Los ánades silvestres llegaron muy temprano aquel otoño. Por la noche oíamos sus gritos, y por la mañana los veíamos posados en las calas de nuestro lago. Matamos a tiros a muchos de ellos. Los salamos y ahumamos también unos cuantos. Al principio comíamos ánade con mucha frecuencia, pero luego nos ocurrió lo mismo que con el salmón, que la carne de ánade nos daba náuseas. Estaban muy gordos y produjeron grasa en abundancia. También los perros lo pasaron bien.
Los ánades trajeron con ellos el invierno y ahuyentaron a los mosquitos. Tan pronto como cayeron las primeras nieves, fuimos al bosque a buscar los troncos que habíamos cortado, y ahora nos pasábamos el día cortando leña. Todavía esperamos un poco antes de colocar las trampas, porque los animales no tenían aún el pelaje de invierno. Pero seguíamos sus huellas en la nieve y tratábamos de recordar sus caminos. Entre las pocas huellas de lobos que encontramos, no se hallaba la pista del plateado.
De momento se vivía bien en la cabaña: no había mosquitos y el frío no era intenso. Pero entonces ocurrió una desgracia. Fuimos otra vez con el trineo al bosque a buscar un tronco de árbol. El trineo se atascó en la nieve, y Trapper-Fred lo levantó por un extremo mientras yo hacía avanzar a los perros. De pronto le oí gritar y le vi tendido en la nieve, mientras el patín del trineo habíale cogido el pie. Detuve los perros y le ayudé a levantarse.
—Es que he resbalado —dijo—, pero no ha sido nada.
Sí que había sido, puesto que al disponerse a caminar volvió a proferir un grito y cayó sobre la nieve. Entonces yo quité el tronco de árbol que habíamos cargado en el trineo y ayudé a mi compañero a subir al vehículo. No estábamos muy lejos de la cabaña. Le ayudé a entrar en ella y le llevé hasta su cama. Entonces corrí afuera para cuidar de los perros. Cuando volví, le encontré sentado al borde de la cama, con el pie desnudo colocado dentro de una jofaina con agua.
—Ve a buscar nieve —me rogó—; refrescarlo irá bien.
Fui a buscar la nieve. El agua de la jofaina estaba completamente roja de sangre. Examinamos la herida. Presentaba un aspecto alarmante. Una grieta larga y ancha atravesaba todo el pie transversalmente y la sangre manaba en abundancia de los bordes. Fui a buscarle el botiquín. Sacó un frasco y lavó la herida con el líquido que contenía. Luego puso encima una pomada y yo me encargué de vendarle el pie.
—Trataré de dormir —dijo. Quitose la chaqueta de cuero y se acostó—. Tápame bien. Transcurrirá una semana antes de que pueda volver a andar. Tendrás que hacer el trabajo tú solo, probablemente. Ponme junto a la cama la silla con la lámpara y prepárame té para esta noche.
Encendí el fuego y preparé el té. De las habas que yo calenté para la cena, no quiso comer ninguna.
Al día siguiente, permaneció en la cama, no quiso probar bocado, pero bebió mucho té. Durante la noche, me despertaron sus gemidos. Le pregunté si quería algo, y me dijo:
—No es nada, sigue durmiendo.
Yo no podía ahora seguir durmiendo, pero hice como si durmiera, pues pensaba: «Quizá no quiere que me dé cuenta de que está sufriendo mucho».
Vi que se levantaba y se arrastraba hasta llegar a su silla, y a cada paso profería gemidos. Luego apoyó la cabeza entre las manos, sin dejar de gemir débilmente. Después volvió cojeando a la cama, donde se hallaba el botiquín, tomó una jeringa y un frasquito, cuya punta rompió y llenó con su líquido la jeringa. Luego introdujo la aguja en el muslo y se inyectó el líquido de la jeringa. Esto mismo había visto yo hacer en el campo de leñadores, cuando el viejo Ben se hirió la mano con la sierra. El médico le dio entonces una inyección contra los dolores.
Trapper-Fred estuvo todavía sentado tranquilamente sobre el borde de la cama, luego se tendió en ella, apagó la lámpara y cubriose con la manta. Ahora ya no le oí quejarse, y me dormí.
Al día siguiente, tampoco quiso comer nada. En su semblante leí que había sufrido muchos dolores. Me dijo que le quitara el vendaje y entonces vimos que su pie presentaba mal aspecto. Estaba completamente amoratado y tumefacto, y estaban también hinchados el tobillo y la parte inferior de la pierna.
—No ha servido de nada, «Pequeño Zorro» —me dijo—. Es preciso que me lleves a Arctic-City. Esta noche he tenido fiebre. La pierna se ha infectado.
Estuve un rato reflexionando, y luego le dije:
—Si he de llevarte allá, el viaje durará tres días, o quizá más, pues el trineo resultará pesado cuando tú descanses sobre él. Durante el viaje, yo tendré que vigilar constantemente, para que no ocurra nada. En el lugar donde acampemos tendré que cuidarte, y por la noche no podré descansar. Entonces, por la mañana tendré sueño y careceré de fuerzas para proseguir la marcha. Es mejor que vaya solo. Tal vez de este modo pueda hacer el viaje en dos días. Allí donde el camino sea bueno, podré sentarme en el trineo. Así ahorraré energías para cuando el camino sea malo. Cuando llegue allá, podré enviarte un piloto con el médico. En una hora podrán estar aquí.
—No es mala la idea —repuso—, no había pensado en ello. La fiebre ha debilitado y embotado mi mente.
—Entonces, voy a partir en seguida —le dije.
—Está bien —respondió.
Salí a preparar el trineo. Cargué en él comida para los perros, para dos días, la cantidad suficiente para que pudieran tirar del trineo. Para mí puse en una bolsa de cuero dos termos con té diluido, negro, sin azúcar, pues constituye la mejor bebida para la sed. Puse, además, galletas, chocolate, terrones de azúcar y unos cuantos trozos de salmón ahumado. También me llevé el saco de dormir, pero no la tienda. Puse los arreos a los perros y volví a entrar en la cabaña.
—Ya estoy listo para el viaje. ¿Quieres que haga entrar a «Tom»? —le pregunté.
—No —respondió—, los perros sienten miedo ante los enfermos. Llévalo contigo, y así podrás cambiar de vez en cuando los guías de la traílla.
—Mejor será que no me lo lleve —repuse—. No tengo ganas de peleas durante el viaje. Los celos entre los perros serían un obstáculo muy grande. «Esaú» es fuerte, inteligente y resistente. Y como que es mi perro, no necesito ahorrar sus energías. Y aun cuando llegara sin perros a Arctic-City, en la mañana del tercer día escucharás el ruido del avión. A «Tom» le ataré en el patio, con mucha cuerda, y le echaré tanta carne que pueda comer hasta reventar, si quiere.
—Anda, vete, «Pequeño Zorro». ¿Tienes ya el sebo para los perros?
Fui a buscar el sebo, y me avergoncé de haberme olvidado de ello.
—Good-bye, Trapper-Fred —me despedí, con deseos de darle la mano.
—Good-bye, «Pequeño Zorro» —me respondió y me dio la mano—; fue magnífico que aquella vez pronunciaras tu discurso, tan enérgico y convincente.
Esbozó una sonrisa; pero su rostro estaba muy rojo, y en sus ojos había el brillo de la fiebre.
—¿Crees que tienes bastante té? —le pregunté.
—Será suficiente. Me daré una inyección y pasaré el tiempo durmiendo, hasta que llegue el piloto con el doctor.
—Good-bye, Trapper-Fred —repetí.
—Good-bye, «Pequeño Zorro» —me respondió.
Entonces salí apresuradamente, para que no viera qué tenía los ojos llenos de lágrimas.
Había aprendido de Trapper-Fred que hay que tratar bien y manifestar aprecio a los perros, y que no hay que pegarles sin necesidad. Pero ahora necesitaba hacerlo, para acelerar la marcha. Ahora me era imposible andarme con contemplaciones con ellos. Les pegaba tanto, que pronto empezó a dolerme el brazo. Les pegaba con rabia, porque su lentitud tendía a impedir que yo pudiera socorrer a Trapper-Fred lo más rápidamente posible. Gritaba hasta enronquecer, y les golpeaba sin cesar. Corría detrás del trineo, cuando la nieve no era demasiado espesa. Corría delante de los perros y les abría camino cuando había poca nieve, y me echaba sobre el trineo cuando me quedaba sin respiración, rendido por la fatiga.
A mediodía les concedí a los perros una hora de descanso y unos cuantos pescados a cada uno. Con el sebo les unté los pulpejos de las patas y luego me senté en el trineo, comí un trozo de chocolate y bebí media botella de té.
Por la noche, arreglé mi cobijo con ramas de abeto en una cueva de la orilla, pero estaba tan cansado que no tuve energías para encender fuego. Me metí en seguida en el saco de dormir, comí un pedazo de salmón y me dormí inmediatamente.
Por la mañana, me encontré descansado, aunque con las piernas un poco envaradas. Pensé que si no encontraba nieve ni viento contrario, podría hacer el viaje en aquella misma jornada. Abandoné la superficie helada del río por el lugar en que empezaba el atajo, y a partir de entonces tuve viento favorable. Sin embargo, debido a que el camino no era llano, muchas veces no podía sentarme en el trineo, y tropezaba a menudo, cuando corría delante de los perros, porque mis piernas estaban cansadas. Tuve que soltar a «Bini», pues se caía continuamente, y de nada servía ya que le pegara con el látigo. Pronto tuve que soltar también a «Alfa», pues estaba acabado. Que siguieran nuestro rastro, en caso de que recobraran sus fuerzas, o que perecieran. Yo no podía preocuparme por ellos. Pero a cada uno de aquellos perros les arrojé un paquete de pescado, para infundirles ánimo. En uno de tales viajes se manifiesta cuál es el perro que realmente vale.
Así, pues, todavía conservaba tres perros cuando llegué al lugar de destino, a altas horas de la noche. Fui a casa del tendero, a quien conocía, y le desperté.
—¡Vete al diablo! —gritó detrás de la puerta—. ¡No tengo whisky para ti!
Transcurrió mucho rato antes de que lograra hacerle entender lo que quería.
Dijo entonces que él iría a la estación a telefonear al piloto, pero que yo me quedara a dormir en su casa. Hice entrar a los perros en su patio, los até y les di los últimos pescados. Luego me senté para dormir en el sofá del tendero.
Al cabo de unas horas me despertó. Me dio té caliente y buena comida. Cuando fui a donde estaban los perros, vi a «Alfa» junto a la puerta del patio. Había seguido nuestro rastro, pero «Bini» no había venido.
El comerciante me llevó con los perros al aeródromo. El piloto no estaba todavía allí, pero el tendero me aseguró que llegaría tan pronto como clarease. Finalmente llegó. Pero no se mostraba alegre, sino que empezó a proferir maldiciones. Maldijo el trineo, que no quería entrar por la puerta del aparato; maldijo a los perros, que propinaban mordiscos a diestro y siniestro en el momento de querer subirlos al avión, y maldijo al médico que se estaba retrasando, y también al tiempo. Cuando estuvo cansado de maldecir, permitió que se le contara con detalle el accidente.
—¿Qué tal está la nieve sobre el lago? —inquirió.
Le respondí:
—Por el lado oeste hay una capa delgada de nieve, muy apropiada para aterrizar. En la parte este hay nieve amontonada.
Entonces llegó el doc. Era un hombre bajito, más bajo que yo, y llevaba un largo abrigo de piel.
—He tenido que telefonear de aquí para allá a causa de la clínica ambulante del ferrocarril. Tal vez nos haga falta. Cuando regresemos, todavía estará en Fairbanks, pero no podemos retrasamos mucho, pues si tardamos más de tres horas, se habrá marchado.
—Es de esperar que no regresemos de ninguna manera —refunfuñó el piloto, y el doc le dijo:
—Cuando tú estés sentado solo en tu aparato, puedes romperte la crisma, si quieres, pero no cuando yo viaje contigo.
—Si hoy me rompiera algo, no sería la primera vez —repuso riendo el piloto.
Yo me quedé dormido en seguida, pero el doctor me despertó para decirme:
—Ahora tienes que ayudar al piloto.
Volábamos a través de un torbellino de nieve.
—Pronto tendremos el lago debajo de nosotros, ¿dónde puedo aterrizar? ¿Dónde están los montones de nieve? Debes decirme cuánto espacio tengo para aterrizar, y dónde debo hacerlo —dijo el piloto.
—Para aterrizar dispones de algo más que la mitad de la anchura del lago —le expliqué.
—La próxima vez trataré de aterrizar sobre un pañuelo —refunfuñó, malhumorado.
Ahora dábamos vueltas sobre el lago. A cada vuelta, el aparato descendía más y más.
—Entonces, ¿es verdad que a partir del centro ya no hay nieve amontonada? —preguntó—. Mira que voy a darte de tortazos, si lo que dices no resulta cierto.
—Cuando me marché, no la había —le aseguré.
Volvió a describir una curva y procedió a aterrizar. Ahora pasamos rozando las copas de los abetos. Sin embargo, el piloto volvió a remontar el vuelo.
—Si queréis hacerme un favor, aserraréis por fin aquellos cuatro altos abetos que crecen junto al pequeño golfo.
»¿Cómo estaba el hielo, cuando tú pasaste por encima del lago? ¿Estaba bien adherida la nieve en el hielo, se desprendía de él al pasar el trineo? —me preguntó.
—Estaba bien adherida. El avión no resbalará —le tranquilicé.
Volvió a volar hacia el lado este, y tomó entonces el mismo rumbo que antes.
—Si ahora se te ocurre una oración, es el momento más oportuno para que la reces —refunfuñó el aviador, mientras iba descendiendo.
Cerré los ojos. «Trapper-Fred no puede morir», pensé.
Aterrizó perfectamente, y luego dirigió el avión hacia la cabaña.
En ella hacía frío y estaba todo oscuro. No se percibía el más leve rumor. De momento temí que Trapper-Fred no estuviera allí, pues en su cama todo estaba inmóvil, y estaba aún demasiado oscuro para que yo pudiera distinguir nada.
Pensé que quizá Trapper-Fred, en medio de la fiebre, hubiera salido cojeando, y se hubiera helado de frío. Pero entonces oímos sus gemidos. Parecía como si oyéramos aullar un lobo a lo lejos.
El doc me dio la lámpara de bolsillo para que la tuviera en alto y quitó la venda del pie de mi compañero. Sólo echó una ojeada a aquel montón de carne tumefacta, amoratada, y volvió a poner la venda en seguida. Luego le puso una inyección.
—Es imprescindible que vayamos a Fairbanks, a ver si encontramos todavía la «clínica ambulante» —dijo—. ¡De prisa!
El piloto tomó en brazos a Trapper-Fred, que se hallaba inconsciente, y lo llevó al aparato. Yo me admiré de su fuerza, puesto que Trapper-Fred era un hombre alto, y pesaba mucho, y el piloto era ya bastante entrado en años. Estábamos colocando con algún esfuerzo a Trapper-Fred en el interior del aparato, cuando oí que los perros estaban peleando.