En este Derby se trata de ver quién captura el salmón más grande con la caña y el anzuelo. La extensión en que puede pescarse con caña y el tiempo están reglamentados con toda exactitud. Los peces más grandes son pesados ante un jurado, y el que posee el pez más gordo es ganador del Derby. Hay en este certamen buenos premios: receptores de radio y televisión, automóviles, viajes en avión, neveras, etcétera.
«Mister Whisky» se llamaba en realidad John Crable, pero yo no lo sabía cuando llegué al hotel preguntando por él. Este hombre llegaba todos los años para el Derby, procedente de los Estados, y se sabía que en ellos era un diligente hombre de negocios que jamás probaba el whisky. Pero cuando se encontraba en Juneau bebía a todas horas, y casi siempre andaba un poco borracho. Entonces estaba muy alegre, y mientras estaba pescando hacía toda clase de bromas.
«Mister Whisky» y yo nos dirigimos, pues, hacia la bahía, en la que pululaban embarcaciones de toda especie. «Mister Whisky» estaba muy gordo, comía mucho y me daba también a mí de sus bocadillos. Hablaba y bebía, pero nunca apartaba los ojos de su caña de pescar.
Capturó muchos salmones, pero los arrojaba todos nuevamente al agua, incluso los grandes.
—¿Qué voy a hacer con estos enanos? —decía—. Nadie tiene probabilidades de ganar el premio con un pez de un peso inferior a las cincuenta libras. No quiero que la gente se ría de mí en el momento de ir a pesar este pescado. Anda, sigue nadando, enanito. Remonta la corriente; hazte fecundo y multiplícate.
A cada pez que cogía y ponía luego en libertad le soltaba su pequeño discurso.
—Diez años hace ya que vengo a este asqueroso sitio, y solamente conozco mi hotel y la bahía, y todavía no he pescado un salmón que pesara más de treinta libras. Tú me traerás la suerte, pequeño indio. Te daré un dólar extra por cada libra que pase de las treinta libras. Anda, pronuncia un conjuro, a ver si ganas muchos dólares.
Yo le dije que conocía a un viejo hechicero, pero no conocía ninguno de sus conjuros. También le hablé de mi abuelo, el cual recibió su nombre por su habilidad en conocer cuándo el salmón remonta la corriente del río.
—Nieto del jefe «El-que-va-en-busca-del-salmón» —decía—, tú me traerás suerte, pues todas las facultades se heredan. Llama al salmón más grande que se encuentre en la bahía.
Diciendo esto, nos echábamos a reír de buena gana.
Pero en la tarde del primer día cobré veinticinco dólares extra, ya que el hombre pescó dos salmones que estimó en cuarenta libras y en treinta y cinco libras de peso, respectivamente, y creo que calculó bien. Al día siguiente sólo cogimos peces pequeños, y yo no recibí ni un centavo de más.
—Yo te doy dinero, mucho dinero por este trabajo, y he ahí que tú estás sentado comiendo mis bocadillos y sin pronunciar ninguna de tus fórmulas mágicas —dijo riendo «Mister Whisky».
Yo le respondí:
—Aguarde un momento. Mañana llegará el gran salmón. Percibo dentro de mí el poder de mi abuelo. Un salmón muy grande se encuentra en camino y pasará precisamente por aquí. Trace usted una señal en el agua, para que podamos encontrar de nuevo el lugar.
Bebió directamente de su botella. Luego arrojó al agua el resto del whisky, y dijo:
—Éste es, pues, el lugar.
Durante dos horas estuvo sin poder beber una gota de whisky.
Cada tres días llovía, pero aquel día llovió incesantemente. «Mister Whisky» había bebido ya cuando subió a la lancha. Me di cuenta de ello por el olor.
—Nieto del jefe —me dijo—, hoy es nuestra última oportunidad. Piensa que desde hace diez años estoy viniendo a este asqueroso país, y siempre en vano. Piensa que desde hace diez años se están burlando de mí los amigos, porque un año tras otro estoy viniendo a este asqueroso país y nunca gano ni siquiera un aparato de radio. Piensa finalmente, que tú debes mostrarte digno de tu abuelo, el cual conjuraba al salmón.
—Ya le he llamado al «Rey Salmón» —repuse—. Sólo se trata de que encontremos de nuevo el lugar donde usted vertió el whisky.
—Yo encontraré el sitio —dijo—, mi nariz está acostumbrada al rastro del whisky. No temas, que encontraremos el lugar.
Remando nos adentramos en la bahía.
—¡Alto! —dijo—. Percibo el olor del whisky. Fue aquí, en este mismo sitio.
Estuvo allí con la caña durante dos horas, pero no vimos ningún salmón. Tampoco vimos que los otros pescadores pescaran nada.
—Me parece que dijiste la fórmula mágica al revés —díjome «Mister Whisky» en tono de reproche.
—Si usted no se ha equivocado en cuanto al lugar, no tiene por qué preocuparse. Esta noche he pronunciado un estupendo conjuro para el salmón —le dije.
—¿Cómo lo hiciste?
—Me acosté en mi cama, cerré los ojos e invoqué al gran salmón.
—¿Y luego?
—Luego dormí lo más profundamente que pude.
—¡Qué muchacho tan listo! —exclamó «Mister Whisky», dándome un ligero puñetazo en la barriga, en el mismo instante en que me disponía a colocar junto a él, debajo de una tela impermeable, la bolsa con los bocadillos. Así que tropecé, perdí el equilibrio y me caí al agua. Yo sé nadar perfectamente, pero no sé nadar muy bien con los chanclos puestos y con el impermeable. Fue tanto lo que se inclinó «Mister Whisky» sobre mí, que creía que con su gruesa figura iría a parar también al agua. Era un hombre de mucha fuerza, y tan pronto como consiguió agarrarme, me subió de un tirón a la lancha.
—No quise hacerlo, muchacho —disculpose—, era sólo una broma. Vamos en seguida al puerto, para que te cambios de ropa.
—No, mister —le dije—. Precisamente en este instante podría llegar el salmón y quizá lo pescaría otro. Entonces habríamos perdido el tiempo.
—Puede que tengas razón —respondió, mirando hacia el mar.
En las otras lanchas había mucho movimiento y se oían muchos gritos. Esto era siempre la señal de que se acercaban bancos de peces. Desnudose rápidamente y me dio su camiseta, sus calzoncillos y su pullover. Así cada uno de los dos tenía ropa seca debajo del impermeable. Mientras yo me vestía, él no paraba de reír.
—Vuelve a quitarte el impermeable y las botas —me pidió—. Quiero llevarme a casa un retrato tuyo. Estás muy gracioso con mis calzoncillos.
Sacó su máquina fotográfica, hizo la fotografía y entretanto no dejaba de reír.
—¡Ya vienen! —exclamé, pues observé un movimiento en el agua como si ésta estuviera hirviendo.
«Mister Whisky» guardó rápidamente la máquina fotográfica en la bolsa de los bocadillos y miró en la dirección que le señalaba mi mano.
—Vienen directamente hacia nosotros, y forman un inmenso banco. Parece como si quisieran atacarnos. Y hay entre ellos algunos ejemplares de gran tamaño.
Dicho esto, preparó la caña.
Tratábase realmente de salmones de enorme tamaño. El banco fue acercándose a nuestra lancha y en seguida percibimos el chasquido que producían en el agua junto a la embarcación.
«Mister Whisky» había echado el anzuelo. Durante muchos minutos estuvo bailoteando nuestra lancha sobre el banco de salmones, pero ninguno de ellos picó, ninguno entre tantos centenares.
—Él estaba ahí —dijo «Mister Whisky», echando una vez más el anzuelo—. Lo he visto. Hazlo volver con tu conjuro.
Yo no dije nada, pues vi que «Mister Whisky» se había puesto triste como un niño y no quise gastarle más bromas con mis supuestas invocaciones mágicas. Los lomos de brillantes escamas estaban ya muy lejos, y el pescador arrojó de nuevo el anzuelo al agua. Yo aparté la mirada, y me sentí asimismo inmensamente triste, porque había deseado que aquel hombro grueso, tan divertido, pudiera capturar aquel año un salmón de gran tamaño. En el mismo instante en que me volví para mirarle, reconocí, por la expresión de su cara, que acababa de picar un pez, y también observé que la caña se doblaba repentinamente hasta tocar el agua. Y oí al hombre decir en voz baja:
—Quizá sea él. Este salmón es muy fuerte, muy fuerte.
Debía de ser realmente un pez muy fuerte, puesto que empezó a arrastrar la lancha.
—Quítame el impermeable —me pidió «Mister Whisky»—, pues me molesta.
Mientras le quitaba el impermeable, dio al pez suficiente sedal.
Y ahora empezó a luchar con el pez. No, ahora ya no estaba borracho, y luchaba como debe luchar un hombre. De pronto había mudado de semblante. Parecía como si ya no tuviera grasa en el cuerpo, como si fuera todo energía, como si jamás hubiera reído en su vida. Cada vez se inclinaba la caña, y yo me preguntaba cómo era posible que no se rompiera, ni tampoco el fino sedal. Soltó muchísimos metros de sedal, y luego volvió a tirar de él pulgada tras pulgada. Entretanto, jadeaba y a veces rugía como un oso encolerizado.
Y cada vez ocurría lo mismo: él daba al pez metros y más metros de sedal, para volverlo a recoger pulgada tras pulgada, y la caña se ponía cada vez tensa como un arco.
Pero una vez el pez se burló de él. La punta de la caña retrocedió rápidamente a su posición primitiva. El hombre grueso remó en el aire violentamente con los brazos, luego cayó sentado con fuerza sobre el borde de la embarcación y, finalmente, se cayó al agua. Pero no soltó la caña. Yo salté presuroso hacia él y agarré la caña, con objeto de que él quedara con las manos libres. Sin embargo, «Mister Whisky» escupió agua y me dijo a gritos:
—¡No la cojas! ¡Ve al otro lado para que no vuelque la lancha!
Hice como él quería que hiciese, y el salmón, con su fuerza, vino en su ayuda, pues tiraba fuertemente del sedal a través de la embarcación. Aquel hombre tenía realmente mucha fuerza. Como un oso remojado logró subir a la lancha, y daba también resoplidos igual que un oso. El agua corría a raudales a lo largo de su cuerpo, mitad agua de mar, mitad agua de lluvia, pues precisamente en aquellos instantes las nubes estaban soltando toda el agua que llevaban.
—Quizá será mejor que le sujete, no sea que vuelva usted a caerse al agua —le dije.
Mas él repuso:
—Durante diez años le estuve aguardando, y ahora quiero cogerlo yo solo, o que remonte la corriente, si es que es más fuerte que yo.
Estuvieron luchando una hora o más, y yo tenía preparado el garfio. Pero resultó que «Mister Whisky» fue el más fuerte.
Nos hallábamos sentados uno frente al otro, y entre los dos, en el agua de sentinas, yacía el enorme pez, el «Rey Salmón». «Mister Whisky» estaba sentado en cuclillas, bajo la manta de lana y el impermeable que yo le había puesto sobre los hombros. Su respiración era jadeante, y tosía constantemente, y no cesaba de contemplar el pez. Luego sacó su botella de whisky, bebió un largo trago, levantó la botella hacia el pez y dijo:
—Tú eras fuerte, «Rey Salmón», y si esta vez es otro hombre el que gane el «Golden North Derby», su pez habrá de ser más fuerte que tú, pero no lo creo.
Y dicho esto, arrojó al mar la botella, en la que todavía quedaba mucho whisky.
—¿Cuánto le parece que pesará? —me preguntó.
—Sesenta —respondí—, quizás algo más.
—Sesenta y cinco por lo menos —repuso—, acaso más pero ni un gramo menos.
Podía observarse que estaba muy contento. Nos dirigimos a tierra remando, amarramos la lancha y pasamos un cordel de cuero a través de las agallas del pez. «Mister Whisky» quería llevarlo él mismo, pero yo le dije:
—Parecerá más grande si lo llevo yo, pues soy más pequeño.
Consideró que tenía razón, y dejó que fuera yo quien lo llevara.
Muchas personas nos miraban, y todos decían:
—Ahí viene el hombre que ganará el Derby este año. No hay otro salmón más grande que ése.
«Mister Whisky» andaba a mi lado y hacía como si no oyera lo que la gente decía, pero creo que no se le escapaba una sola palabra y que se sentía muy ufano de ello.
Más tarde, en el momento de pesar los peces, hubo un nuevo motivo de emoción. Nuestro pez pesaba sesenta y seis libras y doscientos gramos; pero el pez siguiente era también muy grande, y observé, puesto que, en medio de la multitud, me encontraba a su lado, que «Mister Whisky» se mostraba ansioso y apretaba los puños.
Sin embargo, le gritó al hombre que se disponía a llevar a la balanza su enorme pescado:
—¡No me extrañaría que tu pez pesara diez gramos más que el mío!
No obstante, resultó que pesaba cinco gramos menos, y «Mister Whisky» ganó el Derby. Ahora podía estar orgulloso el resto de su vida, y sus amigos ya no tendrían motivo para reírse de él. Nos fotografiaron a los dos muchas veces, y cada vez nos reíamos satisfechos.
«Mister Whisky» escribió en una hoja de papel:
30 61 50 141 |
dólares por tres días. dólares por libras extra. dólares por conjuro. dólares. |
—Ahora pon tu nombre aquí —me dijo.
Yo escribí: Jack Cheecooh - «Pequeño Zorro».
—¿«Pequeño Zorro»? —preguntó.
—Es mi nombre de guerra —le respondí
—Está bien. Ahora escribe también lo siguiente: nieto del jefe «El-que-hace-salir-el-salmón».
Así lo hice, y «Mister Whisky» se reía alegremente en el momento de meter el papel en su bolsillo.
Tuve que referir esta historia muchas veces a la mujer de Dutch-Will, y cada vez se desternillaba de risa antes de que llegara al episodio en que me caí al agua.
Habían transcurrido algunas semanas, cuando recibí una carta muy extensa. En ella estaba escrito lo siguiente:
A mister Jack Cheecooh («Pequeño Zorro»)
Nieto del jefe «El-que-hace-salir-el-salmón»
JUNEAU (Alaska)
En casa de Dutch-Will, junto al muelle.
La carta era de «Mister Whisky», y contenía una revista. Pensé: ¿por qué habrá de enviarme «Mister Whisky» esta revista? Pero me puse a hojearla y encontré en ella fotografías de «Mister Whisky» y de mí con el gran salmón. Estaba también la fotografía en la que aparecía con los calzoncillos de «Mister Whisky», en la lancha. El artículo correspondiente ostentaba el siguiente título: «Cómo gané el “Golden North Derby”, por John Crable».
Y en el artículo se describía, punto por punto, todo lo ocurrido, incluso lo de mi gran conjuro mágico durante el sueño, y cómo «Mister Whisky» me había hecho caer al agua. El autor del artículo, «Mister Whisky», hablaba también de mi abuelo, el famoso jefe indio «El-que-hace-salir-el-salmón».
Mostré la revista a la mujer de Dutch-Will y no recuerdo haberla visto reír tanto como el día en que vio la fotografía en la que yo aparecía con los calzoncillos de «Mister Whisky». Incluso Dutch-Will, que de ordinario estaba muy serio, se rió muchísimo y mostró la fotografía a todos los amigos que iban a su casa, para que se divirtieran con ella.