Cuando entró en el colmado, la campana de latón tintineó. En el exterior del establecimiento, alguien se estaba alejando del surtidor de gasolina y no lo vio. Tras el mostrador, un hombre rollizo con la cara colorada interrumpió la conversación que mantenía con un individuo alto y desgarbado y ambos se lo quedaron mirando de hito en hito. Kamui les hizo una profunda reverencia al tiempo que la campana tañía por segunda vez mientras la puerta se cerraba a su espalda.
El hombre que se hallaba tras el mostrador no dijo una palabra.
Kamui volvió a inclinarse con una sonrisa.
—Perdonen —dijo, y los hombres dieron un respingo—. Me rindo —añadió levantando las manos en el aire.
El tipo de la cara roja dijo algo que Kamui no comprendió, miró al hombre larguirucho y ambos hablaron largo y tendido, mirándolo entretanto de reojo. Después, el tendero le señaló la puerta. Kamui se volvió, pero, a su espalda, no vio más que la calle desierta y el sol que salía.
—Me rindo —repitió.
Había dejado la pistola enterrada junto a un árbol, al borde del bosque donde había aparecido hacía apenas unas horas, al igual que los demás. Se había quitado incluso la chaqueta del uniforme y el sombrero y los había dejado también allí, de modo que ahora, al alba, se hallaba en la pequeña gasolinera en camiseta, pantalones y calzado con sus bien lustradas botas. Todo ello para evitar que los norteamericanos lo mataran.
—Yamamoto desu —dijo. Y a continuación añadió—: Me rindo.
El hombre del rostro colorado volvió a hablar, esta vez más fuerte. Luego, el segundo hombre se unió a él, y ambos le gritaron al tiempo que le hacían gestos señalándole la puerta.
—Me rindo —volvió a decir Kamui, temeroso, no obstante, por el modo en que estaban elevando la voz.
El tipo desgarbado cogió una lata de refresco que había sobre el mostrador y se la lanzó. Erró el tiro, volvió a chillar y a señalarle la puerta y de inmediato se puso a buscar otro objeto que arrojarle.
—Gracias —logró articular Kamui, aunque sabía que no era eso lo que quería decir, pues su inglés se limitaba a un número muy reducido de palabras. Retrocedió en dirección a la puerta.
El hombre de la cara roja buscó tras el mostrador, encontró una lata de algo y se la lanzó con un gruñido. La lata lo alcanzó encima de la sien izquierda. Kamui cayó de espaldas contra la puerta y la campana de latón sonó de nuevo.
El vendedor le tiró otras latas mientras su compañero larguirucho gritaba y buscaba sus propios objetos que lanzar, hasta que, tambaleándose, Kamui salió huyendo de la gasolinera con las manos en alto, mostrando que no estaba armado y que sólo pretendía entregarse. El corazón le latía con fuerza en los oídos.
Afuera había salido el sol y una suave luz anaranjada bañaba el pueblo, que parecía tranquilo.
Con un hilillo de sangre resbalando por el costado de su cabeza, Kamui levantó las manos y avanzó por la calle.
—¡Me rindo! —gritó, despertando a la población, con la esperanza de que la gente que encontrara lo dejara vivir.