TRAPPER-FRED ENVÍA UNA CARTA

Me encontraba con los perros recorriendo la línea de trampas, cuando oí el ruido del avión. Lo vi trazar círculos encima del lago y descender para aterrizar. Fustigué a los perros para que corrieran más de prisa, pues pensaba que Trapper-Fred estaba de regreso. Mi corazón saltaba de gozo dentro de mi pecho.

Pero sólo venía el piloto, y no estaba de muy buen humor.

—He de entregarte esta carta de Trapper-Fred y debo llevarme inmediatamente la respuesta.

La carta decía lo siguiente:

«Pequeño Zorro»:

Se acabó el cazar con trampas. Han tenido que amputarme el pie. Y todavía he sido afortunado con ello. La cosa era peligrosa. Estuviste muy acertado al emprender entonces el viaje tú solo. Si yo te hubiera acompañado, habría muerto por el camino. Buscaré un trampero que pueda comprarme mi zona de caza. El piloto conoce a uno que no está satisfecho con la suya y está dispuesto a pagar algunos dólares. Tal vez nos dará algo por la cabaña, que está construida sobre terreno del Estado, y cualquiera puede apoderarse de ella si la encuentra abandonada, pero no sería justo que se quedara con ella sin darnos una cantidad. Las trampas que no necesite, las adquirirá seguramente el tendero.

Tengo ahorrados algunos miles de dólares, y pienso instalar una granja para criar zorros. El piloto sabe de un buen macho de zorro plateado, completamente puro, que, según él, costará dos mil dólares. Ahora bien, he pensado que tal vez querrías participar con tu capital en este negocio. A mí me agradaría, ya que tú eres el socio más adecuado para mí. Naturalmente, el negocio tiene sus riesgos, pero con un poco de suerte no es un mal negocio. Después de todo, tanto tú como yo entendemos de pieles y zorros. Pero lo más importante es que seremos nuestros propios jefes.

Puedes permanecer ahí hasta que vayan a relevarte. La «Mina Pequeño Zorro» la conservaremos y la haremos inscribir en el registro. Tal vez necesitemos unos cuantos dólares, y si trabajamos de firme, podremos ganar mucho dinero.

Aquí en la clínica estoy engordando. Ya quisiera que me dieran de alta. Escríbeme qué opinas sobre la granja de zorros. Ve empaquetando nuestras cosas y las pieles, para que estés listo tan pronto como se te avise. Todavía ignoro lo que haremos con los perros. Tal vez quiera comprarlos nuestro sucesor, si es que no trae trineo propio. Quiero conservar a «Tom» y seguramente tú tampoco querrás desprenderte de tu terrible fiera.

No quiero volver a nuestra cabaña, y te lo dejo encomendado todo a ti. El piloto te ayudará en lo que pueda. Procura que todo esté a punto en el momento en que traspasemos la zona. La gente de Alaska tiene el oído muy fino, y si uno tiene mala fama, se enteran hasta los del «Mango de la Sartén».

Good-bye, «Pequeño Zorro».

Tu socio, Trapper-Fred.

Al terminar de leer la carta, me di cuenta de que estaba llorando. El piloto se fijó en la piel del lobo plateado, y dijo:

—Debió de ser una bestia enorme.

—Sí —respondí—, un lobo gigantesco.

Y me encaminé a la estufa para encender el fuego. Aún conservaba la carta en la mano.

—Puedes tomar habas con tocino o pemmican. También hay conservas por ahí, o si quieres, puedes tomar una tajada de caribú.

—Eso es —dijo el piloto—. Tú escribe la carta entretanto.

Cuando hubo salido el piloto en dirección a la cámara secadora, me puse a escribir la carta a Trapper-Fred, que decía así:

Trapper-Fred:

Todavía no puedo comprender todo lo que me escribes en tu carta.

Después de esto, ya no sabía cómo continuar la carta. ¿Habría de decirle lo triste que estaba al tener que abandonar la cabaña? Sin embargo, cabe imaginar lo triste que estaría él, que la había construido con tanto esmero, tan sólidamente, tan limpia, como no había visto yo ninguna otra en el mundo. El lago, el arroyo, el salmón, todo animal que llevara piel en muchas millas a la redonda, todo le pertenecía, incluso los lobos y el lugar donde hacía sus picnics en las colinas, las ovejas salvajes y el oro de las arenas del arroyo. ¿Ahora quería instalar una granja para la cría de zorros? Ninguna granja del mundo podría proporcionarle siquiera una piel de zorro negro como la del invierno pasado. ¿Una granja de zorros? Los ánades salvajes pasarían volando por encima de ella en primavera y otoño. El blizzard aullaría alrededor de la casa, los zorros, los perros, incluso los mosquitos, le recordarían siempre su cabaña a orillas del lago, y a mí me ocurriría lo mismo. Siempre estaríamos pensando en aquella cabaña, y este recuerdo nos llenaría de tristeza.

El piloto volvió a entrar con la tajada de carne.

—Antes de freirla tienes que sumergirlo en agua para descongelarlo —le dije.

—No es la primera vez que lo hago —respondió, mientras buscaba las cosas que necesitaba.

—¿Le duele mucho la pierna? —le pregunté.

—Va cojeando ya con ella la mar de bien —gruñó el piloto—. Tiene muy buen aspecto, ha engordado de lo lindo.

—¿Es verdad que quiere organizar una granja para la cría de animales de piel?

—Sí, y no es mala idea. Yo sé de un macho de zorro de primera clase, que le iría muy bien para el negocio. Le convendría ahora encontrar el socio adecuado. Si yo estuviera en tu lugar, no lo pensaría mucho. Después de todo, tú ya le conoces. Los dos juntos organizaríais una granja estupenda.

—Pero echará de menos la cabaña. Enloquecerá de nostalgia por la cabaña, por el lago, por todo lo que hay aquí…

—Seguro, al principio le será un poco difícil. Cuando yo pienso que algún día pudiera dejar de volar… preferiría un accidente en el que no quedara nada de mi cuerpo.

Ya no le dije nada más y seguí escribiendo:

No quiero organizar contigo ninguna granja de zorros. No quiero empaquetar nada ni preparar nada para el sucesor. Odio al que quiera tomar posesión de tu cabaña. Y también estoy enfadado contigo. Quiero que regreses para poner trampas conmigo, cuando estés bien. Hasta que hayas aprendido a andar de nuevo, yo puedo atender a las trampas. Tú puedes entonces cocinar, arreglar las pieles, cuidar de los perros y cortar leña. Todo ello puedes hacerlo muy bien con un solo pie. En el campo de leñadores teníamos un yanqui que no tenía más que un pie. Habrías tenido que verle, cómo trabajaba. Vuelve y quédate aquí, hasta que hayas visto cómo van las cosas. Sólo entonces, cuando los dos nos hayamos convencido de que no marchan bien, reflexionaremos sobre todo ello. Tu pierna me tuvo de momento muy preocupado, pero ahora me preocupan más tus ideas, que no son las de un hombre sano. Deseo que vengas cuanto antes.

Tu socio «Pequeño Zorro».

Una vez hube escrito la carta, la puse en un sobre y la cerré.

El piloto había preparado para mí otra tajada de carne. Comimos los dos juntos.

—He comido carne más tierna que ésta —dijo—. Bueno, ¿te has decidido ya a ser su socio en la cría de zorros?

—Puedes desollarme, si hago tal cosa. No pienso hacerlo antes de que me hayas traído a mi amigo y haya permanecido aquí toda la temporada de la caza.

Entonces le referí lo que había escrito a Trapper-Fred en la carta. El piloto dejó de comer unos instantes.

—Claro —repuso—, ¿por qué no habría de intentarlo, después de todo? En aquella granja no haría más que consumirse. Eres un chico listo, «Pequeño Zorro». Puedes llamarme Bill. ¿Cómo puedes pertenecer a la familia de ese jefe borrachín?

—Antes de que fuera un borracho —le expliqué—, era un gran jefe. No hay que olvidar esto. Y mi madre era una haida.

Mientras decía esto, tocaba con la mano el collar de cacique que colgaba de mi pecho.

—¿Ah, sí? ¿Con que una haida? —dijo—. Son buena gente. Y en cuanto al jefe… naturalmente, antes era un jefe.

Y ellos nunca elegían para ello a un hombre malo.

Estuvimos fumando en pipa un buen rato, y luego dijo el piloto:

—Eso será lo mejor para Trapper-Fred. A decir verdad, este asunto le tiene un poco trastornado. Al principio le ocurre a todo el mundo igual. Cuando les falta un trocito de su cuerpo, todos creen que no valen ya nada. Yo me encargaré de convencerle, y puedes estar seguro de que vendrá, tan seguro como que me llamo Bill. Good-bye, «Pequeño Zorro».

Y diciendo esto, me dio la mano.

Good-bye, Bill —le dije, y los dos nos despedimos cordialmente.

Al cabo de tres días, oí de nuevo el zumbar del avión. Puse la olla sobre la estufa y metí dentro de ella dos latas de pavo asado. Todavía tuve tiempo de terminar de preparar la pasta para los buñuelos. Entonces llegué en el momento justo para ver aterrizar el aparato. Bill saltó de la cabina y luego ayudó a Trapper-Fred a descender. Éste se acercó entonces cojeando sobre el hielo, apoyándose en su muleta. Yo me dirigí a su encuentro, y de buena gana habría echado a correr para recibirle cuanto antes.

—Hola, «Pequeño Zorro» —me dijo, dándome la mano.

—Hola, socio —le dije.

Y dirigiéndome al piloto:

—Hola, Bill.

Trapper-Fred miró al piloto y luego a mí.

—Vaya, cuánta familiaridad —dijo—. ¿Es que habéis bebido whisky juntos?

—Le permití que me llamara como me llaman mis amigos. Es un honor para mí. Después de todo, su abuelo es un jefe, y mi abuelo no era más que marinero, y, además, en un barco del Mississippi —repuso riendo el piloto.

—¿No te ha contado también que él es asimismo un jefe? Anda, «Pequeño Zorro», muéstrale el collar de jefe, para que sepa con quién está tratando.

Saqué el collar de mi pecho, y Bill lo tomó en la mano. Lo estuvo contemplando largo rato.

—Conque se trata de un verdadero jefe —dijo, y esta vez no se echó a reír.

Y aunque me daba un poco de vergüenza, me sentí, sin embargo, orgulloso, porque comprobé que el collar aumentaba en Bill el aprecio hacia mi persona.

Entramos en la cabaña, y lo primero que vio mi socio fue la piel del lobo plateado. La examinó detenidamente y advirtió también al punto el lugar donde había introducido yo la bala.

—Un magnífico disparo —dijo—. ¿Dónde lo atrapaste?

Entonces le referí todo lo ocurrido, y los dos hombres escucharon con gran atención mis palabras, sin interrumpirme una sola vez.

—Cuando le vi tendido sobre la nieve, muerto, me alegré; pero no tanto como había pensado antes que me alegraría. No quiero cobrar por él la recompensa ofrecida.

Los dos asintieron y dijeron que tenía razón.

Entonces les hablé de la visita de los esquimales, de las pieles y de la perra que había adquirido. Fui a buscar las pieles, y mientras las miraban, no cesaban de mover la cabeza.

Trapper-Fred dijo entonces:

—Y pensar que una vez traté de echar de mi lado a este muchacho.

Bill dijo riendo:

—En cambio, tuviste suerte de que no se te escapara.