El pastor Peters refunfuñó en sintonía con las pulsaciones. Sólo Dios sabía hasta qué punto odiaba escribir en un teclado.
A pesar de ser aún un hombre joven, puesto que sólo tenía cuarenta y tres años, jamás se le había dado bien. Había tenido la mala suerte de pertenecer a una generación de personas nacidas en un momento inoportuno, para quienes la época de los ordenadores estaba lo bastante lejos como para no tener ningún motivo para aprender a escribir con ellos y para las que, sin embargo, el apogeo de las máquinas estaba tan próximo que tendrían que sufrir siempre por no comprender la distribución de las letras en el teclado. Sólo era capaz de escribir con dos dedos, como una enorme mantis a merced del ordenador.
Poc. Poc-poc. Poc, poc, poc, poc-poc, poc.
Ya había empezado la carta cuatro veces, y la había borrado cinco (contaba la vez que lo había borrado todo y había acabado apagando el ordenador, frustrado).
El problema de ser un mal usuario del teclado con dedos de mantis era que las palabras que circulaban por la cabeza del pastor Peters siempre iban muchísimo por delante que las palabras que sus dedos índices tardaban siglos enteros en componer. Si no fuera porque era una persona sensata, habría jurado sobre cualquier montón de libros sagrados que las letras del teclado cambiaban de posición cada pocos minutos más o menos, lo justo para hacer que uno tuviera que andar buscándolas. Sí, simplemente podría haber escrito la carta a mano, y luego, con calma, haberla pasado a ordenador de cabo a rabo sólo una vez, pero eso no lo habría vuelvo más ducho.
Su mujer había entrado un par de veces en su despacho y se había ofrecido a escribirle la carta, como hacía a menudo, pero él había declinado el ofrecimiento, cuando no solía hacerlo.
—No mejoraré nunca si sigo dejando que lo hagas por mí —le había dicho.
—Un hombre sabio conoce sus limitaciones —había replicado ella, sin intención de insultarlo, esperando tan sólo iniciar un diálogo, una asamblea, como él mismo había dicho a la gente de Arcadia no hacía mucho. Había estado distante las últimas semanas, más aún los últimos días. Y ella no sabía por qué.
—Prefiero considerarlo más como una «frontera imprecisa» que como una limitación —replicó el pastor—. Si alguna vez consigo hacer que el resto de mis dedos acompañen a los demás…, bueno…, espera y verás. ¡Seré un fenómeno! ¡Habré obrado un milagro en mí mismo!
Cuando ella echó a andar rodeando el escritorio y le preguntó amablemente en qué estaba trabajando, el pastor borró a toda prisa las escasas palabras que tanto le había costado reunir.
—No es más que una cosa que tenía que sacarme de la cabeza —le dijo—. Nada importante.
—¿Y no quieres decirme qué es?
—No es nada. De verdad.
—De acuerdo —repuso ella, levantando las manos en señal de sumisión. Le sonrió para indicarle que no estaba enfadada todavía—. Guarda tus secretos. Confío en ti —añadió, y abandonó la habitación.
Las dificultades del pastor con el teclado eran mayores si cabe ahora que su esposa le había asegurado que tenía su confianza, sugiriendo de este modo la posibilidad de que algo en el hecho de que él escribiera aquella carta requiriese no sólo su confianza sino, lo que era aún peor, un recordatorio por su parte de dicha confianza.
Era una esposa muy hábil.
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Hasta ahí había llegado. Hasta el principio. Resopló, se secó la arrugada frente con el dorso de la mano y continuó.
Poc. Poc. Poc. Poc-poc. Poc…
Escribo la presente para preguntar
El pastor Peters se detuvo a pensar, percatándose en ese mismo instante de que sabía muy poco acerca de lo que quería preguntar exactamente.
Poc-poc-poc…
Escribo la presente para preguntar por la situación de la señorita Elizabeth Pinch. Recibí una carta suya indicando que la señorita Pinch estaba intentando encontrarme.
Borrar, borrar, borrar. A continuación:
Escribo la presente para preguntar por la situación de la señorita Elizabeth Pinch.
Eso se aproximaba más a la verdad. Allí y entonces, pensó simplemente firmar con su nombre y echar el sobre al correo. Lo pensó tanto que incluso imprimió la página. Luego se recostó en la silla y contempló las palabras.
Escribo la presente para preguntar por la situación de la señorita Elizabeth Pinch.
Dejó la hoja de papel sobre la mesa, cogió un bolígrafo y tachó unas cuantas cosas.
Escribo la presente para preguntar por la situación de la señorita Elizabeth Pinch.
Aunque su mente no estaba segura, su mano sabía lo que estaba tratando de decir. Levantó el bolígrafo y acometió de nuevo la carta con él, tachando y escribiendo, hasta que por fin apareció la verdad, devolviéndole la mirada.
Escribo la presente en relación con Elizabeth.
¿Qué podía hacer entonces sino arrugar el papel y tirarlo a la basura?
Se conectó a internet e introdujo el nombre de Elizabeth Pinch en la barra de búsqueda. Todo cuanto obtuvo fueron docenas de personas que se llamaban de ese modo, pero ninguna de ellas era la chica de quince años de Mississippi que una vez había sido dueña de su corazón.
Afinó la búsqueda para que sólo mostrara imágenes.
Fotos de mujeres invadieron la pantalla, una tras otra. Algunas sonreían mirando a la cámara; otras no eran conscientes de que la cámara estaba ahí. Algunas de las imágenes ni siquiera eran fotos de personas. Otras eran fotogramas del cine o de la televisión. (Al parecer, había una Elizabeth Pinch en Hollywood que había escrito para un drama policial televisivo con altísimos índices de audiencia. Imágenes de la serie aparecían una tras otra en las diversas páginas de resultados de la búsqueda).
El pastor Peters estuvo investigando en internet hasta mucho después de que el sol pasó de dorado a rojizo y de nuevo a dorado antes de hundirse en el horizonte. Aunque no se la había pedido, su mujer le llevó una taza de café. Él le dio las gracias, la besó y la hizo salir amablemente de la habitación antes de que tuviera tiempo de estudiar la pantalla del ordenador y ver el nombre escrito en la barra de búsqueda. Pero, aunque lo hubiera visto, ¿qué habría hecho con él? ¿De qué le habría servido? Por lo menos, ver el nombre la habría hecho sospechar, pero ya sospechaba. El nombre en sí no le habría aportado nada más.
Nunca le había hablado de Elizabeth.
Lo encontró justo antes de acostarse: un recorte subido del Water Main, el pequeño periódico del pueblecito de Mississippi en que el pastor Peters había crecido no hacía tanto tiempo. No había imaginado que la tecnología hubiera llegado tan lejos, que hubiera llegado hasta el pueblo de Podunk, en un húmedo rincón de Mississippi, donde la industria más importante de todo el condado era la pobreza. El titular, borroso pero legible, decía: «Muchacha del pueblo muerta en accidente de tráfico».
El rostro del pastor Peters se puso tenso. Un regusto a ira subió hasta su garganta, ira contra la ignorancia y la inutilidad de las palabras.
Mientras leía el artículo, quiso conocer más detalles, cómo exactamente había muerto Elizabeth Pinch en un amasijo de metal y súbita inercia. Pero los medios de comunicación eran el último lugar donde había que buscar la verdad. Uno podía considerarse afortunado si hallaba los hechos, como para además esperar encontrar la verdad.
A pesar de las lagunas del artículo, el pastor leyó el pequeño recorte de prensa una y otra vez. Al fin y al cabo, la verdad estaba en su interior. Los hechos sólo servían para hacer que todo volviera a él con nítido relieve.
Por primera vez en todo el día, las palabras acudieron con facilidad.
Escribo la presente en relación con Elizabeth. Yo la amaba. Murió. Ahora ya no está muerta. ¿Cómo debo proceder?
Harold y Lucille estaban viendo las noticias, agitados a su manera en profundo silencio. Jacob se encontraba arriba, durmiendo, o sin dormir. Harold se hallaba instalado en su silla favorita, lamiéndose los labios, frotándose la boca y pensando en cigarrillos. A veces, tomaba aliento, lo retenía y luego lo expulsaba firmemente a través de unos labios que reproducían a la perfección el contorno de un cigarrillo.
Lucille se hallaba sentada con las manos en el regazo de su bata. Las noticias eran inverosímiles.
Un presentador de cabello plateado y facciones hermosas y perfectas estaba allí sentado con un traje oscuro y no tenía más que cosas trágicas y desafortunadas que decir.
—Desde Francia nos informan de que ha habido tres fallecidos —dijo con algo menos de emoción de lo que a Lucille le habría gustado—. Se espera que esa cifra aumente, pues la policía aún no ha logrado contener a los manifestantes pro-Regresados, que parecen haber perdido el hilo de su propia protesta.
—Sensacionalismo —espetó Harold.
—¿«Perdido el hilo»? —dijo Lucille—. ¿Por qué habría de decir algo así? Parece que esté tratando de ser inglés.
—Imagino que cree que suena mejor —señaló Harold.
—¿Así que, como está sucediendo en Francia, tiene que expresar algo tan atroz de esa manera?
Entonces, el hombre del cabello plateado desapareció del televisor y la pantalla pasó a mostrar hombres de uniforme con escudos antidisturbios y porras que arremetían contra la gente con amplios movimientos arqueados bajo el cielo despejado. La muchedumbre respondía como si fuera agua. La masa, cientos de personas, se replegaba al tiempo que los hombres uniformados se lanzaban hacia adelante. Cuando los soldados consideraban que se habían extralimitado y retrocedían, la multitud llenaba de inmediato el espacio que ellos dejaban atrás. Algunas personas huían, otras recibían un golpe en la parte posterior de la cabeza y se desplomaban abruptamente en el suelo como marionetas. Los participantes en la manifestación se lanzaban hacia adelante como bestias de carga, atacando en grupos y precipitándose contra los policías. De vez en cuando, una pequeña llama aparecía de pronto al final del brazo de alguien. Retrocedía, surcaba el aire, caía y después brotaba una gran y desigual llamarada.
El presentador del telediario volvió a ocupar la imagen.
—Aterrador —dijo con una mezcla de excitación y seriedad en la voz.
—¡Imagínate! —intervino Lucille, espantando a la pantalla del televisor como si fuera un gato desobediente—. Deberían avergonzarse de sí mismos poniéndose como locos de ese modo, olvidando el más básico decoro. Y lo que lo agrava aún más es que son franceses. ¡No me habría esperado ese tipo de comportamiento de los franceses! Se supone que son demasiado refinados para actuar así.
—Tu bisabuela no era francesa, Lucille —la interrumpió Harold, aunque no fuera más que para evitar pensar en las noticias de la televisión.
—¡Sí lo era! Era criolla.
—Nadie de tu familia ha podido demostrarlo. Creo que sólo quieres ser francesa porque estás jodidamente enamorada de ellos. Que me aspen si sé por qué.
El noticiario dejó entonces París y se instaló cómodamente en un extenso y llano campo de Montana. Estaba tachonado de edificios grandes y cuadrados que parecían graneros pero no lo eran.
—Y, ahora, pasaremos a ocuparnos de lo que sucede más cerca de casa… —comenzó el hombre del cabello de plata—. Un movimiento anti-Regresados parece haber surgido aquí, en suelo norteamericano —informó, y la pantalla mostró a unas personas que parecían soldados pero que no lo eran. Aunque, desde luego, eran estadounidenses.
—Los franceses son un pueblo sensible y civilizado —repuso Lucille, medio mirando la televisión, medio mirando a su esposo—. Y deja de decir tacos. Jacob te va a oír.
—¿Cuándo he dicho yo un taco?
—Has dicho «jodidamente».
Harold lanzó las manos al aire simulando frustración.
El televisor mostraba fotografías de los hombres de Montana. Aunque allí no sólo había hombres, sino que también había mujeres que corrían con sus uniformes y saltaban por encima de cosas y reptaban por debajo de cosas, todos ellos armados con fusiles militares y con aspecto muy adusto y serio, aunque, en ocasiones, eran tan penosos que no lograban parecer soldados.
—¿Y qué te parece eso? —inquirió Lucille.
—Son unos chalados.
Ella bufó.
—¿Y cómo lo sabes? Ni tú ni yo hemos oído una palabra de lo que han dicho sobre todo ese asunto.
—Porque reconozco a un chalado cuando lo veo. No necesito que un presentador de un telediario me diga lo contrario.
—Hay quien los llama «chalados» —dijo el hombre de la televisión. Harold lanzó un gruñido—. Pero los funcionarios dicen que no hay que tomarlos a la ligera.
Lucille gruñó a su vez a modo de respuesta.
En la pantalla, uno de los soldados improvisados entornaba los ojos por encima del cañón de un fusil y le disparaba a la figura recortada en papel de una persona. Una pequeña nube de polvo se levantó del suelo detrás de la silueta.
—Son una especie de fanáticos militantes —terció Harold.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Qué son, si no? Míralos. —Señaló el televisor—. Mira la barrigota que tiene ése. Son gente vieja y simple que ha perdido la cabeza. Quizá deberías ir a citarles algún pasaje de las Escrituras.
El presentador prosiguió:
—Cosas como ésa están sucediendo en todas partes.
—¡Jacob! —gritó Lucille. No quería asustar al chiquillo, pero de pronto tenía mucho miedo por él.
Él le contestó desde su habitación con voz baja y sumisa.
—¿Estás bien, cariño? Sólo quería saber cómo estabas.
—Sí, señora. Estoy bien.
Se oyó el leve ruido de unos juguetes que caían al suelo y el sonido de la risa del niño.
Se llamaban a sí mismos Movimiento por los Auténticos Vivos de Montana (MAVM), militantes que antiguamente se preocupaban por las guerras raciales que acabarían sacudiendo hasta la médula el crisol de culturas de Norteamérica. Pero, ahora, decía el hombre del MAVM, había una amenaza más grave.
—Ahí afuera hay algunos de nosotros que no tienen miedo de hacer lo que hay que hacer —declaró.
El programa de televisión terminó con Montana y regresó al estudio, donde el hombre del cabello plateado miró directamente a la cámara y luego a la hoja de papel, mientras en la parte inferior de la pantalla un titular decía: «¿Constituyen los Regresados una amenaza?».
El locutor pareció encontrar las palabras que había estado esperando.
—Después de Rochester, ésa es una pregunta que todos tenemos que formularnos.
—Si hay una cosa en la que Estados Unidos serán siempre líderes mundiales —declaró Harold— es en el número de gilipollas armados.
A su pesar, Lucille se echó a reír. Sin embargo, fue una risa efímera, porque el televisor tenía algo muy importante que decir y no era del tipo paciente. Los ojos del hombre parecían preocupados, como si se le hubiera estropeado el teleprompter.
—Conectamos ahora con el presidente de Estados Unidos —dijo de pronto.
—Ya estamos —saltó Harold.
—¡Shhhhhh! No seas pesimista.
—Soy realista.
—¡Eres un misántropo!
—¡Y tú, baptista!
—¡Y tú, calvo!
Continuaron así, en un tira y afloja, hasta que captaron lo que el presidente estaba diciendo.
—… permanezcan encerrados en sus casas hasta nuevo aviso.
Entonces pusieron fin a la disputa.
—¿Qué está pasando? —preguntó ella.
Acto seguido, aparecieron los titulares al pie de la pantalla, como casi toda la información en el mundo moderno. «Órdenes presidenciales: Regresados confinados en sus casas».
—Dios mío —dijo Lucille, palideciendo.
Afuera, a lo lejos en la autovía, los camiones se acercaban. Lucille y Harold no podían verlos, pero no por ello eran menos reales. Traían cambio e irrevocabilidad, consecuencia y permanencia.
Producían un ruido sordo como el trueno sobre el asfalto, llevando todas esas cosas, rugiendo mientras avanzaban en dirección a Arcadia.