LOS ESQUIMALES

Una vez —habría transcurrido una semana desde la partida de mi socio—, al regresar de inspeccionar la línea de trampas, vi un trineo que se aproximaba, procedente del lado de las colinas. Llevaba conmigo los prismáticos y a través de ellos pude comprobar que el trineo estaba tirado por seis perros. Eran más pequeños y de piel más lanuda que los nuestros, y debido a que allí la nieve era muy espesa, parecía como si los perros avanzaran arrastrándose sobre el vientre. Pero al ver los rostros de los hombres me asusté, pues conocí que se trataba de esquimales.

En todas las poblaciones se encontraban esquimales, aquéllos que trabajaban en ellas como guías u obreros, pero también los había independientes, que venían de lejos, para comerciar. Nosotros, los indios, no les tenemos simpatía, y tampoco ellos a nosotros. Todas las historias que yo había oído contar sobre ellos hablaban de grandes combates en los que siempre habían luchado indios y esquimales, de asesinato, robo y rapto de mujeres, y para un indio no existe mayor insulto que el que se le llame «esquimal» o «bebedor de aceite de pescado».

Así, pues, tuve miedo de aquellos hombres e hice retroceder a los perros hacia casa. Sin embargo, yo tenía solamente tres perros y aquellos dos hombres tenían seis, y sus perros avanzaban rápidamente, según había podido comprobar.

Cada vez que volvía la cabeza para mirarlos, veía que se hallaban más cerca. También observé que alzaban los brazos y me hacían señas, pero yo había oído hablar también de lo astutos que son los esquimales, y no quise detenerme para aguardarlos.

Cuando estuve junto al lindero del bosque, reflexioné y pensé si no sería mejor detenerme. Había podido tenderme entre unas matas y esperarlos allí. Mi escopeta era excelente, y en lucha con ellos habría tenido posibilidad de vencerlos. No obstante, me acordé también de lo que Trapper-Fred me había enseñado: «Sólo hay que encañonar a un hombre con la escopeta cuando se sabe que éste le quiere matar a uno, y no habría necesidad de que murieran tantas personas si no fuera cosa tan fácil apretar un gatillo».

Y, además, también había de conservar lo que era propiedad de Trapper-Fred. ¿Qué sucedería, en el caso de que me mataran aquellos hombres al luchar con ellos? Por consiguiente, decidí luchar sólo en el caso de que ellos me obligaran.

Entonces ya no me volví a mirar con tanta frecuencia, ni siquiera al oír que me llamaban. Sin embargo, esperaba oír a cualquier instante el disparo de sus armas de fuego. Una vez, por los ladridos que daban sus perros, conocí que algo anormal había sucedido a su trineo, y al volver la cabeza para mirar, vi que éste había volcado al descender una pendiente, y que los arreos de los perros se habían enredado. Con ello obtuve yo una gran ventaja en la carrera.

A pesar de todo el miedo que sentía, me alegraba ver a mi perro de guía «Esaú», el cual guiaba el trineo tan seguro de sí mismo como si comprendiera que no había tiempo que perder, y las correas estaban siempre tensas. También «Bini» se portaba muy bien.

Sólo a «Alfa» me veía obligado a dar algún latigazo de vez en cuando. Era el menos inteligente de nuestros perros y también algo viejo para perro de trineo. Sin embargo, no podía uno enfadarse seriamente con él, pues cuando se le hablaba amistosamente era capaz de reír, cosa que los otros perros no sabían hacer, o acaso no querían.

Llegué a la cabaña, quité los arreos a los perros, los até fuertemente en sus casitas respectivas, y tuve tiempo todavía para entrar en la cabaña a buscar un puñado de cartuchos. En aquel momento los esquimales doblaban el ángulo del bosque a toda velocidad. Llevaban buenos perros, todos ellos del mismo tamaño y de una misma cría. Su pelo era de color blanco y gris. Y ahora, en el momento de detener el trineo, vi que sólo uno de los dos esquimales era un hombre, el otro era un muchacho, no mucho más alto que yo. Sus «parkas» no estaban sucias como suelen estarlo las de los esquimales, y la piel que rodeaba su rostro era de glotón.

Yo estaba con la escopeta preparada, junto a la puerta del pasadizo, y cuando se dirigieron a la cabaña, apunté hacia ellos. Se detuvieron en seguida, al ver mi actitud, pues comprendieron que debían andar con cuidado, y me gritaron algo en su lengua que yo no entendí, por lo cual no dejé de apuntarles con la escopeta. Entonces el hombre dijo algo al muchacho, el cual volvió al trineo, tomó una escopeta, un cuchillo y un arco y depositó todo ello sobre la nieve, al lado del trineo. Sin embargo, el hombre permaneció tranquilamente en su sitio, sin moverse. Luego arrojaron los dos los cuchillos que llevaban en la cintura, debajo de la «parka», sobre la nieve, junto a las otras armas. Obedeciendo a las palabras del hombre, el muchacho fue ahora a buscar al trineo una piel de zorro negro y se la llevó. Entonces el hombre la levantó en dirección a mí y dijo algunas palabras.

Ahora comprendí que querían comerciar, y recordé que una vez había dicho Trapper-Fred que quizá valiera la pena emprender un viaje con una buena carga de artículos para realizar con los esquimales un intercambio de pieles. Y he aquí que ahora habían llegado los esquimales a nosotros. ¿Es que yo no habría de comerciar con ellos? Yo sabía el valor que tenían las pieles de todos los animales, pero ignoraba si tendrían géneros suficientes para adquirir todo lo que ellos traían.

Yo tenía aún un poquitín de miedo, porque siendo ellos dos, podían resultar peligrosos incluso desarmados. ¿Qué habría hecho Trapper-Fred en mi lugar? Mientras pensaba todo esto, bajé la escopeta casi mecánicamente, y volví a entrar en el salidizo.

Ellos fueron acercándose lentamente. Al llegar ante la puerta sacudieron la nieve de sus vestidos, y luego —mi corazón latía aceleradamente— el hombre se acercó a mí y me tendió su mano. Luego se acercó el niño e hizo lo mismo que su padre. Los dos me miraban y reían amigablemente.

Entramos en la cabaña, y se sentaron en las sillas que les ofrecí, pero por la forma de sentarse y en su risa comprendí que no estaban acostumbrados al empleo de las sillas.

Pensé que acababan de realizar un largo viaje y que seguramente debía tratarles como huéspedes. Así, pues, encendí fuego en la estufa y preparé té, y cuando el té estuvo listo, freí mucho tocino y puse la sartén encima de la mesa. A ello añadí gran cantidad de pan seco, vertí el té en las tazas y puse en ellas mucho azúcar, pues así era como más me gustaba a mí.

El hombre dijo algo al muchacho, el cual salió de la cabaña. Ahora volví a sentir miedo de que quizá el muchacho fuera a buscar las armas, por lo cual me dirigí a la cama y volví a coger la escopeta. El hombre se dio cuenta de ello, se echó a reír, y con un gesto me dio a entender que no me hacía falta el arma. El joven regresó con los cuchillos. En seguida se pusieron a comer, empleando el cuchillo para cortar el tocino. Cuando hubieron comido el tocino, llenaron sus bocas con pan seco, produciendo al masticarlo un ruido como cuando un trineo pasa por una capa de hielo quebradizo.

Al ver que devoraban la comida con tanto apetito, abrióseme también el mío, me senté junto a ellos a la mesa y empecé a comer. Ellos se alegraron al verme comer, y otra vez aceptaron gustosos cuando les ofrecí otras pingües tajadas de tocino. El tocino sin freír parecía gustarles más que el tocino frito. Comieron de él cantidades enormes. El hombre se daba a menudo palmadas en la barriga, eructaba y se reía, y alguna vez alargó el cuchillo hacia mí, bromeando, como si quisiera pincharme con él.

Cuando se hubo terminado el té, eché un poco de azúcar en la taza del muchacho, el cual lo dejó resbalar dentro de su boca, riendo continuamente y mirándome con simpatía. Ahora me gustaban aquellos dos esquimales. Probablemente eran padre e hijo, y me alegré de poder ofrecerles tan buena comida.

Finalmente quedaron saciados. Entonces sacaron sus pipas y me las alargaron. Les di tabaco y llené asimismo mi propia pipa.

El hombre dijo: «Whisky», y ésta fue la única palabra que entendí de todo cuanto había hablado hasta aquel momento. Trapper-Fred tenía probablemente whisky en sus provisiones, pero yo moví la cabeza indicándole que no tenía. Trapper-Fred habría hecho seguramente lo mismo que yo. Así, pues, volví a hacer más té, les di galletas dulces y se quedaron tan contentos.

Más tarde fueron a buscar sus paquetes de pieles. Al ver cómo deshacían los paquetes, observé que eran buenas pieles, pero no las habían tratado como debe hacerse. Los comerciantes no pagan bien tales pieles. Fui a buscar de lo que nosotros guardábamos y empezamos el intercambio. Ahora se vio que el hombre conocía toda clase de cosas, incluso las conservas, y entendió algo de lo que yo le decía, pues anteriormente yo había tenido la ocasión de aprender unas cuantas palabras esquimales.

Primeramente cogió el hombre algunos paquetes de tabaco, luego me mostró una de sus pieles, indicando que quería entregármela a cambio del tabaco. Lo mismo hizo con azúcar, fruta seca, conservas de fruta, latas de carne, leche y huevo en polvo, legumbres secas, té y toda clase de cosas de las que nosotros poseíamos. Cuando yo hacía un gesto indicando que aceptaba, el intercambio quedaba hecho. Algunas veces no nos pusimos de acuerdo en cuanto al valor. Entonces el hombre ponía un rostro que expresaba enojo, y decía algunas palabras que me pareció debían de ser duras, pero al fin volvía a reír.

Traían muchas pieles, y nuestras provisiones iban disminuyendo, pero yo pensaba que pronto podríamos adquirir otras al piloto, y les di de lo nuestro en abundancia, para que quedaran satisfechos. Pero yo también estaba satisfecho, porque muchas de aquellas pieles podían ser elaboradas de nuevo mejorándolas en calidad. Tampoco engañé a los esquimales, porque el tendero no les habría dado seguramente por ellas más de lo que yo les di. Anoté todo cuanto les entregué, y más tarde hice un paquete aparte de todas las pieles que ellos me habían entregado, para ver lo que ganaba con ellas al volver a venderlas. Lo que gané fueron 125 dólares, lo cual no es mucho, pues tuve que trabajar bastante en aquellas pieles.

Durante nuestro negocio, había oscurecido ya dentro de la cabaña, y salimos a donde estaban los perros, que aullaban pidiendo su comida. A sus perros les di también salmón seco en abundancia. Se asombraron al ver nuestra provisión de pescado, y les di algunos paquetes de salmón para su viaje de regreso. El esquimal quería llevar su trineo al corral para que estuviera allí durante la noche, pero yo no se lo consentí, pues a menudo las enfermedades de los perros se transmiten por medio de trineos ajenos. Él no comprendió por qué no le permitía que sus perros entraran en el corral, pero tuvo que resignarse a ello y los ató junto al cobertizo.

Luego, cuando yo entré una vez en el corral para ver si nuestros perros estaban bien atados, el hombre me siguió y le llamó la atención la cacerola de hierro en la que cocíamos la comida para los perros. Quiso que se la diera, pero yo no quería nada más para cambiar, y a mí tampoco me gustaba dársela. Entonces, con muchas palabras, me indicó que le acompañara hasta su trineo, y me ofreció uno de sus perros. Con una mano señalaba un perro, con la otra en dirección a la cacerola. Y al ver que yo lo pensaba, señalome todos sus perros, unos tras otro, para que yo escogiera a mi gusto, y me miró como preguntándome si aceptaba el negocio. El único perro que no me ofreció fue su perro de guía, pero yo tampoco lo habría aceptado, pues bastante quehacer nos daban los dos que teníamos.

Todos aquellos perros eran buenos. Su raza me gustaba. Parecía un poco la misma raza de «Esaú». Pensé que tal vez resultara un buen cruzamiento si elegía para mujer de «Esaú» una perra esquimal. Una perra esquimal de anchas patas y ancho pecho bien valía la cacerola. Así, pues, escogí una de las perras del trineo. Pero tuvo que quitarle los arreos el esquimal mismo, porque cada vez que yo me acercaba a los perros, éstos saltaban hacia mí, gruñendo amenazadores. Fue a buscar una cuerda y el esquimal ató la perra que yo había escogido, a un árbol, delante de la cabaña. Allí debía permanecer hasta que yo estuviera seguro de que no estaba enferma y hasta que ella se hubiera acostumbrado a su nuevo amo.

La posesión de la cacerola pareció alegrar mucho al esquimal, y yo me alegré de tener la perra, que quería guardar para mí, si Trapper-Fred se mostraba de acuerdo con ello. El esquimal había señalado varias veces hacia la perra y pronunciaba el nombre de «Keka». Así, pues, debía de llamarse seguramente.

Para dormir, indiqué a los esquimales que se quedaran en el salidizo, pues temía que dejaran piojos en la cabaña. A menudo les veía rascarse. Sin embargo, no se molestaron por ello y procedieron en seguida a instalarse para pernoctar allí.

Aquella noche me acosté muy tarde, y mi sueño fue intranquilo, pero no ocurrió nada. A la mañana siguiente, los dos esquimales volvieron a devorar grandes cantidades de tocino frito y de pan duro, y apuraron dos jarras llenas de té. Al despedirse, el hombre me dio varias palmadas en la espalda, con risa amistosa, y de sus palabras y señas colegí que se marchaba satisfecho y pensaba volver otro día para hacer negocio conmigo. Entonces pensé que Trapper-Fred se alegraría de ello.

Finalmente, cuando los dos me dieron la mano en señal de despedida, tuve la idea de hacer un regalo a aquel muchacho tan simpático, que reía constantemente y apenas había pronunciado una sola palabra. Le regalé mi cuchillo de caza, y sus ojos oblicuos se abrieron desmesuradamente y brillaron de alegría.