Hasta mis narices llegó el olor de tocino frito con habas. Me sentía demasiado cansado para poder abrir los ojos. Me dolía todo el cuerpo, y sin embargo me sentía feliz.
Todavía ignoraba que me encontrase junto a Trapper-Fred. Sólo percibía el olor del tocino y de las habas, y sabía que tenía hambre. Luego pensé en el tocino que yo había freído durante mi última pausa nocturna, luego en el perro, que se me escapó, y pareciome como si hiciera rato que estuviera llorando, pero he aquí que apareció de nuevo el can inesperadamente, y yo le di chocolate, y me reía, contento y feliz. Entonces me pareció como si estuviera caminando, caminando, con los ojos cerrados. De nuevo percibí el olor de tocino frito y abrí los ojos para verlo como se estaba friendo en la sartén, y he aquí que vi entonces a Trapper-Fred sentado junto a mi lecho.
Me asusté y volví a cerrar los ojos: pero Trapper-Fred se dio cuenta de que yo estaba despierto, y me dijo:
—Has tenido mucha suerte, «Pequeño Zorro».
Le dije:
—El perro… Yo había de traerte el perro de «Louis Tres Dedos».
—Le tengo atado ahí fuera. Es un perro muy listo.
—Si —repuse—, un perro muy inteligente.
—Llegó corriendo a la cabaña y no me dejó en paz hasta que fui con él. Así fue cómo te encontré allí tendido.
Volví el rostro hacia la pared, para que Trapper-Fred no viera que estaba llorando. No sé por qué tenía que llorar, pues me sentía dichoso de encontrarme al lado de Trapper-Fred y de que el perro estuviera atado fuera de la cabaña. Me dormí de nuevo.
Luego Trapper-Fred me despertó y me dio mucho té con azúcar. Después comí dos platos llenos de habas con tocino. Cuando hube saciado el hambre, dije:
—Hay que darle al perro un pescado entero, pues todo el día ha tenido que soportar una pesada carga y debe encontrarse muy debilitado.
—Ha comido ya dos pescados grandes —respondió Trapper-Fred.
Yo habría deseado pedirle a Trapper-Fred que le llevara un trozo de chocolate, pero temí que se burlara de mí, y por ello no se lo dije.
—¿Qué ocurrió, pues, en realidad, con «Louis Tres Dedos» y el perro?
Le conté todo lo que había sucedido. Él escuchó en silencio y durante aquel día no volvió a preguntar nada más.
—Ahora duerme, «Pequeño Zorro» —me dijo, y yo me acosté y me dormí.
Trapper-Fred no estaba allí cuando desperté; pero la estufa estaba encendida y percibíase el olor de habas con tocino. Quise levantarme de la cama, pero tuve que acostarme de nuevo. Me dolía todo el cuerpo, sobre todo las piernas y la nuca. Así, pues, me senté un rato en la cama y recorrí con los ojos el interior de la cabaña. No era muy grande, y sólo tenía una ventana. Delante de la ventana había una mesa y una silla. Las paredes estaban hechas de delgados troncos colocados juntos. De clavos y ganchos pendían vestidos, raquetas para la nieve, toda suerte de utensilios y una lámpara de petróleo.
Yo me preguntaba dónde habría dormido Trapper-Fred, pues sólo veía una cama. Ésta estaba hecha de delgadas ramas a las que se había quitado la corteza. Sobre la armazón estaban extendidas anchas tiras de piel, y encima una piel de alce. Para cubrir el cuerpo había una manta formada de varias pieles suaves. En el rincón había una caja grande. Casi en el centro estaba la gran estufa. Esto era todo, y todo ello me gustaba. Más tarde vi otras dos cajas debajo de la cama.
Cuando me levanté, vi que encima de la mesa había un pedazo de papel con una nota escrita, que decía: «Come las habas, yo estaré de vuelta por la noche». Comí, pues, de las habas hasta saciarme, pero todavía quedaron muchas, pues la olla era muy grande.
Salí de la cabaña, para ver a «Esaú». Había nevado mientras yo estuve durmiendo. En el pequeño patio cercado vi varias casitas para perros, todas ellas sencillas. Cada una parecía un pequeño tejado.
No encontré en seguida a «Esaú». Primero me salieron al encuentro, olfateándome, dos de los perros de Trapper-Fred. Sin embargo, no ladraron como suelen hacer los perros en presencia de forasteros. Eran unos perros muy bien cuidados, de tamaño y color parecidos. Desde las piernas para arriba eran de color gris plateado. En el lomo y en la cabeza presentaban un tono más oscuro. Eran unos malamuts muy hermosos, no tan grandes como «Esaú». Su rostro, empero, era mucho más simpático que el de éste, y me gustaba contemplarlos.
A «Esaú» le encontré en una de las otras tres casitas. Estaba enroscado completamente, y sólo levantó una vez la cabeza, para volverla a esconder en seguida entre las patas posteriores. En mi bolsillo encontré todavía media pastilla de chocolate. La partí a trocitos y arrojé éstos sobre la nieve, delante de la casita. El perro estiró el cuello y fue cogiendo ansioso con la boca los pedazos del chocolate. Yo le estaba muy agradecido. De no ser por él, quizá habría perecido de frío en el lago.
En el patio, con la pared posterior dirigida hacia la cabaña, se levantaba un cobertizo formado de pequeños troncos, tablas viejas y plancha ondulada. Entré en este cobertizo y vi en su interior, junto a la puerta, mi paquete, que en vano había estado buscando en la cabaña. También estaban allí mis raquetas para la nieve. Sobre un caballete había apiladas pieles y pescado seco, y por todas partes colgaban pieles en las paredes, así como sierras, hachas y toda clase de herramientas. También había varios cestos, recipientes y sacos Llenos. En uno de los recipientes había harina de maíz. El recinto olía a aceite, cera, petróleo, pescado y pieles, y me gustaban aquellos olores. También había allí una estufa, y encima de ella una gran olla de hierro con mazamorra y pedazos de pescado. La sopa se había helado y no olía bien. Salí del cobertizo. Alrededor de él y hasta la altura del techo había apilada una gran cantidad de leña, y encima del techo una pequeña barca. Detrás del cobertizo vi un trineo de perros muy ligero.
Caminé cosa de una hora por los alrededores de la cabaña, y encontré en la orilla del lago, sobre la nieve, una pequeña cruz de abedul. En seguida conocí que allí estaba la tumba de mi parienta, la mujer de Trapper-Fred. Alrededor de ella se erguían unos abetos. Me alegré de ver que honraba aquella tumba. La mujer no debía de ser muy vieja cuando murió. En la familia se hablaba mucho de ella, pero nunca vino a visitarnos. Debido a que el hombre blanco se había casado con una mujer de nuestra tribu, ahora él también pertenecía en realidad a la tribu, cuyo jefe fui yo, cuando murió mi abuelo.
Yo estaba muy preocupado, porque no sabía si Trapper-Fred me querría tener a su lado. Volví a la cabaña, fui a buscar en el cobertizo mis cosas, las llevé a la cabaña, me acosté y en seguida me quedé dormido.
Había oscurecido ya bastante cuando desperté. El fuego de la estufa se había extinguido. Volví a encenderlo y puse encima las habas. Cuando estuvieron calientes, puse a hervir agua para el té. En la caja encontré toda clase de utensilios, y coloqué sobre la mesa los que nos hacían falta para la cena. Al poco rato llegó Trapper-Fred. Oí a los perros aullar desde fuera, luego percibí el rumor de los pasos del cazador que entraba en el patio. Habló con los perros, y éstos callaron al punto. Probablemente les había dado pescado.
—¡Hola, «Pequeño Zorro»! —saludome al entrar.
Su cara estaba muy colorada y cubierta de gotas de sudor. Quitose la cazadora, descolgó la lámpara, la encendió y la puso encima de la mesa. Fui a buscar las habas y el té que estaban sobre la estufa. Trapper-Fred tomó el té muy caliente y sin azúcar. Durante la comida, no pronunció una sola palabra. Comimos todas las habas que quedaban, y nos saciamos de ellas. Después de comer, encendió una pipa y me alargó también su bolsa de tabaco. Fumamos. En la cabaña reinaba un augusto silencio. Oíase el crepitar del fuego, el ruido de los perros al correr por la nieve, y de vez en cuando un ligero gruñido.
De pronto, temí que llegara el momento en que Trapper-Fred empezara a hablar.