Arcadia estaba situado en el campo, del mismo modo que lo estaban muchos pueblecitos del sur. Comenzaba con casitas de una sola planta dormidas en medio de unos jardines llanos y extensos situados a ambos lados de una carretera asfaltada de dos carriles que serpenteaba entre una densa arboleda de pinos, cedros y robles blancos. Aquí y allá, en primavera y en verano, se extendían campos de maíz o de soja. Nada más que tierra desnuda en invierno.
Un par de kilómetros más adelante, las casas se volvían más frecuentes. Una vez uno entraba en el pueblo propiamente dicho, encontraba tan sólo dos farolas, una burda organización de caminos y calles y callejones sin salida atestados de viviendas viejas y exhaustas. Las únicas casas nuevas de Arcadia eran las que se habían vuelto a levantar después de los huracanes. Centelleaban de pintura reciente y madera nueva, y te hacían imaginar que, quizá, algo nuevo podía suceder realmente en ese viejo pueblo.
Sin embargo, las novedades no acudían allí. No hasta que llegaron los Regresados.
Las calles no eran muchas, ni tampoco las casas. En el centro de la población se levantaba la escuela: una vieja construcción de ladrillo con ventanas pequeñas y puertas pequeñas y un aire acondicionado modernizado que no funcionaba.
Hacia el norte, en lo alto de una pequeña colina justo al otro lado de los límites del pueblo, se hallaba la iglesia. Estaba hecha de madera y tablas y se erguía como un faro, recordando a la gente de Arcadia que siempre había alguien por encima de ellos.
La iglesia no había estado tan llena desde el 72, cuando los Sainted Soul Stirrers of Solomon —aquel grupo itinerante de gospel que tenía un bajista judío de Arkansas— acudieron al pueblo. Había personas encima de otras, coches y furgonetas esparcidos por todo el jardín de la iglesia. La camioneta toda oxidada de alguien, cargada de leña hasta los topes, estaba aparcada contra el crucifijo situado en medio del jardín, como si Jesús se hubiera bajado de la cruz y hubiera decidido hacer una escapada a la ferretería. Un racimo de luces traseras de automóvil cubría por entero el pequeño letrero del patio, que decía: «Jesús te ama. Fritada de pescado el 31 de mayo».
Los coches se amontonaban a lo largo del arcén de la carretera como allá en el 63 —¿o había sido en el 64?—, con ocasión del funeral de aquellos tres chicos de la familia Benson que habían muerto en un horrible accidente automovilístico y que el pueblo lloró durante todo un largo y sombrío día de duelo.
—Tienes que venir con nosotros —dijo Lucille mientras Harold aparcaba la vieja camioneta pickup en el arcén y se palpaba el bolsillo de la camisa en busca de sus cigarrillos—. ¿Qué pensará la gente cuando vean que no estás? —Soltó el cinturón de seguridad de Jacob y le arregló el pelo.
—Pensarán: «¿Harold Hargrave no va a entrar en la iglesia? ¡Alabado sea Dios! ¡En estos tiempos locos por lo menos hay algo que sigue igual!».
—No es que vaya a haber misa, descreído. Es sólo una reunión de la comunidad. No hay ningún motivo por el que no deberías entrar.
Lucille bajó de la camioneta y se arregló el vestido. Era su vestido preferido, el que se ponía para las ocasiones importantes, el que cogía suciedad de todas las superficies imaginables, una mezcla de algodón y poliéster en color verde pastel con florecillas cosidas a lo largo del cuello y estampadas al final de las finas mangas.
—A veces no sé por qué me molesto. Odio esta camioneta —protestó alisándose la parte de atrás del vestido.
—Has odiado todas y cada una de las camionetas que he tenido.
—Pero tú sigues comprándolas.
—¿Puedo quedarme aquí? —inquirió Jacob, jugueteando con un botón de su camisa. Los botones ejercían una extraña atracción sobre el pequeño—. Papá y mí podríamos…
—Papá y yo podríamos —lo corrigió Lucille.
—No —intervino Harold, casi riendo—. Tú te vas con tu madre. —Se puso un cigarrillo en los labios y se frotó la barbilla—. El humo no es bueno. Te provoca arrugas y mal aliento y hace que te salga pelo.
—También te hace testarudo —añadió Lucille al tiempo que ayudaba a su hijo a bajar del vehículo.
—No creo que me quieran ahí dentro —terció el chico.
—Ve con tu madre —repitió Harold con voz dura. Luego encendió el cigarrillo y absorbió tanta nicotina como le permitieron sus viejos y cansados pulmones.
Cuando su mujer y la cosa que podía ser o no su hijo —no estaba del todo seguro de cuál era su posición al respecto— se hubieron marchado, dio otra calada y arrojó el humo por la ventanilla abierta. Después se quedó allí, con el cigarrillo consumiéndose entre los dedos. Se frotó la barbilla y contempló la iglesia.
Necesitaba una mano de pintura. Se estaba descascarando aquí y allá y era difícil determinar con exactitud su color, pero uno se daba cuenta de que antaño había sido mucho más majestuosa de lo que era ahora. Intentó recordar de qué color era cuando acababan de pintarla…, estaba casi seguro de haber estado allí viendo cómo la pintaban. Casi podía acordarse incluso de quién había hecho el trabajo, una empresa de los alrededores de Southport, aunque el nombre se le escapaba, al igual que el color de la pintura original. Todo lo que veía en su mente era la actual fachada desteñida.
Pero ¿acaso no es eso lo que le sucede a la memoria? Le das tiempo suficiente y se desgasta y se cubre de una pátina de omisiones que sirven a tus propios intereses.
Aunque ¿en qué otra cosa podía confiar?
Jacob había sido pura dinamita. Un chiquillo lleno de energía. Harold recordaba todas las ocasiones en que el chiquillo se había metido en un lío por no volver a casa antes de la puesta de sol o por correr en la iglesia. Una vez incluso había estado a punto de provocarle a Lucille un ataque de histeria porque se había subido a lo alto del peral de Henrietta Williams. Todo el mundo estaba llamándolo y el crío tranquilamente sentado en las sombreadas ramas del árbol, entre las peras maduras y la luz moteada del sol, probablemente riéndose a carcajadas de lo que estaba sucediendo.
Bajo la luz de las farolas, Harold entrevió una pequeña criatura que salía disparada del campanario de la iglesia, un destello de movimiento y alas. Se elevó por unos instantes y resplandeció como la nieve en la oscura noche mientras los faros de los coches lo iluminaban.
Después desapareció y, como Harold sabía, para no volver.
—No es él —dijo. Arrojó el cigarrillo al suelo y se recostó contra el asiento viejo y mohoso. Dejó caer la cabeza y sólo le pidió a su cuerpo que se quedara dormido y que no lo atormentara ni con sueños ni con recuerdos—. No lo es.
Lucille sujetaba con fuerza la mano de Jacob mientras se abría camino entre la multitud que abarrotaba la parte frontal de la iglesia de la mejor manera que su cadera mala le permitía.
—Perdón. Hola, Macon, ¿qué tal? Discúlpanos. ¿Cómo estás, Lute? Me alegro. Perdón. Perdón. ¡Hombre, hola, Vaniece! Hacía años que no te veía. ¿Qué tal todo? ¡Estupendo! ¡Me alegro de oírlo! Amén. Cuídate. Disculpadme. Perdón. Hola. Perdónenos.
La gente se apartaba, tal como ella esperaba, dejándola con la duda de si se trataba de una señal de que aún quedaban decencia y buenos modales en el mundo o de que se había convertido de una vez por todas en una anciana.
O tal vez se apartaran a causa del niño que caminaba a su lado. Esa noche no tenía que haber allí ningún Regresado. Pero, por encima de todo, Jacob era su hijo, y nada ni nadie, ni siquiera la muerte o su ausencia, iban a hacer que lo tratara como otra cosa.
Madre e hijo encontraron sitio en un banco de primera fila junto a Helen Hayes. Lucille hizo que Jacob se sentara a su lado y procedió a unirse a la nube de murmullos que era como una niebla matutina que se adhería a todo.
—Cuánta gente —dijo cruzando las manos sobre el pecho al tiempo que meneaba la cabeza.
—A la mayoría no los había visto desde hace siglos —replicó Helen Hayes.
Casi todo el mundo en Arcadia y en sus alrededores estaba emparentado en mayor o menor grado. Helen y Lucille eran primas. Lucille tenía el aspecto longilíneo y anguloso de la familia Daniels: era alta, con las muñecas finas y las manos pequeñas, y una nariz que formaba una línea afilada y recta bajo sus ojos marrones. Helen, por su parte, era todo redondeces y círculos, muñecas gruesas y una cara ancha. Sólo su cabello, ahora plateado y liso donde antaño había sido tan oscuro como la creosota, indicaba que ambas mujeres eran efectivamente parientes.
Helen era de una palidez que daba miedo y hablaba con los labios fruncidos, lo que le confería un aspecto muy serio y enojado.
—Cualquiera pensaría que cuando tanta gente ha acudido por fin a la iglesia lo ha hecho por el Señor. Jesús fue el primero en resucitar de entre los muertos, pero ¿crees que a alguno de estos paganos le importa?
—¿Mamá? —dijo Jacob, aún fascinado con el botón suelto de su camisa.
—¿Han venido por Jesús? —continuó Helen—. ¿Vienen a rezar? ¿Cuándo pagaron los diezmos por última vez? ¿Cuál fue la última misa de Resurrección a la que asistieron? Dímelo. Ese chico Thompson de ahí… —apuntó con un dedo regordete a un grupo de adolescentes apiñados cerca de la esquina posterior de la iglesia—. ¿Cuándo fue la última vez que viste a ese muchacho en la iglesia? —gruñó—. Hace tanto tiempo que creía que había muerto.
—Así era —repuso Lucille en voz baja—. Lo sabes tan bien como todos.
—Yo creía que esta reunión tenía que ser sólo para…, bueno, ¿entiendes?
—Cualquiera que tenga sentido común sabe que eso es imposible —replicó Lucille—. Y, francamente, no debería ser así. El motivo de esta reunión son ellos. ¿Por qué no habrían de estar presentes?
—Me han dicho que Jim y Connie están viviendo aquí —la informó Helen—. ¿No te parece increíble?
—¿Ah, sí? —contestó Lucille—. No lo sabía. Pero ¿por qué no habrían de hacerlo? Ellos son parte de este pueblo.
—Lo eran —la corrigió Helen, sin que el tono de su voz denotara comprensión.
—¿Mamá? —las interrumpió Jacob.
—¿Sí? —dijo Lucille—. ¿Qué pasa?
—Tengo hambre.
Ella se echó a reír. La idea de tener un hijo que estaba vivo y que quería comida aún la hacía muy feliz.
—¡Pero si acabas de comer!
Jacob había logrado por fin arrancar el botón suelto de su camisa. Lo sostuvo en sus manos pequeñas y blancas, le dio la vuelta y lo estudió del mismo modo que uno estudia una propuesta de matemática teórica.
—Amén —repuso Lucille. Le propinó unas palmaditas en la pierna y le dio un beso en la frente—. Tomarás algo cuando volvamos a casa.
—¿Melocotones?
—Si quieres.
—¿Glaseados?
—Si quieres.
—Quiero —manifestó Jacob con una sonrisa—. Papá y mí…
—Papá y yo —volvió a corregirlo Lucille.
Sólo estaban en mayo, pero en la vieja iglesia hacía ya un calor sofocante. Nunca había tenido un sistema de aire acondicionado como era debido, y con tantas personas amontonadas unas sobre las otras como sedimentos, el aire no circulaba y uno tenía la impresión de que algo muy dramático podía suceder en cualquier momento.
Esa sensación inquietaba a Lucille. Recordaba haber leído periódicos o visto cosas en televisión acerca de una tragedia terrible que había comenzado cuando demasiada gente se había apelotonado en un espacio demasiado pequeño. Nadie podría correr a ningún sitio, pensó. Contempló la sala —en la medida de lo posible, teniendo en cuenta toda la gente que invadía su campo visual— y contó las salidas, por si acaso. Estaba la puerta principal, al fondo de la iglesia, pero se encontraba llena de gente hasta los topes. Era como si casi todos los habitantes de Arcadia se hubieran dado cita allí, los seiscientos. Un muro de cuerpos.
De vez en cuando observaba la masa de gente moverse hacia adelante cuando alguien más trataba de entrar en el templo introduciéndose entre el gentío, y entonces se oía un leve murmullo de «Holas», «Lo siento» y «Perdón». Si ése era el preludio de una trágica muerte por estampida, por lo menos era cordial, pensó Lucille.
Se pasó la lengua por los labios y meneó la cabeza. El aire estaba cada vez más viciado. En la sala no se podía dar un paso pero, a pesar de todo, la gente seguía entrando en la iglesia. Lo notaba. Probablemente venían de Buckhead, o Waccamaw, o Riegelwood.
La Oficina trataba de celebrar esas reuniones municipales en todos los pueblos posibles, y había personas que se convertían en algo parecido a seguidores, como esos de los que se oye hablar y que viajan siguiendo a músicos famosos de un espectáculo a otro. Seguían a los empleados de la Oficina de una reunión a otra buscando incoherencias y la oportunidad de comenzar una pelea.
Lucille reparó incluso en un hombre y una mujer que, por su aspecto, podrían haber sido reportero y fotógrafa respectivamente. El hombre parecía de esos que veía en las revistas o sobre los que leía en los libros: con el cabello despeinado y la barba de un día. Lucille imaginó que debía de oler a leña recién cortada y a mar.
La mujer iba vestida con elegancia, con el pelo recogido en una cola de caballo y un maquillaje impecable.
—Me pregunto si habrá una furgoneta de alguna cadena de televisión ahí afuera —dijo Lucille, pero sus palabras se perdieron en el rumor de la multitud.
Como si un director de escena le hubiera dado pie, el pastor Peters apareció entonces por la puerta enclaustrada situada junto al púlpito. Su esposa llegó tras él, con el mismo aspecto menudo y frágil de siempre. Llevaba un sencillo vestido negro que la hacía parecer más pequeña aún. Estaba ya sudando y se enjugaba la frente con gesto delicado. Lucille se esforzó por recordar su nombre de pila. Era un nombre insignificante y frágil, igual que la mujer a quien pertenecía.
Como una especie de contradicción bíblica hacia su esposa, el pastor Robert Peters era un hombre alto y corpulento de cabello oscuro y una tez de aspecto perpetuamente bronceado. Era tan macizo como una roca. Uno de esos hombres que parecen nacidos, gestados, engendrados y concebidos para una forma de vida anclada en la violencia. Sin embargo, desde que conocía al joven predicador, Lucille jamás había oído decir que hubiera pasado de levantar la voz, sin contar las ocasiones en que voceaba en el clímax de ciertos sermones, pero eso no era más señal de un temperamento violento que los truenos lo son de un dios airado. Lucille sabía que el trueno en la voz de los pastores no era más que el modo en que Dios atraía tu atención.
—Esto es infernal, reverendo —manifestó Lucille con una sonrisa cuando el pastor y su esposa se acercaron lo suficiente.
—Tiene usted razón, Lucille —repuso el pastor Peters. Su cabeza grande y cuadrada se balanceaba sobre su cuello grueso y robusto—. Es posible que tengamos que considerar que algunas personas salgan discretamente por atrás. No creo haber visto nunca la iglesia tan abarrotada de gente. Aunque quizá deberíamos pasar la bandeja antes de deshacernos de ellos. Necesito neumáticos nuevos.
—¡Oh, shhh!
—¿Cómo está usted, señora Hargrave? —La mujer del pastor se llevó su pequeña mano a la boca para cubrir una tosecilla—. Tiene buen aspecto —declaró con una vocecita.
—Pobre —dijo ella al tiempo que le acariciaba la cabeza a Jacob—. ¿No se encuentra usted bien? Tiene aspecto de estar desmoronándose.
—Estoy bien —repuso la mujer—. Sólo un poco indispuesta. Aquí hace un calor espantoso.
—Quizá tengamos que considerar pedirles a algunas de estas personas que permanezcan fuera —repitió el pastor. Levantó una mano gruesa y cuadrada, como si el sol le diera en los ojos—. Aquí no ha habido nunca suficientes salidas.
—¡No habrá salidas en el infierno! —intervino Helen.
El pastor Peters sonrió y se acercó al banco para estrecharle la mano.
—¿Cómo está este jovencito? —inquirió dirigiéndole a Jacob una radiante sonrisa.
—Bien.
Lucille le dio un golpecito en la pierna.
—Bien, señor —se corrigió Jacob.
—¿Qué te parece todo esto? —inquirió el pastor con una risita. Unas gotas de sudor brillaban en su frente—. ¿Qué vamos a hacer con toda esta gente, Jacob?
El chiquillo se encogió de hombros y recibió otra palmada en el muslo.
—No lo sé, señor.
—¿Tal vez podríamos mandarlos a todos a casa? O quizá podríamos ir a por una manguera y barrerlos a todos a manguerazos.
Jacob sonrió.
—Un predicador no puede hacer cosas así.
—¿Y quién lo dice?
—La Biblia.
—¿La Biblia? ¿Estás seguro?
Jacob asintió con la cabeza.
—¿Quiere que le cuente un chiste? Papá me enseña los mejores chistes.
—¿Ah, sí?
—Ajá.
El pastor Peters se puso de rodillas para gran desazón de Lucille. Detestaba la idea de que el pastor se ensuciara el traje por un chiste de poca monta que Harold le había enseñado a Jacob. Sabe Dios que su marido conocía algunos chistes que no eran precisamente santos.
Contuvo el aliento.
—¿Qué le dice el libro de mates al lápiz?
—Hum… —El pastor Peters se restregó el mentón con aire de estar absorto en sus pensamientos—. No lo sé —contestó por fin—. ¿Qué le dice el libro de mates al lápiz?
—Tengo muchos problemas —dijo Jacob, y se echó a reír.
Para algunos, no era más que el sonido de la risa de un niño. Otros, sabiendo que hacía tan sólo unas cuantas semanas aquel chiquillo estaba muerto, no supieron qué pensar.
El pastor se unió a la risa del muchacho. Lucille también, dando gracias a Dios por que Jacob no hubiera contado el chiste del lápiz y el castor.
El pastor Peters se metió entonces la mano en el bolsillo de la pechera de su abrigo y, con ostentación considerable, sacó un pedacito de caramelo envuelto en papel de aluminio.
—¿Te gusta la canela?
—¡Sí, señor! ¡Gracias!
—Qué buenos modales —añadió Helen Hayes, y acto seguido cambió de postura en su asiento mientras seguía con los ojos a la frágil mujer del pastor, cuyo nombre no lograba recordar por mucho que se empeñara.
—Alguien con tan buenos modales como él se merece un dulce —intervino la esposa del pastor. Se mantenía detrás de su marido, dándole suaves golpecitos en medio de la espalda. Incluso ese gesto parecía una gran hazaña para ella, siendo él tan grande y ella tan menuda—. No es fácil encontrar niños bien educados hoy en día, tal como están las cosas. —Hizo una pausa para secarse la frente. Dobló su pañuelo, se cubrió con él la boca y se puso a toser como un ratón—. Ay, Dios mío.
—Es usted la cosa más enfermiza que he visto nunca —manifestó Helen.
La mujer del pastor sonrió y replicó cortésmente:
—Sí, señora.
El pastor Peters le dio a Jacob unas palmaditas en la cabeza. Acto seguido, le musitó a Lucille:
—Digan lo que digan, no permita que afecte al pequeño…, ni que la afecte a usted. ¿De acuerdo?
—Sí, pastor —replicó ella.
—Recuerda —le dijo entonces el pastor Peters al muchacho—, eres un milagro. Toda clase de vida es un milagro.