Gonzalo alzó la mirada y cotejó el número de la fachada con el papel que le habían entregado en el juzgado. Entre las pertenencias de su hermana estaba la llave del apartamento donde había vivido los últimos meses. Pervivía una placa desgastada con el haz de flechas que rezaba «Propiedad del Ministerio de Vivienda». Se podía intuir la fecha de construcción del edificio entre un nudo de cables que asustarían al lampista más experimentado. El vestíbulo era angosto y estaba lleno de humedades. La luz de la escalera no funcionaba, la mitad de los buzones habían sido arrancados de cuajo y los que quedaban enteros tenían las cerraduras forzadas o la chapa doblada. Buscó sin mucha esperanza un ascensor inexistente y lanzó un vistazo resignado a la empinada escalera de caracol.
Cuando alcanzó la última planta, el sudor le corría por la espalda. Se tomó un minuto para recuperar el aliento, antes de sacar la llave del bolsillo e introducirla en la cerradura de la única puerta. Ésta se abrió con un sonido de cerrojos. Una vaharada de sudor seco y tabaco negro le dio la bienvenida. Palpó la pared hasta dar con el interruptor de la luz y una lámpara sin tulipa se encendió al fondo del largo pasillo.
Apenas penetraba la luz de la calle. El salón era muy pequeño, con el suelo de terrazo pringoso y las paredes sin adornos. Casi no había muebles: una cómoda, un sillón viejo y un televisor antiguo. En un perchero colgaba un batín con quemaduras de cigarrillo en la bocamanga. Una silla de anea estaba junto a la ventana sin cortina. Gonzalo trató de imaginar a su hermana, fumando y bebiendo sin cesar, con las persianas echadas, sumida en la oscuridad.
A la izquierda había un pequeño escritorio donde se amontonaba una montaña de papeles, libros y revistas. También había latas de cerveza y colillas. Una fotografía de la boda estaba tirada en el suelo, con el cristal roto. Gonzalo se agachó a recogerla y limpió el rastro de una pisada para contemplarla mejor. El día que Laura se casó movía los ojos de un lado a otro, buscándole a él entre los asistentes en la iglesia, asustada, como si dentro de aquella mirada revoloteara una golondrina desorientada. Esa misma mirada era la que tenía en la fotografía, rehuyendo de algún modo el abrazo por la cintura de Luis. Su excuñado se veía muy joven también en la fotografía. Siempre le cayó bien Luis, era una lástima que las cosas hubieran acabado de aquel modo tan abrupto diez años atrás; le habría gustado mantener el contacto con él.
Fue a la cocina. Olía a comida en estado de putrefacción. Un calendario de varios años atrás colgaba de una alcayata, junto a un reloj de pared que no funcionaba. Las junturas de madera de los muebles estaban oscurecidas por la mugre y en la mesa de formica había un vaso y un plato sucio. Daba la sensación de que Laura había tenido que salir un momento pero que volvería enseguida a terminar su almuerzo. Era aquí donde Laura se había disparado en el estómago. La policía la encontró con la pistola en la mano. No era su arma reglamentaria, se la habían retirado tras la muerte de su hijo, forzándola a coger la baja psicológica, pero nadie había previsto que tuviera otra en casa.
El forense aseguraba que había sido una muerte sin dolor, se habían encontrado barbitúricos y alcohol en el estómago, que probablemente Laura ingirió antes de dispararse. A Gonzalo no le habían permitido ver más que el rostro de su hermana, pero bajo la sábana alcanzó a ver los puntos de sutura que iban desde el ombligo hasta la tráquea. Sin los órganos, Laura se había desinflado como un odre seco.
A Gonzalo no le parecía que hubiera sido una muerte placentera. El rastro de sangre seca serpenteaba desde la puerta hasta debajo de la mesa. Había acudido allí a refugiarse lo mismo que un perro abandonado y moribundo. El gran charco se había secado dejando una enorme mancha oscura en el linóleo viejo, donde los sanitarios habían abandonado los rastros de su infructuosa batalla para devolverla a la vida: unos guantes de látex, vendas, capuchones de jeringuillas y una vía. Cuando la policía llegó al apartamento, la música sonaba a todo volumen. No supieron decirle qué pieza sonaba, incluso se molestaron cuando Gonzalo insistió, como si eso no tuviera importancia. Pero la tenía, claro que la tenía; Gonzalo había visto el disco compacto encima del equipo de música. Laura había escogido la sinfonía número 7, Leningrado, de Shostakóvich para acallar el estruendo del disparo y los gritos de agonía ante los vecinos. Su madre detestaba al compositor; quizá ésa era la razón por la que Laura lo había elegido.
Se sentó en una silla y contempló aquel lugar que le era tan extraño como la persona (lo que quedaba, el despojo) que vio en la fría camilla metálica de la morgue. Por más que se esforzaba, la muerte de su hermana no había traspasado esa inquietud que deja la noticia cuando roza a alguien vagamente familiar, un pariente lejano del que nada sabemos y al que nada nos une. No más que una nube lejana en un día soleado. Pero cuanto más tiempo permanecía allí, más capas de polvo se levantaban dejando que aflorasen los recuerdos de una infancia donde Laura era el único referente cierto que conservaba Gonzalo.
Al entrar en el dormitorio sintió un pudor innecesario, dadas las circunstancias. A nadie podía importarle que las bragas y los sujetadores de Laura estuvieran tirados por todas partes, la cama deshecha, y aquel fuerte olor a sexo y a alcohol. Sobre la cómoda había rastros de cocaína. Los dedos de Laura seguían allí, impresos en aquel polvo de cristal. Y los de otra persona, quizá alguno de sus amantes. Se sentó en el borde de la cama y miró por la ventana que se abría a una terraza con vistas a la playa. Eso era lo que ella veía cada mañana al despertar: una porción de cielo, una de tierra y el mar. Quizá esa visión le daba cierto alivio al abrir los ojos. Tal vez las noches le servían para mirar desde allí las estrellas y respirar el aire húmedo y cargado de salitre, quizá con su querido Bach de fondo, o con Wagner, otro de los apestados de su madre, y por tanto de los favoritos de Laura. Puede que por las mañanas, cuando el sol aparecía, saliera a nadar mar adentro (recordaba que ella siempre nadó mucho mejor que él) hasta agotarse, alcanzar aquella boya que flotaba en aguas profundas y regresar. O tal vez sólo se sentaba con la barbilla y los antebrazos apoyados en la baranda oxidada, fumando y bebiendo mientras se iban las horas, pensando en su hijo.
¿Qué clase de hermano había sido él? La clase de hermano que no sabe nada de su hermana. Recordó una conversación que tuvo con Laura. Gonzalo tenía entonces catorce años y en el colegio les habían impuesto un trabajo. Tenían que hacer un collage que explicase el pasado de algún familiar. Sin pensarlo, Gonzalo escogió a su padre y le pidió a Laura que le ayudase a recopilar fotografías u objetos que le hubieran pertenecido: un pedazo de tela de su chaleco, un botón, una de las cajetillas de mixtos con las que encendía sus grandes puros… La idea era que la imagen de su padre vestido de oficial soviético apareciera rodeado con una especie de aureola de santo formada por todos aquellos objetos. Gonzalo estudiaba entonces en un colegio regido por padres claretianos y sabía que ellos no aceptarían aquel desafío y que lo suspenderían. Pero no le importaba.
—¿Lo querías? —Recordaba que su hermana le preguntó, mientras él se concentraba en el collage. Estaba escribiendo párrafos del poema a Lenin, pero algunas palabras estaban inconclusas, como si le venciera la impaciencia y no necesitara más que apuntarlas para que quedaran presentes, mezclando frases en castellano con otros largos párrafos en ruso.
—¿Si quería a quién? —preguntó con aire distraído.
—A nuestro padre.
Gonzalo miró a su hermana con extrañeza. ¿Cuántos años tenía entonces Laura? ¿Veintiuno? ¿Tal vez veintidós? Ya era una chica desenvuelta, que viajaba por todas partes y tenía amigos que a su madre le parecían poco recomendables pero que a él le resultaban interesantes y divertidos. Tipos que leían a Kerouac o escuchaban a Dylan y que le invitaban a fumar cuando su madre no andaba cerca.
—Sí, claro que le quería.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Era nuestro padre.
—¿Cómo se quiere a alguien que no conoces? ¿Sólo porque es tu padre? —Su hermana lo miró de un modo que no duraría más que un parpadeo pero que recordaría para siempre. Con dolor, con incomprensión, con pena.
Aquella pregunta y aquella mirada seguían aquí, en este apartamento, en el que Gonzalo ya no tenía nada por hacer. Había venido con la esperanza de encontrar alguna forma de vínculo con el pasado, pero era inútil. La persona que había vivido y muerto allí no tenía nada que ver con él.
Iba a marcharse cuando se fijó en la puerta entreabierta del armario del dormitorio. En el lado izquierdo colgaban las camisas, los vestidos y los pantalones de Laura, mientras que en el derecho se alineaban las perchas de plástico vacías. En el estante inferior sobresalía una bolsa de basura de tamaño industrial. Por mera curiosidad, la entreabrió y los ojos se le llenaron de un brillo evocador, de niño en la noche de Reyes. ¡La chaqueta de aviador de su madre!
Abrió por entero la bolsa y la extendió sobre la cama, admirándola con incredulidad. ¿Cuánto tiempo hacía que no la veía? Más de treinta años. La piel se había cuarteado y oscurecido, pero era evidente que Laura se había encargado de conservarla. Todavía era visible el aspa de la hélice bajo el fondo de la hoz y el martillo, la enseña de la Escuela de Aviación Soviética, en el parche cosido al lado derecho, y la bandera de la República española debajo. El forro de borrego del cuello estaba muy sucio pero mantenía el tacto mullido que Gonzalo recordaba de niño. Con un poco de vergüenza, se la probó. Entonces le sobraban mangas por todas partes y casi se tropezaba con los bajos, también de lana. Ahora le resultaba imposible abrochársela y temió que la cremallera se rompiera. Olió la piel, todavía con el rastro de aceite que Laura le había dado, y se transportó a 1968, 1969 y aun a 1970, cuando él y Laura jugaban a los aviadores. Gonzalo siempre le pedía prestada la cazadora a su madre y ésta accedía a condición de que tuviera cuidado de no rasgarla. No siempre lo lograba y si caía por un bancal abatido por el fuego enemigo de Laura (ella siempre era un Messerschmitt alemán y Gonzalo un Spitfire de la RAF, y se suponía que ella era la que debía ser derribada, pero se resistía obstinadamente a darse por vencida) y la cazadora se ensuciaba o sufría algún rasguño, Gonzalo arrancaba a llorar, en parte anticipando la tunda que iba a darle su madre, pero también porque quería aquella cazadora más que nada en el mundo. Hacía ya mucho que la había dado por perdida y no imaginaba que Laura la hubiera conservado.
Todavía con la emoción en la mirada notó algo en uno de los bolsillos interiores. Había un sobre postal sin señas con un objeto de plata antigua, parecido a una leontina vieja con una esfera con tapa y cierre. Aún con la cazadora puesta, Gonzalo se sentó a los pies de la cama y examinó detenidamente aquel objeto extraño. La leontina tenía en una de las caras una inscripción grabada de manera tosca, como hecha con una navaja o un objeto punzante. Las letras estaban muy desgastadas y Gonzalo tuvo que acercar mucho la lente de sus gafas para deletrearlas con dificultad. Parecía un nombre femenino: una «I» latina, una «m» o una «n», no podía estar seguro y una «a» final. El resto estaba completamente borrado.
Al manipular la tapa, ésta cedió y se abrió con un resorte de muelle, mostrando un portarretrato con una imagen en sepia muy desdibujada de una mujer joven. Apenas se desvelaba una porción del lado derecho del rostro, y una mirada profunda que contrastaba por su gravedad con la media expresión de la boca, que parecía sonreír. Posiblemente se trataba de un retrato de estudio: se veía parte del cortinaje detrás del sillón donde la mujer estaba sentada, con las piernas cruzadas en una posición de recato. Aunque era imposible saberlo, tal vez sostenía sobre el regazo a una niña muy pequeña. De ésta se apreciaba sólo un zapatito negro de hebilla y el faldón de un vestido claro; y alejada de la imagen, una trenza con un lazo.
Gonzalo no recordaba haber visto nunca ese portarretrato, y no alcanzaba a comprender por qué estaba en el bolsillo de la cazadora. Pero su madre quizá sí lo sabría. Su madre. No se le ocurría cómo decirle que Laura había muerto, ni podía saber cómo reaccionaría a la noticia. A los ochenta y seis años, su madre ya no tenía la fuerza de antaño. Cada vez más a menudo, desvariaba y perdía la noción de la realidad. De pronto explicaba cosas del pasado y al instante miraba a su hijo como si no le conociera. El tiempo se había distorsionado para ella, convertido en una goma elástica que iba y venía a su antojo. Los médicos que la atendían aseguraban que no se trataba de alzhéimer. Esperanza conservaba una memoria prodigiosa y una inteligencia tan afilada como siempre. Leía su colección de autores rusos con asiduidad, y últimamente andaba empeñada en una serie de dibujos al carboncillo, paisajes de su infancia, naturalezas muertas o retratos de Elías que decoraban las paredes de la habitación. La cuestión era, le aseguraban sus cuidadores, que su madre decidía cuándo y dónde vivir sin salir de la residencia, imponiendo su voluntad a los recuerdos, llamándolos o alejándolos a voluntad. Pese a su carácter agreste, no daba problemas a las cuidadoras, que le tenían cariño. Paseaba con la ayuda de un andador por el pinar cercano, se sentaba en un banco frente al mar a leer, y cuidaba escrupulosamente de su higiene. Detestaba tener que pedir ayuda para entrar en la ducha o para vestirse, y a menudo, por las noches se arrastraba hasta el baño para cambiarse el pañal si se hacía las necesidades encima. Más de una vez las enfermeras la habían encontrado a la mañana siguiente tirada en el suelo del baño, pero pese a sus regañinas, Esperanza no estaba dispuesta a ofrecerles la humillación de ver cómo se defecaba encima.
—Hoy no es domingo —dijo a modo de saludo cuando lo vio llegar.
Los domingos, a las ocho en punto de la mañana, esperaba sentada y en perfecto orden de revista a que Gonzalo la recogiera. Paraban en la misma floristería de siempre, Esperanza elegía las mejores rosas con una minuciosidad a la que la dependienta ya se había acostumbrado, y subían a la casa del lago, a depositarlas en aquella tumba donde sólo estaba enterrada la memoria. Gonzalo dejaba a su madre sola un rato, sentada bajo la higuera que daba sombra a la tumba, y se dedicaba a inspeccionar los restos de la casa, hasta que su madre decidía que podían volver. Siempre hacían el trayecto de regreso en silencio, y algunas veces Esperanza lloraba. Gonzalo le apretaba la mano de sarmiento, pero la anciana apenas se daba cuenta. Estaba lejos, muy lejos.
—No, no es domingo.
A través de las cortinas de cretona se veía languidecer el día. Aquella visión estática de los cipreses escoltando el camino de gravilla resultaba triste en invierno. Ahora, sólo tolerable. Los ojos de Esperanza estaban en guerra con el cansancio y aun así se negaba obstinadamente a utilizar las gafas graduadas que Gonzalo le había comprado. Aquel día dibujaba en el pequeño bureau de su cuarto, asiendo el lápiz por la punta y con su larga nariz muy pegada a las cuartillas amarillentas.
—He venido antes porque ha ocurrido algo muy grave.
—¿El mundo se ha acabado, acaso? —preguntó ella sin despegar los ojos de la cuartilla que dibujaba.
—Sólo para Laura, madre. Ha muerto.
La anciana se quedó muy quieta. Tan frágil que espantaba siquiera mirarla. La impresión le quitó la poca carne que le quedaba en la cara. Tensó el cuello hacia atrás mostrando la corriente de venas que avanzaban con dificultad entre la piel, convertida en simple pellejo. Emitió un leve hipido, ni siquiera llegó a gemir. Se retorció las manos y volvió al dibujo, pero apenas podía dominar el trazo.
—¿Me has escuchado?
La anciana movió lentamente la cabeza.
—Ya estaba muerta hace mucho. Ahora sólo hay que enterrarla. Bien, hazlo.
Gonzalo enrojeció.
—No hables así, era tu hija.
Esperanza cerró los ojos. Si hablaba así de la muerte de su hija era únicamente porque Gonzalo era demasiado pequeño para recordar lo que ocurrió entonces, y ella era demasiado mayor para olvidarlo ahora. Dejó el lápiz y se volvió hacia la luz que entraba por la ventana. Tardó mucho rato en empezar a hablar, y cuando lo hizo su voz parecía venir de muy lejos.
—En la mesa de la cocina teníamos un frutero con frutas de cerámica: aguacates, plátanos, uvas con la hoja de parra. Aquellas superficies lisas eran más perfectas que la fruta auténtica, brillaban seductoras. Y sin embargo, no eran más que piedras pintadas. Recuerdo que una mosca resbalaba sobre el frutero. Tu padre estaba echando la siesta en una silla, esa mosca revoloteó hasta su mejilla y se quedó un buen rato cerca de la boca entreabierta. Tú eras muy pequeño, estabas ensimismado con aquella imagen, hasta que tu padre cerró la boca y sin querer se la tragó y siguió durmiendo. Esperaste a verla salir pero la mosca no apareció. Durante todo aquel verano, te sentiste culpable. Estabas convencido de que aquella mosca pondría sus huevas en el estómago de tu padre y que un día le saldrían cientos, miles de moscas por la boca, las orejas y la nariz. Tenías pesadillas, pensabas que se moriría de forma horrible y que la culpa sería tuya por no haberte atrevido a apartarle la mosca de un manotazo, por temor a despertarlo. Una tarde, te oí contárselo a tu hermana. Llorabas desconsolado, convencido de que habías hecho algo terrible. También escuché lo que ella te dijo: «Ojalá tengas razón y se muera». Ella tenía trece años, debería haberte consolado, explicarte que no pasaba nada, pero prefirió hacerte creer que eras un asesino. Ésa era tu hermana.
—Sólo fue una maldad de chiquillos… Como cuando le pedía que entrase en barrena y se dejara caer con mis disparos de Spitfire y ella se negaba, o como cuando corría a chivarte que había ensuciado la cazadora de aviador.
Esperanza miró de reojo a su hijo.
—¿A qué viene esa tontería?
—Mira lo que he encontrado en casa de Laura. —Gonzalo echó mano de la bolsa que traía.
La piel de Esperanza se encarnó, se separó del bureau y, durante unos segundos, con aquella vieja cazadora entre las manos, rejuveneció sesenta y ocho años. Se tapó la boca con los dedos y miró a su hijo con un brillo de nostalgia que sólo llega al final de una vida vivida.
—Dentro de la cazadora encontré esto. —Gonzalo le tendió el portarretrato de plata con aquel nombre grabado.
Esperanza frunció los labios haciendo más evidente la pelusilla que le había ido creciendo con los años. Apretaba el lápiz con el papel, quería empujarlo, pero no se movía. En un movimiento brusco, partió la mina. El ojo empezó a lagrimearle a borbotones. Gonzalo se acuclilló frente a ella y recogió su cara entre las manos, abiertas como un cuenco. Los gruesos lagrimones le caían entre los dedos y su madre se negaba tercamente a mirarle.
—¿Qué ocurre, mamá?
—Fue inevitable —murmuró.
Desconcertado, Gonzalo observó las pilas de cuartillas en el suelo, los libros que rodeaban la cama, la bata de tono rosado que colgaba en la percha tras la puerta. Algo había cambiado de repente en la habitación. La luz. Era más oscura a pesar de que fuera lucía el mismo cielo radiante.
—¿Qué es lo que fue inevitable?
—La muerte —musitó la anciana.
Tres días después Gonzalo recibió la autorización del juzgado para proceder al sepelio de Laura. El forense había estado buscando rastros de sangre o de piel que hubieran pertenecido a Zinóviev y que la relacionaran con el asesinato. No encontró nada, pero el fiscal consideraba que había suficientes pruebas que probaban su autoría: los grilletes de Laura con los que había aparecido atado, la fotografía de su hijo claveteada en el pecho de Zinóviev y que los peritos habían podido demostrar que fueron disparados con una pistola hidráulica encontrada en una caja de herramientas en su apartamento, el ensañamiento al matarlo, que denotaba un fuerte componente emocional, y el hecho de que hubieran encontrado en su escritorio un mapa donde se ubicaba el posible escondite del ruso. El hecho de que Laura se hubiese suicidado apenas unas horas después de reconocer ante Alcázar que no pensaba ir a la cárcel, se daba como prueba de su culpabilidad. Para la policía y para el fiscal el caso se daba por archivado, salvo que aparecieran nuevos indicios.
Correspondía legalmente a la madre de Laura hacerse cargo del cadáver, pero ésta declinó en Gonzalo el papeleo. Este ni siquiera sabía si su hermana disponía de una póliza de entierro, pronto descubrió que no, y tuvo que encargarse de los preparativos. No había testamento ni voluntades, Gonzalo desconocía si su hermana hubiera preferido ser incinerada o enterrada. Exasperado, decidió ponerse en contacto con Luis. Después de todo, su excuñado era quien mejor la conocía.
Luis se extrañó con la llamada. Gonzalo le dio la noticia torpemente, sin encontrar las palabras adecuadas. Durante un largo minuto no se oyó nada al otro lado del teléfono, excepto el sonido de una fotocopiadora.
—No sé si lo sabes, pero nos divorciamos poco después de la muerte de nuestro hijo Roberto.
Su voz no denotaba emoción alguna. Aun así se avino a una entrevista. Dijo que estaría en una hora en la cafetería que había frente al bufete de Gonzalo.
Todo lo que Gonzalo podía decir de su excuñado era que le caía bien. Un chico discreto y de buena familia, educado hasta extremos inauditos, alguien que, se mirase como se mirase, nunca imaginó como esposo de su hermana. Luis le había dicho que ahora vivía en Londres, y que estaba con otra persona. Había sido pura casualidad que lo encontrara en el despacho de arquitectos que tenía con dos de sus hermanos en la parte alta de la ciudad. Estaba de paso en Barcelona para supervisar unas obras y tenía previsto volver esta misma noche a Inglaterra.
Sin embargo, el hombre que se encontró al entrar en la cafetería nada tenía que ver con el joven que había conocido. Al principio, Luis apenas le dirigió la palabra, como si no le conociera. El traje de corte moderno y recto y el peinado pulcro, con media melena cuidadosamente echada hacia atrás, le daban un aire aposentado. El reloj que lucía en la muñeca, los gemelos y los zapatos italianos hablaban de uno de esos aspirantes a dueño del mundo. Había cogido algo de peso, no al modo de Gonzalo, sino a juego con su piel de bronceado natural: deportes al aire libre, escalada, vela y ese tipo de cosas que practicaba la gente de su esfera para ponerle algo de adrenalina a la existencia. Pero a pesar de su indumentaria Gonzalo intuyó que en alguna parte de aquel hombre seguía el velo de la noche, una pátina de tristeza que asomaba involuntariamente en sus ojos oscuros, y de la que no podría desprenderse jamás.
Era del todo absurdo, pero Gonzalo sintió una suerte de compasión hacia aquel hombre que las mujeres miraban con disimulado placer y que los hombres observaban con recelo. Era encantador desde cualquier punto de vista. Esa clase de persona que te hace creer que brillas con luz propia, aunque en realidad sólo lo haces porque estás bajo su influjo.
Intercambiaron algunas frases de cortesía, incapaces de sacudirse la incomodidad de un encuentro que ninguno sabía cómo afrontar. Luis era quien se mostraba más nervioso. Ese nerviosismo lo traducía en una quietud exasperante de los gestos, en el modo de colocar la taza de café que estaba tomando sobre el platillo, en la precisa manera de preguntar y responder sin desfigurar la máscara que traía puesta.
—Creo que ella preferiría la incineración. Nuestro hijo está en el columbario del Bosque de las cenizas. Es allí donde ella querría estar. Por supuesto, correré con todos los gastos.
Gonzalo no había tenido tiempo material de llorar a su hermana, de asumir su ausencia como algo definitivo. Mucho menos de pensar en los gastos del entierro. Por ahora, la muerte de Laura era algo que los demás mencionaban con aire compungido y que él aceptaba como parte de una obra de teatro en la que no se sentía a gusto. Aquella misma mañana se había detenido frente a un escaparate donde se exponía un libro de recetas y se había acordado de que Laura hacía como nadie las macedonias de fruta. Parecía algo sencillo, pero no lo era. No bastaba pelar la fruta y dejarla en su jugo o añadirle un poquito de azúcar (ella le añadía canela). Laura decía que el secreto estaba en las mezclas, ácidos con dulces, tactos carnosos con otros más líquidos, por ejemplo, plátano maduro y pomelo. Había que elegir bien las piezas y dejarlas macerar el tiempo justo, ni más ni menos.
No comprendía por qué su exmarido le estaba hablando del precio de su entierro.
—Nunca me explicó cómo os conocisteis y me pregunto qué clase de casualidad juntó vuestros destinos.
Durante unos segundos el rostro de Luis se iluminó con el rescoldo de una alegría casi olvidada.
Conoció a Laura en Kabul. El padre de Luis tenía negocios allí y él aprovechaba para recorrer el país por su cuenta en una motocicleta Guzzi polvorienta y cargada de fardos. Parecía un forajido con la piel renegrida y unas gafas grandes de motorista sobre la frente. Le gustaba mimetizarse con la población autóctona vistiendo ropa amplia y cubriendo su cabeza con el típico sombrero afgano en forma de empanada. Su guía era un tipo bajito con la piel muy curtida, con dos cinchas de balas de calibre grueso cruzadas sobre el pecho y un viejo kaláshnikov que siempre cargaba a cuestas. Luis había olvidado su nombre, pero no que sonreía como si no le tuviera miedo a la vida, con la mitad de sus dientes. Fue aquel guía quien le habló de un pequeño albergue en el paso del Jáiber entre Pakistán y Afganistán, donde solían albergarse algunos europeos de paso. «También mujeres», le confesó el guía guiñándole el ojo.
La primera vez que vio a Laura, ella estaba sentada en una terraza de adobe y piedra, contemplando el crepúsculo sobre un desierto pedregoso de colores ocres. Parecía tan absorta, tan alejada de aquel espacio físico que podía tomarse por una preciosa escultura tallada mil años atrás. «Me han dicho que había una española aquí». Ella le lanzó una mirada sin tiempo, disgustada por la interrupción. Luego se volvió hacia el desierto y continuó contemplándolo. Fue entonces cuando Luis sintió el impulso de sentarse a su lado, queriendo impregnarse de esa verdad que parecía conectarla a ella con el paisaje. Un impulso del que tal vez debería haberse arrepentido.
—Si hubiese reprimido la tentación de rozar su antebrazo con el codo, probablemente mi vida habría seguido los derroteros plácidos que me esperaban al volver a casa. En aquella época yo estaba comprometido con una amiga de la infancia, la hija de unos socios de mi padre. Acabaría en Estados Unidos el máster de arquitectura y tendría preciosos gemelos que un día heredarían el imperio familiar. De no haberme interpuesto entre la mirada de Laura y el desierto, ambos hubiéramos seguido aquel viaje en nuestra burbuja sin interferir en la del otro… —Luis acarició la taza de café como si lo hiciese con una idea sobre la que había reflexionado mucho—… Todo se pone en marcha con un simple gesto. La primera gota que cae es la que empieza a quebrar la piedra, ¿no es cierto?
Gonzalo no supo qué responder. Tal vez era cierto, los cambios, las hecatombes, las revoluciones y las resurrecciones, todo empieza en alguna parte, en un momento ínfimo.
Luis se recostó en la silla y se acarició la palma de la mano, como si desempolvara un viejo manuscrito donde estaban escritos sus recuerdos de entonces.
—En los años ochenta no era muy recomendable andar por el país, y mucho menos si eras mujer. Los soviéticos habían ocupado Afganistán y los señores de la guerra no lo iban a permitir. Pero a Laura nunca le preocupó seriamente su futuro. Quemaba su juventud viajando y escribiendo aquellos artículos para una revista histórica. Además de los artículos, se ganaba un sobresueldo como traductora de ruso para el Gobierno prosoviético, pero no dudaba en cruzar el país para entrevistarse con los señores de la guerra que se enfrentaban al invasor.
Gonzalo tuvo una visión fugaz de aquellos juegos de la infancia, cuando su hermana se negaba a dejarse vencer en cualquier pelea, fingida o real, con otros chicos.
—Era alguien especial —asintió, con una sonrisa de orgullo tardío. Luis lo corroboró con una afirmación rotunda de la cabeza.
—Laura era esa clase de mujer que uno se vuelve a mirar por la calle, no importa la edad que tenga. Era hermosa. Más que eso: era extraordinaria. Para mí, lo que la hacía distinta era aquella firmeza que alteraba la atmósfera de los sitios. Transmitía a los demás deseos de vivir, no le bastaba el hecho mismo de respirar, necesitaba convertir en un milagro cuanto hacía.
Ambos se miraron con incredulidad, como si no comprendieran que después de semejante afirmación, era incongruente estar allí sentados, hablando de su entierro. Luis se casó con Laura apenas diez meses después de conocerla, y no se arrepintió de aquella premura pese a las discusiones que la decisión generó en el seno de su familia. Sus padres y sus amigos eran demasiado complacientes consigo mismos y con sus existencias, nunca logró hacerles entender que con aquella mujer efervescente y decidida vivía todo lo que puede vivirse cuando nada importa salvo darse al otro.
Alzó su hermosa cabeza de senador romano, digna de la mano de Miguel Ángel, y sus ojos brillaron, acercándose a una melancolía desesperada.
—Ella trajo al mundo lo que más he amado en esta vida. Nuestro hijo. Él me dio la medida exacta de lo que es la plenitud. Tú tienes hijos, sabes de lo que te hablo.
Gonzalo apartó la mirada. Aquella interpelación lo enfrentaba a sus propios límites como padre. Pensó en su hija Patricia. Era verdad que hasta que la tuvo en brazos nunca antes sintió lo que era estar vivo. Su hija pequeña era su centro, el lugar sobre el que gravitaban sus sentimientos, sus temores y sus esperanzas. Pero al pensar en Javier, en cambio, esos sentimientos se hacían difusos y complejos, el amor y la ternura se enredaban en una madeja de reproches y de sordo resentimiento.
—Laura y yo nos entregamos por entero a nuestro pequeño. Todo lo que hacíamos, lo que pensábamos, nuestros planes de futuro giraban en torno a su presencia. Encontré fuerzas redomadas para trabajar, para construir algo que pudiera hacerle el mundo un poco más confortable, incluso su venida al mundo tuvo la virtud de volver a unir a mi familia y mis padres aceptaron a Laura con agradecimiento, orgullosos y felices de poder tener en los brazos un nieto. —Luis calló durante unos segundos, buscando una palabra que definiera exactamente lo que vendría a continuación, dudó, hizo la intentona, volvió a dudar y miró a Gonzalo, como si implorase su ayuda para encontrarla—. Laura siempre te quiso mucho, Gonzalo, nunca dejó de pensar en ti. Cuando Roberto nació le sugerí que era un buen momento para hacer las paces contigo y con tu madre, nunca entendí ni ella quiso explicarme el porqué de aquella distancia.
Gonzalo tampoco lo sabía, al menos con exactitud. Los odios y los rencores son más fuertes cuando antes has amado, y cuando estalló aquella discordia acabó con todos ellos. Puede que la causa fuese la decisión de Laura de abandonar su brillante carrera como historiadora y periodista para ingresar en la policía, cosa incomprensible para su madre, teniendo en cuenta el drama vivido por su esposo a lo largo de más de sesenta años de lucha, o aquel artículo que Laura publicó en 1992 sobre su padre, destruyendo su mito. Su madre nunca la perdonó, como Gonzalo nunca aceptó los reproches de Laura por haberse casado con la hija de un reconocido militante en el franquismo. Laura siempre despreció a la familia de Lola tanto como su esposa llegó a despreciar a su hermana.
Aquella explosión de rabia múltiple había pasado inexorablemente, y al final, durante los últimos años, Gonzalo vivía aquella distancia con su hermana ya sin odio, sólo con desprecio y un olvido que se había agrandado hasta hacerse insalvable.
—Todo eso ya no importa mucho, ¿verdad?
Gonzalo se quitó sus pesadas gafas y acarició con el pulgar las pequeñas hondonadas que las almohadillas de plástico le dejaban en el puente de la nariz. Sin la ayuda de las lentes, el entorno se volvía borroso, como si estuviera en un sueño de aguarrás. Un mundo de sombras que, pensó irónicamente, quizá era más cierto que lo que veía al colocárselas de nuevo.
—Si erais felices, esa clase de unión férrea que todo el mundo envidia, ¿por qué os divorciasteis?
Luis irguió el cuello y tensó los músculos de los hombros. Su rigidez se hizo evidente incluso bajo la americana. Le disgustaba hablar de eso. Poco a poco, esa rigidez fue cediendo hacia una especie de languidez, como si su cuerpo se rindiese a la evidencia y se derramase sobre el mantel de la mesa.
—Nunca le perdoné la muerte de nuestro hijo —afirmó con rotundidad, aunque sin una rabia que ya se había deshecho después de masticarla, tragarla y escupirla cada uno de los días de los ocho meses que habían pasado desde el día que Laura le dijo como enloquecida que alguien se había llevado a su hijo de la puerta del colegio, a plena luz del día, ante el pasmo y la inmovilidad de profesores y padres—. Al poco de conocernos, un día la encontré sentada a oscuras en el baño. Estaba llorando y temblaba como una hoja. Recuerdo que nunca la había visto así, y me asusté. Hablaba a borbotones entre sollozos, y las lágrimas se mezclaban con los mocos sin consuelo. Me dijo que no puede amarse a quien no se conoce, que el verdadero amor es sólo el resultado de la verdad, y que el silencio sólo sirve como engaño. No logré que me contara lo que le ocurría, apenas algunas frases incoherentes más como aquellas que balbuceaba. Al día siguiente volví a verla, entonces aún no vivíamos juntos, ella me besó largamente y me pidió que no le preguntara. Y yo respeté su voluntad. Debería haberme dado cuenta de que aquel ataque de desesperación encerraba algo dentro de su alegría aparente, algo que la estaba dañando sin remedio desde Dios sabía cuándo.
»Los niños y las situaciones de pobreza o abusos que padecen eran una de sus obsesiones. Cada vez que aparecía una noticia prestaba una atención concentrada, pero apenas hablaba de ello. Para mí, que desde niño estuve bajo el calor y el cariño de los míos, aquellas escenas de abusos me resultaban inconcebibles, me apenaban, pero la verdad era que las sentía lejanas a nuestra realidad. En cambio, Laura sentía aquello como algo suyo, yo la veía descomponerse como si lo sufriera en carne propia. Empezó a escribir sobre el tema, a investigar, participaba en asociaciones, incluso tuvimos varias veces niños de acogida en casa, niños que no sabían jugar, que lloraban por las noches y que al ir a bañarlos descubrían cuerpos heridos, quemaduras de cigarrillos, niñas que contaban historias horribles de padres enfermizos. Laura despreciaba y odiaba con una fuerza increíble a quienes cometían aquellos abusos, los llamaba “ladrones de infancias” y se esforzaba día tras día en combatirlos, se multiplicaba hasta la extenuación, y pronto, me di cuenta de que aquello la estaba devorando. Le dije que no podía luchar ella sola contra toda la maldad del mundo, que sus esfuerzos sólo eran una gota en un océano. Y ¿sabes lo que me respondió? “¿Qué es el océano, sino un millón de gotas?”.
»Necesitaba hacer algo que le permitiera involucrarse en los acontecimientos y no permanecer como testigo o narradora estática de los mismos. Pero yo no entendía aquel afán suyo, teníamos dinero y una buena posición, podíamos hacer cuanto deseáramos, así que me quedé estupefacto el día que me dijo que lo dejaba todo para ingresar en la policía. Discutimos amargamente, durante muchos meses, pero no había nada que hacer. Laura había tomado su decisión y eso era lo que contaba.
»Poco a poco, la vi convertirse en una mujer cansada de seguir creyendo que la existencia era un milagro, como si la mentira, una vez agotada, se hubiese vuelto insoportable. Intenté convencerla para que dejara ese trabajo, porque la estaba destruyendo. Pero ella aseguraba que estaba bien, que se sentía útil, que podía continuar. Quizá comprendió al final que los pájaros no pueden volar infinitamente, que necesitan descansar y un lugar al que volver. Aquello duró tres o cuatro años. Con el nacimiento de nuestro hijo pensé que todo sería distinto, que quizá volvería a concentrarse en mí, en nuestro bebé, en nuestras vidas. Pero me equivocaba. Aquel trabajo empezó a afectarnos, discutíamos mucho, Laura empezó a beber, y su carácter se iba deteriorando. No sé lo que estaba investigando exactamente. Nunca quería hablar de su trabajo. Sólo sé que era peligroso, y que la estaba absorbiendo por completo. A veces se marchaba durante semanas, y sólo llamaba cinco minutos por la noche para escuchar la voz de nuestro hijo. Yo imaginaba que andaba por hoteles de carretera, en lugares inmundos donde no tenía por qué estar. Le dije cosas muy duras, que era egoísta, que estaba dejando que nuestro hijo creciera en brazos de mis padres, que en lugar de salvar a todos los niños del mundo debería preocuparla que su hijo llorase cuando ella llegaba a casa y lo tomaba en brazos, porque no la reconocía.
Luis detuvo la narración. Le costaba hablar, tragó saliva, comprobó que el café estaba frío y pidió otro. Gonzalo dijo que no quería nada, escrutando a aquel hombre tan entero por fuera y tan roto por dentro. Le propuso olvidarse del café y dar un paseo. Luis estuvo de acuerdo, respirar un poco de aire polucionado les haría bien. Dijo que echaba de menos el sol de Barcelona, el mar y el color del Mediterráneo. En realidad, y Gonzalo se dio cuenta, la echaba de menos a ella, a Laura.
—¿Te importa que fume?
Gonzalo dijo que no, y tuvo que contenerse para rechazar un pitillo. Le había prometido y perjurado a Lola que hacía cinco meses que no fumaba. Había incumplido aquella promesa, pero de repente le parecía perentorio cumplir su palabra. Ni un pitillo más, se dijo. Luis lanzó una larga bocanada de humo, sin darse cuenta o sin darle importancia a la mirada admirativa que le lanzó una joven hermosa, que a Gonzalo le hizo pensar en la mujer del balcón con las alas tatuadas en el cuello. La lectora de Mayakovski. Algo más calmado, Luis volvió al relato de aquellos últimos meses.
—Una mañana del septiembre pasado, alguien llamó a nuestra puerta. Roberto fue a abrir (yo solía bromear con que nuestro hijo tenía vocación de botones: cada vez que sonaba el timbre o el teléfono corría a abrir la puerta o a descolgar). Cuando acudí a ver quién era encontré a mi hijo mirando la puerta abierta con los ojos abiertos como platos, sin decir nada. Había un gato muerto en el rellano. Le habían abierto la garganta y tenía una foto de mi hijo clavada en el pecho. Se la habían hecho en el parque, con un teleobjetivo. Le pedí a Laura que lo dejara, fuese lo que fuese. Me prometió hacerlo, solicitar un traslado a un destino administrativo, pero me mintió. Lo supe cuando a los pocos días, un tipo con acento ruso me llamó al despacho para decirme que iban a matar a Roberto. Sabían a qué colegio iba, conocían nuestros horarios, todo. Me asusté tanto que contraté seguridad privada y me llevé a nuestro hijo fuera de Barcelona, a la finca que mi familia tiene en un pueblo del Empordà. Le di un ultimátum a Laura: o lo dejaba, o sería yo quien la abandonaría, y me llevaría a Roberto conmigo. Dos semanas después parecía que todo había vuelto a la normalidad. Eso creía. Roberto volvió a la escuela, Laura cumplió su palabra (o eso pensaba yo), hacía horario de oficina, pasaba más tiempo con nuestro hijo, incluso planeamos unas vacaciones de Navidad para ir a Orlando. Nos hacía ilusión que Roberto conociera la casa de Mickey Mouse.
Luis guardó silencio. Quizá tenía la esperanza de que Gonzalo le diera una palabra de aliento, o algo que le impidiera continuar. Gonzalo no tuvo la valentía de sostener sobre sí tanta desesperación.
—Una tarde, Laura me llamó al despacho, fuera de sí. Se habían llevado a nuestro hijo en la puerta del colegio. Dos días después apareció flotando en el fondo del lago que no queda muy lejos de vuestra casa. La policía supo que estaba allí por un aviso anónimo… Enloquecí, y tu hermana también. Pero mientras yo me sumía en una tristeza sin fondo, como si no comprendiera lo que nos había sucedido, ella se entregó con una rabia descomunal a perseguir a quienquiera que hubiera hecho aquello. No dormía, no comía, apenas venía ya a casa, y muchas veces lo hacía borracha o drogada, oliendo a otros hombres. Sinceramente, no me importaba, me traía sin cuidado, no podía salir de mi propio naufragio para salvarla a ella del suyo. Me di cuenta de que empezaba a odiarla, y una noche le escupí todas aquellas cosas terribles, le grité que era culpa suya, que ella había matado a nuestro hijo. Me arañó la cara, nos peleamos y le di un puñetazo con todas mis fuerzas que le partió el labio. Horrorizado al verla sangrar en la cama, no tuve deseos de calmarla, sino de seguir golpeándola hasta sacar todo lo que llevaba dentro. Me costó muchísimo contenerme, y comprendí que se había acabado. Recogí mis cosas a la mañana siguiente, mientras ella estaba fuera, y me marché. Una semana después le envié la propuesta de divorcio a través de un bufete y devolvió los papeles firmados, sin más. Me fui a Londres, conocí a alguien, dejé que ese alguien me amase y fingí que podía seguir adelante. Aún sigo fingiéndolo y quizá algún día sea cierto.
Durante unos segundos, Gonzalo pensó en las vidas que encerraban el mismo axioma: que la gente debía aceptar la derrota de la realidad, que a pesar de los esfuerzos no siempre se lograba ser lo que uno hubiera soñado y que el único sustento ante todo ello era soñar, desear y fingir que podía existir otra cosa.
Se dio cuenta de que Luis lo estaba mirando fijamente.
—Ese ruso con los tatuajes, Zinóviev, fue quien mató a mi hijo, ¿verdad?
—Según el inspector que llevaba el caso, Alcázar, no han encontrado ninguna prueba de que fuera así.
—Pero Laura sí lo creía, estoy seguro. ¿Crees que lo hizo?… ¿Mató ella a ese hombre?
—Aquí las pruebas son abrumadoras. Alcázar está convencido de que fue ella.
Luis negó lentamente con la cabeza, apurando el pitillo. Se había puesto las gafas de sol y los cristales oscurecidos impedían ver la expresión de sus ojos.
—No te pregunto por las pruebas, ni por lo que opina ese inspector. Era tu hermana, era mi esposa. ¿Realmente crees que Laura podría hacer algo así?
Gonzalo recordó aquellos combates aéreos, los dos con los brazos extendidos, persiguiéndose, tac-tac-tac, el sonido que hacían imitando los motores. Aquel día en que por fin Laura aceptó entrar en barrena, girando los brazos como un molinillo hasta desplomarse en el granero. «¿Por qué me has dejado ganar?», le preguntó Gonzalo. «Porque hoy has luchado para merecerlo», le dijo ella con el pelo cubierto de briznas, acurrucándolo en sus brazos. Gonzalo volvió la cabeza y vio a través de la ventana del granero a su madre, que sonreía. También ella lo había escuchado. Pero quizá no lo recordaba.
—No, no lo creo —dijo con un convencimiento que no supo de dónde le salía, pero que era absoluto.
—Yo tampoco —remachó Luis, lanzando la colilla al lago artificial.