LOS PERROS

Es preciso mantener constantemente entrenados a los perros, porque de lo contrario se vuelven perezosos y pierden la costumbre de obedecer. Por ello es que los cazadores los llevan siempre consigo, aun cuando no los necesiten. Así, «Esaú» se quedaba siempre solo conmigo cuando Trapper-Fred salía de caza.

Cuando no estaba ocupado en otros trabajos domésticos, iba a buscar troncos delgados para el salidizo de la puerta de la cabaña. Iba a buscarlos al bosque, los cortaba de modo conveniente y luego los pulía. En la parte del suelo en que debía colocarlos, encendía fuego previamente con objeto de deshelar la superficie. Tales salidizos son muy prácticos, pues resguardan en cierto modo del frío y también de los mosquitos el interior de la cabaña. Además, puede dejarse allí las ropas cubiertas de nieve y toda clase de cosas que uno quiera tener a mano, pero que no quiera llevar al interior. Resulta especialmente útil cuando hace mucho frío y hay tormenta.

Mientras estaba trabajando, «Esaú» andaba siempre cerca de mí. Yo sólo debía vigilar que no se alejara demasiado, porque habría podido caer en las trampas. Cuando iba al bosque, también me acompañaba. Yo hablaba con él, como hacen casi todos los tramperos con sus perros. A veces se mostraba tan amigable, que yo podía acariciarle sin que en seguida se alejara.

Cuando había estado corriendo mucho rato por la nieve, se acercaba a mí, se acostaba sobre la nieve y levantaba las patas para que se las untara con sebo. Los perros inteligentes hacen esto también cuando están de viaje con el trineo y empiezan a dolerles las patas, y algunos lo hacen tan a menudo que el cazador pronto se da cuenta que lo único que quieren es descansar. Entonces hay que darles un golpecito en la nariz, para que se den cuenta de que uno ha descubierto su truco. También hizo esto «Esaú» varias veces, cuando tenía que correr al lado del trineo, pero nunca lo hizo cuando iba en calidad de guía, pues entonces mostraba su diligencia retrocediendo y dando mordiscos a los perros que no avanzaban lo bastante de prisa.

Una vez, mientras yo volvía a trabajar en el salidizo, me sentí intranquilo porque hacía bastante rato que «Esaú» no estaba allí conmigo. Le llamé por su nombre y silbé en la forma en que solemos hacerlo para que acudan a comer. Esto da siempre resultado. Estuve aguardando unos instantes más, luego fui a la cabaña a buscar mis raquetas para la nieve y la escopeta y tomé también una cuerda. Fui siguiendo sus huellas recientes en la nieve por espacio de más de media hora. Entonces oí sus ladridos y poco después vi que la nieve estaba revuelta en algunos lugares y encontré también las huellas de un lince. Las huellas me revelaron que el lince huía de árbol en árbol, y que dos veces, al cambiar de árbol, tuvo que luchar con el perro. Sin embargo, en los sitios en que habían luchado los dos animales veíase sólo un poco de sangre.

Volví a llamar al perro, y poco después oí sus ladridos bastante cerca de donde yo me encontraba. Entonces le vi y también al lince, que estaba acurrucado sobre una gruesa rama de un árbol y espiaba al perro estirando el cuello.

Até a «Esaú» a un árbol algo distante, para que no entrara en lucha con el lince en el caso de que éste cayera herido del árbol. Entonces cargué la escopeta y sólo pensé en dar en el blanco. Había de ser en la cabeza, pues no quería que la piel del animal quedara agujereada. Di en el blanco. Cuando el lince llegó al suelo, ya estaba muerto.

Sólo entonces sentí mi pecho inundado de alegría por acabar de cobrar mi primera pieza de caza, y, además, porque se trataba de un animal de tamaño tan grande. Le abrí aprovechando que todavía estaba caliente, y arrojé sus vísceras al perro. Al desollarle seguí puntualmente todas las lecciones que sobre ello me había dado Trapper-Fred. Extendí la piel sobre la nieve y me alegré al comprobar que era tan grande.

No fue fácil regresar a la cabaña llevando aquella carga a la espalda y con las raquetas de nieve en los pies. La carne del lince serviría de comida para los perros, pues de vez en cuando debe dárseles carne fresca.

Trapper-Fred no había llegado todavía, y así tuve tiempo para deshelar la piel y extenderla sobre el tensor. En seguida que entró en la cabaña vio aquella piel.

—¿Es que lo encontraste en una de las trampas del lago? —me preguntó.

Entonces le referí lo de la caza.

—Es un lince muy grande —declaró, y fue a buscar la cinta de medir.

Luego miró en su libro y dijo:

—Es el más grande que haya cazado yo jamás.

Yo estaba muy orgulloso, y me sentí todavía más cuando Trapper-Fred añadió:

—Un buen disparo. Y no estuviste nervioso, sino que alojaste la bala precisamente en el lugar en que debías hacerlo.

Una vez, antes de que amaneciera, nos despertó un gran alboroto que hacían los perros, y salimos corriendo con nuestras escopetas, todavía a medio vestir, creyendo que un lobo o un lince había entrado en el patio y había ido a parar donde se encontraban los perros; pero se trataba de una lucha entre «Esaú» y «Tom», el cual se había soltado mordiendo la correa con que estaba atado.

«Tom» era un perro pacífico. Jamás daba muestras de que se preocupara mucho por «Esaú». Pero debía de odiarle, y aguardó la primera oportunidad para demostrarle que allí el «jefe» era él.

En medio de la nieve, los dos perros formaban un ovillo oscuro.

—Trata tú de coger a «Esaú» —díjome Trapper-Fred—, mientras yo me encargo de «Tom».

Pero esto era más fácil de decir que de hacer, pues los dos canes no se preocupaban en absoluto de nuestra presencia, no querían soltarse por nada del mundo y repartían mordiscos a diestro y siniestro cada vez que acercábamos a ellos nuestras manos para separarlos.

Los otros perros estaban agitados y tiraban furiosamente de sus respectivas correas. No nos quedó otro remedio, si no queríamos perder a los dos perros, que separarlos pegándoles puntapiés y culatazos. Lo conseguimos después de grandes esfuerzos y fatigas. Los dos presentaban muchos mordiscos en el cuerpo, pero «Tom» presentaba más que «Esaú», porque éste estaba mejor protegido por tener su pelaje más espeso.

—Por lo visto, debía de odiar mucho a tu perro —dijo luego Trapper-Fred—, ya que «Tom» es un sujeto pacífico.

—¿Un sujeto pacífico? —contesté—. Pues el pacífico «Tom» ha atacado a «Esaú» mientras éste se hallaba durmiendo.

—Yo no digo nada contra «Esaú» —repuso riendo Trapper-Fred—, lo único que quiero decir es que nunca llega uno a conocer bastante a sus perros. De pronto se convierten en lobos furiosos. Una vez tuve uno que siempre estaba malhumorado y gruñía cada vez que querían acariciarlo. A mí me gusta que los perros que yo tengo sean amables y de buen aspecto, por lo cual vendí aquél del que te estoy hablando, y fue a parar a Fairbanks. Sin embargo, al cabo de diez semanas, hallábase aquí otra vez. Su amo estuvo con él en Hughes y el animal conocía el camino que va desde ese lugar hasta aquí. Un día me lo encontré tumbado sobre la nieve, delante de la cabaña. Volví a comprarlo, y lo curioso es que desde entonces ya no volvió a gruñir cuando yo quería acariciarlo. Entonces gustaba de estar siempre junto a mí.

»Otro perro que tuve no mordía por nada del mundo. Cuando los otros perros buscaban pelea con él limitábase a gruñir y a poner tiesas las patas. Durante mucho tiempo le tuve por un cobarde, pero no lo era. Una vez disparé contra un lince hembra y el perro estaba tendido junto a él cuando lo encontré. Había luchado con el lince, y éste le había infligido tan graves heridas que tuve que darle muerte con la escopeta. Nunca sabe uno a qué atenerse con sus perros.

Tal fue lo que Trapper-Fred me refirió acerca de los perros.