CAZANDO DE NUEVO CON TRAMPAS

Trapper-Fred encargose del trabajo en la cabaña, como si nada hubiera sucedido. No estaba triste. Incluso bromeaba más que antes, y hablaba también más. Pero yo observé que no era feliz.

De una cosa me alegraba, sin embargo: ahora trabajaba también en el tablero de dibujo cuando yo me hallaba presente, y me hablaba de los dibujos. En aquel momento estaba haciendo precisamente sus cálculos para la construcción de una presa.

Por la noche, permanecía a veces sentado, descolgaba de la pared una raqueta y la contemplaba largo rato. Una vez le oí decir en voz alta:

—Sí, creo que resultará.

Y puso en seguida manos a la obra. Con un cuero grueso se hizo una especie de caña de bota para el muñón de su pierna, que podía sujetarse fuertemente con cordones. La rellenó de lana y trozos de piel. En la parte inferior colocó, sujetándolo con clavos, un tarugo. En la raqueta puso un disco de cuero agujereado, al que adaptó el tarugo. Sujetó luego el conjunto por delante y por detrás y por ambos lados mediante una liga de cuero que colocó por debajo de su rodilla. Estuvo trabajando en ello muchas tardes, y yo le ayudé, hasta que la obra quedó perfecta.

Finalmente, llegó el momento de probar el invento. Allí donde había nieve blanda, todo iba muy bien, pero sobre la lisa superficie del hielo, debía andar con mayor cuidado. Dedicaba mucho rato a entrenarse, según pude observar por la nieve pisoteada delante de la cabaña, cuando yo regresaba a ella.

Habían transcurrido tres días desde aquél en que por vez primera probó su invento. Cuando estábamos aún en la cama, le dije:

—Me duele un poco el vientre y también la cabeza. Creo que será mejor que hoy no salga de la cabaña.

—¿Tienes calor? —me preguntó.

—No —le respondí—, no tengo fiebre.

Pero él fue a buscar el termómetro y examinó mi temperatura.

—No tienes fiebre —dijo—. Voy a darte una pastilla. Quizá el tocino estaba pasado, o acaso comiste demasiado chocolate.

—Ya hace tiempo que no tengo chocolate. Ve a Arctic-City y tráeme un poco.

—Creo que lo que pasa es que te has vuelto un poco gandul.

—Pero tengo dolor de cabeza —le aseguré.

Sin embargo, yo no sabía lo que era tener dolor de cabeza, excepto lo que uno experimenta al beber demasiado hootch. Me hizo té y tuve que tragar también la amarga píldora que me dio.

Al poco rato me dijo:

—Yo podré hacer la zona de trampas que rodea el lago. La que se extiende hasta la tundra tendrá que esperar.

—Yo, en tu lugar, esperaría —le dije—. Durante los pasados cuatro días, ningún animal cayó en las trampas. Creo que no corre tanta prisa.

—Y precisamente hoy puede caer un zorro negro. Por lo menos quiero intentarlo.

—Está bien —repuse—, tú sabes lo que haces. Quizá resulte mejor de lo que yo imagino. Si la cosa va mal, tienes todavía los perros y el trineo junto a ti.

Preparó lo necesario y se fue. Pero yo me tapé la cabeza y me eché a reír debajo de la manta. Cuando oí que se alejaba con el trineo, me levanté. Cogí la escopeta y los prismáticos, y seguí sus huellas hasta el lugar en que pude contemplarle casi por espacio de una hora.

Todo iba bien. Cuando los perros avanzaban, él corría renqueando algo cómicamente detrás del trineo. Pero les hacía avanzar despacio. Vi también cómo examinaba las dos primeras trampas. Una vez tropezó y cayó al suelo, pero se levantó en seguida. Ahora ya sabía que no tenía que preocuparme por él.

Volví a la cabaña. Cuando creí que había llegado la hora de preparar el almuerzo, fui a buscar dos latas de conserva de pavo asado, lo guisé con macarrones y abrí una lata de cerezas de California, que tanto le gustaban. Y todo el rato no hacía más que reír conmigo mismo, pensando en la cara que Trapper-Fred pondría al regresar.

Me puse delante de la puerta de la cabaña, esperando hasta que le vi llegar. Luego cogí mi escopeta y disparé varias veces al aire; ésta era nuestra señal de alarma. Vi cómo fustigaba los perros y corría cojeando detrás del trineo.

Al llegar dejó los perros con el trineo ante la puerta, y entró cojeando en la cabaña.

—¿Por qué has disparado? —me preguntó, jadeando.

—Quería sólo que te dieras prisa, para no llegar tarde a comer —le dije—. Hay pavo y cerezas de California.

Entonces me miró unos instantes sin decir una palabra.

—Y de tu dolor de cabeza, ¿qué hay?

—Desapareció tan pronto como tú te fuiste.

—¡Indio piojoso y embustero! —me gritó, dándome un empujón que me hizo caer de espaldas sobre la cama. Los dos nos reímos a carcajadas.

Y ahora mismo, escribiéndolo, no puedo por menos de reírme. Trapper-Fred, que en estos momentos está acostado en su cama, fumando en su pipa, también se ríe, pues me ha preguntado por qué me estoy riendo, y se lo he dicho.

El fuego crepita en la estufa, y el tubo está casi al rojo. Afuera aúllan los perros.

—Si mañana vuelve a nevar iremos a buscar las trampas —me dice.

—Sí —le respondo—, es de esperar que no vuelvan a darme los dolores de cabeza y que puedas arreglártelas tú solo.

—¿No tienes miedo, pequeño jefe, de que te eche de mi cabaña?

—En absoluto, pues tú necesitas mis dólares en el caso de que quieras establecer tu granja para la cría de zorros.

Trapper-Fred, al oír mi respuesta, vuelve a reír con todas sus ganas.