SIETE

Harold y Lucille estaban sentados en el porche, como de costumbre. El sol estaba alto y en el mundo hacía calor pero, de vez en cuando, una brisa soplaba desde el oeste impidiendo que las cosas se volvieran insoportables, cosa que tanto a Harold como a Lucille les parecía muy considerada por parte del mundo.

Harold se estaba fumando un cigarrillo despacio, haciendo cuanto podía para que la ceniza no fuera a parar a los pantalones caqui y a la camisa de trabajo azul nuevos que Lucille le había comprado. Sus habituales pullas y discusiones se habían convertido en un silencio incómodo de miradas duras, lenguaje corporal y un nuevo par de pantalones.

Comenzó alrededor de la época en que confinaron a los Regresados a sus casas y la familia Wilson desapareció de la iglesia. El pastor había negado saber qué había sido de ellos, pero Harold tenía sus propias ideas al respecto. Durante las últimas semanas, Fred Green había realizado una labor bastante efectiva atizando el descontento en la comunidad en relación con el hecho de que los Wilson se alojaran en la iglesia.

A veces, Harold se ponía a pensar en cómo era Fred en el pasado. Recordaba que Mary y él solían ir a cenar a su casa los domingos y que ella se ponía a cantar en medio del salón, con aquella voz suya, alta y bonita, y que Fred se quedaba allí plantado, mirándola como un crío que se ha topado con un desfile fulgurante en medio de un bosque oscuro y solitario.

Pero después ella murió a causa del cáncer de mama que había desarrollado cuando era aún tan joven que a nadie se le ocurría ir al médico para descartar ese tipo de cosas. No había sido culpa de nadie, pero Fred había asumido toda la responsabilidad y, bueno, actualmente no era ya el que era aquel día de 1966 en que caminaba fatigosamente junto a Harold a través de los arbustos, buscando al chiquillo que ambos vivirían el horror de encontrar juntos.

El viento azotó la tierra y el gruñido de unos camiones grandes y pesados que cambiaban de marcha llegó a sus oídos. Aunque las obras estaban lejos, en la escuela, en pleno corazón de Arcadia, el ruido era claro y perceptible, como una promesa dirigida únicamente a ellos dos.

—¿Qué crees que están construyendo? —le preguntó Lucille, ocupando sus manos con esmero en reparar una manta que se había rasgado en algún momento del invierno. Era una época tan buena como cualquier otra para arreglar cosas estropeadas.

Harold siguió dándole chupadas al cigarrillo y observó a Jacob corretear alegremente al sol bajo el roble. El niño cantaba. Su padre no reconoció la canción.

—¿Qué crees que están construyendo? —repitió Lucille alzando un poco la voz.

—Jaulas —respondió Harold al tiempo que expulsaba una gran nube de humo gris.

—¿Jaulas?

—Para los muertos.

Lucille dejó de coser. Tiró la manta al suelo del porche y comenzó a colocar cuidadosamente sus útiles de costura en sus cajas.

—Jacob, cariño…

—¿Sí, señora?

—Ve a jugar un poco más lejos en el jardín, cielo. Ve a ver si encuentras algunas moras para nosotros en aquellos arbustos que hay junto a las magnolias. Serán deliciosas después de cenar, ¿no te parece?

—Sí, señora.

Con la nueva misión que le había encomendado su madre, el bastón de Jacob se convirtió en una espada. Lanzó un pequeño grito de guerra y salió disparado hacia las magnolias ubicadas en el límite occidental de la propiedad.

—¡Quédate donde yo pueda verte! —gritó Lucille—. ¿Me oyes?

—Sí, señora —respondió Jacob también a gritos, al tiempo que asaltaba ya las magnolias con su improvisado alfanje. No solían darle permiso para alejarse ni siquiera un poco, de modo que estaba contento.

Lucille se puso en pie y se acercó a la barandilla del porche. Llevaba un vestido verde con unas puntadas blancas alrededor del cuello y varios alfileres imperdibles prendidos en las mangas, porque solía pensar que en casa necesitaría de pronto uno. Llevaba el cabello plateado recogido en una cola de caballo, y unos cuantos pelos le caían sobre la frente.

Le dolía la cadera de haber estado tanto tiempo sentada. De eso y de jugar con Jacob. Gimió, se la restregó y dejó escapar un pequeño suspiro de frustración. Apoyó las manos sobre la barandilla y miró al suelo.

—No pienso consentirlo.

Harold le dio una fuerte calada a su cigarrillo y lo apagó a continuación con el tacón del zapato. Luego dejó que la última bocanada de nicotina se le escurriera del cuerpo.

—De acuerdo —dijo—. No usaré esa palabra. Diré Regresados en su lugar, aunque no puedo decir que acabe de entender por qué es mejor referirse a ellos con esa palabra. ¿A ti te gustaría que te llamaran Devuelta? ¿Como si fueras una especie de maldito paquete?

—Podrías tratar simplemente de llamarlos personas.

—Pero es que no son per… —Vio en los ojos de su mujer que ése no era el mejor momento para decir algo semejante—. Son… muy particulares, eso es todo. Es como llamar a alguien por su grupo sanguíneo. —Se frotó la barbilla con gesto nervioso, sorprendido de encontrarla cubierta de pelo. ¿Cómo había podido olvidar algo tan básico como afeitarse?—. Hemos de poder llamarlos de algún modo para que sepamos de quién estamos hablando.

—No son muertos. No son Regresados. Son personas, ni más ni menos.

—Tienes que admitir que son un grupo especial de personas.

—Es tu hijo, Harold.

Él la miró directamente a los ojos.

—Mi hijo está muerto.

—No, no lo está. Está justo ahí. —Levantó un dedo y lo señaló.

Silencio. Un silencio ocupado tan sólo por el sonido del viento y el ruido de las obras que se ejecutaban a lo lejos y el leve claqueteo del bastón de Jacob golpeando los troncos de los magnolios a lo largo del borde de la zanja.

—Están construyendo jaulas para ellos —manifestó Harold.

—Y ¿por qué iban a hacer algo semejante? Nadie sabe qué hacer con ellos. Hay demasiados. Dondequiera que mires, cada vez hay más. Por locos que estén esos imbéciles de la televisión, es verdad que no sabemos nada de ellos.

—Eso no era lo que decías antes. «Demonios», los llamabas. ¿Te acuerdas?

—Bueno, eso era antes. Desde entonces he aprendido cosas. El Señor me ha enseñado que tener el corazón cerrado es un error.

Harold resopló.

—Joder, hablas como los fanáticos de la televisión. Esos que quieren garantizar a cada uno de ellos una vida de santidad.

—Los milagros los afectan.

—No están afectados. Están infectados. Por algo. ¿Por qué, si no, crees que el Gobierno dijo que debían permanecer en casa? ¿Por qué, si no, crees que están construyendo jaulas allá, en el pueblo, mientras nosotros hablamos?

»Lo he visto con mis propios ojos, Lucille. Ayer mismo, cuando fui al pueblo a hacer la compra. Mires donde mires hay soldados, armas, Humvees, camiones y vallas. Kilómetros y kilómetros de vallas. Cargadas en camiones. Apiladas. Y todo soldado físicamente capaz que no llevaba un arma estaba ocupado colocando esas vallas. De tres metros de alto. Hechas de sólido acero. Con bobinas de alambre de cuchillas en la parte superior. Han instalado la mayor parte alrededor de la escuela. Se han apoderado de todo el edificio. No se han dado clases en él desde que el presidente salió en televisión. Supongo que piensan que, en cualquier caso, en este pueblo no hay muchos niños, lo cual es verdad, por lo que no sería un gran problema hacernos utilizar otro lugar como colegio mientras ellos convierten la verdadera escuela en un campo de concentración.

—¿Se supone que es una broma?

—Un juego de palabras, por lo menos. ¿Quieres que vuelva a probar?

—¡Cállate! —Lucille golpeó el suelo con el pie—. Tú esperas lo peor de la gente. Siempre ha sido así. Y es por eso por lo que tienes ese lío mental. Es por eso por lo que no eres capaz de ver el milagro que tienes ante los ojos.

—15 de agosto de 1966.

Lucille cruzó el porche a grandes zancadas y le dio a su marido un bofetón. El ruido resonó por el jardín como el disparo de un arma de pequeño calibre.

—¿Mamá?

Jacob estaba allí, de improviso, como una sombra surgida de la tierra. Lucille aún temblaba, con las venas llenas de adrenalina, de ira y de dolor. Sentía un hormigueo en la palma de la mano. Abrió y cerró la mano sin saber en ese momento si seguía siendo suya o no.

—¿Qué pasa, Jacob?

—Necesito un bol.

El pequeño se encontraba al pie de la escalera del porche, con la camiseta recogida formando una bolsa a la altura de la barriga, llena a rebosar de moras. Tenía la boca manchada de un negro azulado y torcida en un gesto nervioso.

—Muy bien, cariño —replicó Lucille.

Abrió la puerta mosquitera e hizo pasar a Jacob al interior. Luego ambos se dirigieron despacio a la cocina, procurando no perder nada de la preciosa carga por el camino. Lucille rebuscó en los armarios, encontró un bol que le gustaba, y su hijo y ella se pusieron a lavar las moras.

Harold se quedó solo en el porche. Por primera vez en semanas, no quería un cigarrillo. Hasta ese día Lucille sólo le había pegado una vez, hacía muchísimos años. Tantos que casi no se acordaba de cuál había sido el motivo. Tenía algo que ver con un comentario que él había hecho sobre su madre. En aquella época eran más jóvenes, y ese tipo de comentarios les dolían.

De lo único que estaba seguro era de que entonces, exactamente igual que ahora, había cometido un grave error.

Se sentó en la silla, se aclaró la garganta y buscó a su alrededor algo con lo que distraerse. Pero no había nada. De modo que se quedó allí escuchando.

Sólo oía a su hijo.

Era como si en el mundo no hubiera nada más que Jacob. Y pensó, o tal vez soñó, que así había sido siempre. Mentalmente vio pasar los años, girando vertiginosamente desde 1966. Y esa visión lo aterrorizó. Le había ido la mar de bien tras la muerte de Jacob, ¿no? Estaba orgulloso de sí mismo, orgulloso de su vida. No tenía nada que lamentar. No había hecho nada malo, ¿verdad?

Su mano derecha se introdujo en su bolsillo derecho. Al fondo, junto al encendedor y unas cuantas monedas sueltas, la mano de Harold encontró la crucecita de plata, la misma que le pareció que había surgido de la nada unas semanas antes, la que estaba toda desgastada por el tiempo y el uso.

Entonces lo asaltó una idea. Una idea o una sensación tan intensa que parecía una idea. Estaba sumergida en las turbias profundidades de su memoria, enterrada en algún lugar junto a recuerdos de sus propios padres que se habían convertido en poco más que una granulosa imagen congelada sepultada en su mente bajo una tenue luz artificial.

Tal vez eso, esa idea o sensación que ocupaba su mente, fuera otra cosa más tangible, como ser padre. Últimamente pensaba mucho en el hecho de ser padre. Cincuenta años sin ejercer y ahora era demasiado viejo para hacerlo como era debido, pero se había visto arrastrado una vez más por un extraño capricho del destino. Harold se negaba a creer en ninguna deidad particular porque Dios y él aún no se dirigían la palabra.

Pensó en lo que suponía ser padre. Lo había hecho sólo durante ocho años, pero habían sido ocho años que, una vez transcurridos, se habían aferrado a él. No se lo había dicho nunca a Lucille, pero durante aquella primera década después de la muerte de Jacob había sido propenso a sufrir accesos repentinos de una emoción indefinible que lo arrollaba como una ola gigantesca, a veces cuando estaba volviendo a casa del trabajo. Hoy en día los llamaban «ataques de pánico».

No le gustaba pensar en sí mismo en relación con nada que tuviera que ver con el pánico, pero tenía que admitir que eso era exactamente lo que sentía. Empezaban a temblarle las manos, el corazón se ponía a latir como un rebaño de ovejas en su caja torácica y él se paraba en el arcén y, presa de violentos escalofríos, encendía un cigarrillo y se lo fumaba como si le fuera la vida en ello. El corazón golpeaba entre sus sienes, incluso sus malditos ojos parecían palpitar.

Y luego se le pasaba. A veces dejaba atrás un fugaz recuerdo de Jacob, como cuando uno contempla una luna llena y luminosa y cuando cierra los ojos y debería haber sólo oscuridad la lleva consigo.

En ese mismo momento, con la crucecita entre los dedos, le pareció tener la sensación de que se avecinaba uno de aquellos ataques. Empezaron a llenársele los ojos de lágrimas. Y como hace cualquier hombre al enfrentarse a un puro terror o emoción, se rindió a su mujer y enterró sus pensamientos bajo el yunque de su corazón.

—De acuerdo —dijo.

Ambos cruzaron el jardín en paralelo. Harold caminando despacio y con paso regular, Jacob pedaleando.

—Pasa un poco de tiempo con él —le había dicho Lucille al final—. Los dos solos. Id a hacer algo, como solíais. Es lo único que necesita. —Y ahí estaban ahora, él y su hijo Regresado, recorriendo la tierra, aunque Harold no tenía la menor idea de qué debían hacer.

Así que simplemente estaban dando un paseo.

Rebasaron los límites del jardín, luego rebasaron las lindes de la finca y salieron al camino sin asfaltar, que acabó conduciéndolos por fin a la autovía. A pesar del decreto que establecía que todos los Regresados debían permanecer en sus casas, Harold llevó a su hijo donde los camiones militares circulaban sobre el asfalto recalentado por el sol, donde los soldados mirarían afuera desde sus camiones y Humvees y verían al chiquillo Regresado y al viejo marchito.

Harold no estaba seguro de si lo que sintió cuando uno de los Humvees que pasaba frenó, dio media vuelta en la mediana y se acercó a él rugiendo por la carretera era miedo o alivio. Para Jacob era miedo, sin lugar a dudas. Se agarró a la mano de su padre y se refugió detrás de su pierna, mirando a su alrededor mientras el vehículo se arrastraba despacio hasta detenerse.

—Buenas tardes. —Un soldado de cabeza cuadrada y de unos cuarenta y tantos años de edad los saludó desde la ventanilla del pasajero. Tenía el cabello rubio, una mandíbula inferior fuerte y unos ojos azules fríos y distantes.

—Hola —repuso Harold.

—¿Cómo están, caballeros?

—Estamos vivos.

El soldado se echó a reír. Se inclinó en su asiento y le echó un vistazo a Jacob.

—¿Y usted cómo se llama, señor?

—¿Yo?

—Sí, señor —replicó el soldado—. Yo soy el coronel Willis. ¿Cómo se llama usted?

El pequeño salió de detrás de su padre.

—Jacob.

—¿Cuántos años tiene usted, Jacob?

—Ocho, señor.

—Caramba. ¡Es una edad estupenda! Ha pasado mucho tiempo desde que yo tenía ocho años. ¿Sabe cuántos tengo? Adivine.

—¿Veinticinco?

—¡Ni mucho menos! Pero gracias. —El coronel sonrió con el brazo apoyado en la ventanilla del Humvee—. Tengo casi cincuenta.

—¡Caray!

—Tiene usted toda la razón: «¡Caray!». Soy un viejo. Soy un hombre muy, muy viejo. —Se volvió hacia Harold—. ¿Cómo está usted, señor? —Ahora su voz era severa.

—Bien.

—¿Su nombre, señor?

—Harold. Harold Hargrave.

El coronel Willis le lanzó una mirada por encima del hombro a un soldado del interior del vehículo. El joven soldado anotó algo.

—¿Adónde se dirigen en un día tan bonito, caballeros? —inquirió el coronel. Miró el sol dorado, el cielo azul y los grupitos de nubes que avanzaban perezosamente de un extremo de la tierra al otro.

—A ningún sitio en particular —respondió Harold sin mirar al cielo, sino manteniendo los ojos fijos en el Humvee—. Sólo estábamos estirando las piernas.

—¿Cuánto tiempo más cree que van a estar por aquí «estirando las piernas»? ¿Necesitan que los llevemos a casa?

—Hemos sabido llegar hasta aquí —contestó Harold—. Sabremos regresar.

—Sólo estaba ofreciéndoles ayuda, señor… Hargrave, ¿no? ¿Harold Hargrave?

Harold cogió a Jacob de la mano y se quedaron allí plantados como estatuas hasta que el coronel comprendió. El coronel Willis se volvió y le dijo algo al joven soldado instalado en el asiento del conductor. Luego saludó con la cabeza al viejo y a su hijo Regresado.

El Humvee cobró vida con un traqueteo y se alejó rugiendo.

—Ha sido muy amable para ser un coronel —observó Jacob.

El instinto le decía a Harold que debía poner rumbo a casa, pero Jacob lo llevó en otra dirección. El chiquillo giró hacia el norte y, aún agarrado a la mano de su padre, se adentró en la maleza del bosque y más allá, en el bosque mismo. Caminaron bajo los pinos y los robles blancos desperdigados aquí y allá. De vez en cuando se oía el ruido de los pájaros que levantaban el vuelo desde las copas de los árboles. Después, sólo el viento, que olía a tierra y a pinos, y a un cielo lejano que quizá acabaría descargando lluvia.

—¿Adónde vamos? —quiso saber Harold.

—¿Cuál es el único animal que hace salir a un mono de su cueva? —inquirió Jacob.

—No nos vayamos a perder —advirtió Harold.

—El salmonete.

Harold soltó una carcajada.

Pronto percibieron un olor a agua. Padre e hijo siguieron andando. Harold recordaba vagamente la vez que Jacob, Lucille y él habían ido a pescar desde un puente en las proximidades del lago Waccamaw. El puente no era alto, lo cual estuvo bien porque, más o menos media hora después de haber empezado a pescar, Lucille decidió que sería divertido tirar a Harold al agua de un empujón, pero él la vio llegar y consiguió hacerse a un lado y darle un empujoncito apenas lo bastante fuerte para hacerla caer al agua gritando.

Cuando por fin logró salir del río y trepar al dique, era todo un espectáculo: los vaqueros y la camisa de algodón pegados al cuerpo, el pelo chorreando y decorado con unas cuantas hojas de los arbustos de la orilla.

—¿Has pescado algo, mamá? —preguntó Jacob, sonriendo de oreja a oreja.

Y sin mediar palabra, Harold agarró al chico de los brazos y Lucille lo cogió de los pies y lo lanzaron al agua riendo.

Parecía que había sido la semana anterior, pensó Harold para sus adentros.

Entonces el bosque se desvaneció, dejando frente a él y a su hijo tan sólo el río, oscuro y de aguas lentas.

—No hemos traído ropa para cambiarnos —observó Harold—. ¿Qué pensará tu madre? Si nos presentamos en casa empapados y sucios tendremos problemas. —Mientras hablaba, iba quitándose los zapatos y arremangándose los pantalones, dejando que sus viejas y delgadas piernas vieran la luz del día por primera vez desde tiempos inmemoriales.

Ayudó a Jacob a arremangarse los pantalones por encima de la rodilla. Sonriendo, el pequeño se quitó la camisa, echó a correr por la empinada orilla y se metió en el agua hasta la cintura. Luego se zambulló bajo la superficie y emergió entre risas.

Harold meneó la cabeza a su pesar, se quitó la camisa y, tan deprisa como su edad se lo permitía, se metió corriendo en el río para unirse al pequeño.

Estuvieron chapoteando en el agua hasta que ninguno de los dos pudo más del cansancio. Entonces salieron despacio, caminando con dificultad, y encontraron un pedazo de orilla llano y herboso donde se tumbaron como cocodrilos y dejaron que el sol les masajeara el cuerpo.

Harold estaba cansado, pero feliz. Sentía que algo se disipaba en su interior.

Abrió los ojos y miró hacia lo alto, al cielo y a los árboles. Un trío de pinos brotaba de la tierra y formaba un racimo en una esquina baja del cielo, ocultando el sol, que se hallaba en la etapa final de su viaje. El modo en que los pinos se juntaban por las copas le llamó la atención. Permaneció largo rato allí tumbado en la hierba, mirándolos.

Se incorporó, notando un dolor sordo que comenzaba a resonar por todo su cuerpo. En efecto, era más viejo que antes. Encogió las rodillas contra el pecho como si fuera un crío, rodeándose las piernas con los brazos. Se rascó la barba rala de varios días que poblaba su barbilla y miró al río. Había estado otras veces ahí, en ese lugar exacto de su curso, con sus tres pinos irguiéndose perezosamente de la tierra, reuniéndose en su rinconcito de cielo.

Jacob dormía profundamente entre la hierba mientras su cuerpo se secaba despacio bajo el sol poniente. A pesar de lo que decían acerca de que los Regresados apenas dormían, cuando por fin conciliaban el sueño, el suyo parecía un descanso absorbente y maravilloso. El chiquillo tenía un aire tranquilo y satisfecho a más no poder. Como si dentro de su cuerpo no sucediera absolutamente nada más que la prosodia lenta y natural de su corazón.

«Parece muerto», pensó Harold. «Es que lo está», se recordó a continuación en voz baja.

Jacob abrió los ojos. Miró al cielo, parpadeó y se incorporó de un salto.

—¿Papá? —chilló—. ¿Papá?

—Estoy aquí.

Cuando vio a su padre, el miedo del chiquillo se desvaneció tan de improviso como había llegado.

—He tenido un sueño.

El instinto de Harold lo impelía a decirle al niño que se sentara en su regazo y le contara lo que había soñado. Eso era lo que habría hecho muchos años antes. Pero ése no era su hijo, se recordó. El 15 de agosto de 1966 se había llevado a Jacob William Hargrave de manera irrevocable.

Lo que tenía a su lado era otra cosa. La imitación de la vida por parte de la muerte. Caminaba, hablaba, sonreía, reía y jugaba como Jacob, pero no era Jacob. No podía ser Jacob. Por las leyes del universo, no podía serlo.

Y aun en el supuesto de que por algún «milagro» pudiera serlo, Harold no iba a permitirlo.

Sin embargo, aunque aquello no fuera su hijo, aunque fuera tan sólo una elaborada creación de luz y mecánica, aunque no fuera más que el fruto de su imaginación sentado en la hierba a su lado, hasta cierto punto era un crío, y Harold no era una persona tan vieja y amargada como para ser inmune al dolor de un niño.

—Háblame de tu sueño —le dijo.

—Es difícil de recordar.

—Así son a veces los sueños. —Se levantó despacio, estiró los músculos y empezó a ponerse de nuevo la camisa. Jacob lo imitó—. ¿Alguien te perseguía? —inquirió Harold—. Eso pasa a menudo en los sueños. Al menos, en los míos. A veces, que alguien te persiga puede ser terrorífico.

El muchacho asintió con la cabeza.

Su padre interpretó su silencio como una indicación para que prosiguiera.

—Bueno, en el sueño no te caías.

—¿Cómo lo sabes?

—¡Porque habrías pataleado y agitado los brazos! —Harold lanzó los brazos al aire y se puso a lanzar puntapiés, haciendo un numerito grotesco. Hacía años que no tenía un aspecto tan ridículo, a medio vestir y aún todo mojado, dando patadas y haciendo molinetes con los brazos de ese modo—. ¡Y habría tenido que tirarte al río para que despertaras!

Entonces se acordó. Con una nitidez terrible, se acordó.

Ese lugar, allí, bajo los tres árboles que se abrían paso juntos contra el telón de fondo del cielo abierto, era donde había encontrado a Jacob tantos años antes. Era allí donde Lucille y él habían conocido el dolor. Era allí donde cada promesa de vida en la que habían creído se había hecho añicos. Allí era donde había abrazado a Jacob y había llorado, temblando, mientras su cuerpo yacía inmóvil y sin vida.

Lo único que Harold pudo hacer al percatarse de dónde se encontraba ahora, bajo esos árboles familiares, con aquella cosa que tantísimo se parecía a su hijo, fue reírse.

—Qué barbaridad —dijo.

—¿Qué pasa? —inquirió el chico.

La única respuesta de Harold fue otra carcajada. Después los dos se echaron a reír. Pero, enseguida, los pasos de unos soldados que salían del bosque interrumpieron el sonido de sus risas.

Los militares tuvieron la amabilidad de dejar los fusiles en el Humvee. Incluso llevaban las pistolas en su funda en lugar de empuñarlas, listas para usar. El coronel Willis era quien los lideraba. Caminaba con las manos a la espalda y el pecho echado hacia adelante como un bulldog. Jacob se escondió tras la pierna de su padre.

—No es que quiera hacer esto —señaló el coronel—. De verdad que procuré no tener que hacerlo, pero ustedes dos deberían haberse ido a casa.

Ése sería el inicio de una época muy complicada para Harold, Lucille y Jacob, así como para una infinidad de otros afectados.

Pero, por ahora, se echaron a reír.