UNA MARCHA SUMAMENTE PENOSA

Mientras dormía había estado nevando. El lugar en que encendí el fuego estaba cubierto por la nieve, y el perro casi también; yo estaba muy calentito dentro de mi saco de noche. Aunque había decidido caminar hasta llegar a la cabaña de Trapper-Fred aquel mismo día, quise, sin embargo, preparar té y freír un poco de tocino después de levantarme, a pesar de que aquello retrasaría un poco la marcha. Cuando se quiere realizar una larga caminata, es preciso haber hecho una buena comida. Al perro le di dos medios pescados y otro trocito de chocolate.

Ahora caminé constantemente a lo largo del río, y no habían transcurrido dos horas cuando llegué al punto en que el río se dividía en dos brazos. Yo me sentía contento e iba tarareando todas las canciones que sabía. Hablaba mucho también con el perro y a veces tiraba de la cuerda para poderle ver la cara, pero él no volvió nunca la cabeza hacia atrás. Quizá se sentía avergonzado, porque sólo había sido la mitad de inteligente de lo que él mismo pensaba, cuando se me escapó y tuvo que volver luego a mi encuentro para que le ayudara. Me gustaba ver su trote uniforme, y pensé: debe de ser un magnífico perro guía cuando corre delante del trineo.

Sobre la nieve reciente, más blanda, podía caminarse más fácilmente que sobre la del día anterior. Descubrí huellas de glotones, de lobos y de zorros, y me pregunto cómo podían vivir en aquellos parajes. ¿Qué era lo que comían? Quizá se devoraban los unos a los otros, y todos juntos a la pobre liebre de las nieves, que se alimentaba de la corteza de las mimbreras.

Aproveché el primer descanso para hacerme una testera para la carga que llevaba a la espalda. De este modo me era más llevadera. Por poco hubiera pasado por delante del primer arroyo sin advertirlo. Era muy pequeño, y su desembocadura estaba casi cubierta por la nieve. A partir de aquel momento, empecé a observar con mayor detenimiento. Hacia el mediodía llegamos al segundo arroyo e hicimos alto para descansar. Pero no encendí fuego y comí tocino crudo y un poco de galleta. Para aliviar la sed, puse en mi boca un chicle que llevaba en el bolsillo desde el día que hice el viaje en avión. La nieve no sirve para aplacar la sed, pues la aumenta todavía. Al perro le di medio pescado. En realidad, a los perros no debe dárseles la pitanza hasta la noche, pero yo quería que «Esaú» estuviera contento. Al ver que no le daba chocolate, me miró con expresión que denotaba su enfado. Yo me eché a reír y le dije:

—El chocolate es una comida demasiado cara para los perros.

La desembocadura del tercer arroyo la alcanzamos más tarde de lo que yo había pensado, y viendo que desde allí faltaba aún caminar una buena jornada antes de llegar a mi destino, decidí que sería mejor dejar la última etapa del viaje para el día siguiente y pasar allí la noche. Nuevamente encontré una concavidad en la orilla del río en la que establecí mi alojamiento nocturno y me preparé una sopa de pemmican y té. Al perro le di dos peces. Antes de entrar en mi saco de dormir, eché mucha leña al fuego, de suerte que éste produjo grandes y vivas llamaradas. Era agradable estar acostado dentro del caliente saco de dormir, beber té con azúcar, contemplar el fuego y al perro «Esaú» junto a la lumbre.

Por la noche me desperté algunas veces, porque el perro se puso a gruñir. Cada vez que lo hacía, se ponía sobre sus cuatro patas y levantaba el hocico husmeando el aire, con el cuello erguido. Miraba en dirección a los matorrales de la ribera. Probablemente merodeaban algunos lobos por allí cerca. Sin embargo, no entró a refugiarse en la cueva, cerca de su amo, como suelen hacer los perros que tienen miedo. Yo tampoco sentía temor alguno.

La jornada siguiente fue mucho más fatigosa que las anteriores. A menudo encontrábamos, montones de nieve en medio del arroyo, y ramas heladas nos obstruían el paso, y cada vez tenía que ayudar al perro a seguir adelante. Esto resultaba muy pesado con la carga a cuestas.

Una vez intenté ir a través del bosque caminando por la parte alta de la ribera, pero esto resultaba aún más fatigoso, puesto que en el bosque se nos quedaban prendidos los bultos en las ramas de los árboles, lo cual dificultaba enormemente la marcha. Quizá no había hecho bien en descansar tan poco rato a la hora del mediodía, sólo el tiempo necesario para que el perro engullera el pescado que le di. Mientras caminaba, yo iba comiendo galletas y chocolate y luego me puse a mascar chicle.

Estaba oscureciendo y todavía no habíamos llegado hasta el lago. Empecé a sentirme intranquilo y desalentado, porque temía no haber prestado suficiente atención y que quizá hubiera tomado un arroyo que no era el que debía tomar. Sin embargo, resolví seguir caminando en tanto no hubiera oscurecido del todo. Pero he aquí que de pronto el perro resbaló sobre el hielo y no volvió a levantarse. Me incliné sobre él y vi que estaba tendido sobre el hielo, con el cuello estirado. Sus piernas se contraían convulsivamente y respiraba ruidosamente. Entonces le despoje de la carga y me acosté a su lado, sobre la superficie helada, sin soltar la carga que llevaba yo encima. Estábamos tendidos tan juntos, que mi aliento se mezclaba con el de él. Junto a mi rostro veía los dientes de «Esaú» y el brillo que despedían sus ojos. De vez en cuando gemía como una persona que estuviera muy fatigada. Durante la marcha no había dado muestras de estar cansado y había consumido sus energías hasta caer rendido por la fatiga.

Al cabo de un rato, me deshice de mi carga y me acosté boca arriba. Así estuve mucho rato, hasta que empecé a helarme. Haciendo grandes esfuerzos me puse en pie. Puse un pescado delante del hocico de «Esaú». Lo olió, pero no quiso comerlo. Esto era mala señal. Cuando un perro no quiere comer es que ya está medio muerto. Yo no quería que se muriera, y por ello fui desmenuzando el pescado y metiéndoselo en la boca. «Esaú» fue masticando con grandes esfuerzos, pero en seguida se levantó sobre sus patas anteriores y empezó a comer. Comiose todo el pescado y luego se acostó enroscándose en la forma en que suelen hacerlo los perros.

Entonces tuve la intención de pernoctar allí mismo, pero en seguida reflexioné: «Quizá el lago se encuentre ya muy cerca de aquí y sería estupendo poder pasar la noche en la sólida cabaña de Trapper-Fred». Así, pues, volví a coger mi paquete y también el bulto que llevaba el perro.

Me sentía tan débil que me tambaleé y faltó poco para que me cayera, pero sabía que ahora no me era lícito caerme, pues ni siquiera habría tenido fuerzas suficientes para volver a ponerme en pie. Hasta aquel día no me enteré de que existía una fatiga tan grande que era capaz de causar la muerte a una persona. Tiré del perro para que se levantara. También debía de estar muy fatigado, pues a partir de aquel instante ya no me precedió en la marcha, sino que iba a mi lado o incluso detrás de mí, y a veces tenía que tirar de él.

Ya no me acuerdo de si duró mucho aquella marcha, sólo puedo recordar que llegamos al lago. Y pensaba constantemente: «No puedes caerte, porque entonces no podrías levantarte y perecerías de frío». Estaba como borracho, y daba traspiés continuamente. No se me ocurrió la idea de arrojar la carga; pero me di cuenta de que había perdido la carga del perro y me alegré de ello. Entonces me desplomé y me quedé dormido.

Volví a despertarme, porque «Esaú» estaba aullando fuertemente. «La choza no puede estar ya muy lejos», pensé. «Debes levantarte, de lo contrario, volverás a dormirte y te quedarás helado». Quise arrojar la carga que llevaba en la espalda, pero ella me aplastaba bajo su peso y yo carecía por completo de fuerzas. Entonces oí unos ladridos lejanos y pensé: «Son los perros de Trapper-Fred».

Ignoro si yo mismo había soltado la cuerda que tenía atado el perro a mi cinturón o si poco a poco fue deshaciéndose el nudo, debido a la fuerza con que el perro tiraba de la cuerda. Trapper-Fred me dijo posteriormente que le despertaron los ladridos de sus perros y que estuvo a punto de disparar sobre «Esaú» creyendo que se trataba de un lobo, pero que en el último instante le pareció que aquel animal estaba demasiado gordo para ser un lobo.

Guiado por «Esaú», Trapper-Fred me encontró por fin, tendido sobre el hielo del lago, y luego me llevó a su cabaña, pero yo ya no me di cuenta de nada.