En Arctic-City vivía en casa de un mecánico indio, el cual me dijo en qué bar solían reunirse los tramperos que iban a la ciudad.
Todos los días iba yo allí y preguntaba si conocían a un tal Trapper-Fred, pero nunca pudieron darme noticias de él. El «barman» me prometió, sin embargo, que se lo preguntaría a los próximos tramperos que llegaran. Dijo que tal vez estuviera enfermo o hubiera muerto, cosa que solía ocurrirles a los cazadores solitarios, quienes, incluso en caso de enfermedad grave o de debilidad propia de la vejez, aplazaban cada vez ir a la ciudad, hasta que era demasiado tarde para ellos.
Sin embargo, un día pudo comunicarme que acababa de llegar un trampero cargado de pieles, el cual había visto a Trapper-Fred hacía cuatro semanas. El hombre conocía también el lugar en que Trapper-Fred tenía su cabaña.
—Pero tienes que darte mucha prisa —me dijo—, si quieres encontrar a ese hombre, pues tiene la intención de llegar a los Estados cuanto antes. Su padre ha muerto allí y él piensa tomar el primer avión que pueda para trasladarse allá. Se aloja en el hotel que se halla a cien pasos de aquí, calle abajo, y se le conoce por el nombre de «Louis Tres Dedos».
Encontré al hombre en su cuarto, colocando sus cosas en un gran saco y en una maleta nueva.
—¿Qué quieres? —me dijo así que entré en su cuarto.
Yo le dije el motivo de mi visita.
—No tengo mucho tiempo —refunfuñó contrariado, pero luego bajó conmigo al vestíbulo y pidió un mapa del distrito.
Mientras aguardábamos a que nos lo dieran, él pidió dos whiskys. Yo le dije que no bebía whisky. Entonces se echó a reír y dijo que yo era el primer indio que encontraba que no bebiera whisky, y probablemente era también el último. Le expliqué que había prometido a Trapper-Fred no volver a beber en mi vida, y él dijo entonces, moviendo la cabeza:
—Precisamente en el último día había de encontrar un sujeto así. Nadie querrá creerme, cuando cuente en los Estados esta aventura.
Se lo dijo también a la gente del bar, y todos me miraban y se reían, pero yo no les hice caso, porque ya estaba acostumbrado a ello.
El hombre me indicó entonces en el mapa el lugar donde Trapper-Fred tenía la cabaña. Entretanto, observé que en su mano derecha sólo tenía tres dedos. Me explicó detalladamente dónde podía aprovechar el hielo que cubría la superficie del río, y dónde había de tomar el camino por tierra, con objeto de acortar la ruta.
—A partir de aquí —me dijo—, tienes que prestar mucha atención. Aquí se divide el río. Tomarás el camino de la derecha. Luego has de contar los arroyos que veas a tu mano izquierda. El tercer arroyo, allí es el lugar. Te guiará directamente a la cabaña. No puedes equivocarte, porque el arroyo atraviesa un lago. La cabaña se encuentra junto a la parte superior del lago, allí donde el arroyo penetra en él.
Le pedí que me mostrara una vez más el camino en el mapa, y entonces me lo dibujó todo en una hoja de papel que arrancó de su agenda. También dibujó el lago, y en el extremo superior trazó una cruz.
—Aquí está la cabaña. Pero si no te fijas, y confundes el tercer arroyo con otro, te perderás en las montañas y los lobos te devorarán.
Le di las gracias, y me encontraba ya en la calle, cuando el hombre salió corriendo en pos de mí.
—¡Eh, tú! —gritó—. ¿Tienes acaso un trineo?
Le dije que no lo tenía y que en realidad esperaba que una avioneta me llevara, si es que Trapper-Fred no llegaba a la estación.
—Entonces tendrás que esperar mucho. Si yo no llevara tanta prisa, mi piloto podría llevarte allá, pero necesito llegar a Fairbanks en el momento preciso para tomar el avión de línea regular. No tengo tiempo para tal excursión. Te daré mi tienda y mi saco de dormir, y además un perro para que transporte tus cosas. Así podrás partir en seguida. Si caminas a buen paso podrás hacer el viaje en tres días. ¡Aguarda un momento!
Al cabo de unos minutos volvió del hotel con un doble bulto debajo del brazo.
—Probablemente ya no volveré a necesitar todo esto. El trineo y los perros ya los he vendido, pero uno de ellos puedo volver a comprarlo para ti. ¡Ven!
A grandes pasos empezó a caminar delante de mí a través de la población, y finalmente entró en una tienda. El dueño, un viejo mestizo de chino, nos preguntó qué queríamos.
—Tienes que devolverme mi «leader». Ese muchacho tiene que llevárselo para ir al encuentro de Trapper-Fred.
El viejo hizo a ello algunas objeciones, diciendo que entonces la traílla de perros perdería la mitad de su valor, pero «Louis Tres Dedos» no le hizo ningún caso, y penetró en la tienda y dirigiose a la puerta posterior.
—Vamos, que no tengo tiempo para discusiones. Ya sabes muy bien que hiciste un buen negocio con los perros y las pieles. Te devolveré treinta dólares y ni un centavo más.
De este modo me dieron a «Esaú», que era un perro grande, blanquinegro. «Louis Tres Dedos» ató los dos bultos sobre el lomo del can y dijo:
—Puedes añadir todavía algunos pescados secos, pero nada más. Si le cargas demasiado no podrá dar un paso.
Puso en mi mano el cordón que había atado en sus arreos. El perro corría ligero delante de nosotros. Observé que debía tratarse de un buen perro de trineo.
—Puedes decirle a Trapper-Fred que yo regreso a los Estados. Mi padre ha fallecido, y es preciso despachar un sinfín de cosas relacionadas con la herencia. Si vuelvo, él me devolverá el perro. Si no vuelvo puede quedarse con él. Pero procura que no se te escape, pues tiene la costumbre de soltarse, royendo la correa. No permitas que le engañe con su comportamiento pacífico. Es un demonio maligno, y sólo puede utilizársele como perro guía. Cuando está despojado de los arreos, debe atársele siempre con una correa. Se abalanza sobre cualquier perro que encuentre, aunque éste le mire sólo de soslayo. Si lo tratas con dulzura, aprovechará la menor ocasión para arrojarse a tu cuello. Te digo que es el demonio, pues lo tengo comprobado, pero le debo la vida, y por ello quiero que esté en buenos manos. No puedo llevarlo conmigo a los Estados, porque me causaría muchas molestias. No soy tan rico como para indemnizar a los dueños de todos los gatos que llegaría a matar a dentelladas. Y no hablemos de los daños y perjuicios que me vería obligado a pagar a las personas mordidas. Además, el perro no resistiría la nostalgia de las montañas y bosques donde está acostumbrado a vivir. Te repito que debes vigilarlo. Mientras corre delante de los perros, es un can realmente inteligente y útil. Durante la marcha, deberás atarlo a tu cinturón, y cuando te detengas para pasar la noche, procura encontrar una rama resistente de un árbol para atarlo, de lo contrario, no le verás más.
Entretanto, habíamos llegado a su hotel. Al ver que se disponía a entrar, le dije;
—Quizá pienses que soy un pobre indio, pero en Juneau tengo dinero en el banco, y si quieres, puedo extenderte un cheque por el perro y las cosas que me has dado.
Me miró un instante y luego dijo:
—No bebe whisky, tiene cuenta corriente en el banco y es demasiado orgulloso para permitir que un blanco le regale algo… ¿De dónde habrá salido un indio como ése?
—No es que sea demasiado orgulloso —repuse—, pero pensé que debías saber que yo podía pagarte.
—Pues ahora que ya lo sé, quiero, sin embargo, regalártelo todo. Incluso podrás quedarte con el perro si no regreso.
Le di las gracias, y él entró en su hotel.
Me dirigí con el perro a mi alojamiento, lo até a un poste de la veranda y le quité la carga. El can dejó dócilmente que se le hiciera todo esto.
Entré en la casa y les conté lo que acababa de ocurrirme con «Louis Tres Dedos». Le conocían de oídas, por lo que les habían contado de él otros indios, y sabían que había perdido los dos dedos por congelación durante su primer invierno en Alaska. Luego salimos todos a la calle y examinamos el perro. El viejo indio le contempló detenidamente por todos lados. «Esaú» observaba sus movimientos con recelo y dando leves gruñidos.
—Un perro excelente —dijo el indio, y repitió varias veces esta alabanza, mientras andaba alrededor del perro contemplándolo por todos los lados—. Apostaría cien dólares a que es capaz de enfrentarse con cualquier lobo de Alaska, quizás incluso con dos lobos a la vez. Jamás había visto un perro con un pelaje tan espeso. Debe proceder de un cruzamiento con un perro siberiano.
Padre e hijo estuvieron discutiendo un buen rato acerca de descendencias y cruzamientos. También la vieja india manifestó su parecer:
—Yo digo que es de malamut y lobo. Vi uno exactamente igual cuando estuvimos, hace de ello veinte inviernos, entre los esquimales de la costa. Malamut y lobo, apuesto cien dólares… mil dólares.
Una vez en la casa, continuaron discutiendo y me pidieron mi opinión, pero yo me limité a responderles que no entendía gran cosa de perros, que se trataba seguramente de un perro excelente, ello era evidente. Todos convinieron en esto, y ya no discutieron más.
Diéronme toda clase de consejos acerca de mi viaje. El viejo indio había estado ya con exploradores en aquella región. Conocía también el lago, pero no la cabaña de Trapper-Fred. Dijo que probablemente me vería obligado a pernoctar tres veces, y afirmó que «Louis Tres Dedos» se había equivocado. El lago se encontraba junto al cuarto arroyo, no junto al tercero. Por lo demás, convenía en todo cuanto me había dicho el trampero acerca del camino que había de emprender.
Me dije para mis adentros que sería mejor tomar el camino a lo largo del tercer arroyo, ya que un hombre que vive siempre en los montes y los bosques, y cuya vida depende de observar con cuidado las señales indicadoras de su camino, no se equivoca tan fácilmente como un indio que pasa la mayor parte de su tiempo en una casa con veranda.
Entonces salí a comprar todas las cosas que necesitaba para el viaje. Fui a ver al tendero que había tenido que devolver el perro, y él también me dijo que se trataba de un can excelente. Si hubiera comprado todo lo que él me dijo que me haría falta para el viaje, habría necesitado cien perros para transportarlo. Por consiguiente, limiteme a comprar una olla pequeña, una sartén honda, una pequeña hacha, fósforos, un par de raquetas usadas, habas, manteca y azúcar, toda clase de conservas, pemmican, sopa en polvo, galleta, algunas pastillas de chocolate y pescado seco para el perro, además de té, café y gran cantidad de tabaco para mí y para Trapper-Fred.
Cuando el comerciante hubo metido todo esto en un saco, vi que no pesaba mucho, y pensé que podría llevar fácilmente todo ello y las cosas que tenía en casa de los indios. Mientras estaba comprando todas estas cosas al mestizo de chino, oí el ruido del avión en el que se iba «Louis Tres Dedos», y deseé que «Louis Tres Dedos» llegara felizmente a su casa y que tuviera mucha suerte.
Al volver al lado de mis amigos les dije que quería partir a la mañana siguiente temprano. Les di veinte dólares y un paquete de tabaco. El joven sacó en seguida whisky, pero yo no bebí con ellos, aunque insistieron mucho. Sin embargo, comí muchas habas con tocino y le di al perro cuatro medios pescados para que tuviera fuerzas para el viaje. Entonces dormí profundamente hasta que amaneció.
Los indios no se despertaron mientras yo me preparaba para la marcha. La botella de whisky estaba sobre la mesa, vacía. Salí y eché a «Esaú» medio pescado. Comí un poco de las habas que habían sobrado de la cena y media pastilla de chocolate. La otra media pastilla la puse sobre la manta con que se cubrían los indios en la cama.
Saqué afuera mis paquetes. No hacía frío y tampoco soplaba viento. Todavía no se habían desvanecido las estrellas. A la claridad reflejada por la nieve podían distinguirse muy bien todos los objetos. Cargué las cosas sobre el perro de forma que la tienda y el saco de dormir pendieran, respectivamente, a su derecha y a su izquierda. Ambas cosas no pesaban mucho, pues la tienda estaba hecha de la seda que se emplea para los globos, y el saco de dormir estaba rellenado con seda cruda. Encima puse las raquetas y una bolsa con té, café y azúcar. El paquete que contenía el pescado seco lo llevaba yo sobre el pecho. Con el saco viejo me había hecho una mochila. La carga que yo llevaba no era excesivamente pesada, pero las cuerdas cortaban dolorosamente mis hombros. Entonces puse debajo de ellas mis guantes de piel, y así ya no apretaban tanto. No hacía frío, por lo cual me quité el abrigo de piel y lo até a la mochila. Entonces desaté el perro del poste y emprendí la marcha.