Dutch-Will vino a recibirme en Juneau, en el aeródromo, y durante mucho tiempo viví en su casa. Nunca hablaba mucho conmigo, pero tampoco se mostró nunca antipático.
Como casi todos los hombres de Juneau, Dutch-Will trabajaba en la pesca del salmón durante la temporada en que el «Rey Salmón» se dignaba visitar aquellos parajes. Tenía un socio que poseía una buena lancha, y así fue cómo yo empecé a trabajar como ayudante de mister Christoph.
Desde fines de junio hasta fines de julio pescábamos los salmones de la bahía; sólo nos estaba permitida la pesca los jueves y los domingos. Todo el mundo gana allí muchos dólares durante la temporada, tantos dólares como para poder vivir desahogadamente todo el invierno. A mí me sobraron doscientos dólares, y la mujer de Dutch-Will fue conmigo al banco y abrió en mi nombre una cuenta corriente.
—Lo que no se tiene en las manos —dijo—, no se gasta tan fácilmente.
Era una mujer muy fea, pero cocinaba muy bien, y por ello iba mucha gente a su casa a comer durante la temporada del salmón. Era muy exigente, y quería tener siempre muy limpias todas las cosas. Tuve que acostumbrarme desde un buen principio a sus reproches y a su gran amor a la limpieza. Más tarde llegamos a hacer muy buenas migas. Los domingos me llamaba a su cuarto y me invitaba a tomar el té con pastas, y me decía:
—¡Anda, cuéntame!
Entonces yo le contaba todo lo que había oído o visto, incluso del tiempo de antes de haberla conocido, acerca de las personas y de los animales, en fin, todo cuanto se me ocurría. Ella hacía muy pocos comentarios a lo que yo decía, y continuamente estaba haciendo calceta. A veces le hacía gracia lo que yo le contaba, y se reía de buena gana. A mí me agradaba verla reír, pues tenía entonces un aspecto muy simpático, y por ello procuraba contarle cosas divertidas.
Lo que más gracia le hizo fue, sin embargo, lo que nos ocurrió a «Mister Whisky» y a mí. Dutch-Will me había enviado al hotel porque había oído decir que «Mister Whisky» necesitaba un ayudante para el «Golden North Derby».