EL COLLAR DEL JEFE

Estuve esperando la respuesta de Trapper-Fred, pero al ver que transcurría mucho tiempo y no recibía ninguna carta de él, me dispuse a partir a su encuentro. Primero tomé el avión que me llevó a Fairbanks, y luego seguí volando con rumbo a Tanana.

Pasé por las calles de la localidad con un gran saco en la espalda, en el que llevaba todos mis enseres y algunos regalos. Esperaba encontrar a algunos de mis amigos, pero no vi a ninguno de ellos.

Entré en la cabaña de mi abuelo. Era todavía la misma cabaña, pero era mucho más pequeña y mucho más sucia de como la veía en mis recuerdos. La estufa estaba apagada. Mi abuelo, el jefe, estaba acostado en su cama durmiendo.

Al acercarme a su lecho no le desperté. Su rostro estaba muy demacrado. El cabello y los labios eran grises. Si no hubiera percibido su respiración habría podido creer que estaba muerto. Le toqué y abrió los ojos, pero no dio señales de haberme reconocido.

—Soy yo —le dije—, «Pequeño Zorro», que he regresado de mi viaje.

Entonces se incorporó.

—¿«Pequeño Zorro»? —preguntó—. ¿«Pequeño Zorro»?

Repitió la pregunta cual si tuviera que reflexionar sobre lo que este nombre significaba. Y al cabo de un rato volví a decírselo y entonces advertí de que por fin me había reconocido.

Coloqué encima de su manta el tabaco y la nueva pipa que le había traído, y él estuvo buscando un buen rato en sus bolsillos la pipa vieja, ya que el tabaco no sabe bien cuando se fuma con una pipa nueva. Finalmente, cuando la hubo encontrado (era todavía la misma pipa, rota y atada con un alambre), dijo:

—Me alegro de verte.

Luego volvió a guardar silencio, llenó la pipa y aguardó a que yo le hablara. Pero de momento no supe qué decirle. Llené también mi pipa. Los dos fumábamos en silencio.

Entonces empecé a referirle lo que se me vino a las mientes. Él no me interrumpió ni una sola vez y fumó una pipa tras otra. También le dije que tenía intención de visitar a Trapper-Fred. Cuando ya no me quedó nada más que contarle, me preguntó:

—¿Has ganado muchos dólares?

Dicho esto volvió a guardar silencio. Entonces yo saqué rápidamente de mi saco la pequeña botella de whisky que en él guardaba, y se la di. La había comprado para él, pero durante el viaje estuve pensando si acaso no sería mejor no entregársela. Y ahora no quería que mi abuelo, el jefe, tuviera que mendigarme medio dólar para poder comprarse whisky.

Al tomar la botella le temblaban tanto las manos que la cogí de nuevo y se la abrí. Y entonces se puso a beber tan afanosamente, que el licor le resbalaba por las comisuras de su boca. No soltó la botella hasta que hubo vaciado del todo su contenido. Entonces la dejó caer sobre la cama, acomodose y cerró los ojos.

—Es un whisky muy bueno —dijo—. Todo el rato estuve intranquilo, porque creía que no me habías traído. ¿Todavía continúas sin beber whisky, «Pequeño Zorro»?

Le respondí que desde entonces no había vuelto a beber whisky, ni hootch, ni ninguna otra bebida alcohólica.

—Eso está bien, «Pequeño Zorro» —murmuró—, eso está bien. Pero también me agrada que me hayas traído whisky. Sólo ahora estoy contento. Sólo ahora puedo pensar: «Pequeño Zorro» ha regresado. Antes no pensaba más que esto: ¡Por qué no me habrá traído whisky!

Luego quedose tranquilo, como si durmiera. Más tarde incorporose y se sentó en el borde de la cama.

»Lo que tienes intención de hacer, “Pequeño Zorro” —me dijo—, está bien. Ve a ver al marido de mi hija. Hizo bien en sacarte de aquí. Dijo que yo ya no era ningún jefe… y dijo la verdad. Cuando estoy bebido, todavía sigo creyendo que soy el jefe; pero cuando estoy sereno, ya no lo creo. Dijo que yo ya no tenía amor propio. También esto es verdad. Yo, que en otro tiempo fui un jefe, ando mendigando a los hombres blancos un trago de whisky. Y cuando quieren divertirse, me dan mucho de beber, y me dicen: “Muéstranos la forma en que mataste al gran oso con un cuchillo”. Y yo se lo muestro. Entonces se ríen y dicen: “Sabe mentir muy bien el viejo ése”. Y no saben que realmente di muerte al oso con un cuchillo.

»Vuelven a darme más whisky, y dicen: “Ahora muéstranos cómo mataste a muchos hombres”. Yo se lo muestro y les hablo de mis combates, y ellos se ríen y yo me río también con ellos. No, verdaderamente no hay ya en mí ni amor propio ni orgullo, puesto que no es cuestión de risa el que unos hombres luchen por su vida. Ya que si no les hubiera matado, me habrían matado ellos a mí. De ello dan fe las cicatrices que tengo en la piel.

Dicho esto volvió a guardar un prolongado silencio; pero sus labios temblaban convulsivamente, y sus manos no cesaban de acariciar inquietamente sus muslos.

A mí me dolía mucho ver al anciano en aquel estado y saqué del saco la «parka» de piel de lobo que le había traído y se la di. La palpó con sus dedos sucios y enflaquecidos, y observé que se alegraba.

»Es del lobo rojo —dijo—. Bien, muy bien. Un hombre viejo necesita mucho calor cuando llega el invierno.

Le ayudé a ponérsela encima del viejo y raído abrigo que llevaba continuamente, de día y de noche. Lo llevaba puesto ya el día que me separé de él.

—Cuesta muchos dólares —le dije—. He tenido que trabajar muchísimos días para poder comprarla. Y me daría mucha pena que la cambiaras por hootch.

Me miró un instante y movió la cabeza.

—No, no la cambiaré. Ésta es la última alegría de que voy a disfrutar. Cuando vengan para llevarse al jefe muerto, yo estaré aquí acostado, dentro de una «parka» hecha de la piel del lobo rojo.

—En la tienda de French-Teddy —le dije— he dejado pagado un saco de habas y también algo de manteca. Pero French-Teddy sólo os dará de ello un poco cada día.

El jefe encendió otra pipa, cerró los ojos y empezó a fumar. No abrió los ojos tampoco, cuando la pipa hacia ya rato que estaba apagada. Por unos instantes reinó en la estancia un angustioso silencio.

—Escucha —dijo de pronto el jefe indio, y su voz semejaba el rumor de las hojas secas—, escucha. He perdido mi tribu, mis perros, mis tiendas y mis trineos, pieles preciosas, de inestimable valor… rifles y trampas… todo ello ha desaparecido, como la nieve al derretirse cuando llega la primavera. Antes de que me sobrevenga la muerte…

Dejó la pipa, y con manos trémulas empezó a buscar y a tirar de algo que ocultaba debajo de sus vestidos. Finalmente logró sacar lo que buscaba. Tratábase de un cordón de cuero en el que estaban ensartados garras y dientes de un oso y también abalorios. Yo nunca había visto aquel collar, ni siquiera sabía que mi abuelo lo poseyera.

—Tómalo —me dijo—, para que antes de morir no cometa aún otro error. Los hombres blancos pagarían muchos dólares por el collar de un jefe.

Pero yo puse mis manos detrás de la espalda y no quise aceptar el collar.

—Toma el collar, «Pequeño Zorro» —insistió—. Tú eres el hijo de mi hijo, el cual está muerto. Tómalo, para que exista un jefe, cuando yo ya esté muerto.

Entonces tomé el collar y me lo puse alrededor del cuello. Mi abuelo levantose entonces, alzó las manos y dijo unas palabras en una lengua que yo no entendí. Luego volvió a acomodarse en su lecho y cubriose la cabeza con la manta.

Yo estaba muy intrigado y confuso, y me preguntaba si es que realmente yo era un cacique ahora. Yo sabía que todavía quedaban unos pocos individuos de nuestra tribu, los cuales eran indios trashumantes, y sabía también que vivían sin jefe y que sólo tenían todavía un hechicero. Aquí en Tanana éramos sólo cinco de nuestra tribu: mi abuelo, mi tía Choolee, Pete Naquee, que trabajaba de maquinista en un vapor del Yukón, la pequeña Mary Tsanach, asistente en la misión, y yo. Sólo éstos, pero cuando yo era pequeño, eran muchos más.

Luego, seguí pensando: indudablemente, el jefe no había perdido completamente su orgullo y dignidad, porque no cambió por whisky su collar de cacique, ni siquiera en estado de embriaguez.

Encendí la estufa, y con el corned beef que había traído preparé una sabrosa sopa de carne. Mientras estaba ocupado en tales menesteres, llegó mi tía, que hacía la limpieza en casa de algunas familias de blancos. Alegrose mucho del pañuelo estampado y del collar de corales que le regalé. Es una mujer que llora con facilidad, y, por lo tanto, también esta vez vertió lágrimas de emoción. Despedía un fuerte olor a hootch, y había traído asimismo una botella entera de este licor, pero sólo medio pan para comer.

Al día siguiente partí en avión hacia Arctic-City, con la intención de hallar el paradero de Trapper-Fred.