Barcelona, 20 de junio de 2002
—Usted no lo entiende. Esa zorra me lo va a quitar todo y encima pretende que le pase una pensión vitalicia.
Gonzalo nunca quiso ser abogado, pese a lo que decía la placa que colgaba en la puerta de su despacho: «Gonzalo Gil. Experto en derecho civil, matrimonialista y mercantil». Podría haber acabado tras el mostrador de una carnicería y no sentiría mayor emoción. Simplemente había dejado que el destino decidiese por él, y a los cuarenta años ya no servían de nada las quejas.
—La ley está de parte de su esposa. Creo que debería avenirse a un acuerdo conciliatorio. Ahorraría dinero y energías.
El cliente le observó alzando el mentón, como si aquel abogado, tan gris como el traje que llevaba puesto, le hubiese metido un dedo por el culo.
—¿Qué clase de abogado es usted?
Gonzalo entendió su perplejidad; esperaba que le mintiera. Todos lo esperaban al entrar por esa puerta, como si en lugar de asesoramiento legal acudieran en busca de un quiromántico que por arte de magia les solucionara sus problemas. La cuestión era que no sabía mentir. Por un momento, sopesó la posibilidad de darle al cliente una de aquellas tarjetas pretenciosas con el membrete del bufete de su suegro. Tan solo tendría que salir del despacho de Gonzalo y recorrer el pasillo hasta el final. Ni siquiera necesitaba salir del edificio.
—Debería haber consultado con un experto antes de poner la titularidad de la casa y sus bienes a nombre de su esposa. Yo no puedo ayudarle.
Imaginó lo que habría dicho su suegro ante semejante afirmación, poniendo los ojos en blanco: «Cuándo vas a aprender que en nuestro trabajo la mentira no presupone, necesariamente, la ausencia de la verdad, sino un mero recurso para vestirla con subterfugios legales hasta hacerla irreconocible». Además de ser uno de los mejores abogados de la ciudad, su suegro, don Agustín González, era un cínico sin redención posible. Gonzalo lo había visto hipnotizar a sus clientes enrocándose en las palabras hasta que los idiotizaba y éstos terminaban firmando lo que les pusiera delante, aunque sólo fuera para no reconocer que seguían sin entender una sola palabra de toda aquella jerigonza y evitar la mirada reprensora del viejo, que los despedía siempre con la mejor de sus sonrisas. Esa sonrisa que decía tan educadamente: «que te jodan».
Diez minutos después apareció por la puerta Luisa, su ayudante. Siempre lo hacía sin llamar, y después de tantos años, Gonzalo había desistido de convencerla de lo contrario. Luisa manejaba con soltura los programas de ofimática, los móviles, y todos esos artilugios que a él le dejaban atrás, convirtiéndole en un analfabeto funcional. Además, le gustaban los geranios que había plantado en el balcón. «Esto está muy triste, necesita color y yo voy a dárselo», había dicho la primera vez que entró en el despacho, segura de que, con un argumento semejante, a Gonzalo no le quedaría más remedio que contratarla. Tenía razón; antes de que aquella joven llegase a su vida, las flores se morían sin remedio, convirtiéndose en burujos que se deshacían al tacto. Por supuesto, la contrató y no se arrepentía. Sólo esperaba poder mantenerla en su puesto cuando llegase la fusión con el bufete de su suegro.
—Ya veo que hemos ganado otro cliente para siempre. —Además de eficaz y colorista en su modo de vestir, Luisa tenía la capacidad del sarcasmo.
Gonzalo se encogió de hombros.
—Al menos no le he sacado la pasta con promesas inútiles.
—La honradez sólo honra al honrado, abogado. Y tenemos que pagar facturas, el alquiler de este bonito despacho a tu suegro, y… sí, pequeño detalle, mi nómina.
—¿Cuántos años tienes?
—Soy muy joven para ti; podría denunciarte por abuso de menores.
—Miedo me darás cuando tengas tu propio bufete.
Luisa hizo un mohín travieso con la boca.
—Y harás bien. Yo no dejaré que se me vaya la clientela como si la pescase con una red llena de agujeros. Por cierto, acaba de llamar tu mujer. Dice que no olvides llegar esta tarde a las seis. En punto.
Gonzalo se recostó en el respaldo del sillón que imitaba la piel. Claro, la fiesta «sorpresa» de cumpleaños de todos los años. Casi había logrado olvidarse de aquel ritual.
—¿Lola sigue al teléfono?
—Le he dicho que estabas ocupadísimo.
—Buena chica; no sé qué haría sin ti.
La expresión perspicaz de Luisa borró con rapidez una sombra de decepción y tristeza.
—Espero que recuerdes tus palabras cuando te reúnas con el viejo.
Él quiso decir algo, pero ella le ahorró el mal momento saliendo del despacho con celeridad. Gonzalo inspiró con fuerza, se quitó las gafas con montura de carey, tan pasadas de moda como sus trajes y sus corbatas, y se frotó los párpados. Su mirada se encontró con el retrato de Lola y los niños. Un óleo colgado en la pared que su esposa le había regalado cuando inauguró el bufete y todas las ilusiones permanecían intactas. Habían cambiado mucho las cosas, y no del modo que él esperaba.
Salió al balcón a tomar el aire. Los geranios compartían el breve espacio con el aparato de aire acondicionado y con una bicicleta que nunca había utilizado. En la baranda colgaba todavía el cartel publicitario del bufete. En todos estos años no se le había ocurrido cambiarlo. El sol y la intemperie habían descolorido las letras, aunque a decir verdad, desde la calle apenas se percibía, incluso cuando era nuevo. Ese cartel era algo simbólico, una absurda bandera con la que reivindicar inútilmente la independencia de su ínsula frente a los despachos contiguos, todos ellos propiedad de «Agustín González y Asociados, desde 1895». A veces Gonzalo tenía el convencimiento de que sus únicos clientes entraban en su despacho porque se equivocaban de puerta. También sospechaba que de vez en cuando su suegro le hacía llegar desahuciados, casos que consideraba poca cosa, las migajas. A fin de cuentas, era el marido de su hija y el padre de sus nietos, y eso tenía su peso, aunque don Agustín le consideraba un perfecto inútil. La palabra exacta era pusilánime.
Después de tantos años resistiendo, debía ceder a la evidencia: iba a aceptar la propuesta de asociarse con su suegro, en cuanto éste lo propusiera. Todavía no la había formalizado, pero en la práctica significaba que trabajaría para él. Aquel cartel desaparecería, y quizá también los geranios. La nueva hipoteca, el colegio de inglés de su hija pequeña, y el próximo año de carrera de Javier en una universidad privada donde se formaban los patricios bajo el auspicio de los jesuitas, tenían la culpa. Todo eso, sí, y también su falta de valor para enfrentarse a su suegro y permitir que su vida se hubiera convertido en una parodia en la que él tenía el mero papel de figurante.
Encendió un cigarrillo y fumó mirando la ciudad. Pronto llegaría el buen tiempo, el calor de verdad, pero aquella tarde todavía podía uno asomarse al balcón sin sentir la bofetada del compresor del aire acondicionado funcionando a toda máquina. Todo el mundo daba por supuesto que le encantaba estar en el meollo de la ciudad, pero lo cierto era que nunca le gustó Barcelona. Añoraba los cielos de su infancia entre montañas, cuando el sol teñía de rojo el lago y su padre le llevaba a pescar. En realidad no tenía recuerdos reales, si es que los recuerdos podían ser tal cosa, de aquel tiempo; su padre desapareció cuando él tenía sólo cinco años, pero había oído en boca de su madre tantas veces aquellas historias de pesca que era como si de verdad hubiese ocurrido así. Resultaba difícil añorar algo inventado, tan extraño como depositar cada 23 de junio flores en una tumba donde no hay nada enterrado, excepto lombrices y hormigas que en verano dejan sus conos de tierra.
Durante años porfió con Lola para convencerla de que valía la pena arreglar la vieja casa del lago y trasladarse allí a vivir con los niños. Apenas estaban a una hora en coche de la ciudad, y ahora se podía vivir en el campo con todas las comodidades; Patricia, la pequeña, podría criarse en un entorno más sano, y él podría llevarla a pescar para que cuando se hiciera mayor no tuviera la sensación de que su padre fue un fantasma difuso. Quizá en un entorno más sosegado incluso mejoraría la relación con su hijo mayor, Javier. Pero Lola se había negado siempre en redondo.
Separar a su esposa de aquellas avenidas y de las boutiques, los barrios céntricos y el barullo era casi como amputarle las piernas. Al final se había dejado convencer para comprar aquella casa en la parte alta de la ciudad, con piscina y vistas a todo el litoral, con cuatro baños y una parcela ajardinada de cuatrocientos metros cuadrados, con vecinos ricos y discretos. Había comprado un todoterreno que gastaba más gasoil que un carro de combate y había decidido, pese a saber que no podía pagarla, que aquélla era la vida que deseaba.
Uno hace lo que no quiere hacer cuando se enamora y lo disfraza de propia iniciativa, aunque en el fondo sólo sea renuncia.
Perdido en conjeturas inútiles, Gonzalo volvió la cabeza hacia el balcón contiguo donde una mujer fumaba distraída con un libro. Ella levantó la cabeza con la mirada perdida, pensando tal vez en lo que acababa de leer. Era alta, de unos treinta y cinco años, pelirroja, y tenía un corte de pelo que parecía obra de un Eduardo Manostijeras desatado: trasquilones a los lados, un largo flequillo que ella apartaba continuamente de la frente y que le rozaba la punta de la nariz. En el cuello tenía tatuadas dos grandes alas de mariposa. Sus ojos, grises con motas pardas, eran amables y desafiantes al mismo tiempo.
—Lees a mi poeta preferido, qué casualidad.
A juzgar por la expresión de la mujer, Gonzalo debía de parecerle un enfermo convaleciente al que no podían pedírsele demasiados esfuerzos.
—¿Por qué casualidad? ¿Te parece que somos las únicas personas en el mundo que han leído a Mayakovski?
Gonzalo puso en marcha el engranaje de su memoria, buscando viejas palabras largamente olvidadas. Su ruso estaba muy oxidado.
—Bromeas. Podrían contarse con los dedos de una mano las personas que pueden leer a Mayakovski en ruso en esta ciudad.
Ella le dedicó una sonrisa algo sorprendida.
—Al parecer tú sí eres capaz. ¿Dónde aprendiste mi idioma?
—Mi padre aprendió ruso en los años treinta. Cuando era pequeño nos hacía recitar el Poema a Lenin a mi hermana y a mí.
Ella asintió, casi por cortesía, y cerró el libro.
—Bien por tu padre —dijo, despidiéndose con otra media sonrisa antes de volver al interior.
Gonzalo se sintió estúpido. Sólo pretendía ser cortés. ¿Sólo cortés? Bueno, quizá su mirada al nacimiento del pecho de ella había sido demasiado evidente. Estaba perdiendo la práctica en eso de ser galante. Apagó el cigarrillo y entró en el baño anexo a su despacho. Se lavó minuciosamente las manos con jabón y se olió los dedos y la ropa para comprobar que no quedaba rastro de olor a tabaco. Luego se ajustó el nudo de la corbata y se alisó la americana.
—Ahí estás, en alguna parte, ¿verdad, pequeño cabrón? —dijo entre dientes, frente al espejo.
Cada domingo, cuando iba a visitarla, su madre le recordaba que fue un niño muy guapo. «Eras igualito a tu padre»: los mismos ojos verdes de mirada inquisitiva, la frente amplia, las cejas marcadas, tanto como los pómulos, y ese rasgo tan característico de la familia Gil, los dientes frontales un poco separados, detalle que él había logrado corregir tras dos largos años con ortodoncia. El pelo frondoso y oscuro, el cuello ancho y ese modo de erguir el mentón que, si no se le conocía, causaba la impresión de persona arrogante. Nadie mencionaba que las orejas estuvieran un poco separadas del cráneo ni esa nariz demasiado ancha, de boxeador, tampoco la expresión agria de sus labios, lo que en conjunto hacía que no resultara especialmente atractivo. En cualquier caso, si el niño fue la promesa de una gota del padre, el tiempo lo había desmentido. En las fotografías que guardaba, a los cuarenta años su padre destilaba una humanidad arrolladora, incluso con su único ojo sano. Alto y recio, causaba una impresión de autoridad incuestionable, un hombre que pisaba con firmeza. En cambio, Gonzalo había derivado hacia una personalidad carnosa, endeble, más bajo y chato, con una barriga blanda que nunca encontraba el tiempo ni la voluntad de meter en cintura. Las entradas en las sienes anunciaban una pronta y prematura alopecia y desde luego sus ojos no eran inquisitoriales, ni siquiera tenían un brillo de inteligencia. Sólo una frágil bondad, la inseguridad de alguien tímido que inspiraba, en el mejor de los casos, una condescendencia indiferente. Los hijos de los héroes nunca están a su altura. No era una afirmación hiriente, sino la constatación de un hecho incuestionable.
Antes de marcharse pasó a ver a Luisa.
—¿Sabes quién ha alquilado el apartamento de la derecha?
Luisa se golpeó suavemente los labios con la punta de un lápiz.
—No. He visto que estaban haciendo mudanza, pero no te preocupes. El lunes lo sabré.
Gonzalo asintió y se despidió con una sonrisa un poco forzada. Aquella mujer del balcón le había dejado intrigado.
—Por cierto, feliz cumpleaños. Un año más —le deseó su secretaria, cuando ya salía por la puerta.
Gonzalo alzó la mano sin volverse.
Aparcó el todoterreno frente a su casa veinte minutos después. Alguien había pintarrajeado en su muro una diana con un punto de mira y su nombre en el centro. Unos operarios contratados por Lola intentaban borrar las pintadas con una manguera a presión. Era como jugar al gato y al ratón; al caer la noche volverían a estar en el mismo sitio. Gonzalo no necesitaba ser perito calígrafo para saber quién era el autor. Escuchó un murmullo del que sobresalía una carcajada o una voz más estridente que las demás elevándose al otro lado del jardín. Los invitados ya habían llegado y pudo oír la música de ambiente: Sergio Gatica. Él y Lola nunca se ponían de acuerdo en sus gustos musicales. Y cuando eso ocurría, bastante a menudo, solía imponerse la voluntad de su esposa. Al contrario que a él, a Lola no le importaba discutir.
Sopesó las llaves del todoterreno y deseó que toda aquella gente estuviera en cualquier otra parte. En realidad, era él quien querría desaparecer. No iba a hacerlo, por supuesto. Era impensable algo tan inesperado en el siempre previsible, aburrido y extraño personaje por el que todos le tenían. Así que tomó aire, irguió los hombros e introdujo la llave en la cerradura, esforzándose al máximo para que su expresión de sorpresa pareciera real, aunque a nadie le importara. Lo único que le pedían era que resultase convincente, y lo logró.
Recorrió el salón estrechando manos, repartiendo besos y saludos. Ahí estaban algunos compañeros del bufete de su suegro formando corrillo. Otros amigos de última hora, vecinos de la urbanización que Lola había reclutado para hacer bulto, le felicitaron con una efusión exagerada. Alrededor de la piscina vio a su hija Patricia jugando con otros niños entre los parterres. La niña se volvió y le saludó con las manos manchadas de tierra. Gonzalo le devolvió el saludo con un sentimiento agridulce. Estaba creciendo demasiado aprisa. Apenas necesitaba ya ponerse de puntillas para besarle la mejilla. Se le escapaba entre los dedos. Como todo lo bueno que le había pasado en la vida, la infancia de sus hijos se le iba sin tiempo de disfrutarla.
Entre todos los presentes, Lola brillaba con su hermoso vestido malva de hombros descubiertos. Su esposa había entrado mejor que la mayoría de mujeres en esa edad llena de inquietudes, pasados largamente los cuarenta. Se la veía segura de sí misma, feliz, los demás la buscaban, la tocaban y la abrazaban, deseosos de contagiarse de su vitalidad. Era hermosa, mucho más de lo que él podría haber soñado. Pero eso, la belleza, ya no significaba mucho, pensó, cuando ella se acercó para felicitarle y le besó fugazmente los labios.
—¿Esperabas algo así?
Gonzalo puso cara de circunstancias. Mentir es más fácil cuando quien escucha la mentira está predispuesto a creerla.
—Desde luego que no.
—Han venido todos —afirmó Lola con expresión de triunfo.
Eso no era del todo cierto. Había huecos difíciles de disimular. La vida dejaba cadáveres mientras avanzaba. De lejos, Gonzalo vio a su suegro.
—¿Qué hace tu padre aquí?
Lola posó una mano de uñas esmaltadas sobre su hombro. Fingía naturalidad pero estaba nerviosa. Gonzalo lo notó en el leve temblor de los dedos sobre la hombrera de la americana.
—Trata de ser amable con él, ¿quieres? Hoy va a hablarte de la fusión de los bufetes.
Gonzalo asintió sin entusiasmo. «Fusión» era un modo generoso de eludir la palabra servidumbre. Iba a convertirse en lacayo, y aun así su esposa le pedía que fuese cortés. Resultaba agotador aquel interminable teatro en el que ella parecía sentirse tan cómoda.
Lola frunció la nariz entrecerrando un poco sus párpados de largas pestañas apelmazadas por el rímel.
—¿Has estado fumando?
Gonzalo no se inmutó. Incluso logró parecer lo bastante ofendido.
—Te di mi palabra, ¿no es cierto? No he vuelto a fumar un pitillo en cinco meses.
Lola le lanzó una mirada de recelo. Antes de que la balanza se decantara, Gonzalo cambió de tema.
—He visto a los operarios en el muro.
Lola se echó el pelo hacia atrás con un gesto exasperado.
—Deberías denunciar a ese loco a la policía, Gonzalo. Esto ya dura demasiado. He hablado con mi padre y…
Gonzalo la interrumpió, molesto.
—¿También le cuentas cuántas veces voy al baño?
—No seas desagradable. Sólo digo que esto se tiene que acabar.
Gonzalo vio acercarse a su suegro. Lola le dio un beso cariñoso y se las apañó para que pudieran hacer un aparte junto a la piscina.
—Una fiesta magnífica —le felicitó su suegro. Incluso cuando pretendía ser elogioso, la voz resultaba hosca, como su expresión, siempre al límite del desdén. Sus ojos habían perdido el color, pero desprendía una inteligencia socarrona y una vitalidad envidiable, jovial y llena de pasiones. «Todo lo contrario que tú», le escupía esa mirada. Gonzalo no lograba sobreponerse a la impresión de empequeñecimiento que le asaltaba cuando le tenía delante. Cercano a los setenta años, Agustín González todavía no había alcanzado ese punto crítico en el que algunos hombres empiezan a sentir lástima de sí mismos. En muchos aspectos era detestable, y su mala fama, merecida: un hueso duro, un litigante con muchas muescas en su haber, un corsario sin escrúpulos, arrogante y, en ocasiones, ofensivo que arrastraba el aire displicente de quien lleva demasiado tiempo en la cúspide y se cree investido del derecho divino para mantenerse ahí. Pero también era un hombre sólido, culto, y sin duda prudente. Sopesaba cada palabra evitando decir algo que más tarde pudiera lamentar. Tal vez muchos le odiasen, pero ni siquiera sus enemigos eran tan estúpidos como para reírse de él a sus espaldas.
—Me gustaría mantener una charla tranquila contigo sobre nuestra asociación. Pásate el lunes por mi despacho, a eso de las diez.
Gonzalo esperó que añadiera algo más, pero su suegro, tan parco en palabras como en gestos, emitió un gruñido que tal vez pretendía ser amistoso y se alejó hacia un grupo de invitados.
Desde lejos, la novia de su suegro le saludó con una copa de vino en alto. Era mucho más joven que Agustín. Gonzalo había olvidado su nombre, si es que lo había dicho, pero tardaría en olvidar el extremado vestido que embutía sus carnes sin pudor y la blonda de su sujetador, que realzaba unos pechos que pugnaban por salir a respirar fuera del encaje. A su suegro le gustaban esa clase de mujeres, excesivas y obedientes. Desde que enviudó no se privaba en coleccionarlas. Cimbreaba sus caderas como si se desenvolviera en un plató de cartón piedra y todos los focos estuviesen pendientes de ella. Se tocó la comisura del labio y observó con desagrado los dedos manchados de pintalabios.
Bajo la pérgola de madera que decoraba un extremo del jardín, Gonzalo vio a Javier. Aislado del resto de invitados, como siempre, su hijo mayor brillaba como lo haría un objeto fuera de lugar. Estaba apoyado en uno de los pilares, refugiado en la música de su reproductor y observándolo todo con indiferencia. Las bermudas que llevaba puestas dejaban a la vista la larga cicatriz en la pierna derecha. Aunque había pasado mucho tiempo, cada vez que Gonzalo veía aquella cicatriz se sentía culpable.
El accidente, si es que así podía llamarlo, ocurrió cuando Javier tenía nueve años. Estaban encaramados ambos en lo alto de un risco y Javier miraba el fondo de aguas calmas y cristalinas. En realidad no era una distancia muy grande, pero a él debía de parecerle inalcanzable. Desde abajo, Lola le gritaba, animándole a saltar, y él se debatía entre el miedo y las ganas de cerrar los ojos y lanzarse al vacío. «Lo haremos juntos. No pasará nada, ya verás», le dijo Gonzalo, al tiempo que le estrechó con fuerza la mano. Javier le sonrió. Si su padre estaba con él no podía pasarle nada malo. Fue su primer instante de eternidad. La sensación de caer y a la vez sentir que no pesaba nada, el rugido de su propia voz y la de su padre. El mundo convertido en un círculo de azules intensos y luego el mar abriéndose para engullirlo entre burbujas y lanzarlo de nuevo hacia la superficie. Su padre reía orgulloso de él, pero de pronto la mirada se truncó. Alrededor de Javier el agua se estaba tiñendo de un color burdeos y el niño sintió un terrible dolor en la pierna.
Aquélla fue la primera vez que Gonzalo le falló. La cojera que le quedó para siempre en la pierna derecha se lo recordaba cada día.
—Supongo que debo felicitarte. —Javier tenía una voz somnolienta, aburrida y ronca. A medio hacer.
—No es obligatorio, pero sería un detalle que te agradecería.
Su hijo lanzó una mirada alrededor. La mirada de un adolescente calibrando los horizontes posibles.
—Apuesto a que no le importas una mierda a la mitad de los que están aquí. Pero parece que todos disimuláis muy bien.
¿Qué podía saber un padre sobre el mundo interior de su hijo de diecisiete años? Los chicos de esa edad hablaban sin tapujos de sí mismos, de sus emociones y de sus sentimientos por internet. Hablaban y hablaban, pero uno no podía sacar conclusiones claras sobre lo que eran o creían ser. Gonzalo observaba la mutación dolorosa de su hijo y podía notar el peso de su soledad, el modo en que el resto de su vida empezaba a cernirse sobre él.
—Supongo que no puedes resistir la tentación de hacerme daño en cuanto surge la oportunidad, ¿verdad? —Gonzalo no lograba disipar una especie de irritación cada vez que le tenía delante. Era como si hablaran dos idiomas completamente distintos y ninguno de los dos hiciera el mínimo esfuerzo para entender al otro.
Javier alzó la mirada y observó a su padre con una mezcla de anhelo e incomodidad, como si deseara decirle algo y fuera incapaz de expresarlo. Últimamente parecía mayor y más triste, parecía que su primer año en la universidad fuese a arrojarle a una tierra de nadie donde ni era ya un niño ni se situaba definitivamente entre los adultos.
—¿Qué quieres que te diga? Sólo es una fiesta sorpresa más. La misma de cada año.
Gonzalo atravesó con la mirada a su hijo.
—¿Se puede saber qué te pasa?
—No me pasa nada. Sólo quiero estar tranquilo un minuto.
—No quiero que empecemos a discutir, Javier. No es el momento.
Ojalá pudieran gritarse, insultarse, soltar todos los reproches que arrastraban. Pero no ocurría. Así eran las cosas.
—No lo hagamos, entonces.
Gonzalo se quedó pensativo un instante, observando las idas y venidas de Lola entre los invitados. Javier era su viva imagen, sus mismos ojos, su misma boca, y sin embargo, había algo en la amplitud de su frente, en su recio pelo negro y ensortijado que le repulsaba. Gonzalo trataba de reprimir ese sentimiento de rechazo, y Javier de algún modo lo intuía.
—A veces pienso que te pareces demasiado a tu madre. Tienes una habilidad especial para echar de tu lado a la gente que te quiere.
Javier se frotó la sien, deseando quedarse solo.
—Tú no conoces a mamá. Vives con nosotros, pero no nos conoces.
Gonzalo sonrió con tristeza. Javier admiraba a su madre, tanto como lo odiaba a él, sin un verdadero motivo, como no fuera el instinto. Pero, en realidad, idolatraba a un fantasma, y ¿acaso no era lo que hacía él?
Alguien junto a la verja de la entrada llamó su atención. Un tipo de aspecto fornido y entrado ya en años le observaba fijamente, fumando un cigarrillo. El humo se quedaba prendido de su grueso mostacho. A Gonzalo le resultó vagamente familiar, aunque estaba seguro de no haberlo visto nunca. Quizá le confundía su apariencia, absolutamente anodina, fuera de aquel bigote frondoso. Vestía una camisa con manchas de sudor en las axilas y unos pantalones arrugados de color crema. Una gruesa barriga amenazaba con hacer saltar los botones, como si la hubiera metido en cintura a presión. Y a pesar de todo aquel mostacho de tonos grises le recordaba a alguien. Una pregunta se abría paso en su mente confusa.
Sin dejar de mirarle, el desconocido se secó el cráneo afeitado con un pañuelo.
Gonzalo se acercó a él.
—Disculpe. ¿Nos conocemos?
El hombre sacó una credencial del bolsillo, se la mostró y asintió pesadamente.
—¿Y qué hace aquí?
Alcázar lo miró sin inmutarse.
—Se trata de su hermana, Laura.
Aquel nombre sonó lejano en la mente de Gonzalo, como una leve molestia largamente olvidada. Hacía más de diez años que su hermana desapareció del mapa sin dar explicaciones. Desde entonces no había vuelto a verla.
—¿Qué ha hecho ahora esa loca?
Alcázar tiró el pitillo y lo aplastó bajo el talón con un movimiento rotatorio. Sus ojos oblicuos, enterrados bajo gruesas cejas grises y revueltas, perforaron a Gonzalo.
—Matar a un hombre y suicidarse después. Y, por cierto, esa loca era mi compañera.
El polvo que venía de la playa formaba una suave película sobre los sillones y la mesa de la terraza, y las paredes blancas desprendían un calor agobiante.
Siaka contemplaba el mar a través de la ventana con un sosegado sentimiento de indiferencia. La mujer dormitaba boca abajo, con el rostro aplastado contra la almohada, la boca un poco abierta babeando y el pelo de color vino y sudoroso aplastado sobre la frente. Era una mujer robusta, de piel sonrosada, y tenía un piercing en la nariz, uno de esos brillantes diminutos como un grano de cristal. Las marcas blancas de la braga y el sujetador resaltaban sobre su piel achicharrada por el sol. Los turistas nunca aprendían; apenas aterrizaban en la playa, se tiraban en la toalla como lagartijas, como si pensaran que el sol fuera a acabárseles. Siaka se desembarazó con cuidado del peso del brazo que le abrazaba la pelvis y se apartó de la piel, pegajosa como la mermelada, de la mujer. Antes de correrse, ella había lanzado una especie de relincho caballuno. Luego lo había mirado con una chispa de picardía obscena en la mirada. «¿Dónde has aprendido a hacer todas estas cosas?», le había preguntado. «Nací sabiendo», le había respondido. Ella le sonrió. Siaka estaba convencido de que ni siquiera le había entendido, y luego se quedó dormida como una niña de biberón.
Se vistió sin hacer ruido, dejando los zapatos para el final, y registró el bolso de la mujer hasta encontrar la billetera, con un buen fajo de dólares, un reloj que parecía bastante bueno y un teléfono móvil. También se quedó el pasaporte (los pasaportes americanos se cotizaban caros), pero después de pensarlo un segundo, lo devolvió al bolso, junto con el móvil. Seguro que papaíto podría mandarle dinero desde algún banco de Nueva Jersey o desde donde coño fuera, pero perder el pasaporte era más complicado. Decenas de Suzanne, Louise, Marie, llegaban de Estados Unidos o de cualquier otra parte con ganas de vivir las vacaciones de su vida, algo que recordar para siempre en las largas y frías noches de Boston o Chicago. Las rusas, las chinas y las japonesas tampoco estaban mal, pero él prefería a las yanquis. Tenían un punto de ingenuidad que le hacía gracia, se conformaban con un poco más de lo que sus novios o maridos les ofrecían y además eran generosas. Nada de pensiones baratas o polvos en un coche de alquiler. Lo llevaban a sus hoteles, y Siaka sentía devoción por los de cinco estrellas. Las cocteleras dispuestas, las sábanas bordadas, el albornoz en la ducha, las sales de baño y la moqueta limpia. Pero lo que más le gustaba eran las banderas. Los paños que flameaban en los mástiles de los hoteles de cinco estrellas siempre estaban nuevos y brillantes.
Uno no podía entender lo que era el primer mundo sin ver esas banderas desde la terraza de un hotel de cinco estrellas con vistas al mar. Cuando las turistas le preguntaban de dónde era con esa voz de intención amorosa y arrebatada, les mentía, y eso no tenía ninguna importancia. Para la mayoría de gente, África era una mancha de color ocre en medio de alguna parte. Las fronteras y los países eran iguales. Un lugar de desgracias, de hambrunas, enfermedades y guerras. Algunas historias lacrimógenas, y ellas lo escuchaban con mirada de lástima, estrechaban sus largos dedos sobre la mesa de un restaurante caro, se creían superiores y eso las hacía sentirse mal, culpables. Entonces Siaka les cambiaba el registro, le gustaba golpearlas con su cultura de la música africana, les explicaba cómo se toca el mbira, un piano de pulgar con teclas de hierro montado sobre una calabaza hueca, propio de su tierra, Zimbabue. O les hablaba de Nicholas Mukomberanwa, uno de los artistas más insignes de su país. Y entonces esa conmiseración se tornaba admiración, y a medida que avanzaba la cena y caían las botellas de vino, las manos o los pies de ellas se deslizaban bajo la mesa y el espíritu del amo afloraba como antaño, posándose en su entrepierna, preguntando con ojos achispados si era cierto eso que decían de los negros, que la tenían enorme, porque para ser negro se necesitaba un buen atributo masculino. Eso era lo que ellas pensaban y eso era lo que Siaka les ofrecía. Tenía un buen miembro y diecinueve años para llenarlo de energía. Y también tenía planes para el futuro.
Salió de la habitación y se calzó en el vestíbulo, guardando los dólares en el zapato. No solía ocurrir, pero a veces la seguridad del hotel le registraba, sobre todo si se habían quedado con su cara.
No tuvo problemas en alcanzar la calle y parar un taxi.
—¿A dónde le llevo, señor?
Siaka esbozó una sonrisa complacida. Le gustaba que le trataran de usted; podía ser negro y no tener papeles, pero la ropa cara y las gafas de sol de marca le hacían a uno parecer más blanco. En cuanto a los papeles, los únicos que le interesaban a la gente eran los que guardaba en el zapato.
—¿Acepta dólares? —dijo, tendiéndole uno de cien. Con dinero uno es menos ilegal.
La casa de Gonzalo Gil estaba en una urbanización de lujo asentada sobre una loma desde la que se veía el mar. La fachada quedaba casi oculta por un alto muro de piedra viva. Se escuchaban risas y el chapoteo de una piscina. Desde la ventanilla del taxi, Siaka vio llegar una furgoneta de catering. La mujer morena, alta y elegante, que salió a recibirles debía de ser la esposa. Siaka trató de recordar su nombre, pero sólo le vino a la cabeza una frase: «Esa zorra presuntuosa». Por lo que sabía, el abogado tenía dos niños, uno casi de su edad y una cría más pequeña. Los había visto un par de veces coger el autobús escolar que paraba cerca.
—Oiga, el taxímetro me va a hacer rico.
—Si le llamo dentro de media hora, pongamos, ¿vendrá a recogerme? Le daré una buena propina.
Caminó a lo largo del muro oliendo las orquídeas. Aquel olor y el del césped recién cortado le recordaban a las novelas de Fitzgerald, y de un modo algo más turbio a la escuela donde estudió de pequeño. Se detuvo frente a los operarios que estaban borrando unas pintadas y sonrió. Aquella casa debía de ser un chollo para ellos. Cada tres o cuatro días aparecían para borrar los insultos dedicados al abogado y las amenazas a su guapa esposa y sus hijos con cara de querubines. Uno de ellos se lo quedó mirando. Siaka saludó con naturalidad y el tipo siguió a lo suyo. Por si acaso, el joven cambió de acera y paseó por las fincas vecinas. Desde luego, cierto tipo de gente sabía cómo vivir, y eso no tenía mucho que ver con la suerte.
Siaka se apoyó en la pared y encendió un pitillo. Se ajustó las gafas de sol y cerró los ojos, dejando que el humo flotara entre sus blancos dientes.
—Feliz cumpleaños, abogado.