Al principio me mantuve apartado del río, como me habían aconsejado. A pesar de su carga, el perro tenía siempre tensa la cuerda a que lo llevaba atado, y pronto comprendí que no tenía que preocuparme en cuanto al camino. El perro tenía una gran experiencia y sabía encontrar siempre los lugares que ofrecieran el más seguro punto de apoyo a sus patas y a mis pies.
Al principio me parecía que el perro caminaba demasiado de prisa, pero cada vez que tiraba de su cuerda, él tiraba a su vez de la misma, para hacerme caminar más de prisa, y finalmente me resigné a obedecer su voluntad.
Hora tras hora, mientras las estrellas palidecían y empezaba a clarear, yo iba trotando detrás del perro, sin mirar a derecha ni a izquierda. Durante la marcha no tenía tiempo de pensar en muchas cosas, ya que había de tener la mente ocupada en procurar sostener mi carga en la forma que más fácil resultara de llevar. Yo no tenía miedo de efectuar aquel viaje, y tampoco temía fracasar en cuanto al objetivo del mismo. Sólo me sentía un poco intranquilo porque ignoraba cómo me recibiría Trapper-Fred.
Me alegraba tener el perro y poseer una tienda y el equipo necesario como un verdadero trampero. Parecíame que aquélla era la clase de vida que siempre había estado deseando.
Detrás de mí el cielo era de un color claro lechoso; detrás de mi presentaba un tono gris. Parecía como si hubiera de nevar. La nieve vieja era delgada y algo húmeda, pero no tan húmeda que se pegara a los pies, por lo cual era posible caminar bien sobre ella.
Al cabo de muchas horas de camino empecé a sudar, pero tampoco esto resultaba desagradable, si no es que me detenía. Mientras iba caminando, comí del chocolate que llevaba en el bolsillo. Hasta el mediodía me detuve a descansar dos veces, y al hacerlo me arrebujé en mi abrigo de piel, y cada vez le di al perro algunos trocitos de chocolate. El primer trozo lo cogió con cuidado, lo escupió y luego volvió a tomarlo para comérselo. Entonces avanzó unos pasos hacia mí, me miró directamente a los ojos, cosa que no había hecho nunca anteriormente. El segundo pedazo de chocolate lo tomó sin vacilar. Cuando nos detuvimos para descansar al mediodía, le di medio pescado. Yo comí unas galletas, pues no tenía apetito.
Después de descansar, pasaba cada vez un buen rato antes de que yo hubiera encontrado la posición adecuada para mi carga y antes de que mis piernas alcanzaran el ritmo apropiado para la marcha. Me alegre de no tener que usar las raquetas para la nieve, pues ello habría dificultado considerablemente la marcha.
Al atardecer vi ante mis ojos la orilla del río cubierta de bosque, y pronto tuvimos que abrimos paso hacia el río a través de la maleza y de la nieve arremolinada.
Al principio del viaje había sujetado a mi cinturón la cuerda con que llevaba atado el perro, pero esto resultaba muy incómodo cuando al perro se le ocurría de pronto dar un fuerte tirón. Por consiguiente, decidí arrollar la cuerda alrededor de mi muñeca, y en seguida me olvidé completamente del consejo que me había dado el trampero, porque el perro hasta entonces había estado corriendo delante de mí con tanta docilidad.
La capa de nieve que cubría la pendiente de la orilla era muy profunda, y «Esaú» se hundió en ella hasta el vientre. Tuve que ayudarle, pues la carga que llevaba le resultaba de gran estorbo. Pero debido a que yo también tenía que bregar con mi propia carga, no retuve la cuerda con fuerza suficiente, y cuando el perro hubo pasado el remolino, encontrose libre de pronto, mientras yo estaba todavía atascado en la nieve.
Realmente «Esaú» era un perro muy listo. Supo aprovecharse de mi falta de previsión en el momento oportuno, y ahora se alejaba trotando por encima del hielo que cubría el río. Antes de que yo tuviera tiempo de salir de mi atascamiento y liberarme de la carga que llevaba, él estaba ya muy lejos. Entonces cometí la equivocación de echar a correr tras él con todas mis fuerzas. Es verdad que conseguí acercarme mucho a él, pero no tanto como para poderle coger. Pronto me abandonaron las fuerzas y la respiración, y la distancia fue haciéndose cada vez mayor. Por si fuera poco, resbalé algunas veces sobre la lisa superficie helada. Seguí corriendo tras el perro, a pesar de que comprendía que no podría atraparle, pero no quería hacerme a esta idea. Sólo cuando le perdí de vista, lejos, muy lejos, me senté en la nieve.
Estaba completamente sin fuerzas, y apenas me quedaba aliento. Sentía náuseas, como si hubiera comido algo que me hubiera sentado mal.
Pensé que no había sabido hacer buen uso del regalo que me hizo el hombre blanco y me preguntaba lo que sucedería si alguna vez regresaba y me pedía que le devolviera el perro. No tendría valor para mirarle a los ojos. Además, acababa de perder también la tienda, el saco de dormir y todas las cosas que el perro llevaba encima. Me puse a llorar y estuve llorando mucho rato.
La marcha que entonces inicié fue muy penosa, y yo sólo tenía la esperanza de que el perro regresara a la ciudad, a reunirse con los otros perros, y que el comerciante fuera un hombre honrado, de suerte que yo no tuviera más tarde de qué avergonzarme delante de «Louis Tres Dedos», cuando él viniera a reclamar a su perro, el perro que le había salvado la vida. Y todo ello era culpa mía, porque no había sido capaz de conservar los bienes ajenos que me habían sido confiados.
A cada paso que daba parecía aumentar el peso de mi carga, y pareciome como si el perro hubiera estado infundiéndome parte de sus propias fuerzas todo el rato que corría delante de mí. Era un buen perro, pero demasiado inteligente para mí.
Oscurecía rápidamente, y tuve que pensar en buscar un lugar apropiado en el que pasar la noche. Pronto lo encontré. Tratábase de una profunda erosión en la orilla del río, que casi era una cueva. Prepare rápidamente mi alojamiento con unas matas que arranque y con ramas de abeto. Las ramas de abeto me sirvieron también para preparar un lecho. En las márgenes encontré manojos de hierba seca, musgo y juncos, todo lo cual había sido arrastrado hasta allí por las aguas. Recogí gran cantidad de estas cosas y las arroje sobre las ramas de abeto. Creí que de este modo no tendría frío durante la noche. Jugando con mis amigos había construido muchas veces cuevas de aquella clase, por lo cual realicé rápidamente mi labor, sobre todo porque disponía de una buena hacha. Finalmente hice también abundante acopio de ramas secas, pues quería que durante toda la noche ardiera una fogata delante de mi alojamiento.
Procedí, pues, a encender el fuego. Freí un poco de tocino en la sartén y lo comí con galleta, que mojé en la grasa. Bebí agua obtenida al derretir un poco de nieve. ¡Cuán feliz habría podido sentirme ahora, si el perro hubiera sido un poco menos inteligente! Habría podido beber té con azúcar y gozar de la compañía del can. Pero sobre todo no me habría sentido atormentado por las preocupaciones.
Arrojé todavía algunas raíces al fuego y luego fui a acostarme, con la espalda apoyada contra la pared interior de la cueva para que tan pronto como abriera los ojos pudiera dominar en seguida el lugar que se extendía delante de la misma. Mientras ardiera el fuego, allí no haría frío. Si se apagaba, entonces el frío me despertaría. Sólo entonces me di cuenta de lo cansado que estaba. Me cercioré una vez más, por el tacto, de que tenía el hacha al alcance de mi mano, y en seguida me quedé dormido.
No fue el frío lo que me despertó. Abrí los ojos y al punto estuve completamente desvelado. Seguramente no había estado durmiendo mucho rato, pues el fuego ardía todavía. Por ello no quise abandonar el agradable calor de mi lecho. Volví a cerrar los ojos, pero no pude conciliar el sueño. Había en mi una inquietud que me obligaba a abrir los ojos cada vez que los cerraba.
De pronto me llevé un susto enorme. Más allá de la fogata, en la oscuridad, distinguí unos puntos brillantes. No pertenecían a mi fogata, pues se movían, desaparecían, para reaparecer en seguida.
Cuando era niño había oído contar muchas historias sobre los lobos, que por la noche se llevaban a los perros y a los niños del campamento para devorarlos, y acerca de las luchas que algunos hombres habíanse visto obligados a sostener con manadas de lobos al atravesar en invierno lugares inhabitados, y por ello yo pensaba ahora: se trata de un lobo. Ahora bien, es generalmente conocido el hecho de que un lobo solitario no es muy peligroso, pero en invierno raras veces anda solo.
Con precaución cogí el hacha, que además del cuchillo, era la única arma de que disponía. Miré si en el fuego quedaban aún ramas encendidas para poder arrojar al intruso, pues sabía que los lobos tienen miedo a los tizones ardientes. Lentamente fui acercando los pies a mi cuerpo, con objeto de estar preparado para arrodillarme en el momento de arrojar el hacha. Los brillantes ojos desaparecieron unos instantes.
Ahora salí arrastrándome con cuidado de la cueva para echar al fuego nuevas ramas y cogí una de ellas que en su extremo inferior presentaba un abultamiento, y la dispuse en forma que me sirviera de garrote. Coloqué el cuchillo en el cinturón, a punto de usarlo cuando me hiciera falta. Nuevamente salí arrastrándome de la cueva y me puse a la expectativa. Los puntos verdes y movibles, al otro lado del fuego, volvían a estar allá, pero ahora estaban a mayor distancia.
Al fin acabé por inquietarme y encolerizarme. Quería saber si solamente era aquel animal el que me acechaba. Me puse en pie y dirigime hacia el otro lado del fuego, porque el resplandor me deslumbraba, y en seguida empezó a palpitar mi corazón de alegría, pues conocí que era el perro «Esaú» el que allí estaba, arrastrando la carga, que había ido resbalando de su lomo. Comprendí que acababa de recobrar al perro. Era una suerte que yo mismo llevara el paquete que contenía el pescado seco, pues ahora podría atraerle mediante la comida. El can esperaba ansioso la pitanza, y no hizo ningún movimiento para alejarse cuando yo cogí el extremo de la cuerda. Y yo estaba tan contento, que le di otro pescado y además un buen pedazo de chocolate.
Le até fuertemente a una recia rama y le despojé de la carga que llevaba. Había conservado todo cuanto llevaba encima. Yo pensé: este perro, tan astuto, ha comprendido seguramente en seguida que no podría llegar a la población con la carga que había resbalado de su lomo, sobre todo si se tropezaba con lobos o perros vagabundos. Así, debió de preferir seguir mis huellas, y de esta forma yo pude recobrarle.
«Esaú» yacía enrollado cerca del fuego, y parecía dormir. Pero en el momento en que le arrojé un pedacito de chocolate, lo atrapó en seguida con la boca.
—Es mejor comer chocolate que correr el riesgo de que le coman a uno los lobos, ¿verdad? —le dije.