acercó a ella, apenas le dirigió una mirada. Pese a la protección que Gonzalo le había ofrecido con el paraguas, su madre se terminó constipando y cogió unas décimas de fiebre que a su edad podían ser un aviso grave. El único atisbo de reacción llegó cuando divisó entre los asistentes, y muy apartado, al inspector jefe Alcázar.

—¿Quién es ése? —preguntó, escudriñando con sus pobres ojos miopes

—El compañero y jefe de Laura.

Más tarde, cuando Alcázar se acercó a darles el pésame, su madre le negó el saludo.

—Han pasado muchos años, Esperanza.

—No los suficientes para mí —renegó ella, dándole la espalda.

Gonzalo se quedó sorprendido.

—¿Os conocíais?

Alcázar se limitó a mirarle como si fuera un inepto.

—Como se conocen los lobos y los corderos.

De regreso a la residencia le había preguntado a su madre qué había querido decir el inspector con aquellas palabras, pero ella no le contestó. Durante todo el trayecto no mencionó una sola palabra respecto a la muerte de Laura, ni al entierro. Sí mencionó, en cambio, que era una pena que el vestido se hubiera estropeado con la lluvia.

Aquella frase de Alcázar le seguía dando vueltas en la cabeza, como una bola de comida difícil de digerir.

—¿No vienes a la cama?

La luz del vestíbulo traslucía las formas del cuerpo de Lola a través del camisón. No llevaba puesta ropa interior. Aquella visión resultaba erótica, pero como algo lejano. Gonzalo sintió una punzada de añoranza, pero el rostro impenetrable de Lola marcaba una frontera distante entre ambos.

—No podía dormir y no quería despertarte dando vueltas en la cama.

Lola observó el rostro abatido de su esposo, luego se fijó en lo que tenía entre las manos. Intuía desde hacía tiempo un resquemor subterráneo entre ambos, algo inconcreto que estaba horadando los fundamentos de su relación. Y sabía que no era sólo por el inminente acuerdo con su padre sobre la fusión de ambos bufetes.

—¿Otra vez las pesadillas?

Gonzalo asintió, aunque no dijo que esta vez el rostro de su hermana había sido suplantado por el de aquella mujer pelirroja de cuello tatuado.

Lola lanzó una mirada apreciativa a la caja abierta. Su cuñada nunca le cayó bien, y eso no iba a cambiar ahora porque estuviese muerta. Era una hipocresía innecesaria, y aunque no se lo había dicho a Gonzalo para no herirle, le costaba entender ese repentino sentimiento de su esposo hacia ella. Jamás habían hablado de Laura, y no comprendía por qué estaba tan afectado. Era cruel pensar así, y lo sabía, pero detestaba cuanto tenía que ver con la familia de Gonzalo, todas esas historias de su padre, el altivo desprecio que le mostraba su suegra cuando, de tanto en tanto, se decidía a visitarla, como si, por ser hija de quien era, Lola o los de su clase fueran culpables de todas sus desgracias reales o inventadas. Pero lo que más la irritaba, y asustaba, era que al estar cerca de los suyos Gonzalo parecía transformarse y convertirse en alguien que la inquietaba.

—Le gustaba coleccionar palabras… —dijo Gonzalo, acariciando el lomo de un viejo diccionario ruso-español.

—¿Cómo dices?

—A Laura. Las atrapaba al vuelo y las apuntaba en una pequeña libreta de canutillos que solía llevar en el bolso. Luego las repetía una y otra vez, como si las masticase o quisiera domarlas.

—¿Qué clase de palabras?

—Palabras salvajes. Buscaba el significado en el diccionario y lo subrayaba con un rotulador fluorescente. Si al cabo de un tiempo volvía al vocablo y descubría que ya lo había buscado antes, se enfadaba como una cría.

—No lo sabía —dijo Lola tocándole levemente la cabeza, como si ya hubiese hecho lo que podía para consolarle. Gonzalo parpadeó como si hubiese descubierto en ese instante algo insoportable. Durante unos segundos tanteó el rostro de su mujer con la mirada.

—En realidad, yo tampoco sabía ya gran cosa de ella. Diez años de distancia son muchos años.

—No fue culpa tuya. Fue ella la que decidió alejarse.

Gonzalo asintió mecánicamente, sin llegar a la evidencia de aquella certeza. Contempló el perfil de Lola, como si quisiera cerciorarse de que los ojos no le mentían. La luz de la lamparita se reflejaba en su rostro y lo convertía en una impresión difusa, como esos perfiles que se adivinan tras una ventana los días de lluvia.

Lola se alisó el pelo y se estiró la carne de las mejillas.

—Creo que necesito un café.

Preparó el desayuno en silencio; hacía años que no se molestaba en calentarle a Gonzalo el café o en exprimir un par de naranjas con una cucharada de azúcar. Gonzalo la dejaba hacer, observando con la mente en blanco cómo iba de un lado a otro de la cocina. Su esposa vino a sentarse a su lado con una taza humeante y vivificadora.

—¿Has hablando últimamente con Javier?

—Al menos lo he intentado —concedió Gonzalo, que miraba a su esposa esperando que terminara la frase.

—No estoy segura del todo, pero últimamente he echado en falta dinero, pequeñas cantidades, pero de manera continua. Le he preguntado y se ha puesto hecho una furia.

—Le has acusado de robarte, es normal.

Lola miró a su esposo como si fuera imposible razonar con él. Era muy difícil que Gonzalo se implicara realmente en algo, sobre todo si tenía que ver con su hijo mayor.

—No lo he acusado de nada, sólo le he preguntado, no por el dinero, sino porque estoy preocupada. Está muy disperso, triste y como ausente. He rebuscado entre sus cosas.

Gonzalo la miró con desaprobación.

—¿Qué esperabas encontrar?

—Qué sé yo, drogas, cualquier cosa. ¿Sabes lo que me ha dicho después de cenar? Que en cuanto cumpla los dieciocho se largará de esta casa para siempre.

—Uno siempre quiere marcharse a alguna parte a los dieciocho años. Lo superará.

—No deberías hablar así de tu propio hijo, eso no te deja muy bien a ti como padre.

Gonzalo miró a su mujer. A veces tenía ganas de decirle lo que vio aquella mañana de dieciocho años atrás. Pero retrocedía mentalmente escaleras abajo sin hacer ruido, como entonces, y era como si nada hubiera pasado. Como si aquella puerta siempre hubiese permanecido cerrada.

—¿Y qué papel te deja a ti como madre?

Lola recogió las tazas vacías y las dejó en el fregadero.

—La de quien hará lo necesario por mantener a su familia unida… Deberías dormir un poco. Mañana tienes la reunión con mi padre y el viejo se aprovechará a fondo si te ve bajo de forma.

La piel negra de Siaka obraba el milagro de tornarse amarilla cada vez que atravesaba un cono de luz. Al pasar cerca de los muros cubiertos de enredaderas algunos perros le ladraron. Apenas se distinguían luces en las ventanas, sólo los jardines alumbrados y las piscinas. Lo que le gustaba de la noche, lo que siempre le gustó, era esa sensación de que la ciudad le pertenecía, de que había sido construida para él. Sobre todo en la madrugada, poco antes de que una difusa claridad empezara a asomar en el lomo del horizonte. De noche, la casa del abogado parecía otra, como si los edificios también necesitaran cerrar los ojos y dejarse caer en la pereza. Se sentó en el suelo con la espalda apoyada en el murete de enfrente. Corría una brisa agradable, olor de jazmín, de pinaza. A lo mejor, pensó, un día podría tener una casa parecida, aunque él prefería los hoteles. Nada comparable a esa impresión de que no necesitas ligarte a nada y de que lo puedes tener todo con sólo pulsar un botón. Los ricos, en general, resultaban muy poco atractivos. Quizá por eso se compraban grandes coches y grandes casas. Para que uno no se fijase en ellos sino en lo que poseían.

Estaba cansado de aquella vida y estaba decidido a cambiarla, a adueñarse de las riendas. Había llegado su momento. Pensaba volver a Zimbabue, había ahorrado y su tía le había escrito hablándole de un viejo complejo en el parque de Chizarira que por un módico precio podía convertirse en un hotel para turistas. Un hotel con banderas impolutas. Laura le había prometido ayudarle con el asunto de la documentación, un cambio de identidad, un pasado inventado del que no tuviera que avergonzarse al regresar con los suyos: ¿por qué no un título universitario? Algo que nadie se preocuparía de comprobar. Eso le hubiera hecho ilusión a su padre: el primer licenciado de la familia, y en una universidad europea. Pero Laura estaba muerta. Como Zinóviev, como el chico. Todos muertos, pero él estaba vivo.

No le faltaba razón a la subinspectora cuando decía que hay muchas maneras de matar una infancia. Él conocía unas cuantas: un padre que te muele a palos sin motivos, una hermana mayor que te entrega a su novio para que te rompa el culo, un miliciano que te sostiene un fusil ruso de asalto para que aprietes el gatillo contra unos aldeanos, unos soldados borrachos que te obligan a violar a una mujer moribunda… Y nada de eso es peor que sentarte en el regazo de un viejo obeso en un Mercedes de lujo mientras te pide que le hagas una mamada o ser obligado a follar con una niña como tú en la cama de una mansión lujosa mientras los invitados a la fiesta, hombres y mujeres, te rodean y te contemplan extasiados con sus caros trajes, sus joyas y sus miradas enfermas. Día tras día, hora tras hora, la infancia huye de esos horrores, se oculta en algún recuerdo, en juegos junto al lago Kariba, en canciones de cuna o en una película de dibujos animados. Sólo si logras que algo de eso perdure a salvo podrás seguir creyendo que eres un ser humano.

Siaka dejó que el aire corriera entre sus piernas abiertas y por un momento se preguntó cómo sería cumplir los sueños. No tomarlos prestados durante unas horas o unos días, sino adueñarse de ellos, del mundo. Sería mejor, se dijo. Un mundo mejor.

Las luces de la cocina en la casa del abogado se apagaron y Siaka contempló la pintada fresca en el muro. «Todo lo que hacemos tiene consecuencias, Gil. Y tú vas a pagarlas».

—Una bonita desiderata —murmuró. Le gustaba aquella palabra que la subinspectora Laura le había enseñado a pronunciar.

Llamaron a la puerta y Luisa entró sin esperar respuesta, envuelta en su aire de eficiencia. Era lunes, era otra vida. Gonzalo agradeció que no le mirase como un si fuese un inválido. Le había dado el pésame por la muerte de Laura, le había traído un café bien cargado con un naxopreno y se había puesto a trabajar como siempre.

—Don Agustín te está esperando en la sala de juntas.

—¿Ahora le llamas «don Agustín»? Hasta el viernes era el «viejo baboso».

Luisa no se inmutó.

—Es probable que cuando salgas de esa reunión seas parte de Agustín y Asociados. Me gustaría seguir trabajando contigo, y si tengo que ponerme de rodillas, sin tener que acercarme a su bragueta, lo haré.

Gonzalo sonrió con el desparpajo desnudo de Luisa. Le gustaba la gente que no se engañaba.

—Puede que presente batalla; quizá logre preservar nuestra independencia.

Luisa le lanzó una mirada irónica pero tuvo el buen gusto de no replicar.

—Hay otra cosa. Me pediste que averiguase quién ha alquilado el apartamento de la derecha. La tía buena de las alas de mariposa se llama Tania no sé qué, es un apellido impronunciable.

—Ajmátova, como la poetisa —leyó Gonzalo en la tarjeta que Luisa le tendió.

—Es fotógrafa, y la verdad es que pese a ese aire de modelo eslava y de que sus tetas me den envidia es una chica de lo más agradable. Me dijo que si alguna vez necesitaba sus servicios, tiene un pequeño estudio en esta dirección. Diría que no está casada, al menos no luce alianza, y que es extranjera, aunque eso ya se deduce del apellido, ¿no? Es curioso. Ella también me preguntó por ti sin necesidad de que sacase el tema.

Gonzalo se ruborizó ligeramente.

—¿Y qué le dijiste?

Luisa le lanzó una mirada pícara.

—¿Qué le iba a decir? La verdad: que eres un abogado sin posibles, aburrido, en baja forma física, miope, que trabaja demasiado y que es un poco tacaño con las remuneraciones de su ayudante.

Gonzalo sonrió. Al menos la frescura de Luisa le servía para descargar la tensión de los hombros antes de enfrentarse a su suegro. Guardó la tarjeta sin saber muy bien qué iba a hacer con ella y se ajustó mecánicamente la corbata y la americana.

—Vamos allá.

La sala de juntas estaba concebida para intimidar a los visitantes. Aquélla era una ventaja estratégica que Agustín González sabía utilizar. Cuando tenía algo importante que tratar, convocaba a la otra parte allí y esperaba sentado en el sillón de presidencia fingiendo estar muy atareado con el estudio de algún documento. Sin embargo, en aquella ocasión, mientras esperaba a su yerno, su concentración era real. Había pasado buena parte del fin de semana estudiando los documentos de ACASA, uno de sus principales clientes. El proyecto que tenía en mente significaba varios millones de beneficios si sabía hacer bien su papel. El problema era que, por azares burlescos del destino, la minúscula piedra en torno a la que giraba aquel inmenso proyecto estaba a punto de entrar por la puerta.

Agustín dejó las gafas sobre los documentos y bebió un sorbo de whisky, contemplando el retrato de su hija y de sus nietos. Gonzalo nunca le había caído bien. Desde el día que Lola lo presentó en casa supo que aquel muchacho de aspecto tímido nunca tendría el carácter para darle a su hija lo que ella merecía, ni para formar parte de la familia. Hizo que lo investigaran y averiguó que era hijo de un comunista desaparecido en 1967, cuando era un niño. Su madre era de origen bielorruso y estaba medio loca, y su hermana había estado en Afganistán durante el conflicto con los soviéticos, escribiendo artículos de dudosa intención. Que Gonzalo hubiese estudiado hasta los dieciséis años en un internado de claretianos era una buena cosa; no era una universidad de jesuitas como en la que se había formado él (y donde ya habían admitido a Javier para el próximo curso, gracias a su mecenazgo) pero habría resultado pasable de no ser porque lo expulsaron por faltas disciplinarias. Estaba en último curso de Derecho por la Universidad a Distancia, y combinaba los estudios con trabajos temporales de camarero o de mozo de almacén.

No tenía filiación política como su padre, pero simpatizaba con grupúsculos de extrema izquierda y solía asistir a seminarios de ese estilo. Desde luego, y aunque jamás le enseñó aquel informe a Lola, no era un candidato especialmente cualificado para ingresar en su familia. Al principio no fue desagradable del todo, si su hija quería enamorarse y divertirse un poco con un desclasado no podía impedirlo. Conocía a su hija, era como el aire de la tramontana, soplaba con furia durante unos días y luego se extinguía. Confiaba en que un día sentaría la cabeza, acabaría sus estudios de económicas y se dejaría de novios holgazanes y de viajes por el mundo. Pero se equivocó. Aquel hijo de comunista había logrado meterse en la familia como una mosquita muerta, sin hacer ruido, sin protestar, negándose a aceptar su ayuda (y con ello su control). Antes de que pudiera darse cuenta de su error de apreciación, Agustín González se vio organizando una boda por todo lo alto.

Haciendo de lo inevitable virtud, pensó que podría hacer algo con aquel despojo, tal vez emplearlo como pasante e ir moldeándolo poco a poco. Volvió a equivocarse: recién casados, Gonzalo montó su propio bufete y nunca se dejó aconsejar ni ayudar hasta hacía unos años, cuando aceptó alquilar el despacho de renta limitada que Agustín le ofreció en su edificio. Habían pasado veinte años, tenía dos nietos estupendos, y Lola parecía moderadamente satisfecha. Reconocía que Gonzalo era un tipo inteligente, sólo aceptaba los litigios en los que tenía opciones de ganar, asentía cuando Agustín le tendía un lazo, fingía plegarse, pero el muy cabrón siempre lograba escurrirse y continuar su camino.

Bien, pues aquello tenía que terminar, allí, aquella mañana.

A las diez en punto su secretaria le informó de que Gonzalo estaba esperando.

—Hazle esperar diez minutos. —Suficiente cocción—. Luego le haces pasar.

Gonzalo nunca había entendido el arte cubista, debía reconocerlo, y seguramente aquel cuadro tenía un inmenso valor, su suegro no compraba nada que no lo tuviese. Pero aquel conjunto de formas geométricas entrelazadas como cristales rotos no le inspiraba sino confusión. Procuró concentrarse en la pintura para darle la espalda a la secretaria. Cuando pasó el tiempo adecuado y ésta le informó de que podía atravesar la gran puerta maciza (lo dijo como si se le permitiera acceder al sanctasanctórum), Gonzalo puso la expresión que se suponía que debía poner: compungido. Su suegro estaba al final de la inmensa sala, leyendo algo. Una bandeja con agua y whisky estaba situada estratégicamente a su derecha. El suelo, de porcelanato gris, reverberaba con la luz que penetraba a través de los inmensos ventanales. «De modo que así es el éxito», se dijo, acomplejado por la suntuosidad desnuda de la sala.

Agustín alzó la cabeza y le hizo una seña para que se acercara, no se levantó a saludarle y tampoco se mostró amable. Hubiese sido contraproducente. Se había quitado la americana, que colgaba sobre el respaldo del sillón, y se había aflojado el nudo de la corbata. Era su manera de decir que no estaba para ceremonias. Gonzalo se sentó a su derecha. No se quitó la americana ni se aflojó la corbata. Se limitó a sacar su estilográfica y una pequeña libreta de notas. Agustín se retrepó en el asiento y el cuero del respaldo crujió.

—En primer lugar, quiero decirte que lamento lo ocurrido con tu hermana.

«Miente —pensó Gonzalo—, y ni siquiera se esfuerza en disimularlo».

—De todas maneras, y según tengo entendido, no tenías ninguna relación con ella. Mejor así, ese asunto del asesinato y del suicidio es bastante truculento. Podríamos concluir objetivamente que tu hermana era una persona complicada.

«Qué extraño modo de decir “molesta”». Gonzalo miró a su suegro fijamente y tuvo ganas de decirle que no tenía ni idea de lo que hablaba. Odiaba a aquel viejo tanto como él lo despreciaba. Los dos lo sabían pero tenían que ceñirse al guión establecido.

—¿Podemos concentrarnos en lo que nos interesa?

Su suegro dibujó una arruga de contradicción en la frente.

—Ya te imaginas que quiero proponerte que te asocies conmigo. Aún puedes tener una carrera brillante.

Gonzalo no podía negar que cualquier colega en su situación entraría en estado de levitación. Trabajar con su suegro era culminar un camino que llevaba directamente al cielo jurídico. Pero ninguno de sus colegas era su yerno. La visión de su suegro sentado frente a él con las piernas abiertas era la exacta medida de hacia dónde se encaminaba sin remedio su vida. Todos sus esfuerzos, todos sus sueños de juventud, cuando internado en aquel colegio para niños sin recursos regentado por padres claretianos, soñaba con ser como su padre. Y puesto que nunca supo cómo fue en realidad, todo se concentraba en la ambigua ambición de ser libre, como aquel lobo flaco de la fábula que el profesor de latín le hizo memorizar a los dieciséis años. Sabía que no debía intervenir hasta que él hubiese acabado, y que cuando lo hiciera, la respuesta que su suegro esperaba era un sí sin matices. Una rendición en toda regla. Venía mentalizado para ello. Durante veinte largos minutos estuvieron consultando la documentación. Gonzalo se limitaba a pasar las páginas del dosier blandamente, sin prestar realmente atención. Sólo apuntó algunos matices sin importancia.

—Me gustaría seguir con los servicios de Luisa.

Agustín no puso objeciones. Todo se deslizaba con suavidad hacia su fin lógico. Hasta que Agustín se puso en pie, dio un par de vueltas alrededor y volvió a la mesa con el expediente de ACASA.

—¿Qué te parece? Una urbanización de lujo, un hotel de cinco estrellas, campos de golf, accesos por carretera nuevos, sistema de alcantarillado, tendido eléctrico y red de telefonía. Un montón de contratas y subcontratas que nosotros deberemos negociar. Éste será tu primer encargo conmigo. Estamos hablando de muchos millones.

Gonzalo sintió que le subía el calor por todo el cuerpo. Nunca había afrontado una clase de negociación de ese tipo. Litigar con propietarios expropiados, plantear recursos ante las administraciones, asesorar legalmente a las concesionarias.

—¿Por qué yo? No estoy al corriente de toda la documentación, tendría que estudiarla a fondo.

Su suegro asintió con impaciencia. Todo eso ya lo había previsto.

—¿Sabías que cuando era joven me gustaba correr maratones? Pues así es. Pasaba meses entrenando, alimentándome bien, estudiando el recorrido, y a mis potenciales rivales. Nunca dejaba nada al azar. Y sin embargo, en la prueba más importante, fallé por culpa de un detalle estúpido: el día anterior a la prueba había estado corriendo en el paseo marítimo, una carrera suave, para preparar los músculos. No me di cuenta de que un minúsculo grano de arena, una piedrecita insignificante, se había quedado en la suela. Cuando empecé a correr el día de la carrera noté la molestia pero no le di importancia, pensé que pasaría, que en algún momento desaparecería. Pero no sucedió así. Kilómetro tras kilómetro aquella piedrecita en mi suela empezó a hacerse enorme, empezó a martirizarme como si fuese un cristal de punta. Al final tuve que parar, quitarme la zapatilla y el calcetín. Perdí el ritmo de carrera y un tiempo precioso. Fue un fracaso que nunca he olvidado.

—No sé si te entiendo.

Agustín González le mostró un plano de la zona urbanizable y señaló un punto en el centro. Gonzalo miró a su suegro. Ahora entendía por qué se había mostrado tan conciliador con el acuerdo de fusión.

—Las tierras de mi familia están en la zona afectada. Ésa es tu china en el zapato.

—Así es, lo que puede echarlo todo a perder.

—Pero esa propiedad no me pertenece a mí. Es de mi madre.

—Sólo el cincuenta por ciento. El otro cincuenta se divide al veinticinco por ciento entre tu hermana y tú. Muerta ella, sin testamento, su veinticinco pasa a ser propiedad de tu madre. Setenta y cinco para ella y veinticinco para ti.

—Ya veo que has estudiado el asunto.

—Nunca hay que dejar nada al azar. Esa propiedad está paralizando todo el negocio. Pero ahora podemos centrarnos en tu madre. Intenta convencerla, podemos pagar bien por esa casa que no vale nada. Suficiente para que puedas pagarle una residencia de lujo en Marbella si es lo que quiere.

«Indígnate cuanto quieras pero esto es lo que hay», dejó bien a las claras la mirada de su suegro. Gonzalo se revolvió inquieto, se quitó las gafas y sus ojos verdes se hicieron puntitos diminutos entre pliegues de carne, como canicas en un agujero de tierra.

—Aun así queda mi veinticinco por ciento.

Agustín González hizo un gesto con la mano, como si apartara una mosca zumbona y molesta.

—La asociación de tu bufete conmigo y el encargo para ACASA. Lo uno va con lo otro. Si no obtengo esa propiedad al cien por cien no hay trato. Nos jugamos mucho, y tú el primero. Llévate el trabajo a casa, estudia los documentos, piénsalo y me llamas. Esta noche espero tu respuesta.

—Aunque consigas mi parte, mi madre no venderá, de ninguna de las maneras. Esa finca lo significa todo para ella.

Agustín González soltó una risita mordaz.

—Lo hará, te lo aseguro.

La pintura a pastel de aquella marina ocupaba toda la pared frontal de la recepción. Un barco con tres hermosos mástiles atacaba las olas embravecidas, elevando la quilla sobre un rizo de espuma. Alcázar sonrió. Cecilia se hubiera mareado con sólo verlo, su esposa era capaz de vomitar en una barca del parque de la Ciudadela. Ese recuerdo le enterneció. La veía doblada por la cintura sujetándose el estómago y diciendo pálida como el papel que el agua era para las ranas y los peces, con aquel gracejo del sur que nunca perdió.

A través de la gran cristalera con cuarterones ingleses vio pasar la figura encorvada de Esperanza. ¿O debía llamarla Caterina Orlovska? Todavía le sorprendía la vitalidad que desprendía a su edad. Se dijo que, probablemente, Cecilia nunca hubiese acumulado aquella energía hasta el final. Esperanza estaba hecha de una pasta distinta. Salió por una puerta lateral y se acercó a ella de cara, dándole tiempo a que le reconociera. La anciana alzó la cabeza como un topo, casi oliéndole, antes de tenerle lo suficientemente cerca para reconocerle. No era fácil, además de la casi ceguera de Esperanza, habían pasado treinta y cinco años y los dos habían cambiado mucho.

—Hola, Caterina.

Hacía mil años que Esperanza no escuchaba su verdadero nombre y oírlo de nuevo le provocó un sobresalto.

—¿Quién es usted?

—Hace muchos años, cuando ambos éramos un poco más jóvenes yo llevaba peluquín. Quizá por eso no te acuerdas. Soy Alberto Alcázar. Nos conocimos en 1967, yo era el encargado de la investigación sobre la desaparición de Elías. Nos vimos en el entierro de Laura.

Alcázar dejó que sus palabras se posaran despacio en la conciencia de Esperanza. Aquélla era la llave que necesitaba para abrir su memoria y meterse por el resquicio. De modo instintivo la anciana se cubrió los labios húmedos de saliva con un pañuelo engurruñado que llevaba en la mano, probablemente para secar el lagrimeo continuo de su ojo derecho.

—Seguramente sabes que tu hija y yo trabajamos juntos estos últimos años.

Esperanza negó con un gesto que parecía más fruto de una distonía que de su voluntad.

—No tengo nada que hablar con usted, márchese.

Alcázar se acarició el mostacho con el labio inferior. Apenas les separaban veinte años, Esperanza estaba al final de su camino y él ya había iniciado el último declive. Quizá por eso le resultaba más penoso sentarse al lado de aquella anciana y recordar a aquella mujer llena de viveza pese a sus cincuenta años que en 1967 le escupió a la cara delante de sus subordinados y le llamó asesino. Entonces Alcázar era otro, apenas tenía treinta años y necesitaba demostrar tantas cosas que le obligaron a abofetearla y a ordenar que la metieran en el calabozo. A ninguno de los dos se le había olvidado aquel bofetón, ni lo que pasó la noche de San Juan, en que Elías Gil desapareció.

—Sería absurdo pedirte disculpas por aquello a estas alturas, ¿no te parece? Nuevos pecados, y más graves, sepultaron los viejos. Pero veo que sigues siendo una mujer de armas tomar, como lo eras entonces.

Esperanza se obstinó en un terco silencio. Intentó valerse del andador para alejarse hacia la parte delantera del jardín, pero sus movimientos eran tan lentos que Alcázar apenas necesitaba moverse para acompañarla en su esfuerzo, con las manos en los bolsillos, sin dejar de mirarla.

—No te vi derramar ni una sola lágrima por tu hija en su entierro. ¿Eso no es ser una madre desnaturalizada?

La anciana se volvió con furia, una furia que podría haberle roto el frágil y arrugado cuello. Una guedeja pajiza le partía en dos el rostro.

—Una hija que vitupera la memoria de su padre y que traiciona a su sangre trabajando con el policía que lo asesinó no merece ese nombre. ¡Con el asesino de su propio padre! —El rostro de Esperanza se había descompuesto con la rabia y con un odio que parecía imposible que cupiera en aquel cuerpecillo achacoso. Pero Alcázar no se dejó impresionar ni perdió la calma.

—Estamos solos, no puede escucharnos nadie, no necesitas seguir fingiendo ese papel de madre coraje y esposa en pos de la justicia. Conmigo, no, Caterina. Laura sabía la verdad, por eso vino a verme después de tanto tiempo, y por eso me pidió que la admitiera en mi unidad. Y lo hice por las mismas razones que tú decidiste que para ti tu hija estaba muerta. Nunca fuiste justa, ni valiente, diga lo que diga toda esa gente necesitada de heroínas y de santas laicas. Lo cierto, lo único cierto, es que él desapareció. Y ambos sabemos por qué.

—¡No! ¡Tú lo asesinaste! ¡Le disparaste por la espalda y lo arrojaste al lago aquella noche!

Alcázar sacó un recorte de periódico de unas semanas atrás.

—¿Puedes leerlo o prefieres que lo haga yo? «El ministerio de Fomento ha decidido clausurar la antigua subestación de Cal Guardia. Construida en los años cuarenta, la estación se alimenta de una presa que, según los informes de los técnicos, presenta graves daños estructurales, por lo que se procederá a la desecación previa al derribo. Conocida popularmente como el lago, la presa amenaza las zonas de cultivo adyacentes y los ecosistemas propios de la zona. Grupos ecologistas se oponen al proyecto arguyendo que tras las decisiones técnicas se ocultan en realidad planes urbanísticos de un importante consorcio de empresas interesado en la recalificación de los terrenos». Por eso te niegas obstinadamente a vender tu finca a Agustín González, ¿verdad? No tiene nada que ver con esa casa vieja, ni con los recuerdos familiares, ni con esa ridícula tumba vacía a la que subes cada domingo para poner flores con el ingenuo de tu hijo. Tú no quieres que se deseque el lago, porque sabes que ahí abajo no hay nada. Y si no lo hay, ¿cómo seguirás alimentando esa mentira de la que has vivido todos estos años? Prefieres quedarte con la duda antes que tener la certeza. Gonzalo no sabe nada, ¿no es cierto? Ni siquiera sospecha lo que ocurrió aquella noche. Era un niño de sólo cinco años y ha creído todo lo que le has contado.

Esperanza se balanceó y estuvo a punto de perder el equilibrio. Alcázar la ayudó a sostenerse, ella intentó rechazarle, pero el inspector no la dejó hasta que pudo sentarse en un banco, entre dos cipreses. Detrás de ellos el mar ronroneaba como un gato adormilado. Pronto iba a anochecer pero aún se oían las risas de los niños en la playa, y las gaviotas sobrevolaban un cielo despejado de nubes. Alcázar sacó del bolsillo un sobre con el membrete de Agustín y Asociados y se lo puso con cuidado entre las manos.

—Firma ese contrato de venta, Esperanza. Fírmalo y sigue siendo lo que has querido ser todos estos años, la viuda del héroe, la guardiana de los recuerdos soñados, en ese mundo que inventaste para no volverte loca. O no lo firmes y vuelve a ser Caterina Orlovska; pero en ese caso, tu hijo sabrá la verdad, te doy mi palabra.

Cuando Alcázar se alejó no se atrevió a mirar atrás. Se sintió mezquino y ruin, y pensó que desde donde quisiera que Cecilia lo estuviese mirando, lo haría con tristeza y con pesar. Podía escuchar su lejano reproche, a través del oleaje petrificado de aquel cuadro de la recepción: «¿Cómo puedes vivir con esto, Alberto?». Y él respondía que no podía hacer otra cosa más que ser lo que era. Esa fidelidad a sí mismo era lo único que le quedaba después de que ella lo dejara solo.