Cargamos el trineo con víveres y pusimos también algunas trampas. Queríamos abastecer dos caches en nuestra zona de caza.
Antes de abandonar la cabaña, puse dentro de la estufa cierta cantidad de corteza de abedul y virutas y dejé preparados los fósforos. Así hacen todos los tramperos, pues a veces regresan tan ateridos por el frío, que sus dedos entumecidos son incapaces de realizar tal operación.
Unos días antes habíamos probado la forma en que los perros habían de correr delante del trineo. Entonces se manifestó la rivalidad entre «Esaú» y «Tom», el perro de guía de Trapper-Fred. Ambos perros estaban acostumbrados a correr delante de los otros, y ahora ninguno de los dos quería ir detrás. Jamás habría yo imaginado que unos perros pudieran tener tal orgullo. Ninguno de los dos quería ocupar un segundo lugar. Sobre todo «Esaú» se comportó con fiereza cuando intentamos hacerle correr como perro segundo, y cada vez trató de lanzarse sobre «Tom». Ninguno quería renunciar al puesto de honor. Ni el látigo servía de nada. A veces corrían unos pasos hacia delante, pero en seguida se hacían a un lado o bien se tumbaban sencillamente sobre la nieve. Pero tan pronto como se aproximaban uno a otro se producía una furiosa pelea.
Finalmente decidió Trapper-Fred:
—«Tom» será el guía. Hace ya cuatro años que lo tengo, y no quiero que se disguste.
Así, pues, atamos a «Esaú» al lado del trineo. Iba corriendo con evidentes muestras de disgusto, y sólo tiraba cuando se le gritaba. Cuando la capa de nieve era profunda, cuidaba de hacerle avanzar aquél de nosotros al que correspondía por turno hacer expedito el camino. Así lo probamos, y así lo hicimos.
—Al parecer, quiere ser su propio jefe —dijo Trapper-Fred.
Sin embargo, más adelante, cuando yo recorrí con mis tres perros la pequeña zona de caza con trampas alrededor del lago, «Esaú» era mi perro de guía, y me resultaba más útil que «Tom», el cual se mostraba más diligente cuando su amo estaba de caza con su trineo.
Al principio no se me permitió hacer uso de la escopeta. Trapper-Fred decía que primero tenía que aprender a manejarla:
—Un tiro poco certero no te será de ningún provecho, pero el animal herido sufrirá quizá días enteros antes de morir, y eso no está bien.
En aquella ocasión estuvimos de camino todo el día, y llenamos las dos caches de provisiones y trampas, y colocamos también en cada una de ellas cajas de cebo, con una mezcla de trozos de pescado y de carne y un aceite de olor penetrante, que atrae a los animales.
Las caches son unas pequeñas chozas de madera que descansan sobre altas estacas, para que los animales no puedan llegar tan fácilmente hasta ellas. Y alrededor de las estacas se coloca alambre de espino para impedir el paso a los animales trepadores. Cerca de las caches había también refugios, cabañas que poseen casi todos los tramperos, para cobijarse en ellas cuando les sorprende una tormenta. Estas cabañas están provistas de un poco de leña para encender la primera lumbre. Dejamos allí dentro algunas latas de conserva con sopa de carne preparada, que sólo se necesita calentar. Nos llevamos las conservas que habían sido dejadas allí en otra ocasión.
En la trap-line estaban colocadas 27 trampas. Seis de ellas se habían cerrado sin atrapar ninguna presa, dieciocho permanecían intactas, y sólo tres contenían una presa: una zorra, cuya piel valía unos 30 dólares, una nutria pequeña, de unos 15 dólares, y en la tercera trampa había un lobo, el cual pugnaba violentamente por escapar en el momento en que nos acercamos. Trapper-Fred le atravesó rápidamente la cabeza de un balazo.
Yo empujé un poco el lobo con la punta del pie. Pero Trapper-Fred me dijo en tono severo:
—No hagas eso. Nosotros matamos a los animales para poder vivir, y para que no nos venzan a nosotros, pero hemos de respetarlos tanto vivos como muertos.
Desde entonces, jamás volví a pisotear un animal muerto. Ahora respeto a los animales tal como los respeta Trapper-Fred, el cual se alegra al obtener una buena piel o al efectuar un certero disparo, pero no odia a los animales, ni siquiera a los lobos, que tantos estragos causan en las trampas y en las manadas de renos, por lo cual el Gobierno paga un premio por cada lobo que uno mate. Su piel no reporta grandes ganancias. Su valor varía según el color, el cual va desde el gris al rojo y al negro. También varían mucho los lobos en cuanto a su tamaño.
Después del largo viaje, daba gusto volver a la cabaña, encender la lumbre y comer calientes las habas. Ahora conocía más acerca de la vida y el trabajo de Trapper-Fred, y sabía también por qué estaba siempre tan cansado a su regreso. Primeramente, debido al largo camino que había que efectuar a través de la nieve, guiar el trineo, hacer expedito el camino y luego el trabajo que había que realizar en las trampas, el cual requería mucho tiempo y cuidado. En tal trabajo es preciso tener en cuenta cuatro cosas. Primero hay que descubrir por medio de las huellas la clase de animales que estuvieron allí, y reflexionar por qué razón no cayeron en la trampa o por qué la trampa que se cerró estaba ahora sin su presa. Entonces hay que colocar las trampas en lugares más adecuados, poner en ellas nuevo cebo, examinar los resortes, frotar las trampas con cera o aceite, y todo ello debe realizarse con sumo cuidado, pues los animales no son tan tontos como para caer tan sencillamente en la primera trampa que se les presente. Además, hay que procurar no quedar cogido uno mismo en la propia trampa.
Otra vez me hallaba caminando con Trapper-Fred cuando éste detuvo repentinamente a los perros. Arrodillose en la nieve y fue siguiendo, arrastrándose, las huellas de un lobo.
Había muchas huellas de lobo, que se entrecruzaban sobre la nieve. Por ello me extrañó lo que hacía, pero no le pregunté nada.
—Ya vuelve a estar aquí otra vez —dijo, cuando regresó a mi lado—. Quizás ahora me sea posible atraparlo. Se trata de un lobo de extraordinario tamaño, por lo cual me han llamado la atención sus huellas. Conozco perfectamente sus patas, tantas veces he examinado las huellas que ha dejado. Desde hace cuatro años llega a esta región por este mismo tiempo. Jamás había visto un lobo que tuviera una piel tan clara como la suya; es clara como la de un zorro plateado. Por ello le llamo el plateado. Su manada es pequeña, y no siempre va acompañado de ella. Una vez observé por medio de los prismáticos cómo perseguía a una manada de renos. Me llamó la atención que los animales que iban al extremo de la manada dieran muestras de inquietud. En un ancho valle estaban revolviendo la nieve en busca de musgo. Algunos de ellos estaban metidos con medio cuerpo en el hoyo practicado en la nieve, para encontrar su alimento. Y los últimos de la manada salían ahora de sus agujeros y empezaban a caminar.
»Con los prismáticos miré hacia la ladera opuesta y vi a los lobos que les estaban acechando. Entonces salió repentinamente de un pequeño valle lateral un lobo de enorme tamaño. Era el plateado, que se lanzó contra la cabeza de la manada, como un perro de pastor se lanza contra el rebaño de ovejas. Fue empujándolos sencillamente hacia su propia manada, y los lobos hicieron terribles estragos entre los renos, según pude comprobar más tarde.
»Desgraciadamente, yo caminaba demasiado despacio con mis raquetas para la nieve, y no pude hacer gran cosa para evitar tales estragos.
»El año pasado, ese lobo me causó grandes daños, porque saqueó las trampas que yo había preparado. Estoy completamente seguro de que se llevó de mis trampas dos zorros, una nutria, un lince y un visón. Es demasiado astuto para caer en una trampa. Una vez dejé un visón en la trampa y coloqué alrededor no menos de otras seis trampas, bien escondidas en la nieve. Sin embargo, supo llevarse el visón de en medio de tantas trampas. Le he encontrado muchas veces, pero siempre se mantiene fuera del alcance de mi escopeta. Y ahora vuelve a estar aquí y se lleva muchos dólares de entre las trampas.
Me mostró las huellas dejadas por el lobo en la nieve y me dijo:
—¡Mira! Al correr ligeramente por la nieve profunda, arranca menos la capa de nieve antes de pisar con la pata anterior derecha que con la izquierda. Mira ahí, y también allá. Y aquí, esta cruz en el pulpejo grande de la pata, sólo la tiene él. Desde luego, nos arrebatará muchos dólares el plateado ése.
Aquel día, cuando después de cenar nos hallábamos sentados delante de la puerta abierta de la estufa, fumando en nuestras pipas, me contó muchas cosas acerca de los lobos, historias que se referían a ellos, toda clase de supersticiones de los esquimales, de los indios y de los blancos, relativas a los lobos. Entre estas historias había una de un hombre que mató a tiros de escopeta a cinco lobos y a otros tres con el hacha.
—Yo iba por el mismo sendero —dijo Trapper-Fred— y de pronto oí muchos disparos, en el preciso instante en que yo me disponía a establecer mi campamento nocturno. Volví a enganchar los perros al trineo y proseguí la marcha. Pero habría llegado demasiado tarde si no hubiera cortado las cuerdas con que estaban atados los perros al trineo, al oír que el hombre luchaba cuerpo a cuerpo con los lobos. Yo perdí entonces a uno de mis perros, un perro muy bueno. No regresó, por lo cual supuse que los lobos lo habían devorado. El hombre que luchó con los lobos era un trampero cuyos perros habían sido atacados de una epidemia. Estaba de camino hacia un pueblo indio para procurarse nuevos perros. Parecía un poco loco, como suelen volverse algunos tramperos que viven demasiado tiempo solos y son demasiado poco inteligentes para dedicar horas a la lectura o a una labor intelectual. Sin embargo, no era tan tonto como para dejar allí a los lobos muertos, sino que les quitó la piel para poder cobrar el correspondiente premio.
»Los lobos debían de estar muy hambrientos. Generalmente evitan encontrarse con el hombre. Te darás cuenta de ello si alguna vez tratas de perseguir a un lobo con la escopeta. Pero cuando hace días que no han comido nada, sólo piensan en sobrevivir, y entonces el hambre puede más que el miedo. Un lobo no se resigna a perecer de hambre. Ningún animal lo hace, ningún animal abandona la lucha, a no ser que esté enfermo. Su ley les ordena sobrevivir. Por ello en el momento oportuno se muestran o astutos y cobardes, o valientes.
Así iba contando Trapper-Fred las historias de lobos, y yo le escuchaba atentamente. Aquel invierno aprendí muchas cosas acerca del modo de poner trampas y sobre la caza. Por las huellas comprendía si había estado allí un lince, un visón, una marta, un glotón, un zorro o un lobo; si el animal era grande o pequeño, si estaba cansado o no. Aprendí a examinar si una trampa era buena o era mala. Esto es importante para el trampero, para poderle decir al comerciante el precio que ha de pagarle por ella. Aprendí a orientarme sin brújula, y también aprendí a disparar.
—Lo primero que hay que procurar al disparar es ahorrar cartuchos —decía Trapper-Fred—. Son muy caros.
Y al apuntar, piensa sólo en el punto sobre el que debes hacer blanco. No pienses en lo que sucedería después de ello o podría suceder, aun cuando el animal fuera un lobo o un oso. Lo segundo que debes tener en cuenta es no disparar a una distancia demasiado grande.
Antes de esto, yo había tenido armas de fuego en la mano, e incluso había disparado con ellas, pero ahora comprendía cuán certeramente puede disparar uno una buena escopeta si se tienen en cuenta todas estas cosas. En el primer ejercicio, de diez disparos a ochenta pasos di seis veces en el blanco, en una tabla que habíamos clavado en un árbol, y Trapper-Fred dijo que tenía muy buena puntería, pues todavía no conocía bien aquella arma de fuego. En cuanto a él, sus diez disparos dieron en el blanco.
—También debes tener presente que es distinto disparar contra un animal que corre, pues entonces has de tener en cuenta la rapidez y la distancia. Pero no tienes tiempo para calcular, sino que es preciso que aciertes por intuición.
A veces me llamaba la atención que Trapper-Fred fuera al lugar donde tenía puestas las trampas, aunque hiciera mal tiempo.
—Ningún animal debe sufrir en las trampas más tiempo de lo necesario —explicome—. Tampoco me gusta que un glotón o un lobo me arrebate de la trampa un zorro por el que puedo cobrar doscientos dólares. Mi oficio es colocar trampas e inspeccionar trampas. Nadie me obliga a ello, sino que es un trabajo que yo mismo escogí voluntariamente. Por consiguiente, quiero hacerlo bien.
En esta temporada de la caza con trampas había semanas en las que no cogíamos nada, porque la nieve cubría las trampas con una capa de más de un metro de altura. Entonces aguardábamos a que hubiera cesado de nevar e íbamos a poner más trampas a la orilla del lago, en aquellos lugares que en cierto modo estaban libres de nieve. De una de estas trampas, un glotón nos arrebató un zorro plateado. Tuvimos tiempo de verle mientras estaba devorando su presa, pero descubrió nuestra presencia y no tuvimos tiempo de disparar sobre él.
—Es preciso atravesarle la cabeza de un balazo —dijo Trapper-Fred—, pues si le damos tiempo a que abra sus glándulas que segregan el líquido hediondo, su piel ya no nos sirve para nada. Nadie querrá aceptar esa piel, ni tampoco las pieles de los animales que él haya ensuciado con su líquido en el momento de saquear las trampas, y esto es lo que hace siempre el glotón.
Lo mismo había ocurrido con el zorro plateado que aquel glotón había empezado a devorar. Lo dejamos todo tal como estaba, sin tocar nada. Todo el aire estaba lleno de hedor. Llevamos el mal olor a la cabaña, pues llevábamos impregnadas de él todas nuestras ropas. Incluso la comida olía a glotón. A ningún trampero le gusta tener nada que ver con este animal, pero se alegra de obtener una piel de glotón que no huela mal, pues sólo la piel del glotón no recibe humedad y se paga a buen precio. Con esta piel se hace la pieza que enmarca el rostro en las «parkas», porque en ella no se deposita la humedad procedente de la respiración.
Trapper-Fred dijo que aquella época de caza no había sido muy buena, pero que tampoco podía calificarse de mala. Al final de la temporada calculó los gastos que había tenido en cuanto a las trampas, la comida, el transporte, la pitanza de los perros y las municiones, y la parte de mis ganancias fue de 187 dólares.
—Podemos estar completamente satisfechos —dijo—; algunos cazadores no logran pagar las deudas contraídas con el tendero o con el banco. Por ello no debe extrañarnos que algunos de ellos beban mucho y jueguen o derrochen el dinero cuando han vendido sus pieles.