EL GRAN DISCURSO DE «PEQUEÑO ZORRO»

Trapper-Fred dijo así:

—Te escribí que no vinieras.

—No recibí ninguna carta tuya —le respondí.

Me miró largamente, y como yo sabía lo que aquella mirada quería decirme, la sostuve, sin apartar la mía, pero me dolió como una cuchillada.

—Bien, es posible que a veces las cartas se pierdan. Hay un largo trecho desde aquí hasta el «Mango de la Sartén». Pero no quiero tenerte aquí conmigo. No soy ninguna niñera y no quiero tener que vigilar a nadie. Ni tampoco quiero que nadie me vigile.

Dijo esto en tono muy duro.

Estuvo después fumando durante un buen rato, sin dejar de mirarme.

—Tú has pensado —me dijo— que aquí encontrarías una cabaña caliente y acogedora, y que podrías darte una buena vida sin trabajar.

—Yo quiero trabajar, yo puedo trabajar como un hombre —le aseguré.

—Aun cuando pudieras trabajar como dos hombres, yo no te necesito. Quiero estar solo. Por esto vine aquí, porque quiero estar solo, ¿entiendes? La avioneta llegará esta misma semana. Podrás irte en ella. Esto es todo.

Yo no supe qué responderle. Ni siquiera tenía fuerzas para hablar, porque sentía un nudo en la garganta. Trapper-Fred me intimidaba, pero al propio tiempo yo no quería separarme de él. Tenía en la mente todo cuando quería decirle, pues durante muchas noches lo había estado meditando.

—Pero ¿a quién iré, Trapper-Fred? Tú eres mi pariente, el marido de la hermana de mi padre.

Cuando acabé de decir esto, me puse colorado como un pimiento. Me miró, y en sus ojos había un brillo frío, helado. Pero yo continué diciendo:

—¿Por qué me enviaste a Juneau? Tú querías que yo no fuera un pequeño borracho muerto. ¿Por qué lo hiciste, Trapper-Fred? Yo fui a Juneau, cumpliendo tu voluntad. Desde entonces no he vuelto a beber hootch ni whisky. He trabajado de firme, te lo puede decir Dutch-Will. En el banco de Juneau tengo más de dos mil dólares. Cuando no tenía trabajo, iba a la escuela, tal como tú querías. Ahora soy como uno al que su tribu ha expulsado de su seno. Ya no pertenezco a las personas de mi raza. No bebo hootch y no puedo hablar con ellos de las cosas que yo pienso. Y los blancos sólo saben burlarse de mí. Cuando se enteran de que no bebo whisky, se ríen de mí y me atormentan con sus pesadas bromas, y una vez hasta perdí mi empleo, porque unos hombres blancos no querían trabajar con un indio que no quiere beber con ellos cuando le invitan. No deseo otra cosa más que pasar un invierno lejos de todo, de los indios y de los blancos, de las burlas y desprecios, de las ciudades y del whisky. Quiero ser respetado, y después de la jornada poder dormir sin tener que pensar en las injurias y los insultos. ¿Por qué, Trapper-Fred, me separaste de mi abuelo?

Al hacerle esta pregunta, volví a sentir el nudo en la garganta y que los ojos se me humedecían. Y las lágrimas me daban mucha rabia. Me puse en pie, e hice una cosa que en otra ocasión no habría hecho: busqué en mi pecho el collar de cacique y se lo mostré a Trapper-Fred.

—Mira —le dije—. Mi abuelo me dio el collar de jefe indio. No quiso cambiarlo nunca por whisky. Lo guardó para mí. «Tú serás el jefe, cuando yo muera», me dijo. Y ahora tengo el collar, pero ¿dónde está la tribu a la que pertenezco? Yo no pertenezco a nadie, y nadie me pertenece a mí. Tampoco tú me quieres, ni siquiera un invierno quieres tenerme contigo. Está bien, entonces tomaré mis cosas y me iré en seguida, y te daré dinero por las habas y el té, pues no soy ningún indio que ande mendigando habas y té.

Durante mi discurso, había ido encolerizándome cada vez más, y mis ojos ya no estaban húmedos de lágrimas.

—Ahí tienes —le dije— diez dólares por las habas, el té y el alojamiento. El perro puedes quedártelo. No quiero tener un perro que me haya sido regalado por un hombre blanco. No tienes que pagarme el pescado que ha comido durante el viaje.

Así le hablé a Trapper-Fred, avancé hacia él y le mostré el billete de diez dólares. Y en todo el rato en que yo estuve hablando, él estuvo sentado en la silla, con las manos en los bolsillos, fumando y mirándome, pero como si estuviera escuchando ruidos procedentes del exterior. Luego sus ojos se posaron en el collar que pendía de mi pecho. Sacó una mano del bolsillo y tomó en ella el collar. Luego sacó con la otra mano la pipa de su boca y dijo:

—Es curioso que el viejo borrachín no lo hubiera cambiado por whisky. El jefe «El-que-hace-salir-el-salmón» habría podido obtener su buen par de botellas por este collar.

Escondió el collar entre mis ropas, y añadió:

—Ahora, a dormir, pequeño jefe, jefe «Pequeño Zorro». Tu discurso ha sido excelente. Tendré que reflexionar sobre lo que has dicho. Ahora vete a dormir.

Entonces fui a acostarme, me desnudé y me deslicé debajo de la manta. Tenía mucho sueño, y me dormí en seguida. Me desperté al notar que alguien se deslizaba también debajo de la manta para hacerme compañía en la cama. Yo pensé: «Es Trapper-Fred», y volví a dormirme.

A la mañana siguiente, ya no estaba allí. Yo permanecí aún mucho rato acostado, y estaba muy contento de que Trapper-Fred hubiera compartido la cama conmigo. Era tan grande mi alegría que el corazón no me cabía en el pecho.

Estuve contento todo el día. Trapper-Fred había dado ya la comida a los perros, pues la olla de la estufa del cobertizo estaba vacía. Encendí fuego en seguida y cocí nueva comida para los perros, consistente en harina de maíz y pedazos de pescado. Olía muy mal.

Para mí preparé una sopa de cubitos de puré de guisantes y también hice la comida para cuando regresara Trapper-Fred: sopa de corned beef y fideos, una comida muy suculenta y nutritiva. También había traído conmigo un paquete de harina para repostería. La mezclé con leche condensada y preparé la pasta. Quería mostrarle a Trapper-Fred que había aprendido a guisar.

Pero él no regresó hasta el atardecer, por lo cual, cuando empecé a sentir hambre, comí galletas con tocino y bebí una taza de té. A los perros les di solamente medio pescado, porque ignoraba la ración que solía darles su amo.

Cuando Trapper-Fred llegó por fin, dirigiose primero al lugar donde estaban los perros. Al entrar en la cabaña, me dijo:

—¿Qué les has dado a los perros?

—Los he dado medio pescado a cada uno al mediodía —respondí.

—Entonces dales la mitad de la pasta que les has cocido. Pero antes se la debes calentar.

Salí a preparar la comida de los perros. Éstos saltaban y ladraban al acercarme a ellos con la pitanza. «Esaú» limitose a sacar la cabeza de la casita y aguardó a que me hubiera alejado. Luego se puso a comer.

Trapper-Fred se hallaba sentado a la mesa. Todavía no había comido. Le puse delante la olla con la comida y él llenó su plato.

—Se ve que ha venido a visitarme un hombre rico —dijo riendo.

Yo no me sentía ya intimidado en presencia de él. Comimos con buen apetito y sólo dejamos un poco de comida para el desayuno. Luego hice la torta en la grasa del tocino. Me salió muy bien, y Trapper-Fred elogió mis dotes culinarias. Luego tomamos café en polvo. Por su expresión comprendí que se alegraba de haber comido tan bien. Fumamos. Trapper-Fred apagó la lámpara y abrió la puertecilla de la estufa.

Afuera empezaron a aullar los perros. El fuego crepitaba y nosotros seguíamos fumando. Entonces habló Trapper-Fred y dijo así:

—Ayer pronunciaste un excelente discurso, un verdadero discurso de cacique, realmente, Y he estado pensando sobre ello. Tú me preguntaste por qué no te dejé al lado del jefe, por qué le envié a Juneau. Todavía hoy ignoro por qué lo hice. Quizá porque así lo quiso «Ojos-de-salmón», puesto que me escribió diciendo que tú no debías convertirte en un pequeño borracho, ya que todos los indios decentes se avergüenzan cada vez que un indio se convierte en un borracho, y después de todo, esta tierra fue en otro tiempo vuestra tierra. Me preguntaste además: «¿Dónde está mi tribu, a la que pertenezco?». Y me mostraste tu collar de jefe, a lo cual yo debo decirte: aun cuando ya no tengas una tribu, puedes, sin embargo, ser un jefe. Puedes serlo incluso sin este collar, pues un hombre está formado de muchas cualidades y deseos, y sobre ello puede él gobernar como un jefe, si quiere. ¿Me comprendes?

Le dije que comprendía perfectamente sus palabras, y él prosiguió:

—Entonces, tú eres jefe, y debes sentirte orgulloso en tanto seas un jefe valiente, justo y prudente. Y no debes despreciar a tu abuelo porque yo le hubiera dicho palabras duras en un instante de cólera. Si el hombre blanco no hubiera llegado a estas tierras, tu abuelo no se habría convertido en un borracho. Y además, no perdió del todo su orgullo y dignidad, puesto que aún conservaba el collar de cacique. Mas esto yo lo ignoraba. Tú me dijiste: «¿A quién iré? Tampoco tú, mi pariente, me quieres». Ya has visto la tumba de tu parienta: las huellas que dejaste en la nieve conducen hasta allí. Mi mujer era la hija de un jefe indio. Me llaman con desprecio squawman, incluso tu abuelo, el padre de ella, me llamaba así, pero esa mujer mereció que yo no tuviera que avergonzarme de ella. Ninguna mujer blanca me habría soportado en la forma en que ella me soportó. Y ahora te diré por qué razón quiero tenerte conmigo aquí este invierno: porque no quiero que seas un paria. Esto es lo que fui yo. Algunas personas están enteradas de ello, y podría ser que algún día oyeras tú hablar la verdad a medias. Por ello es preferible que la oigas por entero de mis labios. Estuve en la cárcel y fui condenado. Antes había sido ingeniero. Construí un puente, y obedecí las órdenes de la compañía en la que prestaba mis servicios, para terminarlo a toda prisa. Yo entonces era joven, pero era ingeniero, y no podía confiar en el azar, sino únicamente en mis cálculos. Así, pues, los cimientos no fueron lo suficientemente profundos, el puente se hundió y afortunadamente puedo afirmar que mi torpeza no ocasionó víctimas humanas. Pero yo era el ingeniero jefe, y tuve que ir a la cárcel porque los cimientos no concordaban con mis planos. Al oír tu discurso, pensé lo siguiente: «A esta tierra le debo algo, un hombre que quizá algún día pague la deuda por mí contraída». Quizá seas tú ese hombre, «Pequeño Zorro». Por consiguiente, quédate este invierno conmigo, y luego veremos lo que se hace. Un indio que no bebe, un muchacho que tiene en el banco dos mil dólares, que tiene dignidad, y además es un jefe… En fin, ya veremos. Aquí la vida es dura. En verano te comen los mosquitos. En invierno te acosan los lobos, el frío, el blizzard, y te matas trabajando todos los días, hasta que anochece, si es que quieres ganar algo más que lo estrictamente indispensable para sobrevivir. Y cuando caes enfermo, se te hiela la nariz, las orejas, los pies y todo lo demás, y no hay médico que pueda auxiliarte. Pero tú eres libre, puedes ir a donde quieras, en tanto puedas correr. Nadie puede ofenderte, nadie puede dictarte órdenes. Tú eres tu propio jefe. Ésta es la vida que quiero que conozcas. Y entonces veré lo que hay en ti. Harás aquí en la cabaña todos los trabajos que hagan falta, y aprenderás también algo del oficio de trampero. Trataré de enseñarte algo de lo que yo sé. Es posible que algún día vayas a la Universidad de Alaska. Entonces haya quizás un indio que sea un ingeniero mejor de lo que fui yo, un hombre que merezca el aprecio y la consideración de sus semejantes.

Así fue cómo guardé en mi memoria el discurso de Trapper-Fred.