EL LOBO PLATEADO

Ahora que estaba solo, me vi con más trabajo del que había tenido en toda mi vida.

No siempre resulta fácil abandonar las mullidas y calientes pieles, cuando en la cabaña todavía reina la oscuridad y afuera le está acechando a uno el frío más intenso.

Cuando, en otro tiempo, trabajaba en el «Mango de la Sartén», el despertador me llamaba para que me levantara, y si no oía el despertador, entonces entraba en mi cuarto la mujer de Dutch-Will y armaba un ruido de mil demonios. Aquí en la cabaña no había despertador y la mujer de Dutch-Will se encontraba a mil millas de distancia. Habría podido permanecer acostado todo el día, pues nadie da órdenes a aquél que es dueño de sí mismo. Nadie está allí que pudiera protestar si uno quiere llevar a su cama por la mañana tocino, galletas y chocolate. Sí, yo habría podido hacer todas estas cosas, comer buenos bocados, hasta hartarme, y luego fumar tranquilamente mi pipa y volver a echar un sueñecito.

Tal vez estén armando alboroto los perros, que quieren que se les dé la comida. Que ladren cuanto quieran, cúbrete la cabeza con la manta y duerme, como si no los oyeras. Les será saludable que no se atiborren de comida como suelen hacer.

Pero he aquí que oyes dentro de ti una voz que no te deja tranquilo: «¡Levántate, trampero! ¡Quizá haya algún animal en tus trampas!». Y el que se considera dueño de sí mismo, tiene que obedecer a aquella voz. Se levanta, enciende la lumbre, prepara el té, fríe tocino y prepara la leña para cuando regrese. El que se considera dueño de sí mismo sale de la cabaña y se lava con nieve, va apresuradamente a donde están los perros y les arroja su correspondiente ración de pescado. Examina el trineo, mira que los arreos estén como es debido. Engancha los perros al trineo, que de vez en cuando se muestran huraños y mordisqueadores, y gime y refunfuña con ellos a porfía cuando se ve obligado a deshacer algún nudo en las heladas correas con los dedos desnudos o a reparar una trampa. Y el señor de sí mismo está ya cansado antes de que lo tenga dispuesto todo para la partida.

Había que preparar dos zonas de trampas y recorrerlas diariamente. Había que cuidar de los perros. Éstos volvían a ser seis, pues un día, por la mañana, reapareció «Bini», muy cansada y enflaquecida. Le di comida en abundancia y durante los primeros días no la enganché al trineo. De este modo recobró pronto sus energías.

Cuando regresaba a la cabaña de mis expediciones, me hallaba siempre sumamente fatigado, y me costaba un esfuerzo indecible tener que limpiar y extender las pieles que había traído. Sin embargo, me afanaba en trabajar, pues quería que Trapper-Fred pudiera encontrar hermosas pieles a su regreso. Pensaba constantemente en él, y deseaba que regresara pronto.

A menudo me sentía tan débil, que no tenía fuerzas para guisar. Entonces comía sólo tocino y conservas. Ello no es conveniente, pues en nuestro trabajo es preciso tomar alimento más sustancioso. Pero yo hacía como suelen hacer algunos tramperos: en un caldero grande, de los que se usan para la comida de los perros, cocía una gran cantidad de habas, tocino y pemmican, todo junto. Entonces ponía a helar esta comida, ponía en el establo el bloque helado y con el hacha cortaba un pedazo cada vez que regresaba a casa.

Entonces lo calentaba, y así disponía siempre de una buena comida.

En el bosque vi huellas de caribú. Procedían ahora de la tundra y regresaban al bosque. Con ellos llegaron los lobos. Vi también muchas huellas de éstos, pero no encontré el rastro del plateado. Una vez maté de un tiro un caribú que cruzaba la superficie helada del lago. Quizá había sido apartado de su manada por los lobos.

En las trampas había pocos animales. Probablemente no era tan hábil como Trapper-Fred en el arte de prepararlas. En dos semanas sólo cogí una comadreja, un lince y dos zorros que todavía no tenían su cuerpo cubierto enteramente de pelo. Estos animales rinden muy poco, ni siquiera treinta dólares cada uno. Una vez maté con la escopeta un lobo pequeño.

Ahora sabía ya manejar bien mi escopeta. A un centenar de pasos había de apoyar dos dedos extendidos sobre el punto de mira. Cuando salía de caza, disparaba a menudo sobre las ardillas, pues conviene que los perros coman carne fresca de vez en cuando, y ello era también un buen ejercicio para mí. Una vez di en una ardilla en pleno salto.

Aquel día del que voy a hablar, yo estaba muy enojado. No encontraba la primera trampa, pues durante la noche había nevado y yo me había olvidado de poner una señal junto a ella en el instante de colocarla. Estuve casi una hora buscándola, pero no pude encontrarla. Si no conseguía encontrarla, perdería los dólares de mi parte, y una de tales trampas no es barata.

Encontré las tres trampas siguientes, pero éstas estaban vacías. Las otras dos estaban cerradas, pero no había ninguna pieza en ellas. Era un mal comienzo. Pero aún faltaba lo peor: otras tres trampas vacías, luego otra con una pequeña ardilla, de un tamaño como nunca había visto en mi vida, pues apenas era mayor que una rata. Por lo demás, nunca ponemos trampas para cazar ardillas. Dios sabe lo que el pobrecito enano andaría buscando allí.

Al examinar la trampa siguiente, vi que había apresado algo. Concebí nuevas esperanzas, pues a veces una sola captura compensa el enfado de toda una semana. Sin embargo, aquí hubo un nuevo y grande motivo para enfadarme, pues sólo encontré la piel completamente destrozada de un zorro azul. No quedaba de ella una parte sana, ni siquiera para hacer un gorro para un niño. Sin embargo, de los restos podía deducirse que se trataba de un zorro de gran tamaño. La piel era suave como la seda y tenía todo su pelo. Los lobos habían devorado al zorro, y cuando busqué las huellas de aquellos ladrones de trampas encontré entre ellas las del lobo plateado. Es decir, que ahora volvía a estar allí, robándonos dólares de en medio de las trampas. Yo estaba muy indignado y decidí seguir su pista, pues era posible que se me pusiera a tiro.

Al principio, las huellas de los lobos se confundían, pero luego fueron separándose unas de otras. Yo fui siguiendo las del plateado, que no podía perder de vista en la nieve reciente. De vez en cuando me detenía, e inspeccionaba los alrededores con los prismáticos. No podía verse otra cosa más que nevadas colinas y árboles cargados de nieve.

Sin embargo, continué adelante, siguiendo las huellas, aunque ahora me sentía inseguro. Ignoraba las horas de ventaja que me llevaba el lobo, el cual, además, no tenía que arrastrar un trineo, como mis perros. Quizá tendría que correr tras su pista días enteros, sin poder divisarle nunca.

Cuanto más me alejaba de la línea de trampas, tanto más me decía a mí mismo que era absurdo lo que estaba haciendo. Tampoco abrigaba ya esperanza alguna; sólo seguía corriendo por obstinación, e increpaba a los perros, porque no avanzaban bastante aprisa.

De pronto, «Esaú» se detuvo, estiró el cuello y olfateó. Yo miré entonces a través de los prismáticos, inspeccioné los alrededores y sólo vi la amplia superficie brillante de la nieve. Pero cuando dejé los prismáticos, decepcionado, entonces le vi a simple vista, lo suficientemente cerca como para poderle alcanzar con una bala. Cogí del trineo la escopeta y apunté hacia el lobo. Tenía la firme convicción de que daría en él, y apreté el gatillo…, volví a apretarlo, pero el disparo no se produjo. Estaba tan sorprendido, que de momento no se me ocurrió que me había olvidado de quitar el seguro.

Ahora lo quité, pero sabía que a la primera vez habría dado en el blanco. Volví a apuntar por encima del trineo hacia el lobo, que se alejaba trotando. Al disparar, debí de dar un golpe con el codo contra el trineo, y fallé la puntería. El lobo se detuvo, al oír la detonación, y miró hacia donde me encontraba yo con mi trineo. No podía ofrecer mejor blanco, y la distancia no era grande. Esta vez me tendí sobre la nieve para apuntar mejor. Disparé, pero volví a fallar. El plateado estaba todavía allí. Disparé de nuevo y de nuevo fallé.

Como si quisiera burlarse de mi mala puntería, el lobo permanecía allí inmóvil, ofreciéndose como blanco de mis disparos, y a los reflejos del sol parecía su piel realmente plateada. Volví a disparar, y vi cómo la bala levantaba un remolino de nieve cerca de él. El lobo dio un leve salto de temor, y luego se puso en movimiento, sin apresurarse. Ahora sentía la tentación de azuzar a los perros en pos de él, pero oportunamente me vino a la memoria que algunos lobos son muy astutos y sólo aguardan el momento de que un trampero les envíe sus perros como alimento. Entonces se reúne la manada de lobos, y todos juntos se arrojan sobre los perros. No, yo no quería perder a mis perros.

Ahora se había hecho demasiado grande la distancia para un tiro certero. De buena gana habría dejado atrás a los perros, para continuar solo persiguiendo al lobo, pero éste desapareció en una hondonada, y delante de mí se extendía una larga pendiente por la que me era más fácil bajar subido en el trineo que a pie. Abajo había un arroyo cubierto por la nieve, y en sus bordes crecían unas mimbreras. Allí até el trineo y subí trepando la pendiente opuesta. Una vez me encontré arriba, miré en todas direcciones. No se veía ningún lobo por ninguna parte, pero descubrí sus huellas y me puse a seguirlas. Trazaban un amplio arco para volver al arroyo, y en el momento en que yo estaba bajando la pendiente, oí los ladridos de «Esaú», que en seguida se confundieron con los de los otros perros. Comprendí inmediatamente que el plateado había sido más listo que yo.

Fui bajando, corriendo con todas mis fuerzas, a lo largo de la pendiente, pero cuando uno va vestido de pieles no puede correr bien por la nieve, cuando ésta es tan profunda que le llega a uno hasta las rodillas. Estaba sudoroso y jadeante. Los ladridos se hicieron más distintos, y parecía como si los perros estuvieran luchando. Llegué al recodo y vi tres lobos entre los perros, y uno de ellos era el plateado. Acurrucados, fueron rodeando a los perros, que estaban muy juntos unos a otros, con los hocicos vueltos hacia las fieras. De pronto, «Esaú» salió disparado contra el plateado, que había dado un salto de desafío hacia él. «Esaú» tropezó y cayó sobre la nieve, pues la correa del trineo tiró fuertemente de él y le hizo retroceder. El lobo se abalanzó sobre él, y en el lugar en que los dos estaban luchando sólo vi una nube de brillante polvo de nieve. Entonces empecé a correr de nuevo, con la vista fija únicamente en el lugar donde estaba luchando «Esaú» con el lobo. Pero entonces cesó la polvareda de nieve, y pude ver cómo «Esaú» y el plateado se separaban corriendo. Mas ahora fue la perra «Bini» la que entró en lucha con un lobo. En el instante en que yo me tendía sobre la nieve para apuntar, llegaron otros dos lobos corriendo por la pendiente. Ahora se hallaba reunida allí toda la manada del plateado, pues junto a la trampa había contado las huellas de cinco lobos distintos.

Contuve el aliento y disparé dos veces sobre el plateado, y fallé la puntería por escasa distancia. Al segundo disparo, el lobo volviose para mirarme. Al ir a cargar la escopeta, me di cuenta de que sólo me quedaba un cartucho.

«El último cartucho debes llevártelo a casa. Constituye el seguro de vida para el trampero», me había dicho mi compañero. Pero aquel cartucho constituía una gran tentación para mí, pues el plateado volvía a estar allí inmóvil, y no me separaban ni un centenar de pasos de él. Mas seguí el consejo de Trapper-Fred y no quise disparar la última bala.

Cuando empecé a correr, los lobos huyeron, y los perros ladraron furiosamente en dirección a ellos. «Esaú» presentaba una pequeña herida en el pecho, cerca del cuello, pero fuera de esto, ninguno de los perros estaba herido. Tuve mucho trabajo en desenredar los arreos, pero me alegré de no haber perdido mi trineo a causa de mi estupidez.

Con la persecución del lobo plateado había perdido más de dos horas, y además tuve que recorrer todavía más de la mitad de la línea de las trampas. Sólo un pequeño lince fue lo que encontré en ellas.

Llegué a la cabaña cuando ya había oscurecido completamente, y di a los perros ración doble de comida. Tenía demasiado sueño para prepararme la cena, y sólo comí unos mendrugos de pan.

Durante la noche, me despertaron los ladridos de los perros. De momento, no quise levantarme, pero al ver que los perros no cesaban de ladrar, pensé que un glotón estaría merodeando por la cámara secadora. Con precaución abrí la puerta del salidizo, pero en la cámara secadora no descubrí nada anormal. Los perros continuaban ladrando. Había claro de luna. Miré en dirección al lago. Entonces distinguí a un lobo, a menos de un centenar de pasos, en medio del hielo que cubría el golfo del lago. Cogí un pedazo de madera del pequeño montón que siempre teníamos en el salidizo, y lo coloqué entre la puerta y los goznes. Luego me tumbé en el suelo, a punto de disparar, apoyé la escopeta en el umbral y apunté. En el instante en que apreté el gatillo, el lobo se movió y fallé el tiro.

Por la mañana, examiné las huellas y vi que se trataba del lobo plateado. Me puse a seguir aquellas huellas. El lobo había merodeado dos veces alrededor de la cabaña aquella noche, y las dos veces conducían las huellas hasta la cámara secadora. Al parecer, el olor del salmón le atraía irresistiblemente.

Entonces pensé que tal vez me sería posible capturarle. Unté las suelas de mis botas y guantes con el aceite que Trapper-Fred añadía siempre al cebo y que servía para atraer con su olor a los animales, y coloqué tres buenas trampas a través de las huellas que conducían hasta la cámara secadora. Puse como cebo de estas trampas carne de caribú y lo cubrí todo de nieve blanda. Luego fui a buscar a la zona del lago otras seis trampas que distribuí alrededor de las trampas provistas de cebo, formando círculo. En ellas eché sólo unos trocitos de carne y las cubrí también de nieve.

Por la noche, tomé el saco de dormir y me fui a la cámara secadora, armado con la escopeta. Esta cámara no tiene paredes tan gruesas como la cabaña, y en todas partes puede mirarse a través de las grietas.

Yo pensaba que los perros me despertarían cuando el lobo se acercara, y deseaba que aquella noche volviera a haber claro de luna. Así, pues, me dormí tranquilamente, hasta que los perros me despertaron con sus ladridos. Era una noche iluminada por la luz de la luna. Apoyé la escopeta en una grieta de la pared y aguardé a que el lobo apareciera.

Hacía mucho frío. Al mirar a través de la grieta, los ojos se me llenaban de lágrimas por efecto del frío. Al bajar por mi rostro convirtiéronse en gotas de hielo.

Cerca de la cabaña habíamos dejado en pie algunos pequeños abetos y algunos arbustos. Varias veces creí distinguir al lobo que se acercaba disimuladamente, pero me di cuenta de que las matas me habían engañado. Por el alboroto que armaban los perros podía conocerse que una fiera andaba muy cerca, y yo deseaba que se tratara del lobo plateado.

Entonces le vi. De repente estuvo allí, en el lugar donde antes había dejado sus huellas. Mi corazón palpitaba aceleradamente. Me quité los guantes, pero introduje en seguida de nuevo la mano derecha en el bolsillo de mi «parka», pues no convenía que se me enfriase. Realmente, tratábase del plateado. Mientras iba caminando con todo sigilo, fue recogiendo los trocitos de carne que yo había ido esparciendo más allá de las trampas, en el camino que él había recorrido el día anterior. Pero al llegar junto al círculo de las trampas se detuvo y empezó a olfatear el aire.

Apunté hacia él, y se fue acercando, vacilando, detúvose delante del círculo de las trampas y empezó a olerlas. Luego se hizo a un lado, removió con el hocico un poco la nieve y cada vez volvía a estirar el cuello hacia donde estaban las trampas. Era muy desconfiado, y yo pensaba: ¿por qué no siente miedo ante las trampas de las que viene a robarnos la presa? Pensé también que habría sido mejor matar una ardilla y colocarla en una de las trampas.

Ahora debía encontrarse entre las trampas. Pero no avanzó, sino que retrocedió. Todavía volvió a detenerse, con la cabeza vuelta hacia donde yo estaba, ofreciéndome como blanco de tiro todo su cuerpo de costado.

Pensé que en seguida percibiría mi olor, porque se hallaba tan cerca de mí. Olía el salmón, pero también a las personas. Entonces saqué la mano del bolsillo y apunté con la escopeta hacia su cabeza. Disparé y el lobo se desplomó sencillamente, sin dar antes ningún salto.

Corrí hacia él. Jamás había visto un lobo tan grande, ni tampoco ninguno que tuviera una piel tan hermosa. Me alegraba de haber sido más listo que él y de haber dado en el blanco, pero al mismo tiempo lamentaba que estuviera allí muerto. Aquel lobo me inspiraba respeto. Le agarré por las patas traseras y a través de la nieve le arrastré hasta la cabaña. Los perros ladraban completamente fuera de sí mientras yo arrastraba la fiera por el patio y pasé por delante de ellos. Lo destripé delante de la puerta y luego lo llevé al interior de la cabaña para desollarlo. Jamás quité la piel a un lobo con tanto cuidado como hice aquella vez con la del lobo plateado. Cada vez que hacía una pausa en este trabajo, no podía resistir la tentación de acariciar aquella piel, tan hermosa era. Al extenderla, tuve que estirar durante más de una hora hacia todos los lados, para que alcanzara todo su tamaño.

Terminada la operación, me lavé las manos con agua caliente, preparé té, me eché sobre la cama y me puse a fumar. Había colocado la piel extendida de tal suerte que la luz de la lámpara la iluminaba por completo, y así podía verla constantemente.

Pensaba lo que diría Trapper-Fred cuando la viera.