No estaba seguro de haber dicho lo correcto en los momentos posteriores a la muerte de su madre. Esperaba que sí. O, por lo menos, esperaba haber dicho suficiente. Su madre siempre sabía qué decir. Las palabras eran su método mágico, las palabras y los sueños.
Bajo el resplandor de la casa en llamas, arrodillado junto a ella, Jacob recordó cómo eran las cosas en el pasado, antes del día en que bajó al río. Recordaba el tiempo pasado con su madre, cuando su padre se iba de viaje durante varios días seguidos por motivos de trabajo, dejándolos solos. Jacob sabía que ella estaba siempre más triste cuando su padre se marchaba, pero una parte de él no podía evitar disfrutar de los momentos que compartían cuando estaban solos los dos. Todas las mañanas se sentaban el uno frente al otro a la mesa del desayuno y hablaban de sueños y presagios y de sus expectativas para ese día. Mientras que Jacob era de esas personas que se despertaban por la mañana y no eran capaces de recordar lo que habían soñado durante la noche, su madre lo recordaba todo con vívido detalle. Sus sueños siempre estaban llenos de magia: montañas de altura imposible, animales parlantes, lunas que al salir teñían el cielo de extraños colores.
Cada sueño tenía para ella un significado. Los sueños de montañas eran un augurio de adversidad. Los animales parlantes eran viejos amigos que pronto volverían a entrar en su vida. El color de cada salida de luna, una predicción del humor del día siguiente.
A Jacob le encantaba escuchar sus explicaciones de esas cosas maravillosas. Recordaba una mañana en particular, durante una de esas semanas en que su padre estaba fuera. El viento hacía susurrar el roble del jardín delantero y el sol atisbaba entre las copas de los árboles. Estaban desayunando juntos los dos. Él vigilaba el beicon y las salchichas que chisporroteaban sobre el fogón de la cocina mientras ella se ocupaba de los huevos y de las tortitas, del tamaño de un dólar de plata. Entretanto, le contaba un sueño.
Había bajado al río, sola, sin saber por qué. Cuando llegó a la orilla, el agua estaba tranquila como un espejo.
—Jaspeado de ese azul imposible que sólo se ve en las pinturas al óleo que han pasado demasiado tiempo abandonadas en un desván lleno de humedad —explicó. Hizo una pausa y lo miró. Ahora estaban sentados a la mesa, empezando a desayunar—. ¿Sabes lo que quiero decir, Jacob?
Él asintió, aunque no sabía exactamente qué quería decir su madre.
—Un azul que era no tanto un color como un sentimiento —prosiguió ella—. Y mientras permanecía allí de pie, oí sonar una música a lo lejos, río abajo.
—¿Qué clase de música? —la interrumpió él. Estaba tan concentrado en la historia de su madre que casi no había tocado la comida.
Lucille se quedó pensativa por unos instantes.
—Es difícil de describir —dijo—. Era operística, como una voz que cantaba a lo lejos, al otro extremo de un campo abierto. —Cerró los ojos y contuvo el aliento, y pareció estar resucitando el maravilloso sonido que tenía en la mente. Al cabo de un momento, los volvió a abrir. Parecía aturdida y feliz—. Era sólo música —señaló—. Pura música.
Jacob asintió. Se agitó en su silla y se rascó la oreja.
—¿Qué pasó entonces?
—Seguí el río durante lo que me parecieron kilómetros —respondió Lucille—. Las orillas estaban llenas de orquídeas. Orquídeas bonitas y delicadas, completamente distintas de lo que podría crecer jamás por aquí. Unas flores más hermosas que las que haya visto nunca en ningún libro.
Jacob dejó el tenedor y apartó el plato. Cruzó los brazos sobre la mesa de la cocina y descansó en ellos el mentón. El cabello le cayó sobre los ojos. Lucille se inclinó hacia él, sonriendo, y le retiró las greñas de la cara.
—Tengo que cortarte el pelo —observó.
—¿Qué encontraste, mamá? —inquirió Jacob.
Lucille prosiguió.
—Al final, el sol estaba ya bajo en el horizonte y, a pesar de que había recorrido kilómetros, la música seguía estando igual de lejos. Fue cuando el sol comenzó a ponerse cuando me di cuenta de que el sonido no provenía de la parte baja del río, sino de en medio de él. Era como la música de las sirenas, que me atraía hacia el agua. Pero yo no tenía miedo —dijo—. ¿Y sabes por qué?
—¿Por qué? —contestó Jacob, pendiente de cada una de sus palabras.
—Porque a mi espalda, donde estaban el bosque y todas aquellas orquídeas que florecían a lo largo de la orilla, os oía a ti y a papá, jugando y riendo.
Los ojos de Jacob se dilataron cuando su madre los mencionó a su padre y a él.
—Entonces, la música empezó a sonar más fuerte. O quizá no exactamente más fuerte, pero de algún modo así era. La percibía más, como un agradable baño caliente cuando he estado trabajando todo el día en el jardín. Una cama blanda y caliente. Lo único que deseaba era ir hacia la música.
—¿Y papá y yo seguíamos jugando?
—Sí —respondió Lucille con un suspiro—. Y a vosotros dos también os oía cada vez más fuerte. Como si estuvierais compitiendo con el río, tratando de hacerme volver. —Se encogió de hombros—. Admito… que hubo un momento en que no supe adónde debía ir.
—¿Y qué decidiste? ¿Cómo lo supiste?
Lucille se inclinó hacia él y le acarició la mano.
—Obedecí a mi corazón —replicó—. Di media vuelta y eché a andar hacia donde estabais tú y tu padre. Y entonces, sin más, la música del río ya no me pareció tan dulce. Nada es tan dulce como el sonido de la risa de mi marido y de mi hijo.
Jacob se sonrojó.
—Caramba —dijo. Su voz sonaba ausente ahora que el hechizo del relato de su madre se había roto—. Tienes unos sueños fabulosos —añadió.
Terminaron de desayunar en silencio mientras de vez en cuando Jacob lanzaba miradas al otro lado de la mesa, maravillado de la mujer mágica y misteriosa que era su madre.
Al arrodillarse a su lado en aquellos momentos finales de su vida, se preguntó qué pensaba ella de todo lo que había sucedido en el mundo. De todo lo que los había conducido a ambos a ese momento en que ella yacía agonizante bajo el resplandor de su hogar en llamas, en la mismísima tierra en la que había criado a su hijo y amado a su marido. Quería explicarle cómo era que las cosas habían llegado a ser así, cómo era que había vuelto junto a ella después de haber estado fuera tanto tiempo. Quería hacer por ella lo que ella había hecho por él todas aquellas agradables mañanas en que estaban solos: explicarle todas las cosas maravillosas.
Pero el tiempo que les quedaba para estar juntos era breve, como es siempre la vida, y no sabía cómo había sucedido nada de todo aquello. Sabía que el mundo entero tenía miedo, que el mundo entero se preguntaba por qué habían regresado los muertos, lo confuso que aquello resultaba para todos. Se acordó de que el agente Bellamy le había preguntado qué recordaba de antes de despertar en China, qué recordaba del tiempo intermedio.
Pero la verdad era que sólo recordaba un sonido suave y lejano, como música. Nada más. Un recuerdo tan delicado que no tenía la certeza de que fuera real. Había oído aquella música cada segundo de su vida desde su regreso. Un susurro que parecía llamarlo. ¿Y no había estado sonando algo más fuerte últimamente? Como llamándolo. Se preguntó si no sería la misma música del sueño de su madre. Se preguntó si ella oía esa música ahora, mientras moría, esa música suave y frágil que a veces sonaba como la de una familia que reía.
Lo único que Jacob sabía con seguridad era que en ese preciso momento estaba vivo y estaba con su madre y, más que nada, que no quería que ella sintiera miedo cuando sus ojos se cerraran, cuando terminara por fin el tiempo que tenían para estar juntos.
—Por ahora estoy vivo —casi dijo mientras Lucille agonizaba, pero se dio cuenta de que ella ya no tenía miedo.
Al final, «Te quiero, mamá» fue todo cuanto dijo. Era lo único que importaba.
Entonces, lloró con su padre.