TRABAJANDO EN EL «MANGO DE LA SARTÉN»

Luego estuve trabajando en la fábrica de conservas de salmón. Tenía que llevar continuamente cajas a los camiones. Cada día hacía lo mismo, durante muchas semanas. Al principio, la espalda me dolía mucho, y, por la noche, muchas veces me era imposible dormir, tanto era el dolor que sentía. Más tarde, sin embargo, llegué a acostumbrarme, pero siempre estaba cansado.

Ganaba muchos dólares. Lo que me sobraba lo llevaba al banco y daba luego la cartilla a la mujer de Dutch-Will para que me la guardara. Iba siempre conmigo, cada vez que yo necesitaba comprar ropa, camisas y botas, y escogía de todo lo mejor.

—Después de todo, tienes suficiente dinero, y no necesitas comprar los artículos de mala calidad que los comerciantes adquieren para los indios que nada entienden de ello y se alegran de recibir cosas baratas, sin preguntar cuánto les van a durar.

También fui algunas veces al cine, pero solía quedarme dormido allí, porque siempre estaba cansado. Nunca iba a los bares y a las salas de juego. Solamente entraba para ver lo que ocurría allí dentro, pero sólo tomaba zumos de fruta y miraba cómo mis compañeros perdían su dinero en las máquinas tragaperras. No, no me gustaban estas cosas, y prefería retirarme a descansar temprano o contarle cosas a la señora de Dutch-Will.

Cuando no tenía trabajo iba a la escuela. Así lo había dispuesto Trapper-Fred, y Dutch-Will procuraba que así se hiciera. A mí me agradaba ir a la escuela, donde era bien considerado, porque iba bien vestido y siempre tenía cosas interesantes por contar. También allí se me llamaba «Pequeño Zorro», pues algunos compañeros e incluso el maestro estaban enterados de la historia publicada por la revista, y me gastaban bromas acerca de ello.

Durante algún tiempo estuve trabajando con Dutch-Will en el aeródromo. Al año siguiente todo sucedió como antes. Cuando llegó la temporada del salmón fuimos a pescar. En los días que precedieron al Derby muchos hombres vinieron a mi encuentro, porque querían que les sirviera de ayudante, ya que pensaban que yo era capaz realmente de pronunciar conjuros mágicos; mas yo estuve aguardando a «Mister Whisky» hasta el último momento. Sin embargo, no llegó. Quizás estuviera enfermo o hubiera muerto. Así, fui al Derby con otro señor, que estaba muy flaco y no hablaba casi nada, y no bebía una sola gola de whisky. El pez más grande que cogió pesaba cuarenta y cinco Libras, y quedose muy satisfecho, porque era la primera vez que tomaba parte en el Derby. También él tuvo que bregar muchísimo con el pez, pero no se le cayó la pipa de la boca. Tenía otro método de hacer cansar al salmón. Generalmente dejaba que corriera mucho rato, mediante un sedal muy largo, y luego tiraba con sumo cuidado, cuando el salmón había dejado de hacer esfuerzos. Aquel hombre me pagó espléndidamente por mi trabajo.

Cuando terminó la pesca del salmón con las redes empezamos a pescar el mero. Luego volví a la fábrica de conservas y a llevar cajas de un lado para otro. Más tarde trabajé en un campamento de leñadores, en las montañas. El sueldo estaba bien, y también la comida, pero no me gustaba mucho trabajar allí. Los hombres eran rudos, a veces me hablaban de modo desabrido y desconsiderado. Cuando algo iba mal en el trabajo, decían que yo tenía la culpa, aunque no la tuviese. Había también entre nosotros un esquimal que no era más fuerte que yo ni tampoco más inteligente; cuando le insultaban, reíase y les seguía la corriente. Esto era gran ocasión de risa para aquellos hombres, y así lograba estar en buenas relaciones con ellos. Pero yo no podía reírme cuando me insultaban. Yo callaba y me alejaba. Entonces se irritaban más contra mí y lo pasaba mal. Una vez Bill Houseman me llamó «indio sucio y piojoso» al ver que no quería tomar del whisky que me ofrecía. Y, sin embargo, en el campamento no había hombre más sucio que él, y si alguno tenía piojos era él precisamente.

Yo quería alejarme, pero él me derribó y trató de meterme entre los dientes el cuello de la botella Yo me defendía con todas mis fuerzas. Él era muy fuerte. Pero entonces se acercó «Saco de arena» y lo apartó de mí.

—Deja en paz al muchacho —le dijo a Bill Houseman—, ¿por qué habría de beber whisky si no quiere?

Pero Bill Houseman se puso furioso de veras y gritó:

—Pero yo quiero que ese puerco de indio beba whisky. No me gusta que haya aquí alguien que no beba.

Y diciendo esto, dispúsose a lanzarse de nuevo sobre mí. Pero «Saco de arena» le pegó un puñetazo en las costillas y Bill salió disparado contra la pared y permaneció unos instantes tendido en el suelo.

«Saco de arena» dijo entonces:

—A mi no me gusta que alguien quiera obligar a otro a hacer aquello que no quiere. Cuando después de mi combate con «Choco-Tiger» caí enfermo y no quería ya boxear, mi manager me decía: «¡Resiste! ¡Resiste!». Y así, aun estando enfermo, tuve que volver al ring. Antes me llamaban «Jack Torbellino», luego me convertí en «Saco de arena», que recibe los golpes de todo el mundo. Ahora ya no soy ningún torbellino, pero aún he sido capaz de sentar las costuras a algunos que se desmandaban, y lo mismo haré contigo, Bill, si no dejas en paz al chiquillo.

Nunca había hablado tanto «Saco de arena» como en esta ocasión. Generalmente se mantenía apartado de los demás, y todos creían que no estaba muy bien de la cabeza. Por ello quedáronse aquellos hombres muy sorprendidos al ver que acudía en mi ayuda y que hablaba tanto.

«Saco de arena» no me dijo nada directamente a mí, y fue a sentarse al sitio que antes ocupaba en la mesa, donde tenía su vaso de whisky.

Entonces me marché de allí, y Dutch-Will me procuró un par de empleos que no duraron mucho. Estuve en un establecimiento de horticultura del valle del Matanuska, cerca de Anchorage. Yo sólo conocía las verduras en conserva y ahora pude ver también allí cómo crecían ufanas en el campo. El establecimiento recibió en una exposición un premio por un repollo que pesaba más de treinta libras. Cultivábanse allí casi todas las especies de hortalizas, y todas medraban muy bien.

También estuve en un aserradero, en una fábrica de papel y en una fábrica de juguetes. Y tan pronto como quedaba sin trabajo, iba de nuevo a la escuela.

Ahora hacía casi tres años que vivía en el «Mango de la Sartén». Cuando estaba en casa de Dutch-Will y su mujer, soportaba muy bien aquella vida, pero fuera de ello me gustaba cada vez menos. Eran demasiadas las veces que sentía ofendido mi amor propio, incluso por parte de los indios con quienes trabajaba. Muchos de ellos no trabajaban bien. Se burlaban de mí porque yo era concienzudo en la labor que realizaba, y porque vestía bien y no quería beber hootch. No encontré allí ningún amigo verdadero, y ¿qué es el hombre que carece de amigos que rían con él cuando él está alegre y guarden silencio con él cuando está triste?

Allí llovía continuamente, lo cual no me gustaba ni pizca, y tampoco pude acostumbrarme jamás a los pequeños terremotos, tan frecuentes.

Por consiguiente, le escribí a Trapper-Fred una carta en la que le decía que yo no podía ser feliz en aquel lugar. Le rogaba que me Llevara a vivir con él por algún tiempo. Quizá llegaría yo entonces a ser un trapper, un trampero, como él. Mis antepasados —le decía yo en mi carta— habían sido, pues, cazadores, y esta clase de vida era probablemente más adecuada para un indio que trabajar en una fábrica de conservas. Dutch-Will, al que comuniqué mis deseos, limitose a refunfuñar unas palabras ininteligibles por toda respuesta. Sin embargo, tomó la carta y escribió en el sobre la dirección, porque yo ignoraba el verdadero nombre de Trapper-Fred. También me prometió enviar la carta.