Soy un indio de la tribu de los natsit, del valle del Koyukuk, y el tótem de nuestra familia es el zorro. Miss Lindsey, que durante algún tiempo fue nuestra maestra y luego se casó con un ingeniero de minas de Fairbanks, me dio el apodo de «Little Fox», es decir, «Pequeño Zorro». Desde entonces, todos me conocieron por este nombre, aunque en realidad me llamo Jack Cheecooh.
Mi madre era de la tribu de los haida, que viven en el sur de Alaska, junto al mar y en las islas, en el «Mango de la Sartén». Mi padre, que había estado trabajando en aquella región, en la fábrica de conservas de salmón, conoció allí a mi madre.
Ella me hablaba mucho de su pueblo cuando yo era todavía pequeño y cuando, durante su enfermedad, le hacía compañía, y también cuando hacía demasiado frío para ir a jugar al aire libre. Me hablaba del alto poste totémico, de hermosos adornos tallados en la madera, de su familia y de los hombres de la tribu, que intrépidamente navegaban por el mar de encrespadas olas en sus grandes canoas de madera de Pernambuco. Tienen allí casas espaciosas de madera, con muchos adornos tallados, y en ellas vive toda la tribu. Mi madre era más alta que todas las demás mujeres de nuestra tribu, más alta incluso que la mayoría de los hombres, y el color de su piel era muy claro. Una ciudad —Hydaburg— situada en una de las grandes islas meridionales, recibió el nombre de su tribu. Mi madre me enseñó también la lengua de los haida, que es completamente distinta de la nuestra, pero volví a olvidar esta lengua, porque yo era aún muy chiquitín cuando mi madre murió.
Sin embargo, recuerdo muy bien, padecía continuos accesos de tos, que la atormentaban, y que siempre me decía: «Habría sido mejor para mí el permanecer con los de mi tribu». Hoy día creo que se sentiría muy orgullosa de su tribu. «Yo soy una haida y tú eres también un haida», solía decirme. Pero yo soy un natsit como mi padre y como mi abuelo, pues no soy más alto que los otros muchachos de mi edad ni tampoco tengo la piel de un color tan claro como la de mi madre.
También mi padre murió prematuramente, no mucho tiempo después que mi madre. Desde entonces viví con mi abuelo, que se llamaba «El-que-llama-al-salmón», porque —según decía la gente— podía predecir cuándo el salmón venía remontando la corriente.
Mi abuelo era el jefe de una subtribu, y yo sé que a veces le visitaban algunos indios que se hallaban de paso, en viaje de negocios. Entonces se comía y bebía en abundancia. Fuera de estas ocasiones, solíamos pasar hambre, pues mi abuelo era ya muy viejo y apenas iba a cazar. Finalmente, ya ni siquiera pudimos continuar con nuestra vida nómada, y nos quedamos a vivir en una mala choza de los alrededores de la ciudad de Tanana. Recuerdo todavía que a veces llegaban hombres blancos que querían que mi abuelo les sirviera de guía, pues conocía como ningún otro todos los ríos, montañas, lagos y bosques del país. Entonces las mujeres de mi tribu me daban todo cuanto necesitaba para poder vivir. A veces iba a la escuela, y me gustaba mucho, porque en ella aprendía muchas cosas, y me gustaba oír hablar de nuestro grande y bello país. Aprendí a leer y escribir, y no me costaba tanto trabajo como a los otros niños indios. También aprendí a leer en el mapa, y conozco por su nombre las ciudades, cordilleras, ríos, lagos, costas y golfos del país. Conozco mucho acerca del salmón, que durante la primavera sale de las profundidades del mar, gordo y robusto, hacia las costas, remonta la corriente de los ríos para poner allí los huevos, y luego se retira otra vez, débil y enflaquecido, y generalmente ya no puede llegar hasta el mar. Sé que el salmón constituye la riqueza de nuestro país, junto con los bosques y las pieles de los animales, no únicamente el oro, que muchos buscan y pocos encuentran. También los hombres de mi tribu vivían en otro tiempo de la caza y de la pesca. Decían: «Cuantos más hombres blancos llegan a nuestra tierra, tantos menos animales caen en nuestras trampas». Hoy día sé que el trampero blanco es más diligente que el indio. Caza más y gana bastantes dólares. Pude ver en la tienda del comerciante los trineos atestados de pieles, y creo que es preciso ser muy hábil y diligente y seguir a los animales hasta los lugares en donde viven. Actualmente sé cómo se hace todo esto, y que colocar trampas es un trabajo sumamente difícil. Sin embargo, si uno vive en las míseras chozas de los alrededores de la ciudad, bebiendo whisky y hootch, no pescará ningún salmón.
Todos los hombres de nuestra tribu eran dados a la bebida, y también muchas de las mujeres. Pero mi abuelo bebía más que nadie, sobre todo durante la temporada de la pesca del salmón y cuando recibía visitas. Todos traían consigo whisky y hootch. Cuando yo fui algo mayor, también bebía; pero debido a que los hombres eran muy egoístas en este punto, sólo tenía ocasión de beber, y nunca en abundancia, cuando ellos estaban ya muy borrachos.
Contaría yo quince años cuando por vez primera me emborraché de verdad. Había estado entonces en nuestra choza un hombre anciano, tan viejo como mi abuelo. Venía acompañado de tres hombres de su tribu, viejos también. Era uno de los pocos hechiceros que quedan todavía, y se llamaba «El-que-va-a-la-luna». Habían vendido pieles y algunos objetos que los hombres de los Estados suelen adquirir para llevar a su país como recuerdo. Habían traído whisky, y ahora todos bebían. Cuando estuvieron alegres, dieron de beber a las mujeres y también a mí.
Los hombres cantaban viejas canciones o escuchaban mientras cantaba el hechicero. Luego dijo el hechicero que ahora iba a volar hacia la luna, y empezó a golpear el suelo con los pies y a cantar, y todos se apartaron de él y guardaron un silencio angustioso. Entonces el hechicero estuvo unos instantes completamente silencioso y miró hacia todos los lados. También me miró a mí, y yo empecé a sentir mucho miedo; pero entonces se desplomó y los hombres le tendieron sobre un lecho.
Decían que ahora era demasiado viejo para sus prácticas de brujería, y mi padre les refirió que una vez presenció cómo este hechicero desapareció entre las nubes y permaneció ausente mucho rato. Luego volvieron a beber y a ponerse cada vez más alegres. También a mi me pasaron la botella, y yo me alegré lo mismo que ellos. Mi abuelo bailaba también y cantaba, hasta que se cansó y le entró sueño, y dirigiose hacia un lecho, tambaleándose. Acostose en él y pronto empezó a roncar. Yo todavía no estaba muy borracho, pero aquellos hombres me dieron luego más whisky y tuve que salir, porque me sentía muy mal. Una vez fuera, caí en medio de la nieve cenagosa, y no fui capaz de volver a levantarme. Tuve que rendirme y quedar allí tendido.
En este estado me encontró la enfermera que en la colonia de los indios ayuda al doctor y que cuida de los niños pequeños de los indios cuando están enfermos. Es una india, y todos la conocen por el nombre de «Ojos-de-salmón». También visitaba a menudo a mi madre, cuando ésta estaba enferma. A veces jugaba conmigo. Ponía un caramelo delante de mi boca, y cuando yo trataba de cogerlo, retiraba ella la mano y me decía: «¡El “Pequeño Zorro” me quiere morder!», y los dos nos reíamos.
«Ojos-de-salmón» fue pues, quien me encontró en medio de la nieve, me llevó a la cabaña y me acostó. Increpó duramente a los hombres y a las mujeres. Tuve tiempo de oírlo, pero en seguida me quedé dormido.
Al día siguiente me encontré muy mal: me dolía mucho la cabeza. Por la tarde (yo me encontraba todavía acostado) entró de nuevo en la cabaña la enfermera. Reprendió al abuelo y a las mujeres, las cuales no dijeron una sola palabra. Dirigiose hacia mi cama. Yo hice como si aún estuviera durmiendo, pero ella se dio cuenta. Me dio un fuerte golpe y me dijo:
—«Pequeño Zorro», ¿por qué bebes hootch y whisky? ¿Es que no ves en lo que ha convertido la bebida a tu abuelo, el cual fue un jefe en otro tiempo? Todos los indios le estimaban, y los hombres blancos que no conocían el país escuchaban sus consejos y le seguían llenos de confianza. Él sabía, más que ningún otro, seguir la pista del salmón. En los bosques de las montañas del sur, persiguió al gran oso y le dio muerte con el cuchillo. Conocían su nombre en Juneau, Dawson, Fairbanks, Nome, Mamaluka. Muchos blancos le deben la vida, debido a haberle tomado como guía. Contémplale ahora. ¿En qué ha venido a convertirse? En un viejo, carente de orgullo y dignidad. Los hombres blancos pasan delante de él, cuando yace en el barro, borracho, y dicen con desprecio: «¡Otro indio borracho!». Los indios de Alaska quieren tener los mismos derechos que los blancos, pero sólo piensan en el derecho de emborracharse. También tu padre bebía. Quizá sus pulmones habrían sanado, si hubiera dejado la bebida. Pero ¿y tu madre? ¿Acaso la viste jamás emborracharse como a estas mujeres de aquí?
«Ojos-de-salmón» volvió a darme una palmada, y vi en sus ojos lágrimas de ira. Me acordé entonces de lo mucho que habíamos jugado junto al lecho de mi madre enferma, y de cuánto nos habíamos reído.
—«Ojos-de-salmón» —le dije—, ya no quiero beber más, ni hootch ni whisky, puesto que mi madre no bebía; no, ya no volveré a beber.
—Me alegraría —repuso— de que hubiera otro indio al que los blancos apreciaran, «Pequeño Zorro».
Dicho esto, salió apresuradamente.
Desde aquel día no volví a beber.